‘El rodeo’ o el eterno retorno a la invención de Melián



El rodeo (Carlos Melián, 2020) es la película cubana que más he visionado en los últimos dos años. Se ha convertido en un lugar al que retorno cada cierto tiempo para dialogar con sus personajes y sus misterios, en vanos intentos por analizarla, huyendo la mayoría de las veces con vasta sensación de ineptitud e impericia. 

Se ha convertido poco a poco en un reto, en una promesa secreta autoincumplida, mientras que he ido perdiendo todas las oportunidades de inmediatez noticiosa, ya cuando se estrenó en el 50° Festival Internacional de Cine de Róterdam, ya cuando participó en el 42° Festival de La Habana. Pues con cada revisitación que hacía, solo terminaban encriptándose más y más los sentidos ocultos tras sus seres y sucesos, más denso se volvía el velo que media entre la mirada y lo mirado, más difusas y abstractas resultaban las sombras proyectadas en la caverna de las ideas, más profunda y recóndita se volvía la gruta platónica.

Una reseña sobre este cortometraje es más bien la crónica de una imposibilidad interpretativa, de una decodificación constantemente frustrada, como si del Manuscrito Voynich se tratase. No tengo a mano Piedras Rosettas para facilitar la lectura. Los instrumentos y habilidades críticas se rinden a la extrañeza y las sensaciones.

El rodeo es como la contemplación pura de la belleza de un alfabeto indescifrable, cuyos caracteres o ideogramas cobran sublime belleza una vez que se libran del lastre del valor fonético o de los significados, una vez que abandonan por completo su funcionalidad comunicativa para convertirse definitivamente en arte autosuficiente, con valores intrínsecos. Es caligrafía fílmica. Dejo la tarea de analizar su gramática a otros más capaces que yo de trascender la fascinación. 

Los ecos son aquí más reales que las gargantas.

Esta es una película para iniciados, un culto sin profetas ni sacerdotes, del que quizás yo sea el único acólito, el único obseso. Como las enigmáticas pinturas-clave que el coleccionista de La hipótesis del cuadro robado (L’Hypothèse du tableau volé, Raoul Ruiz, 1978) hilvana en un complejo mensaje encriptado, los planos y secuencias de El rodeo quizás ameriten desorganizarse, leerse como los librosde Milorad Pavić, relacionar signos ocultos en las esquinas de una escena con las marcas disimuladas en los rincones de otra escena. Y así dilucidar un mensaje que seguirá siendo incompleto, absurdo e intraducible.  

La esfera de un reloj sin manecillas siempre me ha parecido más interesante, pues marca el absoluto más allá del tiempo. Así, El rodeo es un enigma cuya belleza reside en su irresolución. Revelar su misterio, desnudar su certeza solo conseguirá que colapse como una escultura de aire. 

Casi siempre las preguntas resultan más bellas que las respuestas. Toda interrogante admite la posibilidad infinita, mientras que cada aseveración reduce el horizonte a un punto. Y la película de Melián —que también coescribió el guion junto a Juan Carlos Saénz de Calahorra— es tan poética como el horizonte inalcanzable, que existe solo en lontananza, que es una ilusión cierta, o una certeza ilusoria. 

Los ecos son aquí más reales que las gargantas que emiten los sonidos prístinos, las sombras son más precisas que los cuerpos que las proyectan, la oscuridad es más brillante que la luz, la muerte más lozana que la vida, el recuerdo más cierto que el hecho objetivo que lo generó. Como en el cine y el arte todo, la representación trasciende lo representado, el significado al significante, el fantasma es más consistente que el ser que vivió alguna vez.  

Esotérica, secreta, en una dimensión que solo puede percibirse en los espejos cuando no están siendo observados.

El rodeo, que no ha sido distribuida lo suficiente, ni exhibida lo debido, ni premiada adecuadamente, convida a la divagación, al delirio, a la especulación y al extravío en sus paisajes. Como en la isla perdida donde la invención de Morel no cesa de proyectar sus registros en una eterna tautología que emula las precisas deambulaciones planetarias, el islote inventado por Melián —que es una montaña sumergida en una presa que es, a su vez, todo un pueblo ahogado, en una isla mayor que es nación desesperada— está sobrepoblado por una panda de espejismos cinematográficos cuyas acciones, diálogos y motivaciones resultan cada vez más ignotos, a la par que se expanden hasta los límites de la obsesión.  

Cada vez menos me parece un relato localizado en la “Cuba profunda”, con sustratos sociales, de revelación y denuncia, de impugnación del canon representacional “habanocentrista”, a favor de la exposición de la riqueza de una zona geocultural como el Oriente cubano. Sin duda, esto está, como en casi todo el cine que ha podido escribir y filmar Melián, pero es solo la lectura más sencilla, explícita, la faz exotérica de la obra. 

Existe en El rodeo otra película —o incluso varias películas— esotérica, secreta, cuya historia transcurre en profundidades extraterrenas, en una dimensión que solo puede percibirse en los espejos cuando no están siendo observados. 

Es justo el mundo que sucede a nuestras espaldas y se esfuma en el justo momento en que tornamos la cabeza. Está lleno de monstruosidades invisibles que repletan la atmósfera, inundan los pulmones. Se respiran criaturas innominables en vez de aire. O sencillamente, el aire es la clasificación generalizadora que se le otorga a esta fauna tan leve e inexplicable.

Una relación con la muerte muy diferente de la común perspectiva luctuosa que se tiene en Cuba.

Melián reúne en el islote-pecio a un grupo de sobrevivientes del pueblo sumergido, los pone a girar alrededor del fuego, las remembranzas, la muerte y la inundación. Sus afectos, afinidades y parentescos son poco precisos. Algunos se esclarecen, otros quedan levitando como retos a la imaginación y, sobre todo, a la adivinación. Su reunión insinúa rito, ceremonia, culto, y delata una relación con la muerte muy diferente de la común perspectiva luctuosa que se tiene en Cuba del deceso físico. Es un círculo pagano, hereje, lejos de las convenciones cristianas, que permanecen confinadas a las orillas, con las aguas infranqueables de por medio. 

Los fanáticos religiosos que intentan evangelizar a grito pelado a la tribu del lago no pueden abrir las aguas para avanzar hacia ellos. Son los hijos averiados de Moisés, los hazmerreíres de los ángeles y los demonios. Claman por una salvación que no entienden, con palabras que suenan a meros artificiosos memorizados pero nunca aprehendidos en todas sus complejidades. 

Sus plegarias huecas rebotan contra la coraza de unos saberes, creencias y certezas que no entienden y que solo desean suprimir con su propaganda oscurantista importada. Yo tampoco entiendo qué sucede; quizás mi primer impulso fuese igualmente destruir ese mundo, borrar la película de mi computadora, olvidarme de que existe, alabarla con breves palabras ante sus realizadores y seguir adelante, hacia otros rumbos más fáciles. 

Pero, además de una crónica sobre la frustración hermenéutica, este texto se ha convertido en un breve —y hasta pedante— ensayo sobre la tozudez. Más que El rodeo y yo, en verdad se ha tratado todo el tiempo de El rodeo o yo.


© Imagen de portada: ‘El rodeo’ (fotograma), de Carlos Melián.




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