10 películas para ver en el 43º Festival de Cine de La Habana

En breve comenzará la edición 43 del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en La Habana, cuyo corpus fílmico presenta este año una nueva mutilación, fruto de la intolerancia y el resentimiento de instituciones oficiales cubanas, las que persiguen administrar todas las dinámicas artísticas en el país acorde a parámetros ideológicos bajo los que el arte termina siendo un mero instrumento propagandístico.

Vicenta B (2022), tercer largometraje de ficción del director y guionista cubano Carlos Lechuga, fue expulsado del concurso oficial del evento, en el que había sido inicialmente incluido por los programadores. El funcionariato del Ministerio de Cultura, integrado aún por varios de los inquisidores políticos que años atrás condenaron Santa y Andrés (2016) y a Lechuga, refrendó la vigencia de su veto sobre el realizador y maniobró para que su nueva cinta no tuviera la posibilidad de ganar algún Premio Coral.

Según sus propias declaraciones, Lechuga y su equipo rechazaron la opción de que Vicenta B fuera reprogramada en una muestra colateral del Festival, que aún le propiciaría dos pases en el cine Acapulco. La película se suma así a la inmensa lista de películas cubanas desterradas de las pantallas fílmicas y televisivas de la Isla bajo control estatal. El ICAIC “fundamentó” tristemente la prohibición tildando a Lechuga de ofensivo con los dirigentes cubanos, que tiraron la primera piedra y pretenden que el golpe sea recibido con obediente agradecimiento.

Con esta baja tan dolorosa, el Festival echará a andar por los escasos cines habaneros todavía aptos para asumir las demandas tecnológicas de la exhibición cinematográfica contemporánea, para hacer llegar a sus públicos un muestrario de parte de lo más significativo filmado en los últimos tres años en Latinoamérica, de los rumbos que toman las miradas creativas, de las nuevas y viejas obsesiones que las motivan. 

¿Quiénes miran? y ¿qué se mira? son las grandes interrogantes ontológicas de las que el cinéfilo acucioso pudiera obtener interesantes respuestas cuando visione la sólida selección que curaron los especialistas. La siguiente lista esboza uno de tantos posibles itinerarios que pudieran seguirse a través de las películas programadas.


1.- El gran movimiento (Kiro Russo, 2021, Bolivia) 

Kiro Russo (Viejo calavera) dirige en El gran movimiento una gran sinfonía urbana y una sonata del azoro. Entreteje una metáfora misteriosa sobre la colisión cultural entre el sujeto rural boliviano y el contexto urbano de La Paz, corona asfixiante y agorafóbica de la nación latinoamericana, y termina urdiendo un poema-ensayo de muerte, resurrección, transmutación, como alternancias cíclicas del movimiento de la vida.

Elder (Julio Cézar Ticona) es un minero que arriba a la ciudad huyendo de la muerte segura que le sonríe con boca tan profunda como todas las minas estériles de las que solo puede extraerse vacío y muerte. Emigra junto a sus dos amigos a la ciudad en busca de supervivencia y fortuna, solo para iniciar otro éxodo a través de las infinitudes laberínticas de La Paz que no le permite estar en paz. 

No dejan de moverse y trabajar entre unas angostas y tenebrosas profundidades, que contrastan duramente con las luminosas tomas aéreas, con perspectiva de funicular, propuestas por Russo y su director de fotografía Pablo Paniagua. 

Elder enferma cuando deja de respirar carbón y monte, y comienza a respirar ciudad. Su cuerpo es territorio de contiendas encarnizadas entre polos socioculturales y civilizatorios. Apenas puede resistir esta guerra entre mundos que se emboscan y acechan tras sus órganos y músculos. 

Durante la que pudiera conocerse como “Elderiada”, el protagonista parece experimentar un proceso de disolución de su singularidad en una totalidad abrumadora, vampiro masivo que se alimenta de los fluidos de quienes lo crearon, lo habitan y expanden. 

Está siendo devorado en vida, corroído. Su estado es de enfermedad y de adaptación. Es una fase larvaria de reacondicionamiento del organismo y la mente, un ritual iniciático que abrirá su tercer ojo a los enigmas de la selva de concreto. De las cenizas del hombre de campo pudiera resurgir el hombre de ciudad, apto para tomar todas las fuerzas necesarias del asfalto.

El héroe agónico cuenta en su camino con aliados como la bondadosa Mamá Pancha (Francisca Arce Aro), una posible y sardónica referencia a la Pachamama (también nombrada Mama Pacha) andina; y un anciano ermitaño (Julio César Ticoa), quien vive una existencia nómada a medio camino entre las honduras del monte y las engañosas marismas urbanas. 

