‘El Mayor’, una película sin grados

Cuando se estrenó en 1996, la película estadounidense El día de la independencia (Independence Day, Roland Emmerich) fue calificada por la crítica contemporánea como “espectacularmente mala”; mientras El Mayor (Rigoberto López, 2020), suerte de su epigonal émulo en cuestiones de ralo patriotismo, elementalidad propagandística y pretenciosa ampulosidad épica, solo merece el apelativo de “espectáculo malo”.

Con toda su accidentada trayectoria durante par de años en pos del estreno nacional —que nunca pudo realizarse con toda la pompa quizás deseada por el ICAIC, dada la intempestiva irrupción de la Covid-19—, El Mayor resulta una suerte de corolario desventurado de los abordajes fílmicos a las gestas independentistas cubanas realizados después de 1959.


Viaje (obligado) a los antípodas 

Puede ser vista esta película como lamentable antípoda del primer cuento de Lucía (Humberto Solás, 1968), Hombres de Mal Tiempo (Alejandro Saderman, 1968), La odisea del general José (Jorge Fraga, 1968), La primera carga al machete(Manuel Octavio Gómez, 1969) y Páginas del diario de José Martí (José Massip, 1972); caracterizadas todas por búsquedas formales que alimentaron discursos complejos sobre estas épocas, mi(s)tificadas por el lenguaje histórico-didáctico-propagandístico oficial que persigue el enaltecimiento acrítico y la veneración axiomática.  

De una forma u otra, todos estos títulos practican una vivisección honda del mito y sus connotaciones ideológicas, desde la indagación en las angosturas de lo heroico, el heroísmo y el héroe. Estructuran a la vez un altar orgánico a la historia patria, adornando su base no con las ofrendas florales oficialistas en actos solemnes, sino con ramilletes, ristras y manojos de preguntas, dudas, cuestionamientos.

Los realizadores de antaño se acercaron a la Historia desde las resonancias que esta provocaba en sus perceptivas, convirtiendo los sucesos en ejercicios de autorreconocimiento como sujetos históricos, de sus roles de legatarios y resultantes de procesos históricos aún en ebullición, nunca en calmo y grave reposo. 

Sin contradecir tales miradas, en extremo personales, casi intimistas y de fuerte aliento experimental, estas posturas concomitaban con las pretensiones del naciente régimen cubano embozado en el manto revolucionario, en pos de su legitimación desde un temprano discurso de la “continuidad”, que arriba hasta nuestros días deformado, atrofiado y patéticamente apocado. Así, la relación se establece ya no entre el pasado independentista y las rudas guerras serranas de los años 50, sino entre el sedentarismo agotado de verde olivo desteñido y un gordinflón gabinete regido por un generalato decrépito, que nunca pudo elevarse a la categoría heroica en los imaginarios. 

En aquellos años 60 la Revolución podía considerarse todavía algo vivo; mientras en el presente solo es un cadáver que arrastra sus despojos, autonegándose, a cada paso, que está muerto para siempre.

El Mayor termina siendo muy consecuente con los tiempos que corren, de glorias despellejadas, paradigmas enquistados y reyecillos desnudos que castigan salvajemente a quienes les señalan su desnudez.

Se convierte además en caricatura, en parodia involuntaria y lastimosa de todos los propósitos que animaron la creación de los precedentes fílmicos referidos, en su propósito de “humanizar” a los héroes a partir de la figura del libertador camagüeyano Ignacio Agramonte y sus contradicciones con los independentistas orientales agrupados alrededor de Carlos Manuel de Céspedes. A la par de sus intentos por componer un retrato someramente coral de los procesos libertarios, sobre todo de la región natal de Agramonte, con las luces y sombras que por último dieron al traste con la Guerra de los Diez Años. 

Todo desde un derroche de impericia fílmica que empuja al abismo la nobleza de cualquier intención deconstructora y cuestionadora de la pulcritud heroica, y desde un formalismo rígido, almidonado, prosaicamente convencional, que la emparenta con algunas de las más fallidas y recientes incursiones fílmicas cubanas en la zona de las guerras independentistas; como el Baraguá (1986) de José Massip, que emanaba una sensación de rigor mortis desde sus primeras escenas, alzándose como el más notorio precedente de la película de López.

El Mayor es un filme populista, facilista, que persigue la emoción simple, sin provocar ejercicios complejos de interpretación ni torsiones retadoras en los esquemas perceptivos del público cubano, como las películas de los 60 e inicios de los 70; conscientes sus creadores de que la Revolución debía incidir en las maneras más profundamente asentadas de ver y concebir el mundo, más allá del discurso epidérmico cimentado en las formas provenientes de las viejas hegemonías. 

