Elogios de la locura en el documental cubano

Por estos días, la plataforma in-cubadora.com promociona La serie de Manolo, una webserie filmada y publicada en 2020 por el colectivo creativo independiente cubano “Cocosolo Social Club”, en su canal oficial de YouTube “Modesto & Aparte”

En siete capítulos, los realizadores buscan bocetar un retrato con aires de Free Cinema de un célebre “loco” habanero, Manuel Gómez Roque, conocido como Manolo o Manolito, quien se ha vuelto parte imprescindible del paisaje del Vedado capitalino. 

Hasta el presente, este ameno personaje continúa confiriéndole un viso optimista a dicha zona, que, como toda Cuba, es cada vez más mustia, sombría, vacía. Este bufón despreocupado (y para nada empleo este término con intenciones peyorativas) vive su realidad al margen del resto de la existencia atormentada de los cubanos. 

Razona el mundo desde una lógica tan singularísima como solo puede ser la filosofía de alguien configurado fuera de una norma sociocultural que tiende a la regularización masiva y no hacia el enaltecimiento de las diferencias. 

Manolo es un “loco del pueblo” que asciende de un extenso linaje de locos de pueblos y ciudades que han matizado la grisura universal hacia la que no deja de correrse empecinadamente la especie desde sus orígenes. Y eso pocas veces se dispensa o se tolera.

La locura es un territorio al que han sido desterrados millones de seres divergentes del constructo cultural conocido como “normalidad” o “deber ser”. 

El empleo del vocablo ha trascendido con largueza los límites de las condiciones mentales crónicas y el desquicie psicológico, para adjetivar a todos los que se salgan de la moldura, rebelándose desde la defensa de su singularidad contra la convenida y conservadora cordura —háblese casi siempre de la sumisión a los estereotipos, a las máscaras sociales. Mientras que los locos siempre son, en vez de representar(se). No cesan de ser ellos, y por eso se ganan la conmiseración o el desprecio, y siempre la marginación. 

El arte se identifica con los locos, los mira muchas veces como iguales. Los representa como si se mirara en un espejo conocido. Los límites entre la locura y la mente creativa son si acaso difusos, listos para desaparecer (Van Gogh, Schiele, Artaud), así que mejor acercarse a los locos como iguales, de margen a margen, de paria a paria, de alucinado a alucinado, de fantasía a fantasía.

El documental cubano ha mirado pocas, pero contundentes veces a los locos y la locura, casi siempre desde el nicho independiente, semi-independiente o alternativo, pues en el canon oficialista los dementes tienen menos espacio aún. Son seres “imperfectos” que desentonaban del hombre nuevo perfecto, impoluto, atlético, “cuerdo” y sobre todo despojado de su individualidad a favor de grandes tareas colectivas que requieren titanes anónimos. 

En todos los regímenes totalitarios el Yo sucumbe ante el abrumador Nosotros —como señaló Zamiatin en su gran distopía— y los locos son ego puro, así como los artistas e intelectuales. Imperdonable. Por eso, una de las pocas producciones audiovisuales autorizadas por el régimen sobre el tema es el documental coproducido entre Suiza y México La revolución de Mazorra (1999). 

Dirigido por el mexicano Jesús Muñoz desde una estética reporteril, la película se dedica a alabar los “logros” del Hospital Psiquiátrico de La Habana, conocido como Mazorra, apenas 11 años antes de que en 2010 se conociera de la negligente monstruosidad que terminó con la vida de decenas de pacientes. 

Este ensalzamiento se calza, además de las “excelentes” condiciones de vida que el régimen les proveía presuntamente, en las estrategias para “reincorporar” a la sociedad a estos pacientes, a través del aprendizaje de oficios útiles, bien vistos. Siempre la sociedad busca restituir a sus ovejas descarriadas a su redil, reconvertirlos, transformarlos en “normales”.

Pocos buscan explorar las otras zonas de la realidad que estos habitan, indagar sus mundos autónomos. Las corrientes anti-psiquiátricas, que se atrevieron a responsabilizar a la sociedad de las enfermedades mentales, han sido casi más estigmatizadas que los propios locos. Y las políticas cubanas sobre la locura no han sido menos conservadoras, llegando a etiquetar como desquiciados a creadores incómodos como el cineasta Nicolás Guillén Landrián, cuyo internamiento en Mazorra es harto conocido, así como las torturantes sesiones de electroshocks a que fuera sometido.

El contraste exotérmico entre norma y locura, reveladas como meras perspectivas determinadas por roles jerárquicos de la primera, y marginado de la segunda, alcanza su mayor ardor en la película Existen (2005), dirigida por Esteban Insausti, que también tiene en Manolo un importante protagonista y en Landrián un basamento referencial poderoso. 

Este documental —más bien, cine ensayo— está estructurado acorde las reglas sin reglas del montaje intelectual que el director de Coffea Arábiga (1968) aplicó hasta el más desafiante delirio, y no cesa de contraponer las argumentaciones de un grupo de locos de inicios del siglo XXI a las alucinaciones triunfalistas del régimen cubano en sus primeros años. 

Abrumadores primeros planos y grandes primeros planos de los dementes como Manolo y compañía, se dialogan por montaje con los archivos panorámicos de noticieros ICAIC de los inicios de la Revolución. 

La orgánica jerigonza de los entrevistados no parece diferir tanto de los discursos hieráticos y erráticos. El presente fragmentado, desvencijado, distópico, plagado de sobrevivientes deambulantes, contrasta con esta suerte de retrofuturismo pasado de corte utópico, victorioso, que básicamente era una hipnosis masiva, un acto de prestidigitación más millonario que la Zafra de 1970.        

Las nociones de coherencia e incoherencia, de locura y cordura, resultan aquí subvertidas, pues ante las luces y tinieblas de la contemporaneidad, el paradigma sociopolítico oficialista since 1959 acusa un desquicie superior, y reclama de sus seguidores un aturdimiento más tenebroso que la abstracta lucidez de Manolo y los otros locos filmados por Insausti.

Dos años antes del optimista documental La Revolución de Mazorra, la institución psiquiátrica fue abordada por la realizadora cubana Doriam Alonso desde un ensayismo reflexivo y casi piadoso, que aborda los vórtices insondables de melancolía en que se debaten los seres etiquetados como inadaptados mentales dignos de internamiento. 

¿…y si pierdo la razón? (1997), gestado como ejercicio de clase de la Facultad de Medios Audiovisuales del ISA (conocida como FAMCA entre los cineastas cubanos), trasciende su transitoriedad lectiva para inscribirse en los anales fílmicos de la Isla como posiblemente la aproximación cinematográfica más empática a la locura, la desubicación, la tragedia de no saber pertenecer a una realidad que exige recios requisitos para autorizar vivirla.  

La película en cuestión logra sumergirse entre los ya deteriorados espacios del “paradisiaco” Mazorra, plagados de rostros erosionados por la tristeza del encierro incomprensible, por el aturdimiento farmacológico, por el aburrimiento y la soledad multitudinaria, por el complejo de inferioridad que les insufla una sociedad que ha secuestrado la normalidad. 

Con estas imágenes, Alonso construye una suerte de oda a la dignidad humana, elevándose sobre la censura a la diferencia y la condena a la divergencia, que determinan el encarcelamiento de estos criminales sin crimen, que dicta la sepultura en vida de estos cadáveres sintientes.

En 2004, otro documental cubano retrata una institución psiquiátrica cubana, en pos de un más convencional pero no menos emotivo canto al decoro de estos seres despojados de su condición humana bajo nobles pretextos. Paraísos perdidos, de Iriana Pupo, es una producción de la semi-alternativa y semi-oficial Televisión Serrana, que explora las vidas de varios pacientes del hospital psiquiátrico “Manuel Fajardo” de Manzanillo, en la actual provincia de Granma.   

Aunque la película se centra en entrevistas a varios pacientes aquejados de esquizofrenia y trastornos bipolares, los planos tomados en el interior de la institución revelan un espacio desnudo, despersonalizado. Igual se aprecia en ¿…y si pierdo la razón?

Son ambientes que buscan ser asépticos, pero resultan desesperanzadores, vacíos de significado, entelequias deprimentes. Sus estancias, aunque repletas de personas tiradas en todos los rincones, caminando en redundantes periplos hacia ningún lugar, siguen viéndose vacíos. Parece que nunca se van a llenar. No habrá suficientes locos para desbordarlos. En sus entrañas caben todos los desquiciados del universo. Cuba entera puede ser internada si fuera necesario.

Entre los protagonistas se encuentra el ya fallecido poeta Felipe Gaspar Calafell Pérez (1964-2023). Parte de uno de sus versos titula este documental, que indaga sobre todo en los sueños incumplidos de sus personajes. Es una alegoría coral de la imposibilidad, una hagiografía de mártires subterráneos que reptan en estratos que la sociedad se empeña en obliterar. 

El sentimiento predominante es la tristeza, justo al borde de una lástima tan cruel como el desprecio, pero que Pupo vadea gracias a su empatía. Igual que Insausti, les da voz a los locos, les ofrece una tribuna negada por decretos médicos, se vuelve resonancia de lo que está condenado al ostracismo. 

No alaba la bondad psiquiátrica del Estado, no se lanza al optimismo hipócrita. Su tono es bondadoso, pero no esperanzador. Es amable, pero no indulgente. Es un afable réquiem por los sueños desbarrancados de sus personajes.

La breve filmografía documental cubana sobre la locura consigue ser un conmovedor fresco de la mal llamada “otredad”, que ratifica cuán tendenciosas y frágiles son las nociones de centros y márgenes; y libra a los “locos” de la comicidad pintoresca a la que, en el mejor de los casos, se les reduce socialmente. 

Son seres que matizan el panorama, sin duda, pero no solo por sus actitudes fuera del canon, sino por testificar la naturaleza humana sin máscaras pactadas. Su diferencia innegociable los condena bajo el mando de la regularización arbitraria y los lleva a peregrinar por senderos sin esperanza. 



© Imagen de portada: “Manuel Gómez Roque, conocido como Manolo o Manolito, quien se ha vuelto parte imprescindible del paisaje del Vedado capitalino”.





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