Festival de Cine INSTAR: Augurios y presentes del audiovisual cubano

Del Festival…

Que la segunda edición del Festival de Cine INSTAR exhiba filmes como Quiero hacer una película (Yimit Ramírez, 2020), Sueños al pairo (Fernando Fraguela y José Luis Aparicio, 2020), Corazón azul (Miguel Coyula, 2021), Vulgarmente clásica X (Nonardo Perea, 2021) y Now! (Eliécer Jiménez, 2016), evidencia la utilidad de una plataforma de visibilización y cartografía de las imágenes en movimiento concebidas por realizadores nacionales, que se piensa y sucede paralela a los espacios institucionales cubanos. Algo bien sabido, pero que nadie se había decidido a emprender antes; quizás, muchos aún aferrados desde un romanticismo a la pátina utópica de la Muestra Joven. Otros, sencillamente por falta de recursos o hasta miedo. 

La obediencia última a una agenda política excluyente —más allá de las flexibilizaciones dialógicas y las blanduras tolerantes que se aplican convenientemente para sosegar tensiones excesivas— hace que entidades como el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y el ex-Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) —hoy rebautizado con un título incómodo y nada pegajoso— nieguen sus salas, pantallas y presupuestos a tales discursos que interpelan y discuten directamente la superestructura de valores, sacralidades, mitos y tabúes en que el poder cubano se asienta como sobre columnas de turbio aire. 

Películas como las mencionadas someten a revisiones, cuestionamientos e impugnaciones las mismas esencias de su pantagruélico capital simbólico. Indagan desnudeces, revelan erosiones. No tienen cabida en un modelo del mundo que desconoce, silencia, anula y condena todo lo que objete directamente “con nombre y apellidos” su panteón y sus tablas de la ley. Por eso no serán incluidas en ninguna muestra, festival o programación cinematográfica monopolizadas por las instituciones e ignorados, por tanto, en todas las cartografías que se hagan de la cinematografía cubana desde esta posición. Quedan fuera del cine cubano canónico, exiliadas, como tantas otras filmografías que les precedieron, las de Jiménez Leal, Ichazo, Canel, Villaverde, Almendros et al

La extinta Muestra Joven ICAIC —no creo que sea ya de otra manera, y no creo que deba resucitársele— fue la alternativa y gesto dialógico más efímero que longevo, de un poder hegemónico por naturaleza y principio, que buscó flexibilizar su campo de acción, mantener a sus enemigos potenciales más cerca que a los propios amigos, tener a buen recaudo a los cuervos de afilados picos y listos para punzar ojos. Nunca pasó de un espacio limitado, una zona de tolerancia, un gueto, un premio de consolación por el veto de la exhibición masiva que el ICAIC impuso a casi todas las obras contempladas en sus programas. Hasta que los muros no pudieron mantenerse invisibles por más tiempo y se revelaron paulatinamente, con los affaires de Revolution (Mayckell Pedrero, 2010), Despertar (Ricardo Figueredo, 2011), de la propia Quiero hacer…, y Sueños al pairo. Para mencionar los casos más escandalosos. 

El Festival de Cine de La Habana, primero que todo, no es un certamen de la fílmica cubana, aunque en su redil encuentren ideal oportunidad de estreno nacional numerosas películas —la mayoría de las no producidas directamente por el ICAIC casi siempre logran sus premieres mundiales en eventos fuera del país—, y oportunidades de visibilización entre los públicos cubanos, potenciales distribuidores y críticos que las fijen en panoramas analíticos e históricos. Pero igual no escapa a las influencias institucionales, que lo obliga a retirar películas como Santa y Andrés (Carlos Lechuga, 2016), luego de ser previamente escogidas, o incluye de repente, como sucedió con la selección oficial de su edición 42, filmes como El Mayor (Rigoberto López, 2020), sin explicar siquiera por qué no apareció en las listas originales, publicadas hace más de un año.  

