Bien entrada la noche es la hora del bacurau, una más entre las presencias fantasmales del desierto brasileño, o más bien de ese paraje semiárido y mitológico que los oriundos del nordeste denominan sertão.
Ave pequeña y veloz, de mirada rojiza, el bacurau se muestra solo cuando quiere, como un arañazo apenas perceptible que atraviesa el crepúsculo. Este pájaro inasible está en peligro de extinción, al igual que la cultura brasileña, según afirma en una entrevista Juliano Dornelles, codirector, junto con Kleber Mendonça Filho, del filme que se apropia del nombre de esta ave misteriosa: Bacurau (2019).
Como se declara en los primeros segundos, se trata un western pernambucano, regional.
Desde mediados del siglo XIX hasta la tercera década del siglo siguiente, las tierras baldías del sertón probaron ser fértiles para ficciones de bandoleros. Los cangaceiros, improvisados Robin Hood de municiones cruzadas al pecho, aterraban a los ricos en favor de los pobres, aunque no estaban exentos de actitudes mercenarias. Antihéroes rudos, disidentes políticos, estas figuras devinieron carne de folclore, con todo el romanticismo y la idealización correspondientes. Celebraban el horror y el miedo que caracteriza a la vida en estas regiones, donde se impuso de a poco la costumbre de la muerte.
No es de extrañar entonces que la oleada vanguardista del Cinema Novo, con Glauber Rocha a la cabeza, rescatara la figura del bandido de ese limbo paralizante del color local y lo erigiera en arquetipo de las dinámicas de cambio.
El antisocial cangaceiro, con su moral dudosa, era sin dudas la variante más opuesta al héroe convencional, usualmente aderezado de una ética incorruptible, sin tachas, una suerte de evangelio. Radical y poderoso en sus imperfecciones, el bandido reflejaba las contradicciones de su entorno, ante el cual encarnaba como un símbolo de resistencia.
En esta tradición cinematográfica se inserta el filme de Mendonça y Dornelles. En un Brasil del futuro cercano, una serie de sucesos extraños se despliega en el ficticio pueblo de Bacurau, villa sumida en la pobreza y abandonada a su suerte por las autoridades del Estado, quienes solo reaparecen esporádicamente en el marco de alguna absurda campaña electoral. Las condiciones de vida son extremas: las medicinas deben ser traídas del exterior por gestión de los propios habitantes, el gobierno ha vedado el acceso al agua de la represa, la educación está en crisis… Literalmente, el pueblo no aparece en el mapa.
Sin embargo, no se presenta a los habitantes de Bacurau bajo los signos de la indefensión y el abatimiento, esas máscaras con las que el cine latinoamericano suele arropar a los personajes en sus frescos pornomiséricos. Los locales asumen su destino con una mezcla de imaginación y estoicismo, en un sistema de organización acéfalo, pero funcional, donde no se renuncia a la sensualidad ni al hedonismo más elemental de las costumbres. No hay una figura de autoridad evidente: el liderazgo moral se divide entre los personajes del profesor y la doctora, evidenciando un tejido comunitario sin autoritarismos ni imposiciones, donde cada miembro tiene igual importancia en las decisiones comunes.
Bacurau es un filme sin protagonistas, un retrato coral donde el foco recae en la comunidad como grupo heterogéneo, múltiple, pletórico de individualidades y no carente de fuertes conflictos internos. No obstante, la unión que se despliega para defender el espacio compartido trasciende cualquier diferencia. Esta idea se contraviene a la de masa compacta, con pensamiento uniforme y monolítico, que proponen las sociedades de control contemporáneas como noción ideal de pueblo en resistencia.
La ideología intolerante y fascistoide, que aplaca las diferencias en nombre de la unidad en la plaza sitiada, es desmontada contundentemente por el ágora soberbia de Bacurau, donde coexisten el asesino a sueldo con honor, el profesor-ideólogo, la severa doctora lesbiana, las prostitutas y sus chulos, el héroe trans y hasta el fantasma de la matrona muerta.
Todas las fuerzas deben unirse para enfrentar al enemigo más absurdo: un grupo de cazadores norteamericanos que le han pagado al gobierno local para montar su safari en los predios de la villa. Como en aquella vieja película de la RKO, The Most Dangerous Game (1932), los objetivos de la cacería no son animales exóticos sino los propios habitantes, igual de exóticos y anónimos en la visión de los foráneos.
Los cazadores, símbolos del establishment, no portan una ideología ni una tradición cultural muy definida. Son individuos sin demasiada identidad, vaciados de sentido, para quienes los actos de violencia no pasan de ser un juego sin consecuencias éticas ni morales. El placer que hallan en la crueldad y la pura competitividad adolescente son los elementos que justifican la matanza.
El tercer mundo es una vez más su patio trasero, tierra de nadie donde dar rienda suelta a los impulsos menos confesables, a todo el horror contenido. La banalidad de este mal no viene sino a acentuar los mecanismos catárticos del capitalismo contemporáneo, necesarios como válvula de escape a las pulsiones reprimidas, a las frustraciones de un sistema castrador.