El viejo brujo es un ser resiliente. Permanece en estado de iluminada renuencia. Es un perenne visitante de todas partes y residente de sí mismo. Se alza como el antípoda de Elder —que curiosamente, en inglés, significa “anciano” y “mayor”, con una connotación altamente venerable—, quien es un nómada reacio, compelido a moverse solo por las aciagas circunstancias.

En el anciano habitan energías raras, esconde secretos que quizás él mismo ni recuerde ya. Tal vez, como la protectora Mamá Pancha, sea un dios precolombino caído que se arrastra por sus antiguos dominios, libres de fe en él y en su cosmogonía. Es un personaje del misterio y la especulación, que termina convirtiéndose en antípoda de toda la ciudad, no solo de Elder. 

En su zambullida entre las olas de hormigón, el exminero quizás haya encontrado espíritus tutelares también supervivientes, como él mismo, atraídos por las fuerzas gravitatorias de una ciudad tan brutal como un agujero negro. 

La película, distinguida con el Premio Especial del Jurado de la sección Horizontes del 78º Festival de Venencia en 2021, asume formalmente la mirada delirante de Elder como punto de vista enfebrecido, errático, desconcertado, para urdir un relato sensorial fragmentario, disgregado, alucinado. Convida al espectador a sumergirse, a aturdirse, a confundirse entre las callejuelas casi subterráneas de La Paz. 




2.- Cimientos (María Salafranca, 2021, Cuba)

Cimientos es un documental acerca de la construcción de la identidad, de la consolidación de la autoconsciencia como ser individual y social, y sobre todo, de la proyección orgánica de los principios morales que preparan el carácter para el futuro. 

Filmada por la mexicana María Salafranca como parte de la maestría en Documental que cursara en la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), Cimientos es también una película sobre alguien que mira nítidamente al futuro desde una lúcida asimilación del pasado. 

Tal ejercicio implica la aguda deconstrucción de los actores que definieron las primeras épocas de la existencia, pero que en el presente serán redefinidos, reubicados y rejerarquizados en la cartografía íntima de afectos y valores del joven constructor Pedro Sotomayor Telles. 

La veneración acrítica a los ancestros, el enaltecimiento sacralizador de las figuras del pasado por el simple hecho de su precedencia, solo por haber existido en el mundo antes que sus vástagos, conduce a la construcción hipócrita de castillos de naipes sin cimientos, al símbolo vacuo, al descreimiento y al oportunismo reaccionario. La deificación de los padres, sin objeciones, implica la abstracción deshumanizadora de estos y el descoyuntamiento de cualquier posible diálogo intergeneracional.      

Una casa es un elemento estático. La construcción de viviendas determinó para la humanidad temprana el tránsito del estado nómada al sedentarismo y el consecuente surgimiento de las naciones, la ciudadanía, la patria, el patriotismo. 

Los seres humanos dejaron de ser utópicos e inconscientes “ciudadanos del mundo”, seres de cualquier parte, para convertirse en habitantes de una región singular, apegarse a esta, sumarla a sus lógicas identitarias; y muchas, demasiadas veces, transformarla en pretexto para la ambición, la xenofobia y el racismo. La historia del hombre contada por sus casas no es solo un idílico paseo por las variaciones morfológicas y el pintoresquismo cultural. 

Pedro restaura la casa donde fue criado por su madre, María Osmara Telles, junto a su hermana mayor Yeyemi, sin la presencia del padre; un ente cuya ausencia enrarece la atmósfera alrededor del protagonista. Su imagen vacía se alza frente a Pedro como un espejo ahumado. Lo motiva a operar un constante y atento análisis de sí mismo, a convertir su vida en una calmada pero sólida declaración de independencia. 

La madre es objeto de agradecimiento, pero su cuarto, que está siendo reconfigurado, restructurado, renovado, formará parte de una casa que ya no será igual. Toda la geografía interna de este espacio vital está experimentando un cambio drástico, sus diferentes aposentos serán reformulados a favor de la idea de confort y eficiencia que tiene Pedro. 

La habitación de María es la primera en ser reparada, tanto como muestra de respeto y agradecimiento, como de atento gesto generacional de su hijo. Es muy importante que su veteranía no se convierta en exoesqueleto reaccionario que la retenga en un pasado perenne desde el cual dictar sobre las suertes de sus descendientes o al menos devenir factor retardatario en sus marchas por la Historia. La madre vivirá a partir de entonces en un espacio de futuro, sincronizado con el movimiento del mundo. 

La patria mínima de Pedro y su pequeña familia solo toma del pasado la fuerza para impulsarse hacia el porvenir, para construir historia, para jugar el rol que les corresponde en el universo. 




