Mucho tiempo llevo mirando la fachada de los teatros. Existe en ellas una magia, una palabra que persiste, pero que también se mutila y cristaliza. Cuando esa palabra se rompe, entonces la sangre arrastra todas las historias que respiran sobre las paredes, todos los silencios, todas las fisuras.
Mi ciudad es un escenario antiguo. Bello, roto, simbólico. Ayer caminaba las calles de Centro Habana y aparecían preguntas. Grietas que no veía antes, iglesias cuyas columnas no me habían resultado sugestivas; aunque puede que algo haya cambiado en las últimas semanas.
Digo “cambio”, y es difícil no pensar en procesos complicados, pero hay un acto de expresión en cada tela, en cada dibujo en la pared, en cada piedra que se cae, por simple y rutinario que parezca.
Me pregunto qué había antes, o, mejor dicho, cómo se percibía. ¿Era el arte una verdad? ¿Podía la fotografía contar esa verdad?
Conocí a May Reguera en junio de 2024. Sabía que era actriz y fotógrafa, y era fácil, para mí, identificar sus fotos con fondos de colores. Tengo amigos en Alquízar que también la conocían por su personaje en Tú, la telenovela de Lester Hamlet que salió al aire en 2021, cuando todavía el Covid-19 cubría a Cuba y al mundo.
En aquella etapa aún no me había mudado a La Habana. Siempre sentí gran atracción por el teatro, aunque nunca había visto una obra en tiempo real. Fue una de las cosas que quise reparar cuando decidí cambiar de ciudad hace poco más de tres años. Recuerdo mi primera vez cerca de la escena, la sorpresa, la impresión. Entendí, entonces, que el teatro era algo poderoso.
Tengo una manía extraña, me gusta asociar un color con todo lo que pienso. La iconografía me parece una palabra poéticamente interesante. Puede que por eso me sea casi imposible no asociar la escena con un telón y, por ello, con el rojo. Rojo es el teatro para mí.
La vida me acercó a May en el momento justo: en el pródromo, en ese proceso de expectación y vulnerabilidad que es para un artista la preparación de su próxima obra.
Rojo es el nombre de su siguiente gran exposición. Un proyecto ambicioso, pero necesario. Homenaje a los cuerpos femeninos silenciados, desde la mirada fotográfica y escénica de la artista. Un espacio donde La Habana ha sido trampa, piel y también refugio.
Cuerpos silenciados: la mujer en el teatro y la ciudad
Otros proyectos que he desarrollado me han dado la posibilidad de identificar una grieta, de trabajar con ese sustrato para, de alguna forma, intentar unir los bordes de la herida. Sucedió así con la obra femenina en las artes plásticas del siglo de oro español, en la medicina y muchas otras áreas del arte y el conocimiento a nivel mundial, pero también en Cuba.
Históricamente los cuerpos femeninos han sido percibidos como parte del espectáculo, pocas veces como sujeto de voz. Desde décadas anteriores, vedettes, actrices de reparto, coristas, modelos, han sido casi invisibles en escena, más allá del símbolo sexual, de la figura femenina como ocio y de la mujer artista impecable y reluciente.
Es mucho menos notable en aquellas profesiones y espacios que no exigen la presencia pública, pero que también esconden fisuras. Las amas de casa, las madres solteras, las niñas maltratadas, las cuidadoras de ancianos y familiares encamados; las estudiantes becadas en preuniversitarios, escuelas en el campo, universidades, escuelas de arte, etc.
Son muchas las voces silenciadas o acostumbradas al silencio. Palabras que se fracturan y no hacen ruido para evitar que duela más.
Pienso en los teatros, en su arquitectura. Espacios cargados de historia, pero con interiores llenos de grietas. Hablo, por ejemplo, del Gran Teatro de La Habana y del Teatro Martí, donde los dorados, los terciopelos y los espejos ahora son vestigios de lo que alguna vez fue grandilocuencia. Aquí nació el mito. Y el silencio.
Me detengo también en el Teatro América, joya del art decó habanero, donde el espectáculo fue vida. Música, luces, lentejuelas. Inaugurado el 29 de marzo de 1941 y ubicado en la céntrica avenida Galiano, el Teatro América tiene una capacidad para casi 1,800 espectadores y formaba parte del imponente edificio Rodríguez Vázquez, que también albergaba apartamentos y una sala de cine.
Durante décadas, el Teatro América fue epicentro del espectáculo musical en Cuba, acogiendo a artistas nacionales e internacionales. Su arquitectura y diseño lo convierten en una de las obras de mayor interés arquitectónico de la ciudad.
