Víctor Landaluze y Juana Borrero: dos momentos en la representación del negro en la plástica cubana



Si hay un proceso interesante en las artes visuales en Cuba, es la evolución en el siglo XIX de la representación plástica de la figura y presencia social del negro. Y digo interesante en el sentido en que esta presencia —el negro y sus peculiaridades étnicas y sociales— funciona en un momento determinado a manera de parteaguas o barrera divisoria entre la pintura académica y el grabado.

Es la introducción de la imprenta y el periodismo en Cuba, desde la primera mitad del siglo XVIII, la base de este proceso artístico —y social— que tendrá las mayores consecuencias en la representación de un posible “ser nacional” del que, posteriormente, el negro esclavo y libre será parte.

Al decir del crítico de arte Jorge Rigol en su libro Apuntes sobre la pintura y el grabado en Cuba, es en esa primera mitad del siglo XVIII —previa a la Ilustración— donde la Isla será pura invención fantástica y mítica en la imaginación europea. De este modo, en poco más de cien años, después de una lenta curva ascensional que va de lo paisajístico a lo social y de la naturaleza a la historia, será en la segunda mitad del siglo XIX que culminará el momento inicial del llamado “proceso de objetivación gráfica de nuestra realidad”, del cual la presencia del negro formará parte indisoluble.

Fundamental en todos los sentidos para la constitución de la nación y la nacionalidad es, en el propio siglo XIX, donde se ubica la obra gráfica y costumbrista de Víctor Patricio Landaluze, un bilbaíno de nacimiento que deviene vecino de Guanabacoa.

Por conocido, no nos detendremos en su “integrismo” reaccionario. Pero, por esa pupila sagaz y profundamente ambivalente, su obra artística es merecedora hoy día —con una mirada histórica más “compleja”— de nuestro interés.

Landaluze capta un habitus de clase, la lógica de unas relaciones de fuerzas: un esquema que sostiene los órdenes de la vida social y económica, política e intelectual. Así, lejos del carácter bucólico de la naturaleza tropical y en el centro del paisaje histórico de la Isla, sus grabados y pinturas de pequeño formato nos parecen una suerte de culminación del proceso histórico estético apuntado en el párrafo anterior.

La obra gráfica de Landaluze está recogida en dos ediciones (1852 y 1881): Los cubanos pintados por sí mismos y Tipos y costumbres de la Isla de Cuba. A pesar de su costado irónico y superficial, de su visión pintoresca, idílica y despreocupada, en ella hay algo esencial y que capta la vida cubana en un momento histórico determinado. En sus cuadros y grabados —dice Jorge Rigol— encontramos acentos que luego se repetirán en nuestra plástica más válida.

En su amplia obra la crítica coincide en destacar dos pinturas de reducido formato que, por su temática, forman una posible unidad: El beso (José Francisco) y En la ausencia. Estas dos piezas, magistrales, reflejan actitudes que supuestamente asume la esclavitud doméstica cubana en ausencia de los amos. El beso representa al negro José Francisco. Este ha hecho una pausa en su faena cotidiana, es decir, en el acto de limpiar una habitación, e intenta besar los labios de una estatua.

Llama la atención en este cuadro de Landaluze —de tonos azul, blanco y rojo— la luz, potente, cayendo sobre el claro mármol de la estatua y sobre la ropa blanca: luz en contraste con la piel negra de José Francisco.

En una de las esquinas de la habitación, una espesa y oscura cortina hace suaves pliegues en el suelo de mosaicos blancos y negros. En la otra esquina, se ve una silla de delicada construcción y oscuro dibujo.

Es un ambiente de belleza clásica y ordenada, ambiente suntuoso, mullido y voluptuoso. Señalemos, sin embargo, que las facciones del rostro de la estatua y la rica opulencia del seno la apartan un poco de ese canon neoclásico y perfección armónica de las formas mediterráneas. ¿Es una criolla? ¿Es el ama de José Francisco?

