Cuando una obra de arte transmite un contenido trascendente de alguna manera nos sentimos ligados a ella, pero cuando además nos llega a parecer visionaria, por distintos motivos, esta relación se vuelve más estrecha y profunda. El espectador se transforma en un ente crítico, dispuesto a seguir la pista y ver hasta dónde nos conduce dicho evento.
He tenido esa experiencia desde que descubrí el trabajo de Ofill Echevarría (La Habana, 1972), quien reside fuera de la Isla hace veintiocho años (asentado primero en Ciudad México y más tarde en Nueva York, donde vive actualmente).
Adentrarse en la evolución de la poética de Ofill siguiendo con sentido crítico el cambio y la fijeza que van de una pieza a otra, de una etapa a otra, nos permite discernir con claridad los aportes e inquietudes que deja su trasiego, muy marcado posiblemente por su primera visita a Nueva York en el año 2000.
Durante el tiempo transcurrido en lo que va del siglo XXI, su creación se ha concentrado en el drama que minuto a minuto se genera en las entrañas de la ciudad a partir de la movilidad de sus habitantes, de sus intenciones o anhelos, debatiéndose entre la coherencia y la incoherencia. Así nos convida a transitar por diversas locaciones y a la vez por las mutaciones que sufren cada una de estas, sorprendiéndonos con su capacidad de ir plasmando en las piezas el impacto de cada uno de esos cambios.
De ese trabajo obtenemos, entre otras cosas de valor, la sombra que proyectan los ciudadanos no solo en el sentido físico, sino también en todo aquello que se refiere a sus cargas emotivas, a sus deficiencias, a toda la basura que no puede ser recolectada y es un producto de las frustraciones que de manera constante generan las sociedades contemporáneas.
Durante las últimas décadas, las crecientes multitudes han venido construyendo, de forma paradójica, una metáfora visible de la soledad; Ofill ha penetrado por esa grieta para explorar, a través de cada pintura, cada fotografía y cada video, este fenómeno que en gran medida testimonia el estado actual de la condición humana.
Partiendo del individuo, e internándose más tarde en una serie de laberintos que la propia sociedad construye, el artistadetecta lo que se vuelve caótico y destructivo dentro de una aparente organicidad que ya parece tener sus normas bien delimitadas. Ahí se gesta el elemento más atractivo de su creación, que se vale de esas imágenes difusas o sobrias, que acuden al color o reniegan de este, en su dinámica de desplegar un evento reflexivo capaz de herir la dermis de lo cotidiano y adentrarse en lo que se interpreta como una crisis constante de su devenir.
Para descifrar esa carga expresiva es valioso comprender que no hay espacio en su obra para la retórica, sino para el impulso creador que se relaciona todo el tiempo con las obsesiones que surgen y se refuerzan a través de su propio mapa de vida; en ese instante, su poética consigue modificar la percepción de los espectadores. Su propósito alcanza una magnitud mayor, que se vincula a la posibilidad de intervenir de alguna manera en sus intimidades.
Aceptemos que el orden subjetivo de la existencia se encuentra regido por tonalidades, ya se refiera al ser en sí, a un acontecimiento o a un espectáculo natural: todos quedan bajo ese dominio. Un pintor que lo asimile y sepa representarlo desde las infinitas posibilidades del color, tendrá una conexión muy especial con su público y, a la vez, una producción enriquecida con el toque de lo trascendente, que en buena lid sobrecoge.
Ofill ha logrado palpar dicha sutileza, conociendo de antemano el peligro que supone moverse dentro esos parámetros. Nada mejor para entender esos riesgos e inquietudes que consultar varias obras pertenecientes a diferentes períodos de su creación; entre ellas elijo: Ritual de identidad (2002), Figuras geométricas (2004), Colloquial (2005), Identity None(2007), Encuentro (2009), Reflection (2010), Ernesto (2013), Golden Wall (2016), y Modermundo (video, 2010).
Al concluir este recorrido, accedemos a un tiempo que se recupera a través del conocimiento depositado en cada una de las imágenes, y cuyo vínculo con las interioridades del ser es muy evidente.