3.- Clara sola (Nathalie Álvarez Mesén, 2021, Costa Rica)

Clara sola es una película pagana, de brujas, sobre una fuerza de la naturaleza. Es un relato de rebelión, de emancipación, de liberación. Es un aquelarre sedicioso, un rito disidente, un hechizo disruptor y, a la vez, una invitación al retorno a la naturaleza, a la rejerarquización del ser humano como segmento orgánico de un todo que lo trasciende y lo abraza, no como epítome de la creación destinado a someter.

La cinta costarricense, ópera prima de su directora, es también un manifiesto realista-mágico contra las filosofías de esterilidad y represión que los poderes imperiales occidentales han preconizado por el mundo. Han tenido en la religión católica una de sus grandes armas ideológicas para establecer y consolidar su hegemonía política sobre gran parte del planeta, definiendo en gran parte sus últimos 1500 años de historia. La pax romana bajo el embozo de la piedad y la pureza inmaculadas hasta la aberración.

Clara es una bruja, un espíritu sutil, sometida por su madre, la beata doña Fresia (Flor María Vargas Chaves), a los referidos principios que simboliza en gran medida el culto mariano. Se termina reduciendo el cuerpo a un mero accesorio, a un efímero y transicional estado larvario, a un exoesqueleto desechable. Apenas resulta impedimento para alcanzar la verdadera iluminación, que por definición es frígida, castrada.

Cada noche, Doña Fresia empapa de chile los dedos de Clara para evitar que se masturbe e indague en sus centros de placer carnal, para impedir que explore sus paisajes corporales, que son proyección y derivación del entorno bucólico en que vive: punto de confluencia de fuerzas cósmicas, nodo de un sistema tan complejo como inabarcable para cualquier modelo humano del mundo.

Rodeada de altares, velas, crucifijos e imágenes, Clara prefiere adivinar a Dios, o mejor, adivinarse como diosa en el insecto dorado al que nombra Ofir; en su yegua favorita Yuca (Tormenta), bestia nívea a la que casi se le adivina el cuerno del unicornio o las alas de Pegaso —y deviene animal totémico cuyas suertes están ineluctablemente atadas a las de Clara. 

La mujer mágica prefiere descubrirse como deidad en la tierra fértil con que boceta sobre su ingle vestida, censurada, aherrojada, un pubis de naturaleza hirsuta, un verdadero monte de Venus, en una de las secuencias más bellas que consiguen para la película la cinematógrafa sueca Sophie Winqvist y la experimentada montadora belga Marie-Hélène Dozo —favorita de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. 

La de Clara es la libertad del mundo allende los modelos culturales humanos. Es la del paraíso encontrado. Es la de una Lilith o una Eva sin Adán, que no devoran pecaminosamente el Árbol de la ciencia del Bien y el Mal, sino que ellas mismas son el árbol. 

Clara es anima mundi y es axis mundi que se tuercen bajo las intensas presiones colonizadoras del patriarcal Occidente y su ideología monoteísta romanizada, tal como lo está la propia columna de la joven, que Doña Fresia niega la posibilidad de ser operada por la medicina moderna. A la vez, su columna puede ser la de un Atlas en eterno via crucis con el mundo a cuestas. O puede ser la de un ángel cuyas alas han crecido hacia adentro.




4.- Abisal (Alejandro Alonso, 2021, Cuba) 

Ganadora de la Paloma de Oro al mejor cortometraje documental en la edición 64 del festival DOK Leipzig, 2021, Abisal es una crónica sobre el fin eterno, sobre la melancólica belleza de la descomposición y la impresionante precipitación de los leviatanes heridos a la boca del infierno, pedazo a pedazo. 

Alejandro Alonso (El proyecto, Terranova) cartografía la erosión, el desmoronamiento, la fuga de lo concreto, la disolución de lo sólido. Capta con su lente un mundo en transición hacia misteriosos estados de la existencia, incomprensibles para el raciocinio humano. Como su título sugiere, la película puede ser igualmente un oteo a los estratos más profundos de la vida, a donde las raíces del Árbol del Mundo apenas alcanzan ya. 

El autor filma en un cementerio de barcos donde grandes tanqueros, con orgullo oxidado y silencioso, sobresalen de las aguas como sus propias lápidas. Resultan masivas alegorías de lo inútil y, sobre todo, de la futilidad del entusiasmo maquinista que llevó a autores modernos como Dziga Vertov a componer los impresionantes ballets cinéticos que aparecen en el clásico El hombre de la cámara (1929): toda una apología al bello y sincrónico poder de la industria como clave y eje del desarrollo de la Humanidad. 

En Abisal las máquinas de Vertov callan, pierden sentido en su inmovilidad definitiva. Los pistones ya no galopan con ritmo indetenible hacia el futuro. Los engranajes ya no cantan su himno triunfal, ya no giran como planetas frenéticos. El óxido los amortaja, los acolcha, apacigua un poco el frío que trae la noche, a la vez que los engulle y deforma sus ángulos. Derruye sus individualidades, funde sus formas brillantes y agudas en una homogeneidad marrón, indefinida, polvorienta. Poco a poco, los barcos se transforman en dunas. Polvo al polvo. Agua al agua.       