Los pueblos subdesarrollados son sacos de boxeo para el primer mundo, existen para ayudarlos a descargar esa energía terrible no canalizada. El genocidio, mal menor, se convierte en artículo de consumo, en imperativo de mercado.
En la épica desclasada que presenta Bacurau, la identidad cultural es la piedra de toque que articula la resistencia ante un mundo cruel y globalizado donde impera la ley del más fuerte. Para hacerlo, los realizadores se apropian de los resortes de un género fílmico fundamental, tradicionalmente al servicio de la ideología más colonizadora y reaccionaria. En Bacurause revierte el discurso, desplegando los conceptos de antropofagia cultural ideados por Oswald de Andrade, sobre los cuales se construyeron algunos cimientos del Cinema Novo.
Mediante estos procedimientos, un artista del tercer mundo puede asimilar sus influencias creativas de la cultura dominante y, a través de una suerte de canibalismo artístico, superar la relación colonizadora o imperialista que sostenía en primer término con ese material.
En el caso que me ocupa, Mendonça y Dornelles se valen de todos los resortes del cine de género para dinamizar y corporizar un discurso político de urgencia. Los elementos sexuales, humorísticos, de acción y suspense asociados a la serie B o al exploitation del cine de las décadas de 1970 y 1980, son puestos al servicio de una narrativa descolonizadora y auténtica, que potencia las particularidades del país y, más incisivamente, de la región.
La danza de guerra de la capoeira, el consumo de sustancias alucinógenas para agudizar los sentidos en el combate —en una especie de guiño a la pócima mágica de otro pueblo irredento: la Galia de Astérix y Obélix—, así como los rituales más cotidianos de la comunidad, vienen a conformar un rico entramado que no cae en el folclorismo al uso ni en las trampas del realismo mágico, ese instrumental for export y deficiente para entender nuestras culturas.
La tensión estética en Bacurau se establece entre dos polos en apariencia opuestos, pero totalmente conciliados en la propuesta formal y discursiva del filme. Por un lado, el cine de género, asociado a la alegoría pop que roza lo distópico y suele tributar a la industria del entretenimiento; por el otro lado, un cine comprometido con la esfera político-social de su tiempo, a la usanza del Nuevo Cine Latinoamericano de los años 60.
La agenda política se beneficia del andamiaje del cine de género para hacer más eficiente su comunicación, se torna más seductora y sensorial. Eso explica que una película de referentes tan locales no vea coartadas sus pretensiones de llegar a todo tipo de públicos alrededor del mundo. Los ropajes genéricos posibilitan su entendimiento y se retroalimentan del universo cultural donde se sitúa la trama para renovarse y devolver algo distinto.
Asistimos entonces a un filme moroso, de fugas intencionales, más interesado en las texturas del espacio y los personajes que en mantener los más rígidos imperativos genéricos o de cohesión narrativa. Sin embargo, sí se mantiene la esencia arquetípica del western, mas subvirtiendo el par civilización-barbarie.
En Bacurau, los supuestos salvajes exhiben rasgos más sofisticados de civilización y herencia cultural que los occidentales del primer mundo, puros autómatas del id más corrosivo. La venganza de los realizadores reside en representarlos con la misma indiferencia y uniformidad con que las instancias hegemónicas del espectáculo audiovisual han representado históricamente a las clases oprimidas: indios genéricos que ahora devienen en hombres blancos amorfos, de stock, sin rostro ni voz propia.
En la comunidad de Bacurau no hay Dios, pero sí hay mística. La Iglesia permanece cerrada y hace las veces de almacén. El único recinto que aspira a lo sacro es el Museo de Historia del pueblo, un sitio de orgullo y peregrinación. Con sus objetos podemos construir un relato de resistencia, que mezcla a líderes sociales con bandidos, a políticos progresistas con cangaceiros. A veces no se les puede separar.
Las armas expuestas en las paredes se sustraen para enfrentar a los cazadores. Luego de la batalla, retornarán a su sitio. Es un espacio en evolución que asimila constantemente las nuevas muestras de heroísmo. Las marcas de sangre fresca del agresor ultimado se agregan como piezas a la colección. Borrarlas sería asumir el olvido. Y Bacurau no olvida: se erige sobre una legión de fantasmas.
Fantasmas que atormentan en el valle, como la canción que cantan.
Fantasmas reales y ficticios que se nombran en la secuencia final, cuando el pueblo sale a enterrar sus muertos, a presentarles ofrenda ante la caída del invasor.
Fantasmas que saben que el Museo está abierto, que la herida está abierta y no para de sangrar.
Fantasmas preparados para esconderse en lo inmenso de la noche, como el bacurau, hasta el momento en que tengan que dejarse ver.
Fantasmas conscientes de que los agresores seguirán viniendo, por eso cantan siempre la misma canción.
Saben que “en el aire, flotan los hechizos de un brujo maléfico”.
José Luis Aparicio Ferrera
El totalitarismo masifica, convierte al individuo en rebaño, lo vuelve una abstracción cuando este debe singularizarse. Sin embargo, el horror, el rechazo, tienen siempre el mismo impulso, la misma energía, única raíz. Todos los odios, el odio.