‘El matadero’ de Fernando Fraguela: Diario de un minotauro

El 26º Festival de Cine de Málaga 2023 premió con el Biznaga de Plata al mejor documental a una historia de asfixia, despedida y escape. 

El matadero (Fernando Fraguela, 2021) también puede leerse como la biografía de un minotauro cubano que vivió casi toda su vida en un laberinto infinito de edificios más apretados que la plata de los Andes, alzados entre él y el horizonte. Sus cimas planas se convirtieron en un falso horizonte a través del cual el sol sale tarde y se pone demasiado temprano; y las nubes se asoman como rebaños de Pegasos curiosos por conocer la vida de los minotauros incapaces de levantar vuelo.

El matadero pudiera ser también el diario desesperado de un Dédalo que aún no halla la solución para escapar de su prisión inextricable, o el testimonio de un Ícaro que aguarda paciente porque las alas florezcan espontáneamente a la sombra de los edificios y usarlas para escapar, sin mirar nunca atrás. 

En su fuga no podrá apreciar la forma total del laberinto de edificios, que también semejan grandes muros de un cementerio lleno de nichos. Así de silenciosos, adustos y secos de vida, los fotografía la cámara operada por el propio Fraguela, quien emplea como leitmotiv de su relato numerosos planos de fachadas interminables, monótonas y sobre todo monocordes. Fachadas que, a medida que avanza el relato, terminan anulando el trozo de cielo que aún asoma sobre los bordes. Se convierten en el único panorama posible, en un no-horizonte. En la negación del horizonte, en su imposibilidad.

La biografía de un minotauro cubano que vivió casi toda su vida en un laberinto infinito de edificios.

De las ventanas-nichos de estos edificios del barrio suburbano El Calero —espacio natal del director—, en la ciudad de Pinar del Río, parecen emanar una nota infrasonora, pero tan persistente como la señal de auxilio de una nave espacial naufragada a mil años-luz, que arriba a la Tierra después de su despegue. 

Es una melodía atonal que parece cantar sobre esperanzas muertas hace eones, sobre promesas desechas en menudos pedazos y de muertos que no tienen ni brazos que alzar. Tampoco hay nada que defender ya. Solo soñar con escapar y huir, finalmente, como los protagonistas de la cinta: Dusniel Pereda y el propio Fraguela, vecinos y amigos desde la infancia; o morir desangrado como el cerdo que sacrifican en la cochiquera —que sirve a la vez de matadero— con aspecto de necrópolis posapocalíptica, que orbita alrededor de la comunidad. 

Es otro laberinto, más astroso si es posible. Se alza frente al laberinto de edificios, como suerte de reflejo deforme, sombra o doppelgänger emponzoñado, o recordatorio del destino fatal que les aguarda a todos. La muerte por fracaso y la asfixia por desesperanza.  

Fernando Fraguela estructura El matadero como una suerte de juego de espejos. Parece seguir una estrategia de equivalencias entre Dusniel y él, entre la cochiquera-matadero y El Calero, entre El Calero y Cuba. Resulta casi una película coral que sigue las peripecias de los personajes-personas, personajes-espacios, personaje-país.

Todos estos seres y entidades son puestos a dialogar alrededor de un fuego pestilente, alimentado con los excrementos de los cerdos. Fuman la pipa de la pax cubana, del fracaso nacional, del cataclismo mudo que no deja de azotar a Cuba, con la constancia y la intensidad sostenida de la Gran Mancha Roja del planeta Júpiter.

Fachadas que se convierten en el único panorama posible, en la negación del horizonte, en su imposibilidad.

Fraguela se hace acompañar por Dusniel, por la familia de este, por vecinos, por jóvenes muertos en el servicio militar —el propio Fernando es un casi muerto, un sobreviviente de una enfermedad verdeoliva—, por su madre, por las fotos de su padre, por un artista marcial, por los cerdos, por la sangre de las bestias y hasta por el magro alimento con que las ceban. 

Suma todas estas soledades a la suya y urde un manojo de historias truncas, o más bien —ruinas— circulares. Son satélites inertes que orbitan alrededor de una nada muy densa que se empeña en atraerlos hacia sí, para entretenerse con su danza dolorosa. Se acompañan en el infortunio congénito que padecen.  

El director mixtura todos los relatos en un macrorrelato cuyas nítidas intenciones alegóricas y políticas nunca llegan a sabotear o corromper las honduras autorreferenciales, ni la organicidad intimista que consigue mantener a lo largo de la película con pulso firme. 

Cada plano parece una astilla que se sacara del cerebro y la expusiera en público, sin disimular el dolor que siente. No hay propaganda, panfleto ni militancia, aunque sí mucha agitación, implosión, dolor y hasta rabia. Es un ajuste de cuentas con una realidad que le ajustó cuentas a él, incluso antes de su nacimiento. Ambos se miran directamente a los ojos. La realidad tiene los ojos nublados, el director los tiene irritados pero brillantes.