En el punto más neurálgico encontramos a sus paseantes (transeúntes): sin duda, intentar desentrañarlos se muestra como un ejercicio retador y hasta necesario. Estos personajes se divorcian un tanto del prototipo del esquizo proyectado con mucha energía y lirismo en las novelas de Samuel Beckett, y quedan más cerca del individuo que se mueve conectado a un deseo específico, estremecido por propósitos que se vinculan mayoritariamente con la idea del progreso, es decir, aquello que Deleuze y Guattari ratificaron como “máquinas deseantes”. A esas “criaturas” las sorprendemos en obras como: Scalators Men (2005), Gitanos en ruta (2005), Épico (2010) y Double Body Day (video, 2011).
Dentro de este trayecto advertimos un síntoma que me gustaría asumir como el relato de la velocidad, que de manera paradójica puede elegir como punto de partida la reflexión y el reposo. Se puede decir que la velocidad no se repite, que aunque parezca la misma, siempre es distinta. Ya somos fruto de tiempos de aceleración, y cuando tenemos el valor de salirnos de estos tiempos nos estamos regalando un lujo.
Los distintos matices de esta velocidad quedan condensados también en las imágenes de Ofill. El artista es muy consciente de ello cuando difumina (Identity None), o cuando se dirige hacia una abstracción singular, que provoca sensaciones extremas: la imagen como un remolino, o sumergida bajo la implacable distorsión que le provocan los espejos o cualquier otra sustancia capaz de reproducir su función (Andantes y Túrbido, ambas del 2014).
Portadoras de una singular dinámica, las imágenes de Ofill han sido sorprendidas por un evento totalmente inesperado: la pandemia. La ciudad se ha petrificado, experimenta una suerte de colapso en su metabolismo habitual; entonces surge la posibilidad aún más inesperada de repensar el fenómeno comentado desde la anomalía, es decir, que lo expresado por la visualidad ahora llega a multiplicar su vigencia y sentido tras las cortinas generadas por el aislamiento social obligatorio.
Tantas veces representadas por él, las multitudes quedan ahora ante una drástica disyuntiva: en lo adelante “viven peligrosamente”, como alguna vez sugirió Nietzsche, o se relacionan en “co-inmunidad”, como ya predice, de manera audaz, Peter Sloterlijk. La grieta donde explora el artista sufre, bajo estas circunstancias, una reconfiguración vinculada a los matices de la nueva soledad inducida por la pandemia, cuestión que parece tendrá una influencia notable sobre su trabajo futuro.
Es innegable que hemos quedado ante una pausa, y que somos el plato fuerte de lo pausado. Así, retomamos el tema de la velocidad para descubrir que estamos sometidos a un lujo forzado: la premura se congela, ya ni sabemos por cuánto tiempo; entonces la mente se aprovecha y valora con toda contundencia lo que durante incontables jornadas ha quedado pendiente, y en ese punto, como ya lo había propuesto su propia obra, surge el tiempo perfecto para desechar resacas e impurezas, proponiendo que en el entorno urbano del futuro haya lugar para los atrevimientos naturales y espontáneos del Yo: una verdadera ecología.
Lo cotidiano será reinterpretado una y otra vez, ahora a partir de parámetros que ciertamente no estaban en nuestras cuentas. Ante esta tentación, el arte de Ofill Echevarría parece presentar una ficha de valor que se desprende de su sensibilidad. Me refiero al tratamiento que le brinda a ese tiempo comprimido dentro de las estructuras, segmentos en los que transcurren los diversos procesos de enajenación que secuestran a los individuos de variadas maneras; así recolecta un saber vedado para muchos y lo transforma en energía subliminal, construyendo un trasfondo que, en su inmersión, reactiva el deseo, lo exacerba, y otra vez nos convoca.
Galería
Ofill Echevarría – Galería.
La Habana de Frankenstein
El éxodo del Mariel estaba calientico, todo era nostálgico, todo estaba eclipsado por la fuga inesperada de tanta gente. Era un entorno comprometido a una comparación constante con aquellos que ya no estaban: el mejor que bailaba rock, el más fanático a Deep Purple, la más loca, la más rubia, y así sucesivamente.