Ghabriel Pérez

Contra esta necedad

Contra esta necedad habrá que darlo todo. La plata. 
El oro. El fuego. La voz. La sangre. El tiempo. La piel. El roble.
La esperanza. Los hijos. Las canciones. El baile. Las ternuras.
Los puños. Los sueños. Los últimos zapatos
y sus rasgadas huellas. Cruzar con hidalguía
y sin pavura los puentes. Amar los viajes
a ningún lugar. Vencer y redimir las fuerzas más leales.
Y las menos probables. Incluso, aquellas fuerzas que regresen 
sin manos. Sin pies. Sin rostro. Las almas que enviamos a morir lejos. 
       Muy lejos.
Habrá que darlo todo y deshacer tinieblas.
Habrá que darlo todo. Con tal de que las culpas
no sigan anidando, buscando un peligroso país
entre las vértebras. Un atuendo que nunca
llevaremos a gusto. Habrá que darlo todo.
La lluvia. El sol. La almohada. Las sábanas. La puerta.
Las ventanas. Los salmos. Los conjuros. El parque de la infancia. 
La calle de aquel beso que nos hizo felices. Y lloramos. Sin nada que dar. 
Sin nada que mostrar. Necios sobre la tierra 
nosotros los cobardes. Los ilusos
hombres que pretendían darlo todo. Y hoy, cuando no queda nada,
se miran frente a frente
con soledad de siglos
con sangre en la mirada
como estatuarias que aprenden a llorar. Hoy, como último recurso,
los nombres. Apellidos. Números. Coordenadas
más íntimas y prendas del azar
dispuestos, sí, señores, entregando sus legítimas vidas.
Habrá que darlo todo. Los llanos. Los páramos. Las hachas.
El pasado reciente y el futuro. Dándolo todo, 
habrá que dar también las dos mejillas. El vino.
Las cenizas. Las fábricas. Los surcos. La misma libertad
habrá que darla íntegra, aunque la miel
se pierda en el intento. Habrá que dar los hilos que alguna vez 
mostraron la luz al laberinto. Las manos de la madre 
avivando la leña. Habrá que dar relojes y muros.
Todos los minutos. Contados. Perseguidos. Infames. Maldecidos.
Cada segundo donde intente esconderse 
el miedo. Cada gránulo de arena que se crea mártir. Héroe. Dueño 
de una ilusión. Una justificada manera de volar
atados de grilletes. Un sable en cuya voz anidan las palabras
que nadie quiere/debe escuchar. Habrá que dar el agua.
Alguna flor más tierna que la rosa. Algún jazmín
más blanco que el jazmín sometido bajo tierra. Sin sol.
En sed constante. Fugaz. Asustadizo.
Desposeído. Mal amigo. Peligroso jazmín que impregna
las espinas robadas a otras plantas. Miserable jazmín.
Traidor una vez más. Inútil. Habrá que darlo todo 
si antes no nos sorprende el día del primer paso
en este gran vacío.



Como las siemprevivas

Quede advertido: 
nadie cercó a bayonetazos 
rifle o cañón heredado en alguna 
de las tantas contiendas. 
Nadie condenó a nadie 
a vivir entre cuchillos. 
Nadie 
a juramento tácito de ser los más leales 
a promesa que nunca se cumplió 
a mentira más blanca que la nieve 
a verdad frente a la soga 
a cielo sin estrellas 
a corazón partido por las cuatro esquinas. 
Nadie 
redujo a nadie… Germinamos 
felices y normales, camuflados… 
como en la dibujada gloria de los mapas 
el sonriente ataúd tendido para el brindis 
o la celebración de una venganza. 
Pero siempre estuvieron las hormigas 
merodeando los cuerpos.



Espáñame los Césares

César, yo moriré sin aplaudirte
sin levantar la mano ni asentir
desde mi humilde silla…
              Elena Montes de Oca

Madre, no cimbres los cuellos 
si puedes convencer de otras quimeras.
No pedimos cirios de azafrán
contra las barbas necias ni quiebrahacha 
o narciso para el tálamo.
No los fusiles en el abatimiento. Pero llévalos   
al hospicio de tus vértebras,
pues fuiste tú la iniciadora
de esa genealogía… Duérmelos
en somníferos y pócimas. No enseñoreen más 
esas cabezas sobre las multitudes
porque querrán llevárselas de golpe.
Cercenarlas. Cortarlas de un tajo. A pan y agua.
A cal y canto. A quemarropa. A rebato.
Y caeríamos en la cuenta
de nunca acabar. Y eso 
no sería bueno para ninguno.
Para ninguno de nosotros, Madre España.



