El bautizo, de Roberto Fandiño, 1967.
El bautizo (Roberto Fandiño, 1967) es el vértice más desconocido del gran triángulo satírico del cine cubano de los años 60, integrado junto a las más reconocidas y celebradas La muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea, 1966) y Aventuras de Juan Quin Quin (Julio García Espinosa, 1967), que rescataron para las películas nacionales las salas llenas, equiparando el éxito solo logrado hasta entonces por las producciones foráneas de estreno. Sin embargo, la cinta estuvo poco tiempo en cartelera —su realizador emigraría poco tiempo después para no regresar nunca más.
Estos títulos recuperaron el batón paródico dejado a inicios de la década por cintas previas como Cuba baila(Julio García Espinosa, 1960) y Las 12 sillas (Tomás Gutiérrez Alea, 1962). Casi habían alcanzado el estatus de rara avis en un contexto fílmico inclinado a la producción de filmes de corte abiertamente propagandístico y didáctico, marcado sobre todo por una aridez donde ni la más mínima sonrisa podía germinar.
A pasos agigantados, el cine cubano perdía autonomía como arte y, acorde con las directrices leninistas, transmutaba, junto a otros medios de comunicación, en mero instrumento agitprop del Estado. Muy a pesar de los clásicos realizados en esos años, entre los que se cuentan no pocos panfletos con altos niveles artísticos, muy a su pesar.
El bautizo podría considerarse también punto de confluencia de las respectivas segundas incursiones de Gutiérrez Alea y García Espinosa en la comedia, pues mezcla el humor negro de La muerte… con el contexto rural y el costumbrismo de Las aventuras… Incluso llega a emular gags de la primera: en una de sus secuencias más agrias y divertidas, cuando la corona fúnebre es confundida con un arreglo floral a propósito del falso cumpleaños de uno de los personajes. Deviene una “versión” del momento de La muerte… en que un infante comienza a cantar “Feliz cumpleaños” ante los cirios del velorio del Tío Paco.
Existen otras tantas coincidencias entre ambas cintas, al punto de insinuarse un díptico fílmico involuntario sobre la muerte, o hasta variaciones de una misma historia. Asimismo, se divisa como posible antecedente de las más distantes, satíricas y abiertamente distópicas Alicia en el pueblo de Maravillas (Daniel Díaz Torres, 1991) y El elefante y la bicicleta (Juan Carlos Tabío, 1994), que décadas después volvieron a condensar en breves espacios pueblerinos sus respectivas cartografías del desencanto, la frustración, el fracaso y la tragedia nacional, ya en los albores del poscomunismo.
A diferencia de las comunidades ficticias y alegóricas Maravillas de Noveras y La Fe, imaginadas por Díaz Torres y Tabío para desplegar sus relatos, Fandiño escogió la muy “real” Isla de Pinos como escenario de su ópera prima, que marcaría un punto de inflexión a su carrera audiovisual, dedicada hasta el momento a la realización de cortometrajes documentales como Carta del presidente Dorticós a los estudiantes chilenos(1960) o Gente de Moscú (1963). El hecho de que La Fe también se localiza en un pequeño territorio separado por mar de la isla grande pudiera considerarse una referencia directa a la fábula pinera de Fandiño.
Esta región cubana resultó suerte de laboratorio sociológico o caja de resonancias donde el autor desató una verdadera guerra civil de mortales proporciones shakesperianas entre dos irreconciliables familias. La pertinencia del bautizo del niño Rolandito (Eduardo Almirante) resquebraja el delicado y tenso equilibrio entre los parientes de sus padres Rolando (Enrique Almirante), de origen humilde, campesino, y Lita (Isabel Moreno), de origen burgués con pretenciosos refinamientos aristocráticos.