La necesidad de muestras, festivales, circuitos de exhibición y distribución cubanas, en Cuba, no regidas por las instituciones oficiales, es un alarido de auxilio del audiovisual nacional, so pena de permanecer desconocido, inexistente, para la mayoría de los públicos. Estas iniciativas, como la organizada por el Instituto Internacional de Artivismo Hannah Arendt, tienen otras agendas, sin dudas. Tienen otras prioridades, concepciones, pero nunca será posible un espacio único de inclusión absoluta y utópica. Por eso esta se logra permitiendo y fomentando muchos espacios, cuyas respectivas exclusiones e inclusiones se complementen.

El Festival de Cine de INSTAR tiene que existir y provocar el surgimiento de otro más y otro y otro, de veinte muestras regidas por diferentes perspectivas, proyectos, conceptos de las calidades, lenguajes y posturas del cine. Y así el espacio de inclusión se va ensanchando y acercándose a la utopía de todos y para el bien de todos. Aunque todos, a su vez, busquen competir por legitimar sus propios “bienes”.

Incluso, el hecho de que varias películas sean seleccionadas por diferentes y divergentes plataformas de este tipo, sería un síntoma “utópico” de convivencia y aceptación entre eventos que no tienen por qué ser antagónicos. Hay y debe haber lugar para todos. La hegemonía nunca es la solución. Así, el Festival de La Habana y el de INSTAR coinciden en dos cortometrajes cubanos (sucedió parecido en 2019): Hora azul (Zoe Miranda, 2020) y Hapi Berdey Yusimi In Yur Dey(Ana Alpízar, 2020). Ambos se exhiben por partida doble como parte de las respectivas programaciones. No dejo de asumir con optimismo esta situación, pues el espacio de INSTAR se aleja del llano objetivo de “ir a la contraria”, de “yo acepto lo que rechazas y rechazo lo que tú aceptas”, que pudiera achacársele para disminuirlo. No quiero ni hablar de los pagos del enemigo, los golpes blandos y toda esa lata oxidada.

Si el ICAIC y el Festival desaparecen en algún momento tras el eventual cambio de régimen en Cuba, no debe ser por venganza de los desfavorecidos y los resentidos por la discriminación de que fueron objetos por la institución. Que sigan existiendo, a la par de numerosos otras entidades y plataformas no gubernamentales, será el signo más nítido de que el futuro puede ir más o menos bien. ¿Por qué no aspirar al paradigma martiano en estas horas oscuras en que todos piden las cabezas de todos —muchos con razones, otros con sinrazones?

Por otro lado, que la segunda edición del Festival de Cine INSTAR, concebida íntegramente online, exhiba películas como el ensayo audiovisual colectivo multinacional y multicultural Dancing in the Street. 11 grados de separación(2020), Amnesia colonial (avenencia) (Claudia Claremi, 2020) y A media voz (Heidi Hassan y Patricia Pérez, 2019) —también exhibida y premiada por el Festival de La Habana en previas ediciones—, indica que es un evento en vías de maduración y consolidación de una visión, de una identidad y de un riesgo artístico que trasciende el primer y significativo —histórico, en verdad— gesto de proponerse como una alternativa a las nociones institucionales del cine.

Igual que su primera edición de 2019, el evento transcurre a la par del Festival de La Habana —en este casi de “medio” Festival, por tratarse de la continuación de la edición 42º de 2020—, algo que, más allá de su indiscutible derecho a programarse en la fecha que más le venga en gana, no deja de caracterizarlo como una suerte de contrafestival, de desafío antagónico que a primera vista solo valga algo por este carácter contestatario y renegado; y no por valores autónomos curatoriales y conceptuales que al primer barrido analítico saltan a la vista. Incluso, si se hubiera programado esa primera edición en abril de 2019, paralela a la última Muestra Joven, el claro gesto antiinstitucional hubiera sido un poco más orgánico, pues se convertía en antípodas del certamen más importante del cine cubano fomentado y condicionado desde la institución. 



