Durante la década de 1980 se forjaron cuatro de los pilares fundamentales e incontrovertibles de la ciencia ficción cubana: la novela El viaje (1981) de Miguel Collazo; la historieta (o novela gráfica) Alona (1986) de Rafael Morante; la trilogía de las novelas Espiral (1982), Una leyenda del futuro (1985) y El año 200 (1990) de Agustín de Rojas; y el seriado televisivo Shiralad: el regreso de los dioses, que fuera estrenado por el canal Cubavisión el 19 de abril de 1993, cual suerte de alegórico final de la travesía anunciada por el inclasificable y subvalorado libro de Collazo.
El viaje es prólogo; Shiralad, epílogo. Ambas obras enmarcan un gran desplazamiento, durante el cual las tripulaciones aurorianas soñadas por Rojas navegan a través de las inmensidades cósmicas hacia la Tierra derruida eones atrás por la guerra; y Alona, “señora del atardecer y los azahares”, remonta las corrientes del universo en pos de su perdido esposo Calac, “el juez, el guerrero y el cazador”, protagonizando una de las más bizarras y melancólicas space operas jamás pensadas, que, sin exagerar, araña los talones a El Incalde Jodorowsky y Moebius.
Todos estos relatos son de trashumancias, peregrinares, expediciones, recorridos. Son historias de búsqueda y ansiedad; pérdida y horror. De ilusión y frustración; supervivencia y monstruosidades.
El fracaso pendula afilado sobre todos, empujándolos hacia el negro pozo de la ruina abierto a sus pies, como el Karcoon de Tatooine. Los personajes de El viaje viven en un posapocalipsis ignoto del cual buscan emerger hacia una nueva edad luminosa. Los protagonistas terrícolas de Shiralad, Nefertiti (Mabel Roch) y Mercurio (Héctor Noas),[1] se sumergen sin remedio en las tinieblas. De la oscuridad van hacia la oscuridad. Pareciera más un regreso, un eterno retorno a la tiniebla.
La distopía impregna todas estas historias, cuyos autores se rebelaron de diversas maneras contra el optimismo kitsch y propagandista de la ciencia ficción soviética “oficial”, que por entonces se fomentaba en Cuba —y determinaba la obra de no pocos creadores—, más inspirada por los manuales de ateísmo científico que por las angustias sociales, filosóficas y éticas que han estimulado la mayoría de obras magnas del género en la literatura, el cine y la gráfica.
La ruptura con los paradigmas y molduras formales Made in URSS delata, sobre todo en los títulos de Rojas y en Shiralad, una conciencia desafiante y satírica que clamaba por trazar los caminos nacionales propios para el género.
Tanto Espiral y El año 200 como la “aventura” audiovisual escrita por Chely Lima, Alberto Serret y Jorge Luis Jiménez, y dirigida por este último, ponen en crisis los triunfalismos y optimismos preconizados por la utopía comunista, donde la ciencia y la razón elevarían al ser humano a un virtuosismo casi divino, despojándolo de egoísmos, haciéndolo concentrarse en expandir por toda la galaxia su buena nueva de la armonía universal.
En la propia Unión Soviética ya habían germinado otras semillas del descontento y el escepticismo. Dieron frutos tan lúgubremente brillantes como las películas Solaris (1972) y Stalker (1979), de Andréi Tarkovski; o Cartas de un hombre muerto (1986) y El visitante del museo (1989), del ucraniano Konstantín Lopushanski, para solo mencionar cuatro títulos del territorio fílmico.
En 1989, con el “campo socialista” al borde del abismo, también se estrena la primera versión cinematográfica homónima (dirigida por Peter Fleischmann) de la novela Qué difícil es ser Dios (1964), de los autores Arkadi y Borís Strugatski. Una súper coproducción entre Alemania occidental, la agónica URSS, Francia y Suiza, que llevaba a las imágenes en movimiento el pesimista relato sobre científicos terrícolas que estudian un mundo extrasolar con un desarrollo semejante al Medioevo, con todas sus oscuridades y crueldades reaccionarias, que terminan agobiando a los investigadores “infiltrados” entre su población.
Años antes, la novela se había publicado en Cuba y los cines de la Isla proyectaron esta cinta sobre la que soplaban aires de Perestroika.