Como la Revolución, el matrimonio del vaquero y la señorita de sociedad pudiera representar un feliz punto final del conflicto clasista que antes separaban a ambos clanes y a toda la sociedad cubana. Fruto híbrido de ambos mundos, Rolandito sellaría la armonía definitiva. Es el Hombre Nuevo nacido en una época de bonanza y justicia igualitaria, libre de prejuicios y rezagos del capitalismo neocolonial, etc. Pero la película comienza justo después del happy ending revolucionario. La historia no se detiene en el banquete de perdices que todos devoran felices.
La comedia, con nada disimulados tonos sarcásticos, sardónicos y cínicos, se revela como un simple medio para alcanzar un fin trágico y explosivamente apocalíptico en el que perecen casi todos los personajes de la película, ganando por igual un viaje expreso al infierno, con todos y por el mal de todos. No importa que se definan como revolucionarios, contrarrevolucionarios, cristianos, ateos, cuerdos, locos, langosteros y patriotas.
Tras este evento de extinción, pudiera adivinarse una triste advertencia —más que moraleja— sobre el inevitable destino que tendría el país en años venideros, sajado cada vez más por raseros ideológicos maniqueos, tan profundos que destrozaron las células esenciales de la sociedad.
En esa primera década del proceso revolucionario, Cuba experimentó un bullente y cataclísmico proceso de reconfiguración de las jerarquías de las lealtades y los afectos. De todos los procesos desencadenados entonces como parte de la exotérmica alquimia revolucionaria, quizás este sea el más definitorio de la contemporaneidad nacional.
Las microalianzas fundadas en las relaciones familiares y en las amistades fueron eliminadas como vanidades individualistas que dificultaban el triunfo de la utopía colectiva. La única fidelidad lícita era con el poder y su carismático líder. Lo demás, hedía a traición.
Desde una perspectiva más trascendental, El bautizo puede verse como un relato sobre la futilidad de las ambiciones y los odios humanos que, cual efímero oleaje, termina siempre disolviéndose en las orillas del país de la muerte. De ahí el abrupto final de la cinta, donde una climática explosión pone fin a todos los conflictos de los personajes y a la propia película, revelando la vacuidad que subyace tras el pandemonio desatado a lo largo de la trama.
Nada hay más duradero que la muerte. La obra del sepulturero nunca será igualada ni por el armador de barcos más diestro, ni por el albañil más hábil ni el carpintero más preciso.
En medio de la final orgía de balas y explosiones que se desata en el cementerio, escenario final tanto del relato como de la vida, un enterrador responde la pregunta shakesperiana que sirve de epígrafe a la película: “¿Quién hace la cosa más duradera, el armador de barcos, el albañil o el carpintero?”.
“La fosa es la cosa que más dura”, refiere el sabichoso personaje, cuya espalda aparece coronada por una joroba que le confiere aires de pícaro Polichinela.
Hacia las profundidades de las tumbas irán todos. Es el destino final de revoluciones y reacciones, de líderes y súbditos, de familias y ejércitos. El bautizo es la película escatológica cubana por excelencia, la más nihilista y desencantada, incluso más que la propia Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), superior en calidades fílmicas pero no en escepticismo.
Otro elemento que distingue su paisaje representacional es el liderazgo que el guion, coescrito por Fandiño y Miguel Fleitas, confiere a las mujeres. Las dos familias en pugna están encabezadas por las matriarcas dictatoriales Rosa (Eloísa Álvarez Guedes) y Amalia (Dulce Velazco), sin que el asunto se vea reducido a un banal diferendo entre comadres.
Era un momento en que la Revolución ostentaba su virilidad más reluciente, encarnada en la galanura sensual de Fidel Castro, quien, con su “ingle de varón” alabada por Carilda Oliver Labra, señalaba los rumbos del país. Esto, a pesar de que la mujer cubana estuviera experimentando un proceso emancipatorio sublimado en la fundación de la FMC. Irónicamente, una idea que “regaló” el líder masculino a las mujeres, lo que subrayó el rol subordinado de estas en la sociedad dedicada a engendrar “hombres nuevos”, con toda la consciente exclusión de género implícita en el término.