La Revolución implicaba un cambio radical de paradigmas, no una simple variación discursiva del mismo herramental. Ceder en este terreno a favor de un propagandismo de llanas ínfulas realistas significó el primer y definitorio fracaso de todo el proceso y de todo el proyecto. Lo restante es un régimen conservador y reaccionario que hace ascos de todo lo que huela a cambio, aunque no vaya de manera directa en contra de su discurso.   


El retablo fallido

Más que una puesta en escena, El Mayor es un retablo de títeres inertes que recitan, como autómatas amenazados de muerte, las parrafadas imposibles del guion. Líneas pletóricas de oraciones incidentales que dejan sin aliento al más pinto de la paloma y desbaratan toda posibilidad de apropiación orgánica por parte del sufrido colectivo de actores, quienes al parecer están concentrados con todas sus energías en memorizar y luego recitar los engorrosos parlamentos.

De este páramo histriónico que la película despliega ante el espectador durante las más de dos horas de metraje, emerge con dignidad el actor Rafael Lahera en su encarnación de un dictatorial, triste y reflexivo Céspedes, partidario de la unificación de poderes bajo el mando militar que garantizaría la efectividad victoriosa de las fuerzas mambisas contra el poder colonial. 

Consigue resaltar quizás la única insolencia que se permitieron López y Eugenio Hernández Espinosa en el guion: convertir a Céspedes en el gran antagonista, más allá de los españoles y sus aliados cubanos, discursando así sobre la heterogeneidad de un proceso promovido casi siempre como único e inexpugnable.

Lahera logra domeñar los desbordes verbales del guion y construye un personaje cuyo eje es la tristeza, el cansancio y el agotamiento de llevar sobre sus hombros una nación. Se revela como una figura paternal y paternalista, con mayor énfasis en las connotaciones negativas de esta condición que se le ha endilgado históricamente. Ser “Padre de la Patria” puede implicar un poder desmedido, tiránico, justificado con el cumplimiento de un objetivo primigenio que es expulsar a los colonizadores del país a cualquier precio.

Al Céspedes de Lahera se opone un Agramonte juvenil encarnado por Daniel Romero, que clama por la división de poderes, por la construcción paralela de una nación democrática rectorada por un gobierno civil que controle los desmanes de un mando militar basado en la cadena vertical de mando. 

Como el adolescente Martí que Romero interpretara con mucho más éxito en José Martí: el ojo del canario (Fernando Pérez, 2011), su insuficiente y mal dirigido Agramonte se revela con ironía como un disidente que estuviera siendo juzgado ahora mismo por los tribunales gubernamentales. Lo cual revela la inconsecuencia del régimen actual con el legado histórico del que claman ser herederos y continuadores, con una ilegitimidad que se nota a flor de piel. Llega un momento en que la reacción es incapaz de asumir cualquier discurso mínimamente revolucionario o progresista, so pena de revelar su hipócrita impudicia al instante.

Romero sucumbe bajo el peso de Agramonte —no creo que por las dotes actorales que ha demostrado tanto en cine como en teatro, bajo las respectivas manos de Fernando Pérez y Carlos Celdrán— y sus encontronazos con Céspedes se asemejan más a berrinches inmaduros que a confrontaciones políticas de calibre. 

Simbólicamente, sale perdiendo la juventud progresista frente a la solidez conservadora de la vejez. El saturnino y prepotente desprecio que siente la “generación histórica” de la Revolución por sus vástagos se termina filtrando entre fotograma y fotograma. No es que haya sido esta la intención consciente de sus realizadores, so pena de caer en el más abismal, ridículo y autosaboteador despropósito.

En su acumulación de deméritos fílmicos, El Mayor también se descoyunta en la puesta en escena de combates multitudinarios entre mambises y tropas regulares españolas, con los que busca completar su convencional cuadro epicista. Delatando aún más su insalvable inferioridad respecto a los gloriosos años 60, que aportaron al cine global secuencias tan devastadoramente imponentes como las cargas al machete filmadas por el inmenso Jorge Herrera para Lucía y para La primera carga al machete, entre lo mejor de la contemporaneidad fílmica de la época.

La fotografía dirigida por Ángel Alderete se convierte en parodia involuntaria de las destrezas visuales de Herrera. Alderete y su equipo yerran por completo en emular la intensidad conseguida por este último a golpe de briosa cámara en mano, capaz de penetrar como barco de afilada proa en el formidable y pavoroso oleaje sangriento de las batallas independentistas libradas a furia y machete. La fotografía de las batallas de El Mayor se reduce a una cámara zarandeada nerviosamente de un lado al otro, hasta el punto del más torpe desenfoque que confunde por completo sobre el estado y las lógicas de estas. 

La dramaturgia de estas contiendas lograda por Herrera, desde lo caótico pero nunca desde una insuficiente impericia, es caricaturizada aquí por una cámara aturdida, desazonada y sobre todo desazonadora, que anula toda posibilidad de conseguir un impacto espectacular al estilo hollywoodense de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960) o Corazón valiente (Braveheart, Mel Gibson, 1995) o la ruda serie Vikingos (Vikings) del History Channel. 