Afuera llueve

                          Paráfrasis por María Elena Cruz Varela

Y nada era verdad. Todo mentira
el humo no llegaba desde el fuego
pues todo se quedaba para luego
la única verdad era la ira.

Éramos polvo y nada en la costumbre
transcurríamos leves y olvidados
por un cíclope muerto vigilados
que asfixiaba el paisaje con la herrumbre.

Desmadejada la ilusión a flote
la muchedumbre cabriolaba el bote
al verse sin futuro ni deidad.

Hacía aguas un país entero.
Las palabras perdían su asidero.
Todo mentira. Nada era verdad.



Borgeanas

                            I

Señor Borges: abro y cierro los ojos 
y me espanto de mí por la impasible 
lectura que me roba la irascible 
neutra campana del reloj.         De hinojos 

estoy pidiendo y en usted confío 
que interceda por mí en ese instante 
cuando el cielo se nuble       se levante 
su mano protectora del baldío 

encuentro con las páginas amadas 
maldecidas       vencidas       desterradas. 
Señor Borges: también yo he cometido 

el peor y más cruel de los pecados. 
No pude ser feliz       desesperados 
tiempos mis noches han oscurecido. 

                       II 

El silencio ha sitiado la ciudad 
(y de tanto golpear la muda puerta 
no se sabe si vive o está muerta) 
y en estado de coma y ceguedad 

se aferra a sus columnas invocando 
inútiles plegarias a la luna 
que también se ha dormido y con ninguna 
de sus caras nos ve…       viene llegando 

el momento que todo lo ensombrece 
del sol solo perduran los enigmas 
sus rayos en la piel son los estigmas 

de un canto donde el pájaro envilece. 
No culmina un insomnio en la mañana 
y ya el otro se asoma a la ventana. 

                      III

Se abre un libro con miedo sobre todo 
si se acerca el comienzo de la tarde: 
Grecia cae en tinieblas       Troya arde 
en llamas insurgentes y no hay modo  

de atrapar el cocuyo que nos guíe 
en un jamo la noche nos encierra
nos deja confundidos bajo tierra
a la espera de aquel que nos envíe

en su bondad el anhelado cirio. 
Hemos perdido los humanos gestos 
rostros amados sin hallar los restos 

de luces que nos libren del delirio 
y se lleven las formas amarillas 
pues todo se traduce en pesadillas. 



Mangos de Baraguá

Desconocido 
el hombre escribe a la hora tres del insomnio…
cuando la extraña sensación lo lleva al sitio 
donde la madre lavó los mangos.
Frente a las frutas
él medita sobre lo lícito y lo ilícito 
(si es prudente comer o ignorar).
Es colosal el hambre. No hubo 
plato fuerte en casa (desde hace días no).
El hombre   la mujer   el niño   el anciano
rasgan sus pieles llenas de preguntas
y frutas innombrables.
Los héroes salen desde los libros de Historia 
y hay que cenar con ellos 
incertidumbres   vacíos   oscuridades.
No es bueno ese papel que el hombre escribe.
Esa tinta y los días/noches entre cáscaras
de esa tierra 
que no es buena todavía.



Hienas y cánidos

Nos comen.
Desmenuzan los sueños. Las verdades.
La mente. El pensamiento.
Nos comen gota a gota
hilo a hilo.
Cristianos del ayer.
Cristianos del mañana y del presente
si no salen ahora
si no gritan a tiempo
si no salimos todos…
La boca está dispuesta.
Dentelladas de rabia
está lanzando 
desde todos sus labios 
desde todos sus ojos.
Con hambres y sin ellas
nos quiere desollar.
Arañan nuestra piel y se llevan
los recuerdos, las pruebas de sus culpas.
Nos comen como nunca antes 
pensamos ser comidos: La familia. El vecino.
El camarada. El amigo. El extranjero.
Es el tiempo en que el hermano
vela la carne de su hermano
(su nombre no es Caín y es difícil
hallar a Abel sobre estas tierras).
El vómito. La fiebre. La cefalea constante 
martillando las sienes.
Comida para dos. 
Comida para tres.
Comida para tantos comensales
como mesas existan.
Dedícate a creerme. Dedícate a creerme.
Dedícate a creerme
porque serás oveja trasquilada
directo al matadero.
Porque serás estiércol
pisado entre las yerbas.
Dedícate a creerme
porque vas a quedar deshilachado
desactivado
torvo
inútil…



La vergüenza de Marx

En un país
donde tantos pudimos 
ser clase media…
apenas fueron 
los funcionarios del Partido Único,
su séquito
y sus extensas familias.
También los que dejaron
fábricas y talleres
del proletariado
para ser clase media
en cualquier otro sitio de la Tierra.



