Donde se acaba el mundo

Román llegó a Siktivkar en enero de 1986. 

El sol había salido a las ocho, mientras esperaba en la terminal. Desde el avión lo había visto dibujar un breve semicírculo en el cielo antes de comenzar a ocultarse a las tres de la tarde. Bajo las nubes solo había un bosque negro e impenetrable, y el sol, que no parecía el sol, sino un lejano cometa polar, se había llevado consigo tiras de paisaje antes extinguirse en el horizonte.  

En el vuelo casi todos se habían quedado dormidos. Pablo, otro cubano, lo esperó en el aeropuerto. Al principio no lo notó, pero Pablo tartamudeaba a veces. Hacía un esfuerzo inmenso por disimularlo.

Pasaron una noche helada en un hotel que tenían reservado para los extranjeros. La calefacción apenas se notaba. Desayunaron fuerte, y con los rublos que llevaban encima compraron algunas ropas para protegerse del frío. Pablo le recomendó que comprara calzoncillos enguatados, medias de lana y botas hasta las rodillas. 

El tipo de la tienda hablaba en un ruso ininteligible y los miraba con desconfianza. En general los mercados estaban abarrotados de gente, y había muy pocos productos. Había visto carne en un mostrador sangriento que estaba evidentemente podrida.

No muy lejos de allí, en el portal de una especie de club nocturno, muchachos soviéticos de dieciocho o diecinueve años bebían vodka y fumaban. Llevaban abrigos extravagantes y melenas. 

Trataron de hacer una excursión turística, pero Román se dio cuenta de que Pablo realmente tampoco conocía la ciudad. Vieron una iglesia blanca, empinada y majestuosa, con las típicas torres doradas ortodoxas. Parecía sacada de la ilustración de un libro de cuentos. En los muros exteriores había graffitis con dibujos fálicos. 

Como anochecía temprano debían ir a la estación de trenes cuanto antes. El viaje en tren fue a oscuras, Pablo le hizo unas preguntas sobre el entrenamiento que había recibido en las afueras de Moscú. Román se sentía bastante confiado, pero no quería demostrarlo. Sé que en la práctica todo es distinto, dijo.

El plan era que para 1995 hubiera un total de diez mil cubanos en la Unión Soviética, en la tala de árboles o en funciones contiguas a la tala. El treinta y tres por ciento de la madera iría para Cuba, el resto se lo quedarían los rusos. Los coreanos tenían un acuerdo similar. Los búlgaros, por otra parte, se quedaban con el cuarenta por ciento de lo que talaran. Es decir, no ellos, sino sus respectivos países, en abstracto.

Durmieron incómodamente en la estación de Koslan, y cuando amaneció (a las nueve de la mañana) tomaron un carro hasta Blagoevo. La carretera estaba llena de nieve. El blanco del invierno había desdibujado el bosque. Hablaron sobre el trabajo en los campamentos forestales. 

Los búlgaros se renovaban por lo general cada dos años. Pablo había llegado hacía unos meses, a finales de 1985, pero su ruso no era muy bueno, y había solicitado que mandaran a un traductor que supiera de términos específicos de agronomía.

Román había abandonado la carrera de lengua rusa en tercer año y se había graduado en agronomía, una decisión rara (para la mayoría de las personas él resultaba un tipo algo extraño), pero en extremo conveniente para ese puesto. El trabajo de Román sería traducir al español las orientaciones de los soviéticos, y servir como puente para cualquier cosa que quisieran decir los cubanos. Orientación constituía una palabra suave, en ciertos discursos casi un eufemismo. 

Bienvenido a Blagoevo, le dijo Pablo cuando ya empezaba a anochecer otra vez. El aire denso y glacial le entraba por la ropa hasta prácticamente inmovilizarlo. Una mancha rosada de nubes espumosas se deshacía en el cielo pegado al horizonte. Blagoevo estaba constituida por inmensos edificios cuadrados y grises, que vistos desde lejos parecían puestos por error en el paisaje. Los soviéticos les dicen khrushchyovka, le dijo Pablo. Los edificios de microbrigadas son la copia cubana. 