Este último puerto, como quizás pareciera, no cuenta con el solemne sosiego que pudiera hallarse en un cementerio de elefantes, donde los monstruos reposan en una paz de titánicos huesos y marfiles. El último sueño de los colosos marinos es atormentado por una tortura final, que convierte el lugar en un círculo del infierno donde se sufre el desmembramiento perenne, como pena dictada sobre sus cabezas a causa de pecados desconocidos. 

Las moles varadas aceptan inmóviles e impotentes tal suplicio de mutilación y desfiguración, quizás rogando para sus adentros porque los dejen ahogarse en paz en las aguas últimas, acurrucados bajo el óxido bienhechor, entregados a la modorra corrosiva y al bienhechor olvido de sí mismos.

Sufren también de la intrusión perenne de los hombres que hormiguean entre ellos, encargados de quebrar sus costillas y espinazos, despedazando inconscientemente la obra gloriosa de otros hombres. Desguazan los monumentos a la soberbia humana, al triunfo de la voluntad que somete a la Naturaleza y a Dios mismo. Son destructores de ilusiones, asesinos de sueños, demoledores de la arrogancia. 

Abisal propone la inmersión en una esfera de extrañamiento y atrofia habitada por monstruosidades y espectros, iluminada por un sol del fin del mundo, cuya luna es sustituida por la ciclópea y luminosa órbita de un faro: suerte de cerbero infernal que parece mantener una celosa vigilancia panóptica sobre todo el paraje. 

Alejandro Alonso despliega un relato difuso y abisalmente bello sobre los últimos restos de la vida, en espera del apocalipsis definitivo que sumirá todo en la nada, donde se podrá, al fin, soñar. 




5.- Mato seco em chamas (Adirley Queirós y Joana Pimenta, 2022, Brasil) 

Mato seco em chamas es un trepidante viaje desde la supervivencia hacia la resistencia, una peregrinación a punta de pistola hacia la autoconsciencia emancipadora, una Bildungsroman que se cuece sobre el fuego reseco del petróleo. Es la fundación y llegada a la madurez de un partido de ovarios incandescentes, violentamente político, listo para encarar los múltiples mundos opresores que aguardan en los límites de la favela del Sol Nascente, donde transcurren las acciones. 

Mato seco… es la revolución reptante, la liberación ctónica, la ópera de los cigarrillos ubicuos, las lesbianas promiscuas, las armas cargadas y los cuerpos femeninos ungidos con petróleo de quienes operan un oleoducto en tan armónica simbiosis que la cámara parece estar filmando un cyborg coral diligente, eficiente.

La extrema aridez de las favelas donde se mueven las protagonistas de esta cinta híbrida —péndulo temerario y alborozado entre el documento y la ficción, en un verdadero malabarismo de representaciones— es de una fertilidad pasmosa. La favela es un útero repleto de ácido, pero muy apto para engendrar las vidas llameantes de las hermanas Joana Darc Furtado a.k.a Chitara y Léa Alves Da Silva, dos sobrevivientes que hacen equipo con las otras dos amazonas: Andreia Vieira y Débora Alencar. 

Todas ellas, y la película en su totalidad, son legatarias y a la vez renegadoras del cine posapocalíptico de George Miller, de sus infinitos desiertos australianos en los que el solitario Mad Max se cruza en medio de bandos en colisión por un buche de combustible.

El propuesto por el brasileño Queirós (Fora de campo, A cidade é uma só?, Branco sai, preto fica) y la portuguesa Pimenta (As figuras gravadas na faca com a seiva das Bananeiras, Um campo de aviação) es un cine de la sed, la rapiña, el combustible y las hordas de motociclistas; pero asimismo es un cine de la sororidad, la proactividad y el valor militante de no dejar que la realidad se vaya al caño y prime el “sálvese quien pueda”, mientras exista una mínima posibilidad real de salvarse todos desde el establecimiento de alianzas y la toma paulatina de consciencia social. 

Las mujeres representan sus propias vidas, lo que quizás convierta a la película en parte activa de este proceso de autorreconocimiento que, para Léa, Chitara, Andrea y Débora, pudiera alcanzar verdaderas dimensiones de supervivencia, reivindicación y salvación —sobre todo para las dos primeras, que reinan en la favela y la cinta con sus demoledores carismas.

Mato seco… es un camino, pero su relato no es lineal ni mucho menos conclusivo, sin reñirse con su bélico triunfalismo que lo aboca constantemente a los territorios de la épica y el mito. Justo su estridente y casi pantagruélica ambición épica es lo que lo hace zigzaguear por los recovecos de este mundo registrado/representado, detenerse con rabioso énfasis en cada elemento o zona que componen el universo de las protagonistas, quienes fueron hechas por el contexto y ahora se encargan de rehacerlo a mordidas.

