El inicio de esta historia fue un alegato. O mejor, en el alegato del Doctor Fidel Castro, titulado La historia me absolverá, hay un fragmento que puede tomarse como el inicio de esta historia:
Hay piedra suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada familia cubana una vivienda decorosa. Pero si seguimos esperando por los milagros del becerro de oro, pasarán mil años y el problema estará igual. Por otra parte, las posibilidades de llevar corriente eléctrica hasta el último rincón de la Isla son hoy mayores que nunca, por cuanto es ya una realidad la aplicación de la energía nuclear a esa rama de la industria, lo cual abaratará enormemente su costo de producción.
En la voz del acusado, las características y los planes de un hipotético y futuro gobierno. Revolucionario, según aclaró.
Le habla al Poder. Es el año 1953 y la dictadura de Fulgencio Batista. El Doctor arenga y a la par se defiende. En ese documento describe cuánto haría un verdadero Gobierno y no aquello con Batista a la cabeza; luego del pistoletazo de arrancada en enero de 1959, la dictadura por venir: la del Proletariado.
El fragmento comienza con el tema de la vivienda decorosa para la familia cubana, concluye con los planes de electrificación. Es difícil deslindarlos, de la misma manera en que sin agua potable, salud pública, educación, empleos y salarios acordes con la carestía de la vida, la vivienda de la familia cubana nunca será decorosa.
A grandes trancos, uno podría desandar la historia de la electrificación con energía nuclear en Cuba apropiándose del cine, la dramaturgia y la literatura. (Es harina de otro costal el bojeo del resto de las técnicas nucleares, que en nuestro país comenzaron a implementarse en la década de 1940, cuando se fundó la Comisión Nacional de Aplicaciones de la Energía Atómica para Usos Civiles.)
Desde el presente y el pasado no muy lejano de la cinematografía nacional, dos directores de cine se propusieron indagar lo sucedido con la Central Electronuclear (CEN) de Juraguá, en Cienfuegos, sin pasar por alto a los involucrados en tal empresa. Me refiero a los audiovisuales La obra del siglo (2015), dirigido por Carlos Machado y con guion de Abel Arcos en colaboración con el propio Machado, y el documental Bretón es un bebé (2008), escrito y dirigido por Arturo Sotto.
La CEN y la Ciudad Nuclear fueron también los escenarios escogidos por el dramaturgo, poeta, narrador Atilio Caballero (Cienfuegos, 1959) para una obra titulada Zona, con la que obtuvo el Premio Milanés de Teatro. A la crónica, el testimonio, incluso a la ficción han sido “traducidas” la Central y la Ciudad. Por el propio Atilio. Y por el poeta cubano radicado en Francia Armando Valdés-Zamora.
Según La historia me absolverá, la generación de electricidad a partir de la fisión nuclear era barata y segura. Significaría además autosuficiencia energética. La capacidad instalada en nuestro sistema de generación, concebido y construido fuera del universo socialista CAME (Consejo de Ayuda Mutua Económica), tenía al petróleo como fuente energética casi en su totalidad. La fisión parecía la solución. (Parte de esa electricidad sería generada no en una, sino en tres centrales nucleares. Juraguá es uno de los escenarios; otro, el enclave minero de Moa, Holguín, para la zona oriental; en Pinar del Río se iba a construir el tercero.)
Los reactores, de fabricación soviética y tropicalizados, pues las condiciones climáticas y de seguridad así lo exigían, generarían 440 MW cada uno. La de Juraguá, como plan, tendría cuatro. En una primera etapa se pondrían en funcionamiento los dos primeros, porque por partes se va armando todo. Como detalle adicional, Cuba sería la confirmación de que los reactores tropicales podrían ser exportados a otros países de condiciones climáticas similares.
Cuando se dice reactor soviético, el primer link que establece nuestro cerebro es con Chernóbil y el estallido del reactor No. 4. El resto de la secuencia de enlaces incluye: desastre, muertos, contaminación, Tarará, niños, cáncer. Sin embargo, la tecnología de nuestro reactor era otra. El de Ucrania era del tipo RMBK (Reaktor Bolshoy Moshchnosti Kanalniy, reactor de gran potencia tipo canal). El cienfueguero era un modelo VVER, transcripción de ВВЭР… mejor en inglés: WPR (Pressure Water Reactor, reactores de agua a presión o presurizada). Según los científicos, ingenieros y políticos de aquel entonces, el VVER sí era de fiar.