La mayoría de los habitantes de Blagoevo había nacido en otro sitio. Las pocas personas que veía en Blagoevo (ya a esa hora no se veía casi nadie) solían tener el pelo negro y castaño oscuro. Román le mencionó este detalle a Pablo. Los komi son los que tienen el pelo rubio y los ojos claros, dijo Pablo sin apresurar las palabras, para no tartamudear. En las ciudades de la República de Komi no hay casi nadie del pueblo de los komi, añadió. En los campos quedan algunos. Conserva las tradiciones. Las ropas coloridas, la lengua, y la fe ortodoxa. Los komi cuidan rebaños de renos en las zonas más al norte, como los lapones. 

El hecho de que todos los edificios fueran iguales hizo que Pablo dudara a cuál se dirigían. Físicamente sentían un instinto animal de meterse en cualquier sitio que tuviera una bombilla naranja encendida. Subieron por unas molestas escaleras de hormigón y entraron a un apartamento lleno de cubanos. 

Estaban desparramados por las habitaciones, dormían con varias capas de ropa en la cama, o en un sofá naranja de terciopelo desflecado, como el pelaje de un orangután, o en el suelo, cubiertos por mantas gruesas que se disputaban los cuerpos, en movimientos remotamente voluntarios. 

Los que estaban despiertos comían directamente de latas de carne. Los bordes abiertos y afilados de las latas a veces chocaban con la cuchara y producían un sonido incómodo. Habían preparado té caliente, que tomaron en jarras de metal. Tomaban el té sin azúcar, Román no estaba acostumbrado. Pablo le dijo que se acomodara como mejor pudiera y que no tuviera miedo de dejar la maleta en cualquier sitio, que allí nadie se la iba a robar. Pablo era muy amable. Tenía como cuarenta años, y el físico de alguien que había trabajado duro toda su vida. 

Román se tiró en una esquina de la sala y se tapó con una alfombra que olía a polvo y a humedad. No tardó en quedarse dormido.


*



Al día siguiente todos fueron al bosque, al campamento de tala. Despertaron temprano. Nadie hablaba, se notaba que estaban molestos. Los llevaron en la parte de arriba de unos camiones que se usaban para transportar los troncos. Había montado muchas veces de esa forma en el servicio militar. La diferencia estaba en el frío.

Hubo una parte del trayecto en la cual el camión pasó por la cima de una pequeña elevación. Pablo le pidió al chofer que se detuviera, para que los nuevos vieran el paisaje y se les quitara el sueño. 

La taiga siberiana se perdía en los trescientos sesenta grados de horizonte. Árboles idénticos que parecían abarcar toda la tierra. Algunos medían más de cien metros, y habían crecido tan rectos que causaban cierto espanto sobrenatural. Uno de los cubanos orinó junto a un árbol y llamó a los otros: la orina se había congelado al tocar la nieve, formando una especie de granizado lagañoso al pie del tronco.

Los nuevos no se sintieron entusiasmados al llegar al campamento. Los leñadores, ingenieros y traductores dormían juntos en unos albergues rústicos, cabañas para cuatro personas, hechas de troncos entrecruzados, recubiertos con tabloncillos de la misma madera. 

Entre los tabloncillos y los troncos había guata, que ayudaba a aislar térmicamente el interior. No se quejen, hasta diciembre dormíamos en vagones de tren, dijo Pablo en voz alta. Cuando hablaba en voz alta delante de mucha gente solía empeorar su tartamudeo. Algunos de los nuevos se rieron con disimulo.

Un búlgaro que trabajaba como asesor les explicó algunos detalles. En invierno las temperaturas bajaban a cuarenta grados bajo cero. En el centro del campamento había siempre un tractor DT75 encendido, por si pasaba algo. 