Han cableado mi casa

Han cableado mi tiempo
y mis pasos de andar entre amigos y adversarios
se confunden.
Noticias llegan hasta la habitación
de amantes y personas prohibidas.
No puedo preguntar nombres
ni apellidos.

Mi madre se interesa por saber del otro hijo.
El que no soy… El que no existe.
Le digo: estamos solos.
—¡Dios nos ampare! Dice.
Pregunta por sus hermanas y por su madre
muerta. Cree haberlas escuchado hablar del café
y de cómo preparar un dulce de naranjas
(“sin que alguien se entere”):
—¿Sigue prohibida la Navidad?
Pregunta. Le digo: estamos solos.
—¡El manto de la Virgen nos proteja! Dice.

Han cableado mi vida.
Desde el portal hasta el último rincón
sigo el curso de las paredes. Dentro de ellas
ecos. Amenazas. Trifulcas
y algo de música después de las molestias 
de quien parece no acatar órdenes.
Escucho golpes sobre un buró.
Plantas que retumban. Discusiones. Gritos.
Silencios.

Todos los días
por la puerta entra el insecto
revolotea entre las lámparas
desaparece sin tiempo de ver
por dónde escapa.

Han cableado. Han infiltrado. Han ultrajado.
Han violentado. Han confiscado. Han enlutado.
Han requisado. Han sobornado.
Han desordenado. Han derrumbado.
Han aplastado. 
Han desaparecido
el mapa que conservaba íntegro
desde mi primer día en este mundo.



Confidente número uno

a Mariela Varona, 
su Perro y sus banenses

Yo te declaro testigo de la alegría.
De los campos en flor. Las odas y las danzas.
Del escanciar de un vino que rebosa
las mesas en la cena del humilde
y en la del bárbaro.  
De la ira y del cielo con nubes
color ocre. De mi noche en la fe
y mis días de inmolación. De mis fugas. Y el aspaviento…
De un parque con muchachos
imberbes y solitarios. Con mancebos de luz, 
habitantes de un poema de Konstantinos Kavafis
y a un tiempo mismo, 
moradores de las faldas de los cerros de Holguín,
la ciudad que ahora cae ante tus ojos
y ves levantarse y erigir un monumento 
a la desidia. De un parque con ancianos de carnes
enmohecidas y chamuscadas.
Testigo de los parques —te declaro‒, 
húmedos de sangre.
Del grito que no llega a ningún sitio.
De la interferencia de la voz. Del café amargo.
Del fin de la tertulia.

Te declaro testigo del horror de una letra. 
Una sílaba. Una palabra. Del poder
ilegítimo de un color que solo encuentra remisión 
porque es fibra y textura del sonido que el Creador puso 
en el lado izquierdo de cada pectoral humano. Testigo 
del apresamiento masivo y el desfile monolítico. 
Del discurso blasfemo. Obsoleto. Estructurado
para atascar a los serviles, los inhóspitos seres
cuyas vidas son el apéndice de una mentira eterna,
coartada utópica donde la noria deja de girar 
y sin brújula marcha la quimera.

Yo te declaro
testigo del hambre y de los hombres 
llenos de cobardía y vacíos de honra. Genuflexos.
Bastardos. De bastardía sin par. 
De bastardismo como la inconmensurabilidad del mundo.
De cínicas palabras en sus labios. Y un hartazgo insaciable
de comer la carne de su especie. Hombres sin Dios.
Inductores del mal. 
Con rituales de guerra
disimulados de inocentes modos 
y de un peligro orbital mayor aún que en tiempos de svásticas
y cámaras de gas sobre la Tierra. Eufemismo
de hoz blindada como flor de Edén.
Te declaro ‒testigo y confidente‒
del hundimiento y la zozobra. La discordia
y el vasallaje con que una isla se pierde a trancos
en mareas de autofagia. Testigo, te declaro, 
del fuego tras el que arden mi ventana
y mi puerta, que están en el ojo de la guardia civil
de la guardia armada
y del ojo guardián
del Presidente de la República… yo te declaro.