El filme La obra del siglo y el documental Bretón es un bebé se interesan por el instante posterior de ese sueño donde electricidad y fisión nuclear quedan enlazados en una misma oración. La fecha que marca un antes y un después no es solo uno, sino dos días de septiembre. El 2 y el 5. Era el año 1992. El hombre en cuyo alegato estuvo el germen del idilio núcleo-energético cubano será el encargado, otra vez verbo mediante, de poner a los involucrados nuevamente en su sitio, anunciando a los trabajadores el cierre de la CEN; anuncio que luego extendió a toda Cuba en un discurso.
Para muchos, ese desplazamiento espacial, económico y mental se tradujo de pronto en un no-lugar. Desde mediados de la década de 1970 se había propiciado la formación de ingenieros y técnicos para tomar parte en el programa nuclear; se facilitó además el traslado de todo el personal necesario para la construcción de la obra civil y técnica. Hablamos de un gran número de personas orientando su vida en lo profesional, en los oficios, en los servicios. Y en lo privado también, toda vez que debían establecer sus vidas en un nuevo contexto: una provincia y un barrio diferentes, nuevos vecinos, costumbres nuevas.
Hablamos de un gran número de mujeres y hombres viajando hacia el centro de Cuba. Enrolados en el proyecto más importante del gobierno en aquellos días, debían poner piedra sobre piedra para levantar la Obra del Siglo y la Ciudad del Futuro, el supuesto inicio de una autopista energética que situaría a Cuba en la carrilera hacia la industrialización. Hablamos también de hombres y mujeres que se formaron fuera y dentro de Cuba para darle orden, sentido y puesta a punto a la Ciudad y la Obra.
Se trataba de producir electricidad con una “papa caliente” en la mano. Así dijo en el documental de Arturo Sotto un técnico en manejo de desechos nucleares devenido pequeño ganadero. La papa nunca llegó a calentarse. La crisis de los años 90 dejó la obra en stand by; luego, tras rebasarse la frontera del nuevo siglo, quedó en paro total. La papa pasó de súbito a un estado de conservación, y de ahí a esa zona donde la putrefacción es evidencia.
Los datos dicen que el primer reactor quedó suspendido: en un 90 % la ejecución de la construcción civil, en el 95 % los “objetos auxiliares” y en el 80 % los suministros para su arranque. Cifras. Frías. Digamos además que el monto en dólares invertidos en aquel sueño se sitúa entre los 1.100 y los 1.456 millones. Cifras. Que se calientan. En la película y el documental, los directores y guionistas se las ingenian para mostrar los efectos de la progresiva putrefacción de la papa. O mejor, el descalabro del sueño. Uno de nuestros dos VVER tipo B-318 no estalló. Pero casi.
Tanto en la ficción de Carlos Machado machihembrada con lo documental a través de reportajes periodísticos de la antigua TeleNuclear, como en la recopilación realizada por Sotto de testimonios relacionados con la CEN —porque su documental incluye otras manifestaciones del (sur)realismo en Cuba—, se habla no del principio de un fin, sino de la cristalización de “la tragedia”. En ambos, protagonistas y figurantes, ingenieros, técnicos, obreros y sus familiares, no tienen más alternativas que reinventarse en el plano profesional y económico, o fracasar en el empeño de reinventarse y mantener la estabilidad y funcionalidad al interior de la familia. (Quitemos de la ecuación el suicidio.)
En la película de ficción, tres varones y un pez macho gravitan en un apartamento de la inconclusa Ciudad del Futuro. Abuelo, papá, hijo y pez. Familia disfuncional si las hay. Las radiaciones esparcidas en el “desastre nuclear” cubano alteraron el sistema orbital y mental de cada uno, incluyendo al pez. Dos Marios (Balmaseda y Guerra), un Leonardo (Gascón) y un pez en los roles de Otto, Rafael, Leo y Benjamín. Cuatro cuerpos más terrenales que celestes colisionando constantemente dentro de un apartamento medio careado. Uno de tantos, allí, en esa ciudad donde el prefabricado de manual político-ideológico campeó por su respeto. En esa ciudad erigida en una suerte de erial, el agua dulce era solo un teorema en cada uno de los más de 2000 apartamentos.