Román pidió permiso para caminar por el bosque, y el búlgaro le indicó una zona segura, donde no estaban talando. Le pidió que no se alejara, que regresara a los pocos minutos. 

Caminó con trabajo entre los pinos recubiertos de nieve. El cielo se veía encima como un archipiélago de cuarteaduras blancas. Aquello no parecía el cielo, sino otra cosa, una nada, un precipicio hacia arriba. Bajo la nieve los pinos seguían verdes, eran lo único vivo. A lo lejos se escuchaban los sonidos de las motosierras. 

Quiso explorar un poco más, y llegó a un pequeño barranco. Las rocas desnudas del barranco exhibían cicatrices prehistóricas. A lo lejos humeaban cabañas escondidas, de las que solo se veía la chimenea. Es como si algunas aldeas komi jamás se hubieran enterado de la civilización, le había dicho Pablo antes. 

El frío ya le resultaba insoportable y regresó al campamento. Almorzó solo una extraña mezcla de berenjena con pescado que les habían mandado los soviéticos. 

En realidad, el campamento estaba formado por dos campamentos, uno de búlgaros y uno de cubanos. En los próximos meses, le había dicho Pablo en Blagoevo, cuando hubieran ganado experiencia los cubanos, tendrían el suyo propio. Román compartía su cabaña con Peter, el traductor de los búlgaros (quedaban dos camas vacías). 

Peter era un tipo ligeramente mayor que él, llevaba tupé y un bigote tupido que le bajaba hasta el corte de la mandíbula. Peter vivía con su esposa en Blagoevo desde hacía años. La esposa era soviética. Los traductores la tenemos fácil, le dijo a Román en ruso. De vez en cuando nos piden que carguemos una motosierra, pero solo será un par de veces a la semana.

Dentro de la cabaña andaban también con ropa de invierno. Tenían electricidad, aunque no calefacción. La única calefacción era la estufa, que trataban de mantener siempre encendida. Peter le contó que al principio los búlgaros habían tenido que trabajar en el campamento sin electricidad, y que cuando los cubanos montaran el suyo en los próximos meses probablemente les iba a tocar lo mismo. 

Dentro de la cabaña había un olor molesto a humedad. Los objetos estaban tirados por el suelo sin ningún orden, ennegrecidos por la mugre. En las dos camas vacías, Peter había puesto algunas de sus pertenencias. Román adivinó que probablemente también su cama habría estado ocupada hasta el día anterior. Román tenía pocas pertenencias personales, fuera de la ropa. Algunos libros en español y en ruso, un radio, un reloj despertador de plástico, una fosforera metálica, cigarros cubanos. 

Si un día quieres darte un buen baño, puedes ir a la casa de mi esposa en Blagoevo, le dijo Peter en ruso. Román le dio las gracias y lo invitó a fumar. Le costaba sacar los cigarros de la caja con los guantes puestos. Peter se quitó un guante y lo ayudó. Ya aprenderás ciertas cosas, dijo. 

¿Por qué viniste?, le preguntó Peter. El cuarto estaba teñido por la luz rojiza del fuego de la estufa. Cuando expulsaban el humo lo hacían inconscientemente en dirección al fuego, y entre una frase y la otra dejaban pasar el tiempo, como si jugaran ajedrez. 

Vine porque el socialismo cubano lo necesitaba, contestó. Nadie viene por eso, dijo Peter, dime la verdad. Había un silencio tan absoluto que se escuchaban los chasquidos del fuego devorando la madera. Vine porque no tenía opción. Mi hermano está en Angola. Si yo rechazaba esta propuesta iba a quedar como un cobarde. 

Peter se tiró en la cama. El cuerpo no rebotó. Yo vine por el dinero. Entonces conocí a mi esposa. No sé qué estoy haciendo, no creo que vaya a pasar mi vida aquí. Peter hablaba un ruso fluido, mucho mejor que el de Roman. Era lo bastante fluido como para dejar entrever cierta sinceridad. Román se preguntó cómo se escucharía él, si sonaría falso lo que decía.

