No lo tengo bien claro, pero en algún lugar escuché que hay oficios que tienen sus propias enfermedades. A ver, me explico, un socio, músico, me dijo que los percusionistas, los que tocan las tumbadoras, pueden padecer de algunos males del vientre, por algo de las vibraciones y toda esa energía ahí concentrada. Los que trabajan en las minas o están expuestos a químicos tóxicos, si no se cuidan, pueden ser más propensos a algunos tipos de cáncer.
Estoy a punto de terminar el rodaje y una nube gris sobre mi cabeza me sigue a todos lados. ¿Qué voy a hacer cuando acabe esta película? Un amigo, director, con un premio importante en Cannes, se dedica a dar clases en una universidad argentina. Otro hace publicidad y alguna que otra vez series de televisión. Hacer televisión en Cuba no me motiva mucho. Una vez traté de dar clases en FAMCA y no me dejaron porque no era universitario. Woody Allen, antes que se destaparan las denuncias de violación, hacía una película cada año. En la vida real, en la normalidad, no conozco a nadie que esté filmando todo el tiempo.
La incertidumbre se apodera de mí. Esta puede que sea mi última película (aunque otras veces he pensado lo mismo). Estoy a punto de cumplir 40 y la vida me ha hecho un gran regalo: en los próximos meses voy a tener la oportunidad de reinventarme. Pero no tengo la menor idea de lo que voy a hacer.
La mayoría de los amigos están preparando sus papeles para irse bien lejos. De mi edad, de mi curso, acá no queda casi nadie. Tengo un amigo que se mudó al campo y está sembrando en una finquita. ¿Habrá llegado ya el momento de partir?
Esto no da más. Después del 11J hay un antes y un después.
Hace unos meses atrás traté de abrir mis horizontes y mientras dibujaba el storyboard de la película hice mi debut como vendedor ambulante. Unas amigas que me habían hecho tremenda cabronada me invitaron a su hogar. Yo no soy una persona vengativa, pero en un momento en que no estaban mirando aproveché y me robé tres libros. Tres libros buenos que aquí nadie tiene y que todo el mundo quiere. Agarré los libros, los metí en mi mochila y salí librería por librería a buscar un comprador. No tuve mucha suerte. Quizá fue el karma; quizá mis nulas habilidades como vendedor.
En la casa tenía unos zapatos de tres colores que nunca los iba a usar y los llevé a la cancha de basquetbol de 23 y C. Me acerqué a varios grupos y les conté que, en Internet, afuera, en eBay y Amazon se vendían en 200 dólares, y yo ahora solo necesitaba 1 000 pesos. Con 1 000 pesos me conformaba. Pero nadie los compró. Al final nadie los compró.
Económicamente estoy embarcado.
La editora me empieza a mostrar el material filmado y una alegría se apodera de mi cuerpo y me hace olvidar todo lo material, terrenal, etc… En un momento empiezo a pensar en aquel cuento del caballito de mar, no sé si era de Onelio Jorge Cardoso. Veo plano tras plano y empiezo a pensar en la historia que está apareciendo.
Una cosa es escribir una película, otra rodarla, y el material final es una película completamente distinta. Esta película la empecé a escribir con un título distinto: La pelota roja. En el momento en que me trabé le pedí al genio de Fabián Suárez que me ayudara. Hicimos par de versiones más y luego me fui a una beca en España. A la vuelta muchas cosas cambiaron, la película empezó a llamarse Vicenta Bravo y era bien diferente. Ese libro, cuando lo voy rodando, va cambiando. Como un ser vivo, la película va proponiendo cosas.
La casa de la protagonista cumple una función en Vicenta B. Mucha gente me llamó la atención: “Ojo, ten cuidado no estés haciendo eso que hacen en las telenovelas cubanas, en donde todo el mundo vive en una perra casa y nadie sabe de dónde sacan el dinero para vivir”.
En la vida real, mi abuela (mi inspiración), que era espiritista, no cobraba mucho por tirar las cartas. A veces le hacían algún regalo, pero en su mesa, sobre el mantel blanco, nunca vi un billete mayor de diez pesos. Siempre tenía billetes de a cinco pesos.