Ese pequeño detalle, el del agua, se muestra en el filme de Machado: la necesidad de almacenarla debido a los problemas en su distribución. Para que la vivienda cubana sea decorosa, la necesidad de un sistema alternativo de almacenamiento a pesar de la cisterna y los tanques colectivos. Ese (anti)sistema, sumado al clima propicio, genera un acompañante y su efecto: el Aedes Aegypti y cuanto inocula en el cuerpo humano, en el cuerpo social. Con el Aedes, arribaron al cine cubano los inspectores de Salud Pública y el “adulticida” en forma de humo disparado con bazucas hacia donde están los focos de infección y hacia donde no es necesario disparar. En Caballos (2015), de Fabián Suárez, filmada en negro y blanco, los inspectores tienen también sus minutos de fama.
Al interior de esas huestes hay individuos capaces de diálogos de cierta hondura histórico-política. En La Obra…, ante la duda del dueño de la casa, con un discurso de correcta dicción el inspector le advierte sobre la necesidad de combatir “el brote, la plaga, el dengue”. Porque “el Aedes Aegypti mata” —dice—. “Hay que matarlo. Esto es una guerra.”
Mientras su compañero fumiga, este inspector rememora una época gloriosa; a lo lejos está el domo del reactor inconcluso, a pocos metros un edificio abandonado. A diferencia de esta, aquella era una época sobrada de batallas épicas. Se trata de otra guerra. La Guerra Fría. Dos potencias midiéndose para ver “quién la tenía más grande”. El falo como metáfora. En el recuento del inspector, que incluye la carrera espacial, hay anécdotas que evidencian cuán grande se les iba poniendo. En pleno 2012, la única épica posible es desafiar la plaga, eliminarla. Rumbo a la cámara, en un edificio sin terminar, un comando de inspectores camina desafiante. Como si el doceplantas fuera un cohete Soyuz, como si fuera campo de batalla.
Esos mismos individuos son capaces también de soliviantar a las masas debatidas entre el hastío y el estío cuando cuerpo social y cuerpo humano arriban a los callejones sin salidas del hambre y el desencanto. En Caballos, ante la bandeja con solo un trozo de boniato: ansiar la carne. De caballo. La que da sangre y se acumula en los cuerpos cavernosos del “caballo”, según uno de los inspectores a la postre ideólogo agitador. En medio del conato por la ausencia de la carne, ese personaje reorienta los gritos de “comida”, máxima exigencia y aspiración de las huestes de gris avivados por el otro líder. Se trata de una corrección (política): “¡Qué comida de qué!” —grita— “¡En este país no hace falta ninguna comida, en este país lo que hace falta son caballos!”. Otra vez el pene deviene símbolo. El gesto que acompaña al parlamento sitúa al espectador en un contexto falocéntrico, de dominación y despotismo. Desafiantes, los dos inspectores miran a la cámara. Avanzan hacia ella. Nos miran.
Parecen los inspectores una raza singular. Al menos eso muestra una parte del cine nacional. Todo un hallazgo luego de la aparición en 2014 del documental El enemigo (2014), de Aldemar Matías, donde se nos presenta al mosquito —lenguaje de plaza sitiada mediante— como El Enemigo, al cual es obligatorio hacerle la guerra. La muerte como única alternativa.
Muchos piensan que los Inspectores de la Salud solo agrupan gente lerda, perdedores, delincuentes, listillos de poca monta. Sin embargo, en el cine, específicamente en la ficción, se les aprovecha para hablar no solo subrepticiamente de las condiciones higiénico-sanitarias, de cómo una epidemia es más que puro humo, sino también para ubicar la posibilidad de pensamiento alternativo y el gesto de disensión allí donde menos se lo espera…, y donde su efecto, por supuesto, es puro humo. Como en la Ciudad Nuclear, en un 2012 que ya no alberga gloria ni épica alguna, solo hastío, fracaso. (Quizá exagero. Podría hacerse mucho más en el cine con estos señores y damas de gris abate si se les sometiera, en la escritura, a más riesgo y delirio.)
Documental y ficción relatan el presente de varios protagonistas subalternos del proyecto. Ese presente es el factor común de no pocos enrolados. En La obra…, el desamor es una constante: relaciones torcidas, soledad, miseria humana, mascotas ocupando el espacio de la pareja, reconversión profesional y de oficios, paisajes donde proyecto tecnológico y de vida parecen salidos de las Pinturas negras de Goya.
El miedo también está insertado en esas vidas; echando mano a una escena del filme De cierta manera (1974), de Sara Gómez, Carlos Machado lo trae al siglo XXI. Ese parlamento atraviesa varias décadas de cine, sociedad, política. Es un gesto de apropiación ese vector, va como una flecha de un contexto marginal de la capital cubana a otro igual de marginal en Cienfuegos: desde De cierta manera a La obra del siglo. ¿Pero cuál es el origen de ese miedo verbalizado, frente a cámara, en la década de 1970? ¿En la literatura está la respuesta?