Tocaron a la puerta. Un hombre con una linterna les llevó la comida y les recogió los cacharros de metal en los que habían almorzado. Román y Peter comieron en silencio una sopa oscura con carne deshecha y col. Los cacharros se veían sucios, mal lavados. Román se quedó con hambre, pero no lo dijo.

Se levantaron a las siete. Un cubano risueño iba haciendo ruido con una cazuela y una vara de metal de puerta en puerta. Otro ponía leña encendida debajo del motor del tractor para que anduviera. Desayunaron pan de centeno y leche. Detrás de los pinos que bordeaban el campamento se alzaba un amanecer salvaje que parecía todavía más frío que la noche. 

Un cubano hercúleo se había puesto a hacer intrépidos ejercicios de estiramiento a la intemperie. El día ha empezado bien, decía, como si se burlara de los otros. Luego Román se enteró de que se llamaba Valeriano. Un hombre que hablaba en ruso y que, al parecer se había levantado mucho antes que los otros, intentaba comunicarse por señas con unos cubanos. 

Llamaron a Pablo para que les tradujera. Pablo a su vez llamó a Román. El soviético les dijo que no debían talar, porque el instituto de meteorología había pronosticado temperaturas de menos treinta grados. Román tradujo y Pablo hizo el anuncio en voz alta.

Valeriano se acercó al grupo. Pídele que nos regresen a Blagoevo entonces, le dijo a Román para que tradujera al ruso. Román transmitió la solicitud al asesor soviético. No va a ser posible, dijo, está pactado que nadie regrese a Blagoevo hasta que no se haya terminado de talar el área acordada. Román lo tradujo al español. 

¿Cuánto tiempo nos vamos a pasar aquí?, preguntó Valeriano con agresividad. El que tengamos que pasarnos, le dijo entrecortadamente Pablo. El asesor soviético añadió algo más. Si por terminar antes quieren arriesgarse a talar a menos treinta grados, eso será un problema de ustedes. Nosotros ya les hemos hecho la advertencia. Nadie va a talar a menos treinta grados, dijo Pablo en un intento de ruso, y luego en español. Valeriano negó con la cabeza. Si tenemos que talar a menos treinta grados para irnos antes de aquí lo haremos, dijo. Pablo no se atrevió a contradecirlo.

Los metales de las máquinas chirriaban, y había un ruido ensordecedor de motores que parecían negarse a trabajar. Román todavía sentía hambre en el estómago. El pan y la leche no habían compensado la extraordinaria cantidad de energía que ahora gastaba su cuerpo produciendo calor. 

Finalmente, las máquinas anduvieron y los cubanos se separaron en tres grupos, un grupo para cada tractor, y con un esfuerzo extraordinario se movieron entre los restos de la tala del día anterior, un cementerio de árboles a medio cortar cubiertos por la nieve de la noche. En el centro habían dejado un trillo por el que pudieran mover los tractores. De la nieve sobresalían gajos como banderas entre los escombros de un campo de batalla. 

El plan en realidad no era talar, sino terminar el trabajo del día anterior. Con motosierras quitaban los gajos que les habían quedado a los troncos, y lanzaban los gajos a mano a un camión especial (a veces entre varios hombres) y cortaban los troncos por la mitad, y los levantaban con la pala del tractor y los ponían en la volqueta de otro camión más grande, que no era una volqueta en verdad sino un par de pinzas abiertas que aseguraban la madera (encima del camión se subían peligrosamente varios hombres para asegurar los troncos, a veces se quejaban en voz alta porque les habían dejado gajos o porque les soltaban los troncos apenas unos segundos después de haberse quitado del medio). 

A lo lejos solo se veían más hombres cortando gajos a los troncos entre la nieve y asegurando los troncos en los tractores y más lejos estaba la línea de bosque sin cortar. Sin el bosque que los protegiera sentían todavía más frío. Les costaba agarrar las ramas, porque habían perdido la sensibilidad y el control de las manos, no podían cerrarlas en un puño siquiera. 