La casa donde vive Vicenta es inmensa y es así por algo. Sin explicar mucho colocamos un objeto que podía ser un decodificador para aquel que quiera saber cómo un personaje como Centa tiene una casa así en la película. Pero no me parecía tan importante explicarlo. Ya ven, en la ficción uno puede jugar con eso; en la vida real es una preocupación con la que uno no puede estar bromeando mucho.
¿De qué vive un director de cine?
Hace varios años, cuando Claudia Calviño y yo empezamos a buscar la manera de hacer esta película, no sé bien ni cómo ni por qué, un súper productor griego, dueño de la casa productora Faliro House, nos invitó a unas charlas en un lugar paradisiaco.
El tipo había producido The Lobster de Yorgos Lanthimos, Only Lovers Left Alive de Jim Jarmusch y Before Midnight de Richard Linklater, entre otras. El man estaba a otro nivel.
¿Ustedes saben lo que es una cápsula del tiempo con mensaje para los jóvenes del futuro? Es algo que hacen algunos seres humanos: agarran un papel, escriben un mensaje y lo entierran o empotran en una pared, con la intención de no sacarlo en veinte, treinta años. Carlos Lechuga
Claudia y yo fuimos a dar nuestra charla. El lunes, la charla la daba Jeff Nichols de Take Shelter, el martes Ruben Östlund de The Square, miércoles nosotros y jueves la diva francesa Julie Delpy.
Todo estaba a un nivel superior a nosotros, pero por mucho. Había un montón de salvajes y un billete gordo. Allí fue donde conocí a Abel Ferrara y empezaron las inspiraciones para el libro En brazos de la mujer casada. Bueno, la cosa es que toda esa gente de Los Ángeles, New York, nos miraba sin entender si nosotros éramos del partido Podemos o pertenecíamos a alguna beca de caridad. No pegábamos ahí para nada.
En su charla, Jeff Nichols explicó que llevaba años viviendo del dinero que le habían pagado para escribir una súper producción tremenda. El tipo se sinceró y nos dijo que no había escrito más de diez páginas. Yo lo miraba y la verdad es que no tenía ni envidia. No sentía nada. Aquello me parecía tan surrealista. No me entraba en mi cabecita que a las dos de la tarde todavía estaba recordando lo bueno que estaba el yogur del desayuno.
En ese viaje entendí un poco más cómo funcionaba el negocio del cine. La industria. Mientras estos nuevos genios estaban pegados y ganando un montón, el compañero Abel Ferrara, que es un genio, estaba en la misma lucha que nosotros.
Abel no necesitaba mucho dinero para su proyecto. Iba de mesa a mesa haciendo su pitch sin perderle ojo a su niño pequeño. En una de esas mesas se encontró a un proyeccionista de cine que es un personaje pintoresco y ahí le propusieron hacer una película sobre el cine donde trabajaba el proyeccionista. ¿A Abel Ferrara le interesaba el tema? ¿Realmente? ¿O era tan solo la oportunidad de volver a filmar?
Al final, Abel todavía no ha filmado su película añorada, pero sí hizo The Projectionist.
Jeff Nichols no ha acabado de escribir su película de superhéroes.
Ni Claudia ni yo conseguimos un peso, pero sí hicimos muchos amigos.
Ahora mismo estoy mirando en una esquina de la sala de mi casa una vieja lámpara y espero poder conseguir unos 3 000 pesos por ella.
No me olvido de lo rico que estaba el yogur griego ese y sí, a veces, todavía, se me siguen ocurriendo ideas para futuras películas.
¿De qué vive un director de cine? No tengo la menor idea.
© Fotos de interior y portada: Alejandro Acevedo.
El camino a ‘Vicenta B’ (VI): Indios y ‘cowboys’
En el camino, el bus cae en una duna de arena y no puede avanzar. Me siento atascado. ¿Será por estar haciendo una película de religión? ¿Se me habrá pegado la mala suerte?
Estoy enamorado de una mujer que está casada. Ama a otro. A mí nada más me cogió para el sexo. Me dejé envolver. Perdí. Tremendo punto que soy. Pero cada minuto que disfruté con ella, no lo cambio por nada del mundo. Voy a estar llorando, mucho. Y ni siquiera puedo contar lo que pasó. Carlos Lechuga