Aunque en esta joya del siglo XIX cubano destaca lo diestro y conciso del trazo, lo más señalado es la actitud francamente simiesca con que se representa a José Francisco. Se aprecia en la posición de sus labios extendidos en fea mueca y en sus manos vueltas hacia atrás. Este es el lado ofensivo de la pieza, revelador de la mirada sarcástica y burlona de Landaluze, de su ojo ideológico: la mirada de quien —en el binomio colonizador /colonizado— tiene la posición dominante.

En la lógica colonial de Landaluze, José Francisco, negro y esclavo doméstico —y domesticado— solo puede estar adscripto a este marco familiar, patriarcal y conservador. Marco estrictamente delimitado —y delimitador— donde las figuras se mueven de acuerdo con patrones conformes y establecidos: en ausencia del amo, el negro solo puede querer una cosa; imitarlo.




Este es el mundo pintoresco y feliz que pinta Landaluze desde su habitus de observación: una Arcadia tropical, esclavista y plantadora, que los “hombres del 68” tuvieron el mal gusto de querer malograr. Por lo apuntado, esta obra pictórica es arte desde el ala carcelaria e instrumental de la Modernidad: pintura de y desde la jaula de hierro. 

Obviando otras representaciones, un segundo momento en la visualidad plástica del negro, lo encontramos en la obra de la pintora y poeta Juana Borrero.

Pertenece la obra literaria y pictórica de Juana a ese momento “fecundo” de transición de la cultura y la sociedad cubanas que va desde 1878 hasta 1898. En los círculos más avanzados de la cultura cubana tendremos el afianzamiento paulatino del modernismo literario, cuya figura cimera será el habanero Julián del Casal, amigo de la familia Borrero y amor frustrado de la propia Juana.

En 1896, la familia, involucrada ya desde 1868 en las guerras de independencia por Cuba, se ve obligada a emigrar hacia los Estados Unidos. Es en los Estados Unidos donde muere Juana en 1896. En este año pinta su obra más lograda, Los pilluelos, también conocido como Los negritos.

Antes de referirme a Los negritos —y con gesto deudor del modernismo— me gustaría, antes, introducir un cuadro perdido de Juana; o, tal vez, imaginado por Casal para re-crear, en medallón o camafeo literario, una visita a la casa de la familia Borrero en Puentes Grandes.

La invención casaliana reflejará la atmósfera que nos interesa destacar: una “puerta solferina” en el fondo de una casa y un trozo de camino “sembrado de guijarros que chispean a la luz del sol” (¿Juana anticipándose a la pintura impresionista?).

En esta descripción que hace Casal de un cuadro perdido de la adolescente Juana está dada, en forma indudable, toda la imaginería y el decorado modernista: lo solferino, el color violeta, la luz y la vegetación mineralizada. En la parte superior: el firmamento azul. En lo inferior: guirnaldas, encajes y terciopelo verde.

Aventuro que si este cuadro perteneciente al museo imaginario de la cultura cubana, pudiera funcionar como una metafórica puerta de salida, no natural, hacia ese otro lugar, con mucho también del escapismo típico del modernismo y de la cultura “fin de siglo”, Los pilluelos, cuadro real y existente en el Museo de Bellas Artes de La Habana pudiera ser, entonces, una puerta de entrada desde ese otro lugar, out of the world, hacia el acá de la historia, de la cultura y de la nación cubana.

Para aislar algunas metáforas, veamos Los negritos en forma de esquema conceptual: una mancha oscura en el centro de la tela. Arriba, la disposición triangular de las cabezas de los personajes. Abajo, un sólido cajón de madera claveteado.

Su forma cuadrangular, fácilmente visible, nos recuerda todas las cuadraturas y simbolismos del cuadrado como apoyo del cosmos, así como ese “bloque de madera primigenio”, fundamento del Universo, del que nos habla el pensamiento hermético de Oriente y Occidente.