El tractor de Román se alejaba más y más del campamento. Tenía que amontonar los troncos para que luego fuera más fácil transportarlos en los camiones. Al raspar el suelo con la pala el tractor también levantaba nieve. Era una nieve sucia y dura. El frío se agravaba al mediodía, en vez de aliviarse. 

No podemos seguir trabajando, dijo uno de los cubanos, pero los demás siguieron como si no lo hubieran escuchado. Román trató de hacer lo que hacía la mayoría, quedarse callado. Cerca de la línea de bosque el tractor se detuvo. El motor ya venía dando problemas. 

Eres el único que sabe ruso, le dijeron los otros cubanos, así que debes ir tú a buscar ayuda. Román dijo que no había problema, pero en realidad estaba espantado. El campamento estaba a un kilómetro. Cometió el error de correr en la nieve. Se agitó demasiado e instintivamente respiró por la boca. El aire estuvo a punto de congelarlo por dentro. 

Pablo lo vio arrodillado en el suelo y lo ayudó a llegar al campamento. Le dieron té caliente y lo cubrieron con varias mantas. Nunca, por ningún motivo, corras en la nieve a menos treinta grados, le dijo Pablo. Román escuchó que varios reían a lo lejos, pero se sentía demasiado confundido.

Pablo le encargó a Peter que vigilara a Román. Estuvo resfriado toda la noche. Le mandaron dos raciones de sopa en lugar de una, y tomaba un poco de té cada un par de horas. 

Esa es la razón por la que los búlgaros nos hemos quedado en el campamento, dijo Peter. Este lugar no está hecho para seres humanos, dijo Román, mientras tiritaba por el frío. Estuve en la zafra en Cuba, pensé que esto sería como la zafra. No está hecho para todos los seres humanos, le contestó Peter, y fue a buscar entre sus pertenencias en una de las camas desocupadas un atlas con los topónimos en ruso. 

He estado en Vorkuta, en el extremo norte de Komi, dijo mientras tapaba el sitio con el dedo. Vorkuta está cincuenta kilómetros por encima del Círculo Polar Ártico, y tiene cincuenta mil habitantes. Y al norte de Vorkuta quedan los territorios de Nenetsia, allí fui a Narian-Mar, una ciudad de veinte mil habitantes. En Nenetsia viven rusos, komi y otro pueblo siberiano, los nénets. Un marinero mercante me habló de una ciudad todavía más al norte, Belushya Guba, en una de las islas polares de Nueva Zembla. Quizás creas que Komi es el fin del mundo, o al menos el fin de la Unión Soviética, pero te equivocas. Hay asentamientos humanos en Nueva Zembla que están más cerca de Groenlandia que de Blagoevo, para que tengas una noción de las distancias. Si fuera posible seguir caminando en línea recta, en algún punto yendo hacia el norte se comenzaría a caminar hacia el sur, de cabeza. En el extremo norte de Nueva Zembla hay una base meteorológica. Hace unos años los soviéticos hicieron estallar bombas atómicas cerca de allí. Probablemente ese sea el fin del mundo. Allí ya no crecen los bosques. Solo hay hielo adherido a cordilleras montañosas. En Bulgaria la gente tampoco tiene noción de cuán inmensa es la Unión Soviética, de cuántos pequeños países se extienden y se pierden sobre la taiga y la estepa. Para las aldeas polares de la Unión Soviética, Moscú y Leningrado son sueños ajenos del sur, de los que solo les llegan historias. 

Esa noche la temperatura bajó a menos cuarenta grados. Se acostaron cubiertos por todas las mantas que encontraron, además de ropa sucia y tela de alfombras. En la oscuridad y el silencio más absoluto el frío no lo dejaba dormir. Escuchaba el latido de su propio corazón. El bombeo de la sangre caliente evitaba que los demás órganos se congelaran. Cada latido era un minuto que se postergaba la muerte por congelación. 