De las películas… (tres recomendaciones)

Dancing in the Street. 11 grados de separaciónque forma parte de las presentaciones especiales del Festival, es una película proteica, transmutatoria, que discursa colectivamente acerca de la apropiación como acto creativo auténtico, gesto deconstructivo y estrategia discursiva. Discute con el mero concepto de lo original en el arte, en tanto esta asume casi siempre formas, cosas y fenómenos preestablecidos —incluso la zona abstracta—, previos a la creatura en sí que los recombinará en nuevos significados. Por lo que todo el arte termina siendo eminentemente apropiativo y referencial. Su autenticidad reside entonces en la resignificación que hace de estos elementos en el acto de alquimia semiótica que sería cada obra. 

Y una vez que las propias creaciones artísticas pasan a formar parte del universo a disposición de otros nuevos artistas, pues resultan susceptibles de ser resignificadas infinitamente cada vez que alguien vea en estas un potencial recurso expresivo para su tesis.

El cineasta estadounidense James Benning (13 LakesTwenty Cigarrettes), gurú unívoco del cine estructuralista, propone cinco planos en su consabido estilo contemplativo, filmados en Cuba, a donde el autor viene con frecuencia. Son cuatro espacios (un reloj, una calle, un edificio lleno de ventanas, un plano interior de una ventana lluviosa) y un rostro. Son cinco vías de acceso, de tránsito, de paso. 

El reloj, gran cronómetro del viaje hacia el futuro al que se arriba minuto a minuto, en cámara lenta, la tortuga constante e inquebrantable, sin Aquiles ni liebre. El rostro, en este caso del propio Benning, es la vía hacia las infinitudes de la mente, del alma, el raciocinio y el sueño, de la lógica y la poesía. Es una carta de navegación única del pensamiento de cada ser humano único, un paisaje en el que adivinar maravillas, una oportunidad de leer el pasado y los miedos por venir, mediante la aplicación de la fisiognomía, la morfopsicología y otras magias.

Las ventanas son alegorías de la posibilidad, del distanciamiento, de la invitación a trascender espacios hacia nuevas dimensiones, o bien el miedo consciente y cauteloso a afrontar estos riesgos. La carretera, que viene y va hacia destinos inescrutables, posibles e imposibles, es cardinal metáfora del movimiento ineluctable, fatal, inclemente, llena de adioses y bienvenidas efímeras. 

En el prólogo de la cinta Benning es definido como el grado 0, axis mundi a partir del cual otros once cineastas asumen sus pautas visuales y discursivas, y las transforman a sus imágenes y semejanzas. Filman en Cuba (Fabiana Salgado), Italia (Alessandro Focareta y Francesca Svampa), Colombia (Germán Ayala), Chile (Andrea Novoa), Brasil (Letícia Simões y Yuji Kodato), Argentina (Melisa Liebenthal), México (Gabriela Domínguez Ruvalcaba) y Estados Unidos (Yamel Thompson). Refieren, difieren, citan, se apropian, deforman, invierten, son consecuentes con el movimiento, con las variaciones dialécticas que propone el maestro estadounidense desde sus planos “estáticos”, cuyo dinamismo es de una vertiginosa delicadeza. Emergen nuevos conceptos, nuevas confesiones, reflexiones y narrativas. Nuevos conflictos. Nuevas tragedias y comedias.

En esta misma noción de lo apropiativo como base de toda creación cultural y artística humana se engarza Amnesia colonial (avenencia), y otras películas gestadas a partir de la reformulación de imágenes de archivo, también sobre el espíritu del ready made de Duchamp, como Causa No.1, 1989. Nosotros los acusados aquí… (Hamlet Lavastida, 2019) y 35 permutaciones en tres actos y un epílogo (Josué García y Marcos A. Yglesias, 2020). Confluyen las tres obras en la sección “Mal de archivo” del Festival de INSTAR. 

Amnesia… y 35 permutaciones… van, respectivamente, sobre la representación y la autorrepresentación de Cuba, del cubano, de los cubanos. La primera película parte de las visiones “domésticas” registradas por numerosas cámaras de turistas y la segunda se basa en grabaciones de VHS que los nacionales emigrados vieron como vía de comunicación más expedita y entrañable con sus familiares en la Isla, durante los años 90 e inicios de 2000.