Alrededor de la caja, como flotando, hay una gran masa de luz subsumiéndolo todo; masa luminosa que, “casualmente”, alumbra la frente de los niños: ¿el ojo espiritual? En la masa oscura y central del cuadro, resalta también la ropa borrosa y pobre; la falta de zapatos, y una pierna cruzada con donaire.

Paradójicamente, los niños no parecen estar avergonzados de su pobreza. Una sonrisa, la sonrisa que en sus rostros se insinúa más que se dibuja, creemos que es el tema central del cuadro: la sonrisa del taita, de la adivinación del destino y de la poesía del oráculo, la sonrisa del sabio nuestro; el que por derecho propio ve en el “más allá” y está ya de vuelta y lo sabe todo.

No se ven tampoco en el cuadro muebles, ni ese lujo al que eran tan proclives algunos de los modernistas más destacados: lujo irreal las más de las veces. Si arriba hablé de una modernidad carcelaria, para referirme a la representación del negro que hace Landaluze, ahora pudiéramos hablar de una representación desde el ala libertaria y emancipadora de la modernidad. Quizás, de un arte producido por la iluminación de la realidad, tal como es.

Insisto, la sonrisa es en este cuadro algo inexplicable y magistralmente logrado, como bien apunta José Lezama Lima en uno de sus ensayos. Nos recuerda el rostro alargado y sonriente del faraón místico y reformador Akenatón. Nos recuerda algunas imágenes del Buda sereno y ya iluminado; y, más cerca de nosotros, algunas imágenes heterodoxas de un Cristo no sufriente en el hermetismo y la gnosis renacentista.




Brevemente explicado: la luz solar, lo radiante y la felicidad, las imágenes y metáforas de comunión espiritual y carnal que se pierden en la obra literaria de Borrero, se concentrarán en sus dibujos y florilegios alrededor de sus cartas y pinturas. Véase como ejemplo mayor de esto su obra Los pilluelos, acaso el momento más definitivo (incluyo su poesía) de una cubanía totalmente interiorizada y esencial.

No obstante, si alguien en esta misma línea de reflexión me señalara en esta obra la presencia de esa masa oscura, central, formada por nuestros tres graciosos y pícaros personajes, le respondería que estamos en presencia de eso que la mística universal ha nombrado siempre como “luz oscura”.

Es decir, la luz no solar e hiperbórea, mediante la cual —y solo mediante ella— logramos la “visión cabal y justa” de un espacio no de anárquica y caótica gravedad, sino, como dice la filósofa andaluza María Zambrano, un espacio donde las cosas y las personas encuentran su justo peso, su número y armonía. Lugar que ha sido, desde siempre, el logro y la meta de la gran pintura.

Si ubicamos estos dos altos momentos de la sensibilidad plástica en la historia de la nación cubana, comprobamos que han ocurrido dos hechos que han transformado el tejido y la percepción social y, por tanto, el reflejo de ambos en el arte: el papel del negro en las dos guerras de independencia (1868-1878), (1895-1898) y la impronta del negro emancipado (1886) en la vida social de la Cuba colonial.  

Otro aspecto, tal vez más importante, es el tipo de mirada artística que estos creadores tienen sobre la realidad. La del integrista y conservador Landaluze, mirada sagaz, incisiva e inquisidora. La de Juana, desde la intuición poética de una cubanía muy acendrada, sin apenas concesión al pintoresquismo.

En Landaluze es claramente perceptible la burla, el sarcasmo y hasta una visión sádica que no vacila en convertir al ser humano en “animal” —por lo demás, una característica extrema del pensamiento reaccionario de todos los tiempos. En Juana hay fineza de percepción y comprensión emotiva de su tema. Una sabia pupila que capta la vida humilde y una capacidad de empatía con los pobres que mucho recuerda a José Martí.

Concluyo: si la exégesis de El beso es sencilla por la clara explicitación de su contenido, por su factura artística en un contexto histórico determinado —la Cuba colonial en vías de desintegración—, ¿quién puede explicar, convincentemente, la sonrisa y el misterio que irradian los tres negritos del cuadro de Borrero?






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