Menos de cuatro años después, fue estrenada en pantallas cubanas otra historia de “paleocontacto inverso”, como pudiera clasificarse este tipo de tramas, en las que quienes visitan mundos prehistóricos pasan por dioses o demonios, y alteran el desarrollo natural de las civilizaciones rústicas, resultando ser los “avanzados” habitantes del tercer planeta solar.
La inversión de la perspectiva allana el camino a una mayor comprensión de esta arriesgada teoría defendida por investigadores como Erich von Däniken y J. J. Benítez, y peyorativamente calificada de “pseudocientífica”.
Shiralad volvió a colocar a cosmonautas hijos de un futuro terrestre distante —y del cual se ofrecen escasos datos— en un contexto oscurantista, bárbaro, pagano, también de sino medievalista. La etapa histórica preferida con el fin de discursar sobre la magna alianza entre ignorancia y poder para bautizar a los seres humanos en una corriente de infinita dominación, iniciándolos como devotos de la religión de la estupidez; algo que no ha dejado de suceder hasta este último minuto en nuestro mundo. Y que fue presumiblemente superado por la Tierra que abandonaron para siempre Nefertiti —casi siempre confundida con un hombre por los locales— y el androide Mercurio —considerado un hechicero por su herramental tecnológico y su inmunidad a las armas.
Pero el serial de Lima, Serret y Jiménez fue mucho más allá que la propuesta de los Strugatski. Los viajeros no solo devinieron náufragos interplanetarios, sino náufragos temporales. Además de exponer en detalle sus ineluctables y trágicas metamorfosis en mitos, en seres mágicos que el racionalismo cientificista de la Tierra quizás había desechado muchos siglos antes.
Capítulo a capítulo, se van convirtiendo en entidades de aire, en sueños, ideales, poesía. Sus naturalezas materiales se van diluyendo bajo sus nuevas corporeidades mitopoéticas. Mucho antes de morir, dejaron de ser entidades tangibles.
Las climáticas muertes de ambos son la culminación de una expansión mágica iniciada en el justo momento que, como sucede en el propio primer capítulo, la entrada a la atmósfera de su nave averiada es considerada por los habitantes de Shiralad una estrella en picado, un augurio, una señal de los dioses, un fenómeno sobrenatural. El mero contacto con el aire de este mundo selló sus destinos, anuló sus conocimientos, sus ideas del universo.
Los náufragos espaciales devienen seres indefensos, frágiles. Avanzan por el sendero de la total desesperanza. Cuando les es revelada la terrible verdad oculta en el pasado de Shiralad, solo les queda aceptar la transmutación definitiva en dioses. Su anagnórisis es tan cataclísmica como la experimentada por los desprevenidos exploradores de Espiral, cuando se percatan de las terribles dictaduras telepáticas que rigen a los sobrevivientes del colapso planetario.
Aunque una comparación somera entre Shiralad… y Qué difícil… pudiera equiparar a Nefertiti y Mercurio con Lord Rumata de Estoria, identidad tras la que se oculta el científico Antón para observar al pueblo de Arkanar, el verdadero homólogo del ruso resulta el historiador y sociólogo terrestre David; quien, para infiltrarse entre los habitantes de la capital Istahar, se rebautizó como Arak, exoesqueleto mítico dentro del cual se consumió a través de las centurias el cuerpo físico y la identidad “real” del terrícola. Para la posteridad, resta solo la identidad poética, la alegoría heroica, el símbolo puro, el ideal, la verdadera inmortalidad.
En el momento histórico en que transcurren las peripecias de Nefertiti y Mercurio, Arak es mucho más real que David. El fantasma es más tangible que el ser matérico y perecible que fuera alguna breve vez. La leyenda no cesa, no se agota, no muere, opera sobre la realidad de Shiralad. La condiciona, la modifica, alimenta su fe y su ideología —que básicamente son lo mismo.
Los otros exploradores terrestres que arribaron junto con David al planeta, pero sin enmascararse, alcanzaron la dimensión de dioses aún más ignotos que el héroe que caminó, peleó y sufrió entre la gente. Su base, otrora un centro de sofisticada tecnología, se ha convertido en el epicentro del fundamentalismo religioso que adora al violento dios Yogo, “comedor de carne, cazador de hombres”.