Dos textos muy singulares aportan lo suyo. Uno tiene la firma de Atilio Caballero; el otro es de la autoría de Armando Valdés-Zamora. Aunque uno reside en Cuba y el otro en Francia, Dios los cría y el diablo los junta en los predios de la literatura y la fisión del átomo. Tienen a la Obra y la Ciudad como paisaje de fondo.
Atilio conoce la abortada Ciudad del Futuro y la ex Obra del Siglo. La ficción y la dramaturgia han sido el terreno para adentrarse en personajes y cifras, en vidas y tecnología, en la sangre, en el dolor, en el núcleo del cuerpo y del átomo, en alternativas de sobrevivencia: “La zona. Entropía” y su obra de teatro La zona.
Hay en la obra el siguiente parlamento, nos lo espeta El Ingeniero: “Es duro vivir sin ideal; / peor aún es tener uno y luego perderlo. / Eso es una gran desilusión. O una paradoja. / Por eso vale la pena empeñarse en no tener / para no sufrir nunca la desgracia de la pérdida. / Tener o no tener; ese sí es un buen dilema. / Ahora. / Mucho más difícil y preocupante que ese otro, ya saben…”
¿Ser o no ser? Ingenieros, locos, prostitutas… Goce, placer. También lo contrario: “una perversidad melancólica”.
Al igual que en el documental de Sotto y el filme de Machado, en los textos de Atilio Caballero el escenario es posterior al cierre de la Central, aunque va hacia el pasado para regresar no precisamente con una flor prendida en la solapa. Hay en “La zona. Entropía” unos personajes imposibles de pasar por alto en este recuento: los Picapiedras. Si el cierre de la CEN generó alternativas gubernamentales para Ingenieros y Técnicos, entre ellas la creación del Centro Experimental para la Construcción y el Montaje (CENEX), otros decidieron asumir el futuro por su cuenta y riesgo: los Picapiedras. ¿Su estrategia? Trazar senderos en la copiosa concentración del nuevo árbol nacional: el marabú. Burlar la guardia en la Central inconclusa. Arriesgar literalmente el pellejo en la casi total oscuridad para robarse todo lo que pueda ser robado y luego traducido en bienes personales. Los Picapiedras vistos no tanto como zombis sino como bibijaguas.
El testimonio de Armando Valdés-Zamora se ubica fundamentalmente en el instante anterior a la concreción de la pesadilla. En “Diario de un poeta en la central nuclear”, publicado también en Penúltimos Días, Valdés-Zamora, que fue enviado a la CEN como asesor literario, relata su regreso a una ciudad cuyos habitantes no ostentan todavía un gentilicio.
Lo que allí cuenta podría causar las delicias de grandes y chicos. Sexo al por menor y al por mayor para sobrellevar los días de servicio social, planes de lecturas sugeridos por lectores furibundos, conocedores de clásicos y contemporáneos permitidos y prohibidos, chapuzones en playas nudistas. Vale no olvidar la creación, por el propio poeta, del suplemento literario de la CEN, nombrado “Ana Frank”, para el cual tecleó, cito: “uno de los cuentos fantásticos más extravagantes jamás escrito por un cubano: ‘El hombre que quería subir al cielo’, de Rogelio Riverón (el actual director de la editorial Letras Cubanas), ganador del premio nacional de talleres literarios otorgado por Rafael Alcides”.
El asesor, en sus días de recién graduado, organizó además un ciclo de cine independiente con debate incluido. Por si fuera poco, los contenidos de aquel boletín literario parecían alcanzar un nivel de radiactividad poco deseado entre quienes vigilaban la conducta de todos en la CEN.
El testimonio de Valdés-Zamora, redactado tras asentarse en Francia, termina bien porque acaba mal. Mientras un numeroso grupo de personas se dispone a recibir al boxeador Robeisy Ramírez, flamante campeón olímpico, alguien reconoce en el rostro de Armando al joven que fue expulsado de la obra de choque de la Revolución. El final mezcla algarabía deportiva con alguien deseoso de vengar a la Revolución de las “iniciativas” del poeta, un poeta temeroso no tanto de Dios como de la ira de unos vengadores menos anónimos que revolucionarios. La huida en la lancha que une a este erial con la ciudad le salva el pellejo.