Mucho menos se alcanza o siquiera se busca articular la sensorialización inmersiva lograda por La primera carga… y su referente internacional directo que era el cine del inglés Peter Watkins (The Diary of an Unknown Soldier, 1959; Culloden, 1964), emulado luego por Steven Spielberg y su Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). 

Las batallas de El Mayor abundan en planos reiterados de machetazos que provocan surtidores de sangre evidentemente digital, como los de uso común en las películas de bajo presupuesto de productoras como The Asylum o los émulos del cine Troma. Súmesele a esta deficiencia en los efectos visuales, el pañuelito ensangrentado que tras la muerte en combate de Agramonte parece cobrar vida y salir volando de algún lugar de la vestimenta del patriota, por pura voluntad propia y no por los embates de una inexistente ventolera.

Con este forzado simbolismo —pues esta prenda aparece al inicio de la película como propiedad de Narciso López, quien lo llevaba al ser fusilado por su infausta expedición anexionista en 1851, y entonces pasa a las manos de un Ignacio niño que atestiguó la ejecución—, la cinta asume un registro surrealista, tan involuntario como los logrados por el español Juan Orol en sus películas.

La brutalidad de los mandobles mambises son enfatizados con artificiosas muecas de dolor de los extras involucrados en la filmación, al parecer con poca o ninguna experiencia en estas lides, dada la carencia de este tipo de producciones y sus rigores en Cuba. Además, está la sospechosa abundancia de sables en las filas mambisas, aunque siempre se ha descrito que se utilizaba el machete como principal arma de asalto en las cargas al machete. 

¿Exceso de sables de utilería y carencia de machetes suficientes? O la película revela una verdad histórica hasta ahora desconocida sobre el uso extendido del sable entre los insurrectos, luego incluso de que varias generaciones de cubanos hayamos sido instruidos en la historia patria de este instrumento de trabajo devenido arma. En gran medida gracias al animado El machete (Juan Padrón, 1975), en el que Elpidio Valdés, el mambí más popular del audiovisual cubano, explica con amenidad sus devenires combativos desde la toma de La Habana por los ingleses hasta las guerras libertadoras cubanas del 68 y el 95. 

En su ambiciosa pretensión de fresco histórico, que abarcara la participación de diferentes capas sociales y étnicas en las guerras de independencia, El Mayor cumple insuficientemente sus “cuotas” de representatividad, con cierta verosímil plausibilidad, dada la escasez de población negra en el ganadero Camagüey. Aunque de repente se vea la entrada triunfal de los insurrectos a pueblos repletos de personas liberadas de la esclavitud y otros posibles sujetos con previos estatus de libertos. Un solo actor negro y un solo actor chino son beneficiados con parlamentos, para al menos demarcar la diversidad del ejército mambí. El resto, puros extras. 

Si bien la más absoluta falta de mención de célebres militares como Antonio Maceo, Flor Crombet, José Maceo y Quintín Banderas se deba a que durante los primeros años de la guerra, entre 1968 y 1971, estos apenas comenzaban sus carreras, resulta más notoria la ausencia de Máximo Gómez, a quien solo se le menciona en los intertítulos finales. Las pretensiones de verosimilitud y corrección realista de la película se estrellan contra ausencias demasiado escandalosas.

Los mismos abarcadores propósitos historicistas colisionan también contra un montaje apresurado (acreditado a Beatriz Candelaria), que termina confiriéndole a El Mayor una episódica e inorgánica fragmentariedad, a partir de la cual el relato avanza a saltos y trompicones, y no desde un fluido engarce de las diferentes secuencias. Esta alternancia obedece a una linealidad que se aboca a lo caótico, a pesar de no intentarse ninguna pirueta narrativa, con excepción del gran raccontoque es casi todo el relato, introducido por unas breves secuencias que remiten a épocas posteriores a la muerte de Agramonte, llorado ya por su viuda Amalia Simoni (Claudia Tomás). 


Epílogo mínimo con sabor a machete mellado

El Mayor es una sima profunda nunca antes explorada por el cine histórico cubano, que ojalá sea el fondo definitivo a tocar, restando solo ascender hacia una más aireada superficie. Pero siempre se puede hacer algo peor, siempre se puede caer más. 

Es una película que no despierta resquemores, sino una gran tristeza y mayor conmiseración, sentimientos quizás peores que la ira o el desprecio. No alienta la ironía, sino la aflicción. No inspira sorna, sino lamento. Es una triste experiencia cinemática que merece acurrucarse en el olvido y esperar, por su bien, no ser resucitada cuando se estudie la representación del mambí en el cine, o de los héroes, o se discurse sobre el audiovisual histórico de una manera más general.   




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