No las prefieren rubias

A la memoria de 
Julio César Ocampo, (Julito)

Qué peligro es la noche.
Cuánto maldito suelto.
Cuánto ajuste de cuentas.
Cuánto humano desnudo de pudor.

Matan más en la noche
que en el día. Asesinan
al que lleva reloj. Celular. Ropa de marca.
Cadena diamantina o de valor confuso.

Matan a cualquier hora. Al que sale a caminar.
Al que corre. Al que espera la puesta del sol en la colina.
Al que lleva marcas de carmín
una rosa en el pecho
un abanico.

No las prefieren rubias. Mulatas. Negras.
Chinas…
Las aceptan a todas. Lo deseable
es el grito. Lo importante
es la sangre anunciando 
que las manos hicieron “justicia”.

Da igual si hay luna llena
o media luna.
Asesinan al gay. Al que parece…
Al que lo disimula. Al que aún no se decide.
Al que lleva una vida de closet. Al íntimo. Al público.
Al que tiene por novia la alegría.

Lo matan en el bosque. En el río.
En el parque.
En el ómnibus. En la estación de trenes. 
A orillas de la playa.
Lo matan en la casa mientras duerme. Mientras
busca las sábanas limpias y acomoda las almohadas.
Mientras va y sube la música. Mientras
prepara la vasija para el té.
Mientras lee el poema.
Mientras ama. 
Lo están matando siempre. Desde
que el mundo es mundo. 



Holguín era mi mano

Y yo podía reconstruir una ciudad a mi albedrío
ubicarle colinas más altas que sus soles
puertas    jardines    parques    balcones    nubes.
En ella hacer proyectos
donde los bárbaros se ahogaban en el pozo de sus iras
y solo había lugar para los ángeles
las Victoriana de Ávila, las Josefa Cardet
la descendencia de Lucía 
Íñiguez Landín.

Y Dios miraba la ciudad
y hallaba en ella visuales de su reino. Y bendecía 
a todos sus hijos por igual.

Holguín era mi iris. Yo podía 
contemplar sus mañanas neblinosas
o sus noches de paz
como el remanso
para esperar el fin. 

Y podía 
matar la oscuridad
la bruma
el desaliento
llevar al reclusorio a los culpables
de cada muerte cotidiana
y todas las mentiras
ahogar de un solo golpe en una hoguera.

Holguín era mi voz
de despertar
aquellos huesos dormidos en el polvo
porque escucharan 
los hombres y mujeres de limpio corazón:
Herodes es Herodes 
por más que le dibujen aureolas y aguinaldos.
Su nombre es pábilo de ceremonias fúnebres
su pacto es de blasfemia
va adornado de lirios 
mas solo hay lobreguez
bajo sus sicomoros.

Y yo podía 
lanzar puertas afuera a mercaderes y cambistas
poner en penitencia a los inicuos
hacer que en cada nuevo doblar de las campanas
la verdad se erigiera por encima de los muros y el pus
y escribir:
Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise juntar a tus hijos,
como la gallina junta a sus polluelos bajo las alas, 
y no quisiste.

Yo lograba
apartar malas yerbas y cardos
limpiar los escombrales 
regar las tierras para la semilla
dar pasto a sus ovejas
los mares acercar    (eliminando diásporas)
ver crecer los Velascos
las Cuabas
las Gibaras
los Banes
las Antillas de Nuestra Señora del Carmen
unir pueblos lejanos y profundos
en una carretera común
para la libertad 
enlazarlos con túneles y puentes tendidos sobre el mar
o sobre cuerdas de humo y aire sabio
como si se tratase de dar continuidad a las Espartas 
y las Constantinoplas
que se tocan en una misma arquitectura
desde una sola voz que las convoca
no solo de palabra y pensamiento
también en hidalguía y promisión.

Y yo podía
unir en un desfile de carruajes
—impulsados por la nueva victoria—
el triunfo real
dejar atrás:
lo atroz
la sumisión
el miedo
la sevicia
y sacudir los toldos
y provocar resurrecciones
de las madres, los hermanos, los padres de la fe…

Holguín era mi cruz
y yo pedía    —arrodillado, y hombre 
más libre que ninguno desde que el mundo es 
trampa
de 
hojaldre 
envenenado
aerópago
y
mordaza—
que se abrieran los sésamos
que cayeran los muros.

Holguín era
mi mano.
Mis dos manos
dispuestas
a
nunca
descansar.




jhan-asher-poeta-poemas

Jhan Asher

Jhan Asher

“Pertenezco a la generación de los que no se equivocan, menudos ‘comepingas’”.






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