El biopic es uno de los géneros o subgéneros más caros a la industria fílmica hollywoodense, así como las biografías son uno de los géneros literarios más demandados y vendidos por la industria editorial. Los públicos quieren conocer las vidas de las celebridades, sus recodos más oscuros y sus momentos más luminosos. Quieren seguirlas en sus ascensos hacia los parnasos y sus descensos hacia los infiernos; sin que nunca parezca saciarse el apetito voyerista crónico que exige devorar una y otra vez toda la carne que puedan ofrecer los inagotables cadáveres famosos.
Hay que resucitarlos una y otra vez, matarlos una y otra vez, en un infinito bucle de enfermiza curiosidad. Hurgar en sus vidas, inventarle más vidas para seguir hurgando. Hay que obligarlos a seguir exhibiendo sus secretos, intimidades, vicios, tragedias, obsesiones, decepciones, alegrías, perversiones, defectos, aciertos, desaciertos, excentricidades, desafueros, excesos…
Norma Jane Mortenson y después Baker (1926-1962), aka Marilyn Monroe, es uno de tantos muertos a los que no se les deja morir en paz, como tampoco se le permitió vivir en paz. Fue explotada tanto en la vida como en la muerte, hasta que su temprano deceso cerró con broche terriblemente dorado su legendaria existencia.
No se le permitió envejecer, se le vetó la posibilidad de verla encanecer, arrugarse, consumirse —como sí sucedió con la igualmente legendaria Betty Page (1923-2008)— reafirmando así su dimensión mítica. Ocurrió con su contemporáneo James Dean, y posteriormente con Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Elvis Presley, Sid Vicious o Ian Curtis, apenas unos años después. Vidas rápidas, vividas a velocidades sublumínicas que desgastan los cuerpos y las almas, haciéndolos experimentar miles de años por cada minuto que sienten los seres humanos “comunes”.
Como el biopic asegura que los muertos fértiles sigan dando dividendos ad infinitum, la Monroe es reciclada cada algunos años. Es despertada de su sueño, presentada a las generaciones de turno, vuelta a exponer, a vender, a forrajear taquilla como apuesta segura. Su cadáver es desmembrado, diseccionado y picoteado de nuevo en menudos pedazos, sin que ningún muerto alce los brazos ni la sepa cómo defenderla todavía.
Blonde (Andrew Dominik, 2022) es la más reciente resurrección fílmica de Baker/Monroe, y ha desatado polémicas y revuelos por mil motivos, casi todos banales y tristes. Están los xenófobos que se molestan porque una actriz no estadounidense interprete a este grande ícono pop del home of the brave y están los puritanos que se escandalizan por los desnudos de Ana de Armas. Hollywood ha estado tan escaso de partes pudendas en los últimos años que cualquier pezón, nalgas o pene mostrados por un segundo hacen sonar las alarmas.
Están por otro lado los cubanos que vuelven a experimentar el que pudiera calificarse como “efecto Fresa y Chocolate”: se maravillan hasta el paroxismo porque una paisana se vea legitimada en las cúspides exclusivistas de la industria del entertainment; lo mismo cuando en 1994 brincaron de alegría al ser nominada a los premios de la Academia la cinta de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. Igualmente se emocionan cada vez que algún músico de la isla es nominado y premiado con Grammys.
Los recientes triunfos de artistas cubanos en otros lares, incluyendo los festivales de cine más importantes del mundo como Rotterdam, poco o nada se reconocen o se conocen. Con Hollywood todo, fuera de Hollywood nada.
Una vez más, la actriz se roba toda la atención. Blonde es (y será) para muchos, para casi todos, una “película de Ana de Armas”, cuando en verdad es una película de Andrew Dominik y de Netflix. Las “películas de Marilyn” tampoco eran de ella, sino de sus productores y directores, que movían los hilos de la Monroe y todo el star system. Los actores están condenados a opacar al resto de los gestores de los filmes en los que trabajan. Están en primera línea, son la carne de cañón que recibirá las principales descargas de odios o de amor, y muchas veces de ambos.
Blonde es por mucho una película de Dominik y de la plataforma, además de un ejemplo descarnado de la actual y pavorosa idea que en el presente tiene (y promueve) la industria estadounidense acerca de lo que es un autor y una película de autor, ese “cine de arte” que se atreve a deslindarse algunos temerarios milímetros de las maneras canónicas y conservadoras del mainstream lato, calculado para el mero entretenimiento, la comodidad mental y la alucinación escapista.