La maleza empapada de petróleo y encendida no les revela a estas mujerazas ningún dios milagroso que les resolverá los destinos —parece que su verdadera misión es emponzoñarlos—, sino que las muestra a ellas mismas como una panda de moiras, valkirias o ménades ante cuya furia devoradora nada resistirá.

Con este retrato de amor inmisericorde, Queirós añade otro poderoso episodio al gran fresco de las entrañas brasileñas que articula con su obra fílmica. Devela una nueva porción del cuerpo nacional al que no cesa de practicar una punzante autopsia, sin dejarlo descansar, a puro golpe de gritos en los oídos. 




6.- Blanquita (Fernando Guzzoni, 2022, Chile) 

En la breve e intensa Blanquita, Fernando Guzzoni (La colorina, Carne de perro, Jesús) expone las laberínticas y multidimensionales entrañas de la justeza, así como la ambivalente naturaleza de lo que se conoce como Verdad. 

El camino hacia la verdad parece pasar inevitablemente a través de un jardín de mentiras cuyos senderos se bifurcan en nuevas falsedades, disimulos, equívocos, que permiten subsistir en un mundo erigido sobre egoísmos, hipocresías, imposturas, apariencias, y quizás, solo quizás, trascenderlo. La honestidad y la sinceridad son los callejones más cortos e inútiles. Meros muñones con los que es imposible asirse al mundo.

Blanca (Laura López) es una huérfana y madre adolescente, residente durante casi toda su vida en una casa de acogida que regenta el padre Manuel (Alejandro Goic). Termina convirtiéndose en epicentro de un escándalo de pederastia que involucra a varios sujetos muy poderosos de la economía y la política chilenas, en referencia poco disimulada al “Caso Spiniak”, que en 2003 expuso una gran red de prostitución infantil organizada en Santiago de Chile por el empresario Claudio Spiniak —rebautizado en la cinta como Pablo Kahn—, por la que tres senadores fueron procesados y finalmente exculpados.

Blanquita es parte de un mundo invisible, habitado por seres desechables, sin pasado ni futuro, condenados a reptar a través de un presente anónimo y tan ácido que terminará diluyéndolos. De la nada vienen y a la nada van. Son sumas de ceros. La joven comete el imperdonable pecado de emerger de la oscuridad que se le ha predestinado y reclamar temerariamente su condición humana, el derecho a ser reconocida como un sujeto sintiente y digno de justicia.

Blanquita es una invasora. Viola fronteras de clase que subdividen a la nación en una geografía política no registrada en los mapas comunes. Su cartografía puede adivinarse en las cicatrices que cubren el cuerpo de la muchacha, en los testimonios que ofrece sobre las reiteradas sesiones de violación pedófila a la que muchos menores eran sometidos por los hombres involucrados en la red. 

Es un mapa de impunidades e indefensiones el que se despliega sobre la mesa. Hay muchas zonas tachadas, difuminadas, que integran la terra incognita del privilegio. En estos lares operan otros principios, axiomas y lógicas, que tampoco aparecen registrados en las legislaciones con que se intenta juzgarlos. La joven apenas puede respirar en la atmósfera de estos territorios.

La historia de Blanquita es también la de la frustración, la impotencia y la insuficiencia de un sistema legal —de todos los sistemas legales—, incapaz de abarcar todas las dimensiones de la justicia, de ser verdaderamente justo. 

El método supera a las esencias, las ahoga, las anula. En un mundo torcido solo se puede prevalecer con armas torcidas. Blanquita y Manuel disfrazan la verdad de plausibilidad. La remodelan a imagen y semejanza del mundo en el que bregan por reivindicar a los numerosos niños y adolescentes violados, prostituidos. 

En el mundo a través del espejo en el que se aventura esta Alicia callejera hay que saber comportarse como un reflejo, hay convertirse en un reflejo, en una versión distorsionada de uno mismo. Transformarse en máscara, en espejismo. Olvidar que se tuvo rostro alguna vez. 

La mentira solo muere a mano de la mentira, pues la representación siempre superará a la realidad, la reducirá a una duda. La sombra es más tangible que el cuerpo que la provoca. Blanquita no puede más que convertirse, simultáneamente, en sombra, espejismo, reflejo, mentira, insinuación y máscara para lograr una justicia real.




7.- Los reyes del mundo (Laura Mora, 2022, Colombia) 

Los reyes del mundo es un viaje de la vigilia atormentada a la pesadilla abisal, es un descenso en picada hasta los infiernos, con escalas y peripecias episódicas cada vez más extrañas, hasta frisar la fantasmagoría rulfiana, el surrealismo y el horror. Con sus nieblas y misterios, deviene legataria del “gótico tropical” propuesto por Carlos Mayolo en La mansión de Araucamia (1986).  