El reactor que reside en su seno es tan inaccesible y vedado como La Kaaba de La Meca. Su inmenso poder mitificado recuerda a la bomba atómica adorada como una deidad por los mutantes subterráneos de Bajo el planeta de los simios (Ted Post, 1970).
Los teóricos del paleocontacto especulan que el Quetzalcóatl azteca era un visitante proveniente de la civilización más desarrollada de Venus, venerado en Mesoamérica como un dios omnipotente. Tal origen se les confiere a muchas de las deidades y héroes culturales de la Antigüedad humana. Casi siempre arribaban desde el cielo entre tormentas atronadoras, entre espesas nubes, en carrozas voladoras o dentro de grandes huevos.
Los conquistadores españoles forrados de metal que llegaron a América fueron confundidos con las deidades que alguna vez volaron sobre Nazca y Tiahuanaco.
El naufragio de la humana y el androide también fue interpretado en Shiralad como el retorno de los dioses cosmonautas o “mansos” que poblaron sus mitología y religión, liderados por los piadosos Puplio y Pabirobi: posibles versiones de los dioses gemelos mayas Hunahpú e Ixbalanqué, enemigos de los terribles señores de Xibalbá —debidamente emulados en la serie por los fanáticos de la Ciudad Prohibida, bajo el liderazgo del Parca (Jorge Cao)—, o de Tepeu y Kukulkán, los dioses creadores de esta civilización.
Solo que estos nuevos dioses mansos pertenecen en realidad al pasado incalculablemente remoto de los dioses alienígenas y Arak. El pasado de Shiralad se localiza en el futuro distante de Nefertiti y Mercurio. La historia revela una sorpresiva naturaleza de sino urobórico, infinito y trágico. Todo lo infinito, o que se pretende infinito, es trágico.
Más que de carne, hueso y metal, Nefertiti y Mercurio están hechos de pasado. Son seres marginados, tangenciales, expulsados fuera del continuo espacio-temporal. Son de mucho más allá de todo. Viajan en el tiempo hacia un futuro que resulta un oscuro pasado sin salidas.
Apenas saben lidiar con el legado de sus descendientes inmemoriales. Son progenitores estériles. Su progenie ha abandonado el planeta eones atrás, de vuelta a una Tierra que es poco más que un recuerdo, y poco menos que una posibilidad tangible. Es un planeta diluido también en el sueño, la imaginación y la mitología.
La serie casi ha compartido las mismas suertes de sus protagonistas. Casi se ha convertido en leyenda, en mito, entre los públicos cubanos que dicen haberla visto alguna vez. Incluso algunos recordamos que se retransmitió pocos años después (19 de febrero de 1996), y quizás en una segunda ocasión, en un canal perdido, en un horario imposible.
Sus capítulos, fragmentos, la nostálgica presentación con el tema Dueño de la luz que interpretara el recientemente fallecido Manuel Camejo, andan desperdigados por las redes sociales, pixelados, degradados, dropados. Las copias institucionales están incompletas, ajadas, perdidas como los manuscritos de la Biblioteca de Alejandría. Otras copias más tristes y marchitas yacen en videocasetes VHS a punto de extinguirse, que han sido oportunamente digitalizados.
Tras una prolija investigación, los periodistas Fabio Miguel Quintero y Samuel Ernesto Viahamontes consiguieron unir todos los segmentos dispersos del puzle, en muy irregulares estados de conservación. Por ahora, parece imposible cualquier restauración que adapte el audiovisual a los parámetros contemporáneos. Shiralad: el regreso de los dioses está disponible en el ciberespacio.
La leyenda gana visos de realidad. Los fantasmas de la niñez y la adolescencia de muchos cubanos recobran formas definidas, invitan a viajar treinta años en el pasado, junto a Nefertiti y Mercurio al futuro preterido e interplanetario.
Shiralad… es también un audiovisual fuera del continuo espacio-temporal. El suyo es el reino de los dueños de la luz. Son sueños de luz. Aunque sea una historia de oscuridad y frustración. Esas son las mejores.
Nota:
[1] Entonces acreditado como Héctor Eduardo Suárez.
Jafar Panahi frente al espejo
Antonio Enrique González Rojas
Para los rectores de la República Islámica, la única manera en que el mundo tiene sentido es que Panahi no filme. Para Panahi, la única manera en que el mundotiene sentido es filmando.