La cinta resquebraja o hace como que desafía la puesta en escena convencional mas no tanto como para que los espectadores mayoritarios la condenen por ininteligible. Propone planos y secuencias hasta cierto punto incordiantes para la mirada condicionada, pero sin exagerar al extremo de que los públicos salgan corriendo despavoridos de las salas.
Blonde hace como que dinamita la linealidad narrativa, pero sin alterar en exceso la lógica aristotélica, para que las audiencias no estallen en protestas por alterar el orden prestablecido, seguro, controlado, y les remueva peligrosamente sus ideas cómodas del mundo. Arriba tiene que seguir siendo arriba, y abajo tiene que seguir siendo abajo —¿qué es ese atrevimiento hermético de que “lo que está más abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo”? ¡Habrase visto tamaño atrevimiento!
La película obedece más bien reglas como “llega pero no te pases” y “juega con la cadena pero no con el mono”. Solo debe parecerse a un cine rupturista, arriesgado, complejo, pero nunca serlo en realidad. En los últimos años (décadas ya) el Oscar premia las apariencias, nunca the real deal. De haber jugado verdaderamente duro, a Dominik le hubieran parado el rodaje tras la primera toma.
Blonde hace como que sugiere y provoca la percepción, pero enseguida se lanza a explicarlo todo, a justificarlo todo, muchas veces de manera didáctica, machacona. Se propone como una apropiación novedosa de la figura de la Monroe, pero cede casi obscenamente a la tentación de reproducir algunas de las secuencias y planos más icónicos de la actriz: dígase la interpretación del tema musical Diamonds are a Girl’s Best Friend en la película Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, Howard Hawks, 1953), o el vaporoso y atrevido ondear del vestido encima de la rejilla de ventilación subterránea de La comezón del séptimo año (The Seven Year Itch, Billy Wilder, 1955).
Demasiada tentación para la industria que financia una película sobre Marilyn, que no ha dejado en gran medida de ser la misma que produjo las películas de la Marilyn original —pues la bombshell siempre fue una invención, un personaje que Norma Jean encarnaba dentro y fuera de la pantalla. Al final es una biopic tan correcta y obediente como que abarca desde la infancia hasta su misma muerte.
Situada justo en medio de una encrucijada como esa, donde la paz simultánea con Dios y el Diablo es otro principio mandatorio, Blonde termina siendo un farragoso amasijo de pedanterías formalistas que ocultan bajo sus madejas un vacío de concepto, el cual, tras agotarse en la primera hora (si acaso), desencadena un abrumador, desventurado y tautológico proceso autofágico, plagado de reciclajes y redundancias; poniendo mucho más en evidencia la ampulosidad y la cegadora insubstancialidad de la película.
Con una violencia que a veces resulta hasta inesperada (e inconcebible) para las miradas más entrenadas, Blonde pendula de la pretensión fílmica sublime hasta el más ingenuo ridículo, y de vuelta para empezar otra vez. De la cámara en mano con aires reflexivos transita sin pudor hasta el “plano Go Pro” (que ya ni de moda está) sin propósito nítido, elección fotográfica que huele más a capricho que a alguna intención dramática medianamente sólida.
Se malgastan escandalosamente planos “peculiares” como uno donde el punto de vista se sitúa desde el interior de una gaveta, o “bizarros” como el que ubica la perspectiva desde el interior de la vagina de Norma Jean, no una, sino en dos ocasiones —por si no se entendió bien la primera vez. Estos malabarismos fotográficos caen en el saco roto de la epatancia que pervierte toda posible intención provocadora de Dominik, quien además parece haberse propuesto torturar a su Marilyn más que Mel Gibson a su Jesús gore en La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004).