Rá (Carlos Andrés Castañeda), Culebro (Cristian David), Sere (Davidson Flores), Winny (Brahian Azevedo) y Nano (Cristian Campaña) son cinco adolescentes que apenas sobreviven en una ciudad inmisericorde y se desplazan hasta la campiña, donde esperan hallar el reposo utópico a sus cuitas, una vez que reclamen unos terrenos propiedad de la abuela de Rá, recuperados tras un arduo proceso judicial al que la mujer no sobrevivió. Su nieto hereda esta esperanza vindicatoria y se aferra a ella para, finalmente, poder sentir que algo es suyo en verdad, y de la familia que ha formado con los otros.  

La realidad desde la que parten los cinco protagonistas en pos de la felicidad va derritiéndose secuencia tras secuencia, quedando relegada al redil de concreto y humos. A medida que se alejan del territorio de la razón que encarna la polis — Medellín, en este caso concreto—, los contornos se difuminan, las barreras entre los mundos se disipan. Prorrumpen en escena entidades y sucesos que definitivamente no encajan en la idea que de este plano de la existencia ofrece la lógica del realismo.

Los muchachos escapan de una urbe que cada día les recuerda que son unos parias, unos desclasados que nunca se integrarán al gran organismo social. Apenas hormiguearán por sus bordes exteriores como parásitos molestos. 

La Colombia rural es región promisoria, virgen, donde podrían refundarse como clan o tribu, y sobre todo completarse como seres humanos. Respirar un aire propio, caminar sobre un suelo que les acaricie los pies en vez de herirlos con garras de asfalto.

Como sucede con la bizarra Gozu (Gokudô kyôfu dai-gekijô: Gozu, Takashi Miike, 2003), el viaje de estos reyes sin trono va enrareciéndose a medida que penetran en la campiña húmeda y nebulosa, crepuscular, donde nada es lo que parece, donde la muerte anda disfrazada de vida, donde los fantasmas y monstruos no dejan de respirarles en la nuca, y el tiempo parece desplazarse simultáneamente en varias direcciones y dimensiones. 

De la brusca luz citadina que hiere los sentidos, Mora desplaza la puesta en escena hacia un territorio umbroso, donde la iluminación no parece provenir del sol, siempre oculto tras una cúpula nubosa casi sólida. El propio ritmo del montaje se ralentiza. Los personajes, que en la ciudad reaccionan y se desplazan con furor, parecen moverse en una atmósfera cada vez más oleaginosa que los obliga a reptar, a modificar drásticamente sus reflejos. 

El viaje se va transformando en escapada, la esperanza muta en desesperación. Poco a poco van comprendiendo que tampoco pertenecen a la floresta húmeda, que los rechaza con más vehemencia que la ciudad. No hay lugar al que pertenecer. Solo lugares —y muchos— donde morir.

Este segundo largometraje de Laura Mora (Matar a Jesús) ostenta la Concha de Oro del 70º Festival Internacional de Cine de San Sebastián, galardón que por primera vez en la historia del evento obtiene una película colombiana. Mora continúa aquí su estudio de las juventudes violentas como víctimas propiciatorias de un sistema sociopolítico incapaz de construirse con todos y para el bien de todos, generado por una humanidad inherentemente injusta, donde el bien es un lujo amargo. 




8.- Eami (Paz Encina, 2022, Paraguay) 

En el idioma ayoreo, Eami significa a la vez “bosque” y “mundo”. Para este pueblo originario que habita el Gran Chaco, la foresta es el universo, es el Todo, el arriba y el abajo, el fin y el principio. Es esencia y cuna de la vida. La tala de los bosques donde cultiva y sueña el ayoreo es el apocalipsis, la suspensión de la existencia, el sacrilegio máximo contra la vida, el arribo de la Nada, la disolución de la existencia. 

Eami es una película cósmica, que explora las fragilidades y sutilezas de la relación simbiótica que sostienen con el bosque masacrado por las madereras, y que invita a mirar el mundo con ojos, sensibilidad, tristeza y resiliencia de ayoreo. La comunidad no es observada por Paz Encina (Hamaca paraguaya, Los veladores, Ejercicio de memoria) con extrañeza aséptica de científico, sino desde la humildad y la maravilla de quien experimenta una epifanía, de quien puede mirar el sol sin entornar los párpados. 

Merecedora del Premio Tigre a la Mejor película en el 51º Festival Internacional de Rotterdam 2022, el cuarto largometraje de la realizadora y guionista paraguaya es más que una obra eminentemente “etnográfica” que solo busca curiosear en la vida y los imaginarios de este pueblo. Es más que un alegato ecológico contra la destrucción del hábitat vital y cultural de los ayoreos.