Al frente de sus respectivos clanes, estas dos mujeres proactivas, violentas, imponentes y absolutas subrayan el poder de la familia frente a la desarraigada orfandad colectiva que proponía la Revolución. Rosa es una humilde esposa de un langostero y vive en un bohío; Amalia es una nada disimulada aristócrata de ínfulas señoriales, con residencia en una quinta. Pero ambas coinciden en la fe católica y en la preeminencia de la sangre por encima de todo, relegando el compromiso revolucionario a un tercer plano, o sencillamente, dejándolo fuera de la ecuación.
Rosa y Amalia son antiheroínas de la “vieja Cuba”, frente a las que ningún Hombre o Mujer Nueva se opone. Son sobrevivientes que en su refriega sepultan cualquier tímida rebelión de unos descendientes que apenas buscan consumar sus romances prohibidos como tímidos Romeos y Julietas rurales, y si acaso escabullirse fuera de la tóxica área de influencia de sus padres. Nunca para construir la Revolución, sino para construirse ellos.
Se adivina una semejanza con el posterior y tercer regreso de Gutiérrez Alea a la comedia, la despiadada Los sobrevivientes (1979), otra sátira contra la persistencia de las viejas maneras pre-1959, que sin mucho trabajo también puede leerse como una parodia sobre la vuelta de tuerca reaccionaria del régimen imperante, que alcanzó en los años 70 su mayor reciedumbre hasta ese momento.
La herejía de El bautizo fue incluso más allá que lo que cualquier otra comedia del ICAIC buscó aventurarse, antes o después de esta película. Sumó a la disidencia armada a su alegre y grotesca cohorte, sin satanizarlos lo suficiente. Los convirtió en inocentes personajes que se ven arrastrados por el maremágnum desatado entre las familias de Rosa y Amalia.
Aunque terminan catalizando inconscientemente el desastre final con las armas que ocultan en el cementerio, en un intento por tomar la Isla de Pinos y derrocar desde este territorio al poder revolucionario, los opositores no trascienden los roles secundarios, como títeres del azar desventurado. Poco representan ante los conflictos intestinos, ante la autofagia corrosiva que comenzaba a erosionar el proceso, sangriento festín de Saturno que usaba las palmas reales como mondadientes.
Un bautizo es un acto de vida, de principio, un gesto de bienvenida al mundo, pero en la película de Fandiño se convierte en parábola estéril de una nación que apenas iniciaba su caída en picada, y en detonante de una guerra devastadora por la posesión del futuro o el espejismo de este. La vida no es más que el camino absurdo hacia la muerte y recorrerlo implica una lucha perenne en contra o a favor de la estupidez.
En su grotesca y frenética película, Fandiño expone la existencia humana en toda su extravagancia. Declara lícito reírse de todo y de todos, pero justo en un inadecuado momento de sedimentación de nuevas sacralidades, nuevos cánones, y sobre todo de nuevas certezas. Una vez fraguadas serían inamovibles y hostiles a todo cuestionamiento o relativización, mucho menos a que las convirtieran en material de chistes. Y eso no tiene ni cien años de perdón.
El bautizo es la comedia de la desesperanza, la tragedia del absurdo de la existencia, la alegoría de la inutilidad. Demasiada sorna posmoderna para el gusto de un proceso ultramoderno como el que buscaba articular la Revolución cubana. La película indicaba el camino hacia la nada, mientras el poder establecido ofrecía el camino más expedito a todo. Pesimismo intelectual contra optimismo político, una vez más.
© Imagen de portada: Fotograma de ‘El bautizo’, de Roberto Fandiño.
Jafar Panahi frente al espejo
Antonio Enrique González Rojas
Para los rectores de la República Islámica, la única manera en que el mundo tiene sentido es que Panahi no filme. Para Panahi, la única manera en que el mundotiene sentido es filmando.