Los textos de Atilio y Valdés-Zamora sitúan el núcleo del conflicto luego de la clausura de la Central. El año 1992 es pasado, sin embargo, ha incidido en la vida de los protagonistas: los del contexto de la ficción, los del contexto de Lo Real. Porque el 2 de septiembre de 1992 Fidel fue a la CEN y les anunció el cierre a los trabajadores. Porque el 5 de septiembre, en el acto donde se celebró el XXXIX Aniversario del Asalto al Cuartel Moncada y el XXXV del Levantamiento de Cienfuegos, el hombre de La historia me absolverá le extendió el certificado de nacimiento al Período Especial en Tiempos de Paz y casi el certificado de defunción a la CEN.
Aquel no fue un discurso de 26 de julio como otro cualquiera. Si el 2 de septiembre hubo lluvias y lágrimas durante la conversación con los trabajadores, tres días después Fidel le decía a toda Cuba: “Es en el campo económico donde nos golpeó de forma más terrible el desastre del campo socialista”.
Minutos más tarde dijo: “No nos quedó otra alternativa que paralizar la construcción de esa obra, la más importante de Cienfuegos y posiblemente una de las más importantes del país. Me reuní con los trabajadores, (…) les expliqué las razones por las cuales teníamos que paralizar, aunque fuera temporalmente, esa obra; y esas razones (…) fueron las que le dimos al gobierno de Rusia para proponerle la paralización de esa obra”.
El paréntesis del sueño energético lo abre y cierra una misma persona. El mismo verbo encendido en nombre de un Gobierno Revolucionario por el bien del pueblo. El mismo índice afilado.
La maravilla del verbo. Aquel ganadero ex técnico de la CEN consignó en cámara la capacidad de convencimiento de Fidel a pesar de que muchos de los allí presentes quedarían luego aguantándose del cabo de una brocha. El discurso es una joya de la oratoria. Y de la política. Pero la realidad es más extraña que la ficción.
La tecnología soviética fallaba en el mecanismo de seguridad y control; el accidente de Chernóbil fue freno y alerta. Si en un inicio era relativamente barato el costo por kilowatt generado y subvencionado por un Estado cualquiera dispuesto a poner en marcha centrales nucleares, el precio del mismo se incrementó debido al update de los requerimientos técnicos de control y seguridad exigidos por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). Las cifras se disparan aún más cuando se tiene en cuenta el peligro real de un terremoto, un tsunami, un ataque terrorista o la accidental caída de un avión sobre una planta nuclear. Pero un reactor no dura hasta el final de los tiempos. El nuestro tenía como fin los 25 años de vida útil. Pongamos que sea barato construir una central, sin tomar en cuenta el costo monetario y ambiental del manejo de los desechos nucleares; lo verdaderamente caro es deshacerse del “muerto”, como se conoce en el argot el enterramiento de la central.
No pocos conocedores de la aventura dudaban del correcto funcionamiento de la CEN en manos de los técnicos cubanos. ¿Serían capaces de manejar la “papa caliente” sin que el “cubaneo” jugara una mala pasada? Según el mapa de afectación, si la fisión se desmadraba, del archipiélago solo quedaría disponible el hocico del caimán. Un terroncito en el extremo oriental. Algunos vieron en el Período Especial la mano de Dios, el golpe de dados que nos salvaba de exportar a la región un altísimo aluvión de curios. Los cubanos de la Florida habrían tenido que partir mucho más al norte todavía.
Por cierto, ¿qué habría sucedido luego de esos 25 años si las tres centrales se hubieran puesto en marcha?
En el texto de Valdés-Zamora aparece Robeisy Ramírez con el oro de Londres. La medalla olímpica de 2012. En la película de Carlos Machado, el tema Robeisy es un detalle más al interior del hastío. El campeón es presentado por la prensa como un boxeador cienfueguero; obvian el lugar de nacimiento. Mientras los protagonistas del filme rumian el desencanto, se les desliza a los espectadores un detalle: han escamoteado un campeón olímpico a los habitantes de la Ciudad Nuclear, algo más en una larga lista cargada de realidades y símbolos. Para ellos, habitantes de una ciudad de la cual no pueden ostentar un gentilicio, no es asunto baladí.
Para la familia mostrada por Machado, el efecto de las r.p.m. de la Revolución ha sido quedar al margen. En tanto marginales, están de cara a otro momento radical. En el pasado se vieron involucrados en un proyecto social, cultural y político diferente. Exigía cambios. Ahora están en medio de otra sacudida, intensa: la Cuba del XXI. La palabra de orden es transformación. En este caso, hacia el espacio individual. Adaptarse o quedar a la vera del camino.
