Mi memoria de las frutas

Si una mata de mango amanecía pelada, todo el mundo en el barrio sabía que había sido yo. Pero como nadie tenía pruebas, miraba para los costados y hacía caso mudo a los gritos de las dueñas y los dueños. 

Cuando se levantaban, se daban cuenta, a media mañana, que ya no quedaba sobre sus cabezas un solo mango, ni maduro ni pintón. 

Ayer fui a La Casa Encendida a ver (escuchar, sentir, imaginar) un nuevo capítulo de La memoria de las frutas (diáspora)de la creadora española Claudia Claremi

Varios proyectores analógicos dejaban leer, indistintamente, fragmentos de entrevistas. Su investigación abarca el vínculo que se establece entre las personas y las frutas en entornos como el cubano, el puertorriqueño y el dominicano. 

A su vez, quiere descubrir esa especie de traición que sentimos al llegar a Europa, donde un mango no es un mango; donde las uvas, las naranjas y las mandarinas no tienen semillas; donde los aguacates son tan pequeños, que caben dentro de un puño. 




La videoinstalación se completaba con un registro de puños, de manos abiertas, atentas a unas frutas que no están. Manos que sostienen frutas imaginarias. Manos que sienten el peso de las frutas de su memoria. 

Es un lenguaje de señas. Son las señas de lo que ya no existe. Sabores que para los caribeños que viven en España, por ejemplo, ya no existen. Como ya no existen otras tantas cosas. 

Luego estuve pensando toda la noche en mi infancia. Lo que para otros fue la guayaba o el caimito, para mí fue el mango, por mucho mi fruta preferida. Todo lo que tiene que lograr un gesto como La memoria de las frutas es que alguien se pase toda la noche pensando en su infancia. Alguien, como yo, que recuerde la felicidad de sembrar un árbol de mango para ya no tener que robarlos.

Me llevaba los maduros, los pintones y, a veces, los verdes grandes, esos que en tres días están sazones. Y los metía en bolsas negras. 




Lo aprendí de mi padre, que siempre fue un luchador. Me traía mangos de Santiago de Cuba medio pintones para que me duraran y no se echaran a perder. En Cuba, todo —las frutas más— se echa a perder muy rápido. La cáscara blanda no admite ni demasiado calor ni demasiado amor. El amor es cosa de tiempo.

En Cuba siempre tuve una relación casi de flirteo con los mangos.

Era ver. 

Era oler.

Era tocar.

Y era comer. 

Una cosa detrás de la otra. Sin miramientos. Sin romanticismo. Sin pamplinas. Eran amantes de turno. 

En las bolsas negras los mangos demoraban dos o tres días para estar maduros. Hay que estar atentos y revisarlos a diario. En dependencia del calor, la humedad y la oscuridad, el mango pasa de la madurez a la podredumbre en cuestión de segundos. Cuando abría esas bolsas y veía mis mangos ya casi negros, me daba tristeza. Aunque siempre se salvaba alguno. 




Éramos como veinte chiquillos que no iban a la escuela por irnos, cada uno en su bicicleta, para el río Matamoros. Nos metíamos por entre unas casas que mandó a construir la mujer de Fulgencio Batista, las mejores de la zona, y llegábamos hasta un descampado que llamábamos “El tanque”. 

No era más que un dique con un sistema de producción eléctrica ya en desuso. Antes, esa minicentral producía electricidad para el Instituto Cívico Militar de Holguín, convertido en centro escolar después de 1959. Ahí estábamos nosotros, con la mitad de las bicicletas ponchadas y tostados por el sol, felices. 

Mientras unos se tiraban por la parte del dique donde corría el agua y el musgo creaba una jabolina, por aquello de que resbalaba; mientras otros, en esa gracia, perdían toda la piel de la espalda o se partían la cabeza por la velocidad y la pendiente; yo andaba cazando las matas de mango de los guajiros de la zona. 

Hago mapas de todo lo que me interesa. Desde siempre. Ubico en un territorio mental puntos afectivos. Esos puntos eran árboles. Los tenía ficha´os




Mientras estábamos en temporada, no había mayores problemas. Aquellos mangos manzanos se cogían solo parándose en puntillas de pies. Pero un mes después ya solo quedan en las matas dos o tres, y en el pimpollo. Esas cimas eran prohibidas para escaladores inexpertos, pero no para mí. 

Tímido como soy para otros menesteres, un mango en esa rama inaccesible me sacaba la valentía de no sé dónde. Hoy lo cuento como uno de mis mayores triunfos. Con vanagloria. Esos mangos eran un premio. No saben igual. No puede saber igual ese mango que se saborea como una victoria y otro comprado en Lidl. La distinción es kilométrica.

(Digo mata y no árbol de mango. Cuando digo árbol de mango, algo en mí se descompone. A veces lo digo, es verdad, pero algo en mí se descompone. Es mata de mango, de toda la vida. Uno se sube a una mata de mango, no a un árbol de mango. Uno siembra una mata de mango. Uno se pone a leer todo el día, como hacía yo, debajo de la mata, por siempre, de mango.)

En uno de esos envalentonamientos, me sujeté a una rama traicionera y me caí. Una lección. Juraría que era un gajo joven y firme; pero no, estaba podrido. Ya en el suelo, sin demasiado aspaviento, miré mi mano derecha, la miré por el dolor, y vi el metacarpo del dedo pulgar fuera de la piel. Era parte de la victoria, el desmayo.




Todas las matas de mango del barrio eran mías. No eran mías, claro está, pero yo decía que eran mías. Llegó a ser tanta la fijación que no podía entender por qué no podía coger mangos de esta mata, de aquella, de esta otra. Un mango todos los mangos, cortazarianamente.

Al día, perdía la cuenta. Si estábamos en temporada, recuerdo que desayunaba cinco mangos. A media mañana, otros tres. A mediodía, uno o dos. En la tarde seis o siete, en dependencia de los tamaños. Si estaba aburrido, un rato después agarraba otro más. Y antes de dormir siempre, pero siempre, comía tres. 

Estoy siendo comedido, lo sé. Sé que comía mucho más. También sé que en mi cuerpo hay yodo de sobra. Y también sé que debajo de mi cama todavía están esas bolsas negras, por si un día regreso. 


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© Imágenes de interior y portada: Claudia Claremi, ‘La memoria de las frutas (diáspora)’, 2023. Fotografías analógicas. Cortesía de la artista.




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Buscaba un modo de trabajar directo, a lápiz, que el dibujo se percibiera y que en cualquier lugar que llegara pudiera coger un pedazo de cartón y un lápiz para ponerme a dibujar. Me parece más complejo dibujar que pintar”.






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