Estas historias de vida y muerte se entrelazan en una balanceada reflexión sobre el hastío, la desesperación y la fuga. Sobre un país cuyo suelo exige que le profesen un amor ridículo, so pena de echar tierra ardiente sobre los rostros y las vidas de sus habitantes. 

Destino fatal que les aguarda a todos: muerte por fracaso y asfixia por desesperanza.

Fernando Fraguela se desliza con coherencia y consecuencia entre los muros habitados del laberinto proletario de El Calero, que conservan anormalmente nítidos los ecos de sus pesadillas, tristezas y frustraciones. 

Es un laberinto sin tiempo, una de las tantas ciudades imaginadas por Ítalo Calvino, erigida justo al otro lado de las horas y los siglos. Se parece a los repartos habaneros Alamar y San Agustín, que se parecen al cienfueguero Junco Sur, que a su vez se parece al santiaguero Abel Santamaría, que también se parece a los repartos Pastorita. Más bien, son calcos unos de otros, derivaciones, copias sin original. Son lo mismo. 

El realizador nació y se crio en el segmento de lo que quizás era un proyecto de gran laberinto iniciado en los años 70. De haber sido completado, ahora cubriría toda Cuba como un micelio. Esta red trocaría por completo los caminos, tergiversaría las rutas y ahogaría todos los senderos de la isla que condujeran hacia el mar, hacia el cielo, hacia el afuera, hacia el mundo. Todos los caminos del laberinto conducirían, una y otra vez, al insoportable punto de partida. 

Su construcción comenzó casi de manera simultánea en ciudades, pueblos, asentamientos. Los tentáculos trataron de unirse en algún punto, pero la gran obra quedó inconclusa, como tantas otras: el Instituto Superior de Arte, la Zafra de los Diez Millones, la Autopista Nacional, la Central Electronuclear de Juraguá, el comunismo. 

Desde 1959, Cuba es oficialmente un país sin terminar, que no es lo mismo que un país en construcción, o un proyecto en desarrollo. Es un aborto sociopolítico. Se estranguló con su propio cordón umbilical.

Satélites inertes que orbitan alrededor de una nada muy densa que se empeña en atraerlos hacia sí.

Estas laberínticas y frenéticas urbanizaciones buscaban contribuir al “gran salto hacia adelante” del régimen cubano, propulsarlo hacia la igualdad total y la felicidad resultante. Resolver de un manotazo “el problema de la vivienda”, ubicar a todos los cubanos en condiciones idénticas, y de paso volverlos idénticos. Diluir las diferencias y la diversidad, embutirlos en alveolos homogéneos, en nichos donde las individualidades se diluirían con el tiempo y el aburrimiento. 

Quizás, mantenerlos en una multitud permanente, como las masas abundantes que acudían a los actos en la Plaza de la Revolución. Una movilización perenne, eterna, como prometía ser el proceso. De perpetuum mobile pasó a ser perpetuum immobile, como los propios edificios, con sus raíces aferradas a la médula espinal del país, lisiándolo, mutilándolo, paralizándolo. 

El matadero terminó siendo suerte de prólogo del éxodo de su realizador, quien se reconoce exiliado, forzado a reconstruirse fuera de Cuba, fuera de El Calero, en busca, como tantos otros, de motivos que no sean los de Anteo. 

En una entrevista, Fraguela calificó la película como un “remanente”. Es un gesto residual, un puñado de polvo que se desvanece entre los dedos. También pudiera ser un testamento, el legado de una vida que murió junto con el país dejado atrás. Una advertencia. 

No expone el dilema del emigrado, sino que revela el proceso que lleva a pensar y concretar el escape. El minotauro aprende a tejer su propio hilo para encontrar la salida de la prisión retorcida y sin horizonte. Ícaro cosecha sus alas y las acopla a su espalda. 

El matadero es la anatomía de una decisión y de la disolución —como lágrimas en la lluvia— de todos los motivos que pudieran retener a Fernando en Cuba, en el laberinto, en la isla donde se crían cuervos con la pretensión de sacarles los ojos.

Plano a plano, Fraguela se autoexorciza y expele fuera de su cuerpo los demonios de un pasado que se empeña en ser presente eterno. Se prepara para transitar de una región enquistada, imposible, hacia un mundo en movimiento, y por ende, posible. 

Tras de sí quedan los alaridos de los cerdos, incapaces de escapar de la necrópolis en la que nacen, crecen y mueren descuartizados. Ellos solo conocen de muerte apenas nacen. Los cubanos, también.




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Poemas

José Miguel Navas

Corrí al ave / bello animal mecánico / leche desnatada
subí al monstruo que me llevaría al cielo
revisé mis hormonas / escribí un diario 
soy niña / mestiza / des binaria / escuela / bruja / sudaca