Los superhéroes son los seres más tristes del mundo. Son la mera encarnación de la impotencia y la inutilidad. Resultan la más sublime destilación de la soledad y el epítome de la inadaptación. Son su propia “otra cara de la moneda”, sus propias antítesis, sus mayores enemigos. Los villanos a los que se enfrentan una, otra e infinitas veces, son apenas recordatorios de lo estéril de sus gestiones, poderes y sus puñetazos. Cada viñeta de los cómics, fumetti, tebeos, mangas, en que se publican sus historias, son crónicas de sus fracasos como omnipotentes inepcias.
Los superhéroes son un recordatorio imponentemente patético de la prevalencia del mal en el mundo y de la incapacidad inherente del ser humano para eliminarlo de sus genes, so pena de dejar de ser humanos. Son instrumentos de purificación violenta y desesperada que buscan hacer cumplir los Diez Mandamientos a sangre y fuego como última y desesperada alternativa.
Los superhéroes son síntomas del fallo, de la disfunción sociopolítica, de la imposibilidad autorredentora de la especie. Son bombas salvajes lanzadas en medio de los tornados, con la esperanza negra de que puedan detener sus rotaciones arrasadoras. Son contrafuegos con los que contener el incendio desaforado. Son soluciones a corto —cortísimo— plazo, remiendos, zurcidos practicados con premura en el tejido de una realidad diseñada como algo terrible por designios indiscernibles e inmutables. Sus triunfos bailan al son de la orquesta de cámara que siguió tocando hasta que el Titanic se hundió en las olas frías.
Los superhéroes son bellos. Tanto como lo son las muertes de Roldán, Sigfrido y Tristán. Son hermosos en su fatalidad. Esplenden en su condición de último suspiro del moribundo. Su gloria es la del justo momento en que el alma abandona el cuerpo, restándole sus 21 gramos de masa invisible y dejándolo descansar. Su valor es el del esfuerzo final del ahogado por permanecer a flote. Su fuerza es la de la erección erógenamente desafiante del ahorcado, que se ríe una última vez de la muerte, con esta pulsión postrera de vida y deseo.
Y Batman es el superhéroe más bello de todos. Es el más triste, el más inútil, el más fallido, el más terrible. Es la definitiva encarnación de la impotencia y el fracaso glorioso ante los embates del mal humano. El más solitario, el más frustrado, el más persistente, el más tozudo, y definitivamente, el más masoquista.
Es el más diestro argonauta, pues se orienta en los mares del mal donde nunca brillan las estrellas. Aprendió a guiarse por las constelaciones mudas de la oscuridad, pues está consciente de que no hay rumbos, ni puntos cardinales, ni líneas de derrota. Solo derrota y extravío. Lo sabe más que nadie; y el suyo es un territorio libre de hipocresía. Conoce que solo cuando se asume a cabalidad que jamás se llegará a ninguna parte, el mundo comienza entonces —y solo entonces— a tener sentido real. Y se lanza a los brazos de las tinieblas puras y es el más puro de los superhéroes. Pues ni es súper ni es héroe. Es justo lo contrario de todo.
Batman es antítesis pura, sin “tesis” que la defina. Es oscuridad sin luz que determine su naturaleza difusa. Es pesimismo sin optimismo contra el que cotejarse. Es dolor sin tranquilidad, guerra sin paz. Purgatorio sin Infierno ni Paraíso. Su pureza es la del agujero negro. Batman es un insoportable y seductor absoluto. Y por ende es belleza absoluta e innominable. Es un demonio que las consciencias humanas no entenderán, solo amarán o temerán infinitamente. Batman deja poco o ningún lugar para medias tintas. Es todo o nada.
Sucede así con la más reciente versión fílmica del hombre murciélago, The Batman (Matt Reeves, 2022), que ofrece un retrato del multimillonario ermitaño Bruce Wayne, bien lejos de mitificaciones, misterios, grandilocuencias, extroversiones. Incluso, lejos de emociones y glorificaciones.
Es un Batman ctónico que rehúye la deificación, la adoración, y repta por una ciudad sin sol como Gotham. Es ciudad perdida en una noche sucia, siquiera sin los glamorosos neones cyberpunk del futurista y distópico Los Ángeles de Blade Runner (Riddley Scott, 1982), que trazaban arcoíris nocturnales entre las cataratas de lluvia ácida y constante. La Gotham —o Ciudad Gótica, para los más puristas clientes del español— del Batman que interpreta deprimentemente Robert Pattison —con una siempre certera consciencia de que su personaje es un outsider irremisible, un ser triste con un disfraz ridículo— es una distopía limosa, sin gracia, casi nula, velada por efluvios malsanos que matan los colores, que extrañan todo y a todos.
The Batman es una película que parece buscar la antipatía, siempre a una distancia segura de cualquier posible identificación con el protagonista o cualquiera de los otros caracteres. Es una película que parece buscar lo desagradable, que quiere fracasar en la taquilla, aburrir a los públicos que van a los cines en busca de adrenalina, emoción, tensión e intensidad. Y se encuentran con una película de casi tres horas sin las estridencias ni las grandilocuencias que han caracterizado —para bien y para mal— la mayoría de las previas versiones audiovisuales del superhéroe.
Reeves reniega de la alegría pop de Batman. The Movie (Leslie H. Martinson, 1966), que resultó un capítulo expandido de la muy popular serie televisiva protagonizada entre 1966 y 1968 por Adam West —el primer actor iconificado por los públicos—. Se aleja igualmente de la grotesca y expresionista estética de carnivale que Tim Burton imprimió a sus dos largometrajes refundacionales del personaje, protagonizados por Michael Keaton: Batman (1989) y Batman Returns(1992).
The Batman definitivamente se distancia, como todo el que posea un ápice de sentido común, de las propuestas con que Joel Schumacher continuó la franquicia iniciada por Burton: la irregular pero no tan despreciable Batman Forever (1995) y la infame Batman y Robin (1998), que casi entierra para siempre al Caballero Oscuro con su zambullida en la ridiculez —que llega a emular con las insoportables cintas de Bollywood— y que devino el primer franchise killer de las sagas fílmicas de Batman.
La película de Reeves no puede negar la relevancia de la trilogía dirigida por Christopher Nolan: Batman Begins (2005), The Dark Knight (2008) y The Dark Knight Rises (Christopher Nolan, 2012), en su concepción, pero a la vez parece renegar obstinadamente de tal ilustre y cercano predecesor. Acepta casi con petulante descaro las inevitables comparaciones que le han sobrevenido desde los predios de los fanáticos y los críticos. Y parece ansiosa por demostrar cuán sutilmente diferente y divergente es en realidad. Cuán radicalmente ha logrado reformular el personaje, hasta convertirlo en un ser casi inercial, aturdido, masoquista, que se ofrece como blanco suicida de tiros y golpes, mientras camina con desmañado hacia sus objetivos; hasta convertirlo en un sujeto que no tiene nada que perder e invierte su tiempo en un aburrido juego de golpes, adivinanzas, con alguna secreta esperanza de sentir un latido en su vacío pecho de zombi.
El Bruce Wayne de Pattinson —un actor que ha luchado valientemente, con uñas y dientes, por salirse del oprobio de la saga cinematográfica de Crepúsculo (2008-2012) y ser tomado tan en serio como ya lo es— resulta una pesadilla de sí mismo, un demonio que se atormenta a sí mismo y quiebra sus espaldas. La más temeraria disonancia que subraya este de Reeves, con los Batman anteriores del live action, es el “empequeñecimiento” del personaje, su coqueteo con la nulidad, su desaliño; su figura cercana a lo desgarbado, a la grisura triste