La constante exposición de una Norma Jean atormentada, lagrimosa, angustiada, acongojada, traumada, durante las casi tres (innecesarias) horas que dura la cinta, conduce a la insensibilización. Cuando el Joker de Joaquin Phoenix ríe la primera vez en la película homónima de Todd Philips (2019), su interpretación emula con brutal contundencia al Gwynplaine que Conrad Veidt encarna para El hombre que ríe (The Man Who Laughs, Paul Leni, 1928). Pero cuando Phillips hace que Phoenix vuelva a reír una y otra vez, termina matando la potencia dramática del gesto. Lo mismo para la Norma Jean de Ana de Armas, que conmueve la primera, y quizás hasta la segunda vez, pero cuando Dominik pretende que siga y siga conmoviendo, apretando los corazones hasta secarlos, solo consigue anularla.
No contento con la sobreexposición patética de su versión de la actriz, el director fuerza los límites equivocados. Empuja la película hacia los terrenos de lo grotesco y hasta del humor involuntario. Pues la secuencia en que el feto —que igual aparece varias veces, asustando en la primera ocasión, provocando el desconcierto o la carcajada en las subsiguientes— comienza a hablar con Marilyn es una verdadera caída libre hacia los abismos del ridículo. No se sabe si se lee un panfleto antiabortista cristiano, si se está ante una comedia de Mel Brooks, de los Monthy Python o unas muy crueles y sarcásticas sátiras de John Waters o Todd Solondz. De ninguna otra manera se puede digerir algo como eso. Dominik toca las cumbres del exceso más inútil.
Todo este concierto desconcertante, que parece inspirado en lo peor de directores exorbitantes como Terrence Malick y Gaspar Noé (o en lo que estos nunca se atrevieron a hacer), se derrumba sobre Ana de Armas, quien todo el tiempo se mantiene estoicamente comprometida con su personaje. Aunque el resto de la película conspire para ahogarla en las extravagantes marismas del grotesco.
Incluso, en varios momentos, por algún misterioso capricho de la iluminación, su rostro llega a transfigurase hasta extremos casi sobrenaturales, y parece superponerse sobre su faz la de la Marilyn original. El de Ana no parece entonces un acto de interpretación, sino de verdadera posesión. Estos efímeros planos de rara mística casi llegan a reivindicar el desacierto que resulta el resto de la obra. Quizás se trata de una sutil manipulación de los VFX, pero no deja de ser impresionante.
Los desnudos —mayormente topless— de Ana de Armas son otro de los méritos resaltables en medio del naufragio, pues vadean por completo las connotaciones lúbricas para convertirse en metáforas sólidas de la fragilidad y la vulnerabilidad del personaje; sobre todo en la secuencia donde su primer esposo Joe DiMaggio (Bobby Cannavale) agrede a Norma Jean, luego que las caricaturescas y “malosas” versiones de Charles “Cass” Chaplin Jr. (Xavier Samuel) y Edward G. “Eddie” Robinson Jr. (Evan Williams) lo chantajean con fotos desnudas de ella.
Tras el lamentable inicio de esta secuencia con el referido e ingenuo “plano Go Pro”, aparece la actriz leyendo una revista en la cama, el pecho descubierto y solo viste unas bragas tan gigantescas (al uso) que parecen un pañal. Y ella una niña de suave pureza, sin ápice de erotización. El personaje es retratado aquí en su máxima indefensión, a la vez que en su más sublime y conmovedora inocencia.
Ana de Armas es una actriz que actúa bien en una película lamentable. Asume su papel desde la exuberancia emocional de una reina lacrimógena como Joan Crawford. Está tan dedicada que se acerca a la consagración, a pesar de los continuos traspiés que le pone Blonde. A pesar de los redundantes primeros planos que buscan cartografiar torturantemente las cuitas y lágrimas de la martirizada Norma Jean, y de la orgía de traumas bajo cuyo peso está todo el tiempo a punto de ahogarse —su personaje nunca descansa, nunca lo dejan descansar, por ende, se le exige una tirantez melodramática perenne. A pesar también de la presión que parece sentir bajo el peso del personaje y las tensiones resultantes. Y a pesar del ruido ensordecedor que hacen las poquísimas nueces que Andrew Dominik echa a rodar en pantalla.
Pero Ana de Armas sale airosa, y con una dignidad apreciable.
© Imagen de portada: El director de ‘Blonde’, Andrew Dominik, habla con Ana de Armas.
Jafar Panahi frente al espejo
Antonio Enrique González Rojas
Para los rectores de la República Islámica, la única manera en que el mundo tiene sentido es que Panahi no filme. Para Panahi, la única manera en que el mundotiene sentido es filmando.