Román sentía que su cuerpo no podía tolerarlo más. La colcha en la que estaba envuelto le parecía tan fría como el hielo. Se levantó y se acostó junto al fuego, a apenas algunos centímetros de la estufa. Allí también estaba Peter. Dormía pacíficamente. 


*



En los días siguientes se montaron los troncos que faltaban. Aprovechaban al máximo las seis o siete horas de sol. Los tractores amontonaban los troncos en pequeños bultos que a lo lejos parecían lunares negros en el área deforestada. Se veía un inmenso agujero blanco en el bosque, en el que hombres diminutos cargaban los últimos troncos y los subían a camiones también diminutos. Cada tronco costaba un esfuerzo extraordinario. Como había pocos tractores y muchos hombres los cubanos decidieron agilizar el trabajo cargando los troncos en equipos de diez. 

Román sentía que con cada paso nuevo que daba el peso del tronco lo hundía más en la nieve. A veces había que rescatar troncos que ya estaban enterrados y congelados, troncos que parecían columnas de hielo. Entonces el frío del tronco traspasaba los guantes y le acalambraba las manos y los brazos. 

Transportar un tronco una distancia de veinte metros los agotaba hasta el punto que debían tomar descansos de al menos diez minutos. Nadie hablaba. Los cubanos recién llegados se quejaban, y preguntaban qué tenían que hacer para salir de allí, pero ya era muy tarde.

Por cada zona boscosa que se talara había que reforestar otra igual o mayor cuando llegara la primavera, le explicaron. Los soviéticos contemplaban la reforestación en un plazo de cien años. Un árbol plantado en 1986 no podría talarse hasta 2086. El mundo soviético funcionaba mediante períodos descomunales de tiempo. Una vida humana no podía abarcarlos. Tal vez aquel fuera precisamente el punto. 

Desde la altura se podía contemplar el paisaje helado, las manchas lejanas de otras áreas del bosque que ya habían sido taladas. Román se preguntó qué sería de ellos cuando ya hubieran agotado esas áreas, si tendrían que ir subiendo más y más al norte, montar nuevos campamentos en el medio de la nada, donde no había ya carreteras, ni señalizaciones, solo el silencio desolador del bosque, interrumpido por el paso de las grandes bestias. 

Había aprendido varias cosas por Peter. Si en la entrada de una cueva había estalactitas de hielo debía alejarse rápido y con cuidado. Se formaban por la respiración de los osos cuando hibernaban. 

En el campamento los leñadores se calentaban con té y hablaban sobre mujeres y sobre la vida pasada. Se ponían sobrenombres, y siempre quedaba claro para todos quiénes eran los más fuertes y los más débiles (¿era él uno de los débiles?). También parecía una prisión o un campo de trabajo, pero esto no lo podía decir (había muchas cosas que sabía que no podía decir). De haber estado ahí, y no en Angola, su hermano habría sido uno de los fuertes. 

Les entraba la prensa diariamente, pero con varios días de desfaso. Los mismos camiones que llevaban los troncos hasta Blagoevo traían cajas con periódicos en ruso, en español y en búlgaro. Pablo era el único que los leía regularmente. Se ponía unos espejuelos pequeños, que contrastaban con la tosquedad de sus facciones y su cuerpo, y se sentaba con las piernas cruzadas con los enormes papeles abiertos. Se despertaba antes que los otros, y esperaba leyendo el periódico que los otros se espabilaran, como si hubiera querido mostrarles que algo civilizado se podía hacer con el tiempo en aquel infierno blanco.

Cuando terminaban un área de tala regresaban a Blagoevo, a unos apartamentos como el que Román había visto al llegar. Dormían tanto como podían, veían televisión y jugaban dominó en el suelo. Allí les llegaba el correo. Desgarraban los sobres en cuanto tocaban sus manos. Luego comentaban entre ellos las noticias lejanas de aquel otro mundo que ellos habían dejado atrás. Román preguntaba siempre por su hermano. 