“Tengo un miedo del carajo”, dice Otto (Mario Balmaseda). En la película de Sara Gómez el temeroso es un hombre joven, transcurre la primera década de la Revolución, lo acompañan sus propios recuerdos, demonios, fantasmas, también una mujer. En la de Carlos Machado el asaltado por el miedo es un hombre de la tercera edad, acompañado únicamente por sus recuerdos, demonios, fantasmas; el discurso cotidiano en ese contexto es el de la plaza sitiada, donde un nuevo enemigo a derrocar ocupa el primer plano: el mosquito.
Hay en esa escena de apropiación y cita un recorrido en forma de parábola. Tanto por la curva como por su sentido. Es el breve relato de un proceso que comienza, y el resumen de un mismo proceso que va en declive. Todo cambio radical implica riesgos, justo allí estalla el temor, opera el miedo. Habrá quien conecte ese “miedo cobarde” con el proverbial —o sobredimensionado, según se mire— “miedo valiente” de Piñera.
Hay un aspecto que el gobierno creía tener en cuenta mientras firmaba los acuerdos relacionados con la CEN: la independencia o autosuficiencia energética. Se trataba de librarse, en la medida de lo posible, de los férreos lazos impuestos por el petróleo y los países productores. Pero, ¿quién nos suministraría el combustible nuclear?
Es cierto que en los planes no estaba la desintegración de la URSS. Cuando se trazan estrategias a largo plazo debe contemplarse el peor escenario, donde además el embargo o bloqueo de los Estados Unidos es una de las variables a tener en cuenta. Un escenario donde la URSS fuese asunto del pasado sería, literalmente, el peor. Y justo eso aconteció.
En el discurso del 5 de septiembre, Fidel, a propósito del peor escenario posible para la economía cubana, dijo: “Como les expliqué a los trabajadores y constructores de la CEN, ahí estamos enterrando recursos todos los días, todos los años; ya hemos invertido 1100 millones, ¿para qué? ¿Para esperar quién sabe cuántos años antes de poder encender un bombillo con energía de esa planta, sin ninguna seguridad acerca de los suministros, incluso en este momento sin ninguna seguridad acerca de la entrega de los combustibles nucleares que necesitará esa planta? En esas condiciones que acabo de explicar, que son los argumentos que empleamos para dirigirnos a las autoridades rusas, sería una locura, realmente, continuar empleando millones de horas de trabajo y cuantiosos recursos en la continuación de esa obra”.
En su monólogo, Fidel se refería a los nuevos acuerdos y a las condiciones de pago, ya nunca más “de ensueño”, para poner en marcha, otra vez, la CEN. De concluir las conversaciones con la terminación y puesta en marcha de la Central, según la ponencia “Programa Nucleoenérgetico Cubano”, del ingeniero Miguel A. Serradet Acosta, perteneciente al Ministerio Industria Básica (MINBAS), se crearía una “Asociación Económica para la terminación y explotación hasta su cierre definitivo de la Central, en la que participarán la Parte Cubana, la Parte Rusa y Terceros Socios que se incluyan”. Esta Asociación funcionaría “bajo el principio de producir electricidad que será comprada por el Estado Cubano en moneda libremente convertible y los socios recuperarán su capital a través de las ganancias obtenidas en la operación de la Central”. Así de rápido lo escribió, sin comas en el estilo.
En el documento no aparece el cargo de este ingeniero en el ya desaparecido MINBAS. Es un estudio presentado al parecer en un seminario regional acontecido en La Habana, en mayo de 1995. Un estudio detallado. Con tablas y mapas. Pongamos que sí, que ingeniero y estudios son reales. ¿Acaso la realidad no es más extraña que la ficción?
A largos trancos se ha recorrido un sueño con visos de pesadilla. Nada mejor para el tramo final que otro fragmento de cuanto dijo aquel hombre del alegato de 1953 en la pospuesta celebración del 26 de julio de 1992:
“A los técnicos —y ahí hay cientos de técnicos rusos o de la CEI [Comunidad de Estados Independientes] (…)— hoy tenemos que pagarles en divisa convertible la colaboración. Es alrededor de 300 000 dólares al mes lo que hay que gastar. Para citar un ejemplo, con 300 000 dólares al mes, que son más de tres millones y medio de dólares al año, se pueden conseguir materias primas para 6 millones de pares de zapatos plásticos cada año… (APLAUSOS)”.