Más allá de su esplendor, el teatro también ha sido testigo de silencios y ausencias, especialmente en relación con las mujeres que, aunque presentes en escena, muchas veces fueron relegadas a roles secundarios o decorativos; pero…, ¿cómo se percibe ahora?
En la obra de Virgilio Piñera, por poner algún ejemplo, el teatro no es refugio sino abismo. Es absurdo, ridículo, y profundamente humano. Como La Habana misma: una ciudad donde lo que parece no siempre resulta ser.
Por otra parte, el dramaturgo y escritor cubano Antón Arrufat (1935–2023) es una figura clave para entender las tensiones entre arte y reconocimiento en Cuba. Su obra más conocida, Los siete contra Tebas, fue censurada durante años debido a su contenido crítico y simbólico.
Arrufat exploró, en sus textos, la represión, el silencio impuesto y la marginalidad, temas que resuenan con la experiencia de muchas mujeres en el ámbito teatral y urbano de La Habana. Su enfoque en la dramaturgia como espacio de resistencia y cuestionamiento lo convierte en un referente para proyectos como Rojo, que, como nueva propuesta, pretende desempolvar esos espacios.
Tendrá lugar en la Galería Taller Gorría, en La Habana Vieja, desde el día 6 de junio. El espacio albergará, además, conferencias especializadas que buscan acercar al público citadino al conocimiento de la creación artística y el vestuario en escena. Un homenaje al teatro cubano en los márgenes de la ciudad.
Devolver la voz al cuerpo
En Rojo, la fotografía más allá de documentar, interpreta, reconstruye y dramatiza. May Reguera parte del cuerpo femenino como un archivo visual, una materia que ha sido usada como objeto estético y, al mismo tiempo, excluida del relato principal. Todas las imágenes de esta exposición son un acto de escena detenido, un plano congelado donde los cuerpos no actúan para el público, sino para sí mismos, en una especie de rito íntimo frente al vacío del teatro.
La artista trabaja con contrastes marcados entre luces cálidas y sombras densas, telas como extensión de la piel, y fondos teatrales. Hay un gesto de teatralización extrema —maquillaje, postura, escenografía—, pero también una fragilidad subyacente. No se trata de imágenes decorativas, sino de retratos cargados de tensión: mujeres en soledad, en silencio, o en confrontación directa con el espectador.
La estética de May, cercana a lo pictórico, se vuelve narrativa. No hay un solo tipo de mujer en sus fotos: hay multiplicidad: cuerpos en posiciones de resistencia, miradas desafiantes en espacios de censura. Las imágenes construyen un lenguaje visual que reinterpreta el silencio como acto activo.
Lo fotográfico y lo escénico se funden en Rojo. No es casual que muchas de las sesiones hayan sido concebidas en escenarios teatrales reales como el Teatro América, espacios donde alguna vez la mujer fue adorno o sombra. Ahora, bajo la luz roja de esta exposición, esos mismos espacios devienen campos de expresión y memoria.
En las fotografías de May, los cuerpos aparecen cubiertos de telas escénicas, o detenidos en la penumbra de los camerinos vacíos. Las imágenes capturan la dualidad de esos espacios: su belleza arquitectónica y su historia de exclusión y silencio. Así, el cuerpo femenino se convierte en protagonista, reclamando su lugar en la narrativa urbana y cultural de La Habana.
Rojo convierte cada butaca vacía, cada foco apagado, cada ruina, en parte del lenguaje con el que se articula una denuncia. La escenografía es la ciudad misma, erosionada como las memorias que este proyecto recupera.
El rojo no es solo un recurso estético. Es una palabra clave. Una herida abierta. Un hilo que une la sangre, la violencia de género, el cuerpo femenino vulnerado, pero también la fuerza de la urgencia, la lucha y la feminidad como potencia.
Rojo es el color del dolor, sí, pero también del coraje, de la memoria, de la rabia lúcida que impide el olvido. Es un rojo que arde en los cuerpos, que tiñe los mármoles fríos de los teatros coloniales, que pulsa en las paredes desgastadas de La Habana como si la ciudad misma menstruara o gritara. Es parte del lenguaje visual del proyecto. Una llamada de atención que se rehúsa a pasar desapercibida.
En un país donde la violencia de género no siempre ha tenido rostro ni nombre en los medios, Rojo utiliza el color para nombrar lo innombrado. Para que el dolor no quede en penumbras. Para que el cuerpo no vuelva a ser atrezo ni sacrificio, sino centro de la escena. No es solo una exposición, es una invitación a mirar lo que hemos preferido no ver: el teatro como herida, y el cuerpo femenino como su testigo silenciado.

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