Los padres habían pintado la casa, y ahora habían conseguido un perro pequinés blanco que orinaba en las patas de los muebles cuando lo dejaban solo. Por un rato lo consolaba el pensamiento de que su cuarto siguiera siendo su cuarto cuando regresara a Cuba. 

El contrato de trabajo era por un año. Los días iban pasando, pero no se notaban. Se parecían tanto entre sí que daba la impresión de que estaban en una noche eterna, en la que un sol falso se asomaba en el horizonte como el péndulo invertido de un reloj, indicándoles rutinas sin sentido: las jornadas de tala, la soledad en las cabañas, el cansancio en los cálidos apartamentos de Blagoevo. 

Haber estado por veinte años en Komi les había dado ventajas a los búlgaros. Tenían sus propias barberías, confiterías, escuelas para sus hijos, mercados. Y estos últimos estaban mejor abastecidos, según algunos, que la mayoría de los mercados soviéticos. A Román le había dado la impresión de que los mercados soviéticos (al menos los de Blagoevo, Usogorsk y Koslan) estaban mucho peor abastecidos que los de Cuba. 

Mientras Cuba experimentaba un relativo crecimiento económico a partir de 1980, la Unión Soviética se estancaba. Y los soviéticos estaban seguros de que la culpa estaba en el modelo de planificación estalinista, pero el hecho era que entre más se abrían al mercado, más se desgarraba su economía, y los teóricos más conservadores lo tomaban como un ejemplo para reafirmar su sospecha de que tomar las herramientas del capitalismo no era la solución. 

También en Blagoevo se escuchaban casetes con música búlgara y se preparaban platos búlgaros. Algunos soviéticos habían asimilado parte de esta cultura. Por ejemplo, el hábito de cultivar hortalizas de ciclo corto. Visitó la casa de Peter y le dieron a probar boza, una bebida alcohólica que prácticamente no emborrachaba. 

La casa de Peter era pequeña, pero acogedora. Su esposa daba clases en una escuela primaria. Tenía un hijo de tres años que regaba juguetes de madera y de metal por todos los cuartos. Los juguetes soviéticos eran como los dibujos animados soviéticos: toscos de una manera peculiar, que combinaba lo anticuado con un brutalismo experimental. 

El niño parecía llevarse bien con Peter. Él le había tratado de enseñar algunas canciones infantiles búlgaras, pero el niño las cantaba en una lengua ininteligible. Tal vez ni siquiera entendiera las palabras, las repitiera como si pertenecieran a una de esas canciones infantiles pegadizas en las que las palabras no significan nada. Román se sentía a gusto en casa de Peter, pero le daba demasiada pena con la esposa quedarse por mucho tiempo. Inventaba alguna excusa y regresaba a la pocilga con los demás.

Los soviéticos habían prometido que, en el futuro, en 1995, cuando hubiera diez mil cubanos en aquellos bosques, se harían planes para que también pudieran llevar a sus familias, como habían hecho los búlgaros. 

Los cubanos más suertudos (los que llevaban más tiempo en Komi) habían entablado relaciones cortas e informales con mujeres soviéticas. Se comunicaban con gestos y con unas pocas palabras rusas que habían aprendido. Y las mujeres soviéticas a veces se quedaban con algunas frases en español, de cuyo significado nunca estarían por completo seguras. Aquel era un mundo de noches frías, en el que las palabras y las imágenes importaban menos que el tacto humano. 

Cuando estaban en sus días de descanso en la pocilga de Blagoevo, Román tenía que traducir la correspondencia de ida y vuelta de los demás cubanos con las mujeres rusas (algunas vivían en Usogorsk, o incluso en Moscú). No le pagaban por eso, pero no le quedaba otra opción (y a fin de cuentas le servía para ganarse la simpatía de los demás). Peter le había propuesto en broma montar un negocio privado de traducción de cartas personales. Muy a tono con la perestroika. 