Más allá de su valor como documento vindicatorio sociopolítico y cultural de un pueblo originario que aún sufre la colonización con toda la crueldad de los primeros siglos, Encina articula e invita a las audiencias occidentales y occidentalizadas de su película a un ejercicio de lo que pudiera llamarse “empatía mitopoética”. Este implica una reconfiguración a fondo de la perceptiva condicionada por los modos y la razón hegemónicos, pletóricos de violencias y discriminaciones naturalizadas.

Encina filma una epopeya desesperada, definitiva, que pudiera resultar corolario y epílogo del sistema mitológico de unas personas que aún miran el mundo desde la maravilla, desde la interpretación poético-religiosa de los fenómenos, desde la reverencia y el diálogo sensorial perenne con un entorno complejo y bello. 

La deforestación inmisericorde ejecutada por colonos menonitas —una de cuyas mayores concentraciones en Latinoamérica se localiza en Paraguay— alcanza dimensiones genocidas, las hachas y las sierras suenan como trompetas del fin del mundo. Los cuerpos de los ayoreos también son mancillados con ropajes que intentan preconizar la vergüenza de la desnudez entre un pueblo libre de pudores y demás hipocresías.  

Sentir es quizás la mejor manera de saber. Entregarse en cuerpo y alma a la comprensión de algo, despojando al conocimiento de toda pretensión opresora, colonial, es un acto que trasciende las taxonomías de la razón iluminista, es una aptitud y una actitud demasiado compleja para cualquier fragmentación conceptual. Por eso Eami es el bosque, el mundo y a la vez es la encarnación antropomorfa de estas esferas.

Anel Picarenai es la actriz escogida por Encina para asumir este personaje-mundo, esta niña-natura, esta deidad que es hija y madre al unísono, que emprende junto a varios aliados una suerte de peregrinaje que también es fuga, migración, búsqueda, duelo, separación. 

En Eami todas las cosas son muchas cosas. Cada noción, espacio, personaje, es de esencia fractal. El relato se expande en varias direcciones a la vez, en una armonía plural y rizomática. Como las esquirlas y otros restos lanzados a los aires por un impacto violento o una explosión. 




9.- Corsini interpreta a Blomberg y Maciel (Mariano Llinás, 2021, Argentina) 

Junto a Concierto para la batalla de El Tala (2021), estrenado un tiempo antes, Corsini interpreta a Blomberg y Maciel establece un sistema cerrado, cual estrella binaria cuyos dos cuerpos celestes giran alrededor de un centro de masa común, desde el que la música y la historia ejercen los roles de potentes fuerzas gravitatorias. 

En este segundo largo documental, Mariano Llinás (Balnearios, Historias extraordinarias, La flor) rinde por completo la palabra oral —que caracteriza la mayoría de su obra— a la palabra cantada y hace que esta reine casi de manera absoluta en el relato; aunque esto implique un apego a formas y soluciones expresivas muchos menos arriesgadas que las asumidas en Concierto…, a favor de una puesta en escena más jolgoriosa, de divertimento y de crónica de la intimidad cómplice con los coprotagonistas de la película. 

Durante el 9 de julio de 2021, los tres alegres tristes que resultan el propio Llinás, su amigo y fotógrafo Agustín Mendilaharzu, y el cantautor Pablo Dacal, deciden hacer una suerte remake del disco que nombra la película; acto en el que pudiera adivinarse algo del espíritu del Pierre Menard que Borges puso a escribir —no copiar ni replicar— El Quijote, o hasta de puro ritual mágico con el que evocar los espíritus de la historia argentina, sus tragedias, sus muertes, sus miedos, ambiciones, deseos y pasiones.

Corsini, intérprete de música popular argentina apodado “El caballero cantor”, llegó a emular en fama a Carlos Gardel, pero ahora reposa inerte en la difusa dimensión de la indiferencia, el gran umbral del olvido, como sucede con la historia decimonónica que se desliza entre las estrofas compuestas por el también periodista, dramaturgo y poeta Héctor Pedro Blomberg (1889-1955) y musicalizadas por Enrique “El Negro” Maciel (1897-1962).

Las letras de Blomberg, aunque pasionales y centradas casi siempre en mujeres costumbristas fatales, apelan directamente a los ardientes conflictos políticos internos que caracterizaron el período de gubernatura de Juan Manuel Rosas (1793-1877) en la Provincia de Buenos Aires, entre 1829 y 1852, y en la Confederación Argentina entre 1835 y 1852. 

Dacal se transforma simbólicamente en Corsini y canta en su lugar los temas de Blomberg y Maciel. Lo acompañan un grupo de instrumentistas, reunidos todos en una añosa casa que parece mejor un almacén de antigüedades, un repositorio de recuerdos, remembranzas, un refugio seguro para que el pasado repose un momento en su perenne huida del presente, que lo caza con su incansable jauría de olvidos. Es un espacio donde la música se escucha mejor, donde los espíritus están más cerca, más accesibles. Más que vivienda, parece un fantasma.