Claremi opta por una puesta en escena de pantallas múltiples, al estilo de Timecode (Mike Figgis, 2000) u Open Windows(Nacho Bigalondo, 2014), que ponen en crisis las convencionales nociones de montaje, apelando a búsquedas más comunes en las zonas de la videoinstalación, o retrocediendo hasta las magnificentes proyecciones simultáneas en varias pantallas propuestas por Abel Gance a inicios del siglo XX. 

La simultaneidad de relatos que despliega Claremi sobre la pantalla invita a un ejercicio de montaje por elección, en parte guiado por la preeminencia de las pistas de sonido (al estilo de Figgis); o bien provoca una más pesimista perspectiva de multitud, de turba indiscernible, tautológica. Se reiteran hasta el infinito las perspectivas pintoresquistas, exóticas y muchas veces miserabilistas de innumerables turistas que entre 2012 y 2020 arribaron a las playas y pueblos cubanos, y filmaron a los isleños con la clásica curiosidad de los exploradores de la selva.

Los turistas observan cómo los cubanos pueden hablar, hacer algunos trucos sencillos, hasta usan ropas y caminan erguidos, y se exhiben en el mercado de las carnes lúbricas listas para consumir, para todos los gustos y apetitos erógenos. Coleccionan estereotipos, clichés. Confirman triunfalmente sus ideas coloniales sobre los cubanos de sonrisas enquistadas, sol, playa, maracas, sensualidad desbordada y chucherías. Juegan un poco con ellos, logran que se desvistan, que luzcan sus físicos tostados y atléticos. Se extrañan cuando confunden con otra turista a una cubana muy blanca, o descubren un pelirrojo que parece escandinavo. Suman estos episodios al repertorio de curiosidades que se llevan en sus equipos, y quizás no vean nunca más.   

Los turistas también graban las lógicas representacionales que siguen los cubanos ante sus lentes, sus plegamientos genuflexos a los caprichos de estos seres que reconocen superiores por el simple hecho de provenir de naciones allende los mares con sus armaduras, mosquetes que escupen fuego y cajas mágicas que atrapan imágenes y quizás roban el alma de quienes filman. La mente colonial colisiona con la mente subdesarrollada en estos videos reunidos por Claudia Claremi en la verdadera sinfonía de colonialismos que es Amnesia colonial (avenencia), trágica y urobórica, viciada y patética.

El Now! de Eliécer Almeida —aunque se ubica en la sección La isla en peso— se vale igualmente de las imágenes de archivo para estructurar su consciente manifiesto agitprop, que interpela, complementa y responde con su mirada endógena hacia las violencias policiales cubanas de la contemporaneidad nacional, a la mirada exógena e igualmente virulenta que tiene —no sin justicia y vastas razones— el prísitino Now! de Santiago Álvarez (1965) sobre las represiones de las fuerzas estadounidenses a los movimientos raciales reivindicatorios de esas épocas.

Como Dancing…, Almeida se sitúa también en un referente preexistente para desmenuzarlo, a la vez homenajearlo, reconocerlo con violencia, respetarlo agresivamente. Delatarlo como uno de las más geniales y contundentes miradas a la paja en el ojo ajeno que ha hecho la propaganda oficial cubana, mientras las vigas de las censura a PM (Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, 1961), de los campos de trabajo forzado de la UMAP y de la homofobia institucional hendían con fuerza los globos oculares de la nación. 

Este Now! que exhibe el Festival de INSTAR también termina comulgando con la vehemencia de la mirada antimperialista de Álvarez y llama a aplicarla con el misma furor a las réplicas de estas estrategias violentas que se aprecian en las fuerzas policiales cubanas contra los que disienten. Aprueba su postura contra el poder hegemónico, hipócrita, que antes recibiera a Martin Luther King y ahora recibió a Barack Obama, otro líder negro estadounidense; mientras en ambas naciones se reprimían y se reprimen a mujeres negras, luchadoras por derechos y libertades civiles. Las semejanzas casi miméticas entre varias de las imágenes empleadas por Álvarez y Almeida llegan a dar un pavor que elimina de plano todas las distancias temporales, epocales, espaciales.   