Peter le había contado que allá en su país había un refrán sobre la infidelidad de los hombres. Dijo que estaba en el Volga, y resulta que estaba con Olga, decían las mujeres búlgaras.


*



En aquellos paisajes el único protagonista indiscutible era el cielo. A finales de febrero vieron un amanecer en el cual supuestamente se habían acercado al disco solar tres estrellas diminutas, que en verdad no eran estrellas, sino los planetas Venus, Mercurio y Júpiter. Román se lo comentó a Pablo y a otros cubanos, que sencillamente no les creyeron. 

Peter tenía un libro en ruso de astronomía para principiantes. Al final del libro había hermosas láminas de las constelaciones. A veces junto al fuego que encendían a un lado del campamento trataban de distinguirlas en el cielo. En la cima de la bóveda celeste estaban las formas que atribuyeron a la Osa Menor (que terminaba en la Estrella Polar), a Casiopea, y a Andrómeda. Pegadas a un horizonte invisible (que solo se intuía porque el tejido de estrellas se interrumpía) estaban la Osa Mayor, Géminis y Hércules. 

Al anochecer de ese mismo día las constelaciones se habían desplazado. La Osa Mayor, Géminis y Hércules se habían levantado de la línea del horizonte, y había aparecido la figura de Cáncer. Y ahora Andrómeda y Casiopea bajaban con el sol y sus estrellas empalidecían con el rosado del cielo junto a los tres planetas invisibles. 

Por la noche la luna había salido coronada por las estrellas de Virgo. Peter se entretenía dibujando atlas celestes sobre sus cabezas. Tal vez estuviera equivocado, y no supiera nada de astronomía, pero a Román aquello lo hacía sentir bien. Cuando se acostaba soñaba con estampas atemporales de cangrejos, perros y peces, que interactuaban entre sí.  

Una noche alguien tocó a la puerta de la cabaña con insistencia. Peter y Román ya se habían acostado. Se levantaron creyendo que sería alguna broma de mal gusto, y se abrigaron para enfrentar el frío del exterior, que les entraría una vez que abrieran la puerta. Román escuchó una frase en búlgaro que repetía el hombre de afuera una y otra vez en voz alta. ¿Qué dice?, preguntó. Peter sonrió con franqueza. ¡Una aurora!

Todos, cubanos y búlgaros, habían salido al centro del campamento. En la penumbra, algunas líneas con forma de anzuelo delataban cabezas humanas. El frío era insoportable, pero no les importaba. Miraban hacia arriba perplejos la transparencia majestuosa de la noche. La aurora boreal flotaba bajo el cielo estrellado, como los muros incendiados de una ciudad de aire o como un arpa fantasma. 

Peter le dijo a Román (para que lo tradujera a los cubanos) que era inusual ver una aurora boreal a esa latitud. Que era común verlas por esas fechas más al norte, en Nenetsia o en Nueva Zembla. Nadie durmió, y el silencio absoluto del bosque parecía insinuar una música celestial inaudible. 

Las cuerdas verduscas del arpa se movían como si hubieran entrado vientos cósmicos a la atmósfera. Recordaba el reflejo luminoso que el agua en movimiento a veces producía en las paredes de un recipiente. Quedaba claro dónde empezaba cada cuerda, pero no dónde terminaba. Se alzaban hasta perderse en el firmamento. Por un instante nada más importaba. 




* Fragmento de la novela inédita Yortom.  Yortom guarda múltiples deudas. Con Alisa y Sergey, para empezar, que me han ayudado comprobando información. Pero sobre todo con Los tesoros de la nieve (2012), cuyo testimonio fue recogido por Eduardo B. Pedraza González.

© Imagen de portada: Anastasia Akhmetshina.




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Detenido. / Mirando en otra dirección. / Ausente. / La luz pega en la espalda y el rostro ha quedado en la sombra. / Sin respirar. / Ya sin moverse. / El lente de la cámara le congela la sangre.





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