Interpretar las canciones es un verdadero acto de mediumnidad, un servicio espiritista donde son convocados los espectros de los mazorqueros (partidarios de Rosas) y los unitarios (sus opositores), de sus víctimas respectivas. Es también convocada la Argentina de antes.

A la par del ritual de invocación, Llinás, Mendilaharzu y Dacal se esmeran en una investigación más abiertamente arqueológica sobre los temas, en cuyas estrofas buscan redescubrir el Buenos Aires de Rosas, de las pulperas, las mazorqueras y las guitarreras. 

Casi todos los títulos refieren lugares, sobre todo parroquias, que develan una cartografía urbana precisa. Blomberg codificó en sus letras un mapa del tesoro que permaneció abiertamente escondido a los oídos de todos. Que continúa oculto en el torrente de emociones y nostalgias que brota de la música. Es una geografía de la política, el deseo y la tragedia cotidianos. 


https://youtu.be/CHGL_2GBJVA


10.- Mafifa (Daniela Muñoz, 2021, Cuba) 

Mafifa, segundo largometraje documental de Daniela Muñoz (¿Qué remedio? La Parranda), articula un discurso sobre la angustia y el tesón, sobre la curiosidad y la obsesión, sobre el fragmento concreto y la totalidad elusiva, sobre los vivos y los muertos. Sobre sonidos y silencios.

La directora está aquejada de una “hipoacusia bilateral progresiva” —según confiesa en off al inicio del documental— que le impide percibir los tonos agudos del mundo, justo como los que emanan de las “campanas” de las congas tradicionales de la ciudad de Santiago de Cuba y que, con sus fragores punzantes, doman y encauzan las reatas de tambores y sus estampidas graves hacia rumbos no precisados pero contantes, pues en la conga solo importa el movimiento, el avance. Es un perpetuum mobile de sonido y furor que viaja hacia sí misma en la más absoluta y urobórica autosuficiencia.  

Gladys Esther Linares, más conocida como Mafifa, está considerada por los devotos de la conga santiaguera como la “campanera mayor”, insuperada, elevada a dimensiones de culto, veneración y mito desde su repentina muerte en 1980, justo al borde de los carnavales de entonces, y mucho antes que la propia realizadora naciera. Pertenece a un tiempo antes del tiempo de Daniela. 

Es una presencia en fuga hacia el pasado, que deja estelas aún perceptibles en el presente, pero en ineluctable desmoronamiento; justo como las pocas fotos borrosas y quebradizas que algunos de los testimoniantes extraen de astrosos álbumes y precarios archivos personales. 

Lo material escora y se va a pique en las aguas del olvido. Los sonidos gestados por Mafifa en las congas nunca fueron grabados y sus ecos van apagándose en las memorias de quienes los escucharon alguna vez. Quizás más que el tintinear metálico, en verdad recuerdan la impresión que les causara. El sonido convertido en sentimiento, en una operación de pura alquimia emocional. 

Mafifa también es una impresión, una sensación, un estado del ser que hace brillar los ojos a los entrevistados ante la cámara de Muñoz Barroso y una fuerza que invocaba su discípulo más fiel cuando se sentía enflaquecer en medio de la conga. Es un grito poderoso y vigorizante. Una ausencia densa. Un elemento integrado al aire que respiran todos los que viven para y por la conga.   

Mafifa se mantiene siempre a un campaneo agudo de distancia de Daniela, quien todo el tiempo se empeña en bordear esta frontera biológicamente infranqueable para descubrir y entender a la mujer de carne y hueso, que reinó sobre un paraje casi exclusivo de los hombres hasta ahora mismo. Una papisa irrepetible que dejó huellas dispersas, de aleatoria coherencia, en un mundo incapaz ya también de escucharla. 

El retrato de la campanera que consigue la película es tan complejo como fragmentario, dislocado, trunco. Se mixtura y completa con el que la propia Daniela va tejiendo simultáneamente de sí misma como sujeto también fragmentario, en pugna con las deficiencias perceptivas que condicionan su diálogo con el mundo y la retan a reimaginar lo silenciado desde una mirada confesional; que a su vez incita una fotografía de primeros planos, planos detalles, encuadres angostos, fijeza inestable. 

Como la totalidad del mundo se le escabulle, Daniela se aferra a los detalles, a las partículas de vida que consigue percibir y los expande, los agiganta en cada fotograma, concentrándose en leerlos como posibles agüeros, símbolos que encierran verdades universales, mapas condensados del pasado y el futuro, canales expeditos para acceder al universo. 






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