Ambos audiovisuales, musicalizados por la Hava Nagila judaica en voz de Lena Horne, terminan conciliándose, uniéndose en un dueto que trasciende ideologías para enfilar sus agudezas audiovisuales hacia el poder abusivo y ambidextro que reencarna una y otra vez en gobernantes tanto diestros como pretendidamente siniestros. Las ideologías son pretextos y velos kitsch que se echan sobre las naturalezas rapaces e intolerantes de los autoritarismos. Los filosos gorjeos de la Horne los rasga y expone. 

Resulta saludable y plausible asumir ambos Now! como un díptico, una confluencia, un diálogo entre dos cubanos, entre dos cineastas que merecen ocupar por derecho propio un lugar en el panorama fílmico nacional. Uno no tiene por qué negar, solapar o exterminar al otro, justo por la plasticidad que demuestra tener el clásico de 1965 y su innegable influencia en el de 2016. Almeida es indiscutible epígono de lo mejor y más trascendente de la película de Santiago Álvarez, que seguirá siendo valiosa cuando de la Revolución que defendió rabiosamente no queden ni menudos pedazos. Y esta es la prueba que debe pasar Almeida, pervivir más allá de su justa militancia agitadora, de los motivos de su ira.  



De los exilios y las fugas…

Sobre la autorrepresentación en su arista íntima, emocional, fraternal, va la multipremiada A media voz, que se presenta de manera especial en el Festival, solo para públicos cubanos, según condicionó su distribuidor Habanero Films (igual sucede con Corazón azul). Esta película se articula a modo de diálogo entre dos amigas-hermanas cubanas que emigraron de Cuba en plena y lozana eclosión de sus potenciales como realizadoras. Es básicamente un acto de redescubrimiento, sanación y confesión. Van en pos de saldar la deuda eterna que el que se fue guarda consigo mismo, y con el Yo que en una realidad alternativa se quedó. 

A la vez, A media voz resulta una crónica de la reubicación y de la reconstrucción personal que demanda este proceso drástico, esta remoción de paradigmas y perspectivas asentadas en el espacio geocultural donde se nació y se creció. Es una recapitulación de consecuencias y posibilidades, articulada desde el cine ensayo, terreno de licitud creativa donde confluyen todos los recursos expresivos posibles del audiovisual, de lo visual, de lo sonoro, de lo dramático.

Heidi Hassan y Patricia Pérez establecen una suerte de epistolario de imágenes y palabras que entreteje grabaciones de archivo, fotos instantáneas y artísticas, recreaciones ficcionales (con actores incluidos), monólogos previamente guionizados ante el lente. La infertilidad que atormenta los cuarenta años de las dos protagonistas —dudas por un lado, intentos insistentes e infructuosos por el otro— es la metáfora más cabal y precisa de lo estéril que puede llegar a ser el proceso de reacomodamiento, de injerto sociocultural en un contexto ajeno.

La supervivencia es quizás la noción y la experiencia que más se modifica en estos procesos, a los cuales atinadamente Hassan y Pérez sustraen cualquier precisión cronológica —apenas se advierte el año 1988 en unas grabaciones que registran su niñez—. Así como dejan claro muchas veces que el entendimiento pleno de todo el abanico de conflictualidades sucede solo entre ellas. Para el espectador queda la cartografía de sensaciones y emociones derivadas de acontecimientos muchas veces sugeridos, enunciados, insinuados. 

Es definitivamente una historia de supervivencia y hasta de resistencia, mas nunca de arrepentimiento y fracaso. Estas heroínas han hecho y hacen sus caminos por un jardín mundial de senderos que se bifurcan hacia posibilidades nulas o posibles. Se llaman a susurros desde sus respectivos caminos. Hacen balance. Se fortalecen mutuamente al habitar de nuevo una patria íntima que han cultivado desde la infancia. Una patria portátil, cómoda, bien a la medida de sí mismas. Un terreno feraz donde todas las semillas germinan. Proyectan sus respectivas nostalgias sobre sí mismas.

Precisamente el exilio es uno de los ejes alrededor de los que se estructuran narrativas, ideas y alegorías en el Festival, rebasando la sección específica que parece habérsele destinado dentro del Festival, intitulada “La otra Cuba”, como sucede con la propia A media voz, rizomatizando así toda la muestra en su calidad de valor y fatalidad nacional, reflejo condicionado y alternativa extrema, castigo y flagelación, maldición y alivio. 

Un fantasma recorre el mundo. El fantasma de Cuba. Los cubanos fundan colonias íntimas en cada país que emigran. Son zonas de resistencia y nostalgia, refugios con aires de orfelinatos donde la inasible noción de cubanidad o cubanía se refuerza, se hace casi palpable más allá de los afeites costumbristas del ron, el tabaco y la rumba. La cubanidad de los exiliados se torna una abstracción coherente, una sensación inclasificable pero a la vez concreta, una fuerza en pugna y conciliación consigo misma, un paradigma ciego, una soledad multitudinaria, una agonía triunfal, un triunfo áspero.     

Los documentales Sueños al pairo y El gran impaciente (Carlos Arenal, 2020), y el cortometraje de ficción Alberto (Raúl Prado, 2019) integran un involuntario tríptico de migraciones y exilios de artistas e intelectuales cubanos. Dos músicos que se expresan a través de la guitarra (Alberto y Mike Porcel) y un intelectual devoto del cine (Germán Puig). Tres de los muchos cubanos que expanden la Isla a lo largo del planeta. 

Vulgarmente clásica X y Sexilio (Lázaro González, 2021) se ubican en la sección “Derivas Queer”, delatando al exilio como un conflicto comúnmente aparejado a los avatares de la comunidad LGTBIQ+ en la Cuba pos-1959, donde las ingles de varón apuntalaron una Revolución de los heterosexuales y para los heterosexuales. Incluso los placeres lúbricos fueron relegados a la esquina de las decadencias burguesas a erradicar en la nueva Revolución frígida, de machos bien cis pero asexuados. Una Revolución donde Fidel Castro, su líder y epítome, ocultaba sus relaciones con mujeres, a sus esposas, casado como estaba principalmente con su ego y con la proyección de este que era el proceso revolucionario. Fidel confesó durante el juicio de Marcos Rodríguez que se había hecho una revolución más grande que “nosotros mismos”. Más bien su ego fue el que resultó más grande que sí mismo, y aún lo sobrevive.

En la revolución de eunucos viriles no tenía cabida los gays, lesbianas, travestis, transexuales, más allá incluso de su preferencia sexual, sino por resultar lo sexual rasgo definitorio de sus identidades, de sus actitudes frente a la vida y principios existenciales. Un revolucionario no podía ser definido por el deseo, sino que debe dedicar todas estas energías a la construcción del futuro, como los sacerdotes y monjas católicas deben reprimir sus carnes para reforzar su dedicación a Dios y a Cristo.

Por eso, los homosexuales bien fuera de Cuba, ya que no pudieron ser reeducados en los campos de concentración de las UMAP en los 60. Que 1980 fuera un año de purgas y purificaciones de los cuerpos de la nación. Que el Mariel fuera el ano por el que el país evacuara definitivamente de sus entrañas los cuerpos raros, innecesarios, el detritus subhumano, los gusanos parasitarios, los que no tienen genes revolucionarios —esa raza superior y exclusiva de übermensch tropicales a la que el país y el mundo pertenece por derecho.    

Sexilio entrevista a dos de estos cubanos expulsados del país por sus preferencias sexuales, las cuales vetaban este derecho a ser revolucionarios, como explica uno de ellos. No se podía apoyar al proceso y gustar del sexo semejante. Por eso lo preciso del término que titula la película. Ambos abandonaron Cuba por el Mariel en 1980, el éxodo planificado del cual aún no se habla lo suficiente. Su sino trágico los acompañó hasta Estados Unidos, donde el Sida diezmó los números de sus amistades y amantes, a pesar de que otra vida les fue posible.

Michel, quien firma su película Vulgarmente… con el heterónimo de Nonardo Perea, era miembro del Movimiento San Isidro (MSI). Sufrió el acoso de la seguridad del Estado cubana por sus proyecciones políticas y creativas, hasta que la evasión del país fue la única solución para respirar. Ahora vive en España, acosado por la soledad. Con esta como inspiración y fuerza, compone un ensayo confesional hiperbólico, autorreferencial, abigarrado, bizarro, gozoso, trágico hasta las lágrimas, satírico, libelista por momentos, queer todo el tiempo. La obra afilada y las posturas radicales de creadores como Kenneth Anger, Bruce LaBruce, Pedro Lemebel y hasta Barbara Hammer, pendulan como espíritus tutelares, aunque el autor-protagonista mencione a Pedro Almodóvar.

Vulgarmente… es a la vez autoparodia, manifiesto de autorreafirmación y testimonio de vida, represión y fuga de un ser que se revela atormentado y alegre, débil y poderoso, optimista y deprimido. En la película exorciza su pasado inmediato de “entrevistas” de los agentes gubernamentales e intentos de reclutamiento para espiar al MSI. Parece ponerse en paz con este pasado incinerándolo, y sobre sus cenizas reconstruir su existencia, reunir y fundir los pedazos en nuevo molde. La nostalgia y la soledad pueden, en efecto, ser grandes aliadas, debilidades poderosas.     

35 permutaciones en tres actos y un epílogo, ubicada en “Mal de archivo”, va, como ya se dijo, de la construcción de la autorrepresentación del emigrado cubano, de la imagen que quiere ofrecer a sus familiares en Cuba, de cómo los quiere hacer partícipes de esta a través de crónicas audiovisuales domésticas, de cómo busca mostrarles el otro mundo posible allende el archipiélago de los sacrificios, con alimentos en abundancia y nieve. 

Estas grabaciones analógicas ajadas que reúnen Josué García y Marcos A. Yglesias en su documental son sobre todo testimonios de la búsqueda empecinada de la felicidad, de sistemas de valores sociales y familiares donde la emigración corona muchas veces las jerarquías. También son crónicas sutiles de la recuperación y la sanación de las heridas que Cuba les provocó, de la herida no cicatrizada que es Cuba  —o cuando menos una cicatriz dolorosa pero de la que no hay (no puede haber) arrepentimiento.       

Hapi Berdey Yusimi in Yur Dey, catalogada en el apartado “Así de simple” —concebido como vitrina para el cine cubano hecho por mujeres, con enfoque de género— es también una búsqueda quebrantada de la felicidad en tiempos de exilio. Es una fábula sobre los inxilios personales, sobre las violencias de género que no se solventan solo con el escape de los contextos, en tanto estas operan sin reparar en fronteras, nacionalidades, proyectos de vida o prosperidades. Yusimí (Yusilei Alfaro) huye de un mundo cubano donde ha padecido abusos, indiferencias familiares al respecto, se ha visto forzada a prostituirse. La emigración parece la clave de todo, y es clave para algunas cosas, pero otras vienen con la mujer para Estados Unidos y otras la esperan. 

Yusimí escapa de Cuba, pero no de sus subordinaciones patriarcales, las replica en Miami con un rostro más amable, una vida carnavalizada, inundada en lentejuelas, uñas artificiales y oro. Pero su relación con los hombres continúa siendo de sumisión y dependencia, ahora en un retablo rocambolesco. Proviene de una familia que siempre, como método de supervivencia a través de las generaciones, han apartado la vista de todo lo que quiebre la violenta y consensuada “estabilidad”. Como el pueblo hembra violado por el gobierno macho. Como el pueblo mujer sometido al gobierno hombre, que le da magro sustento y lo moldea con el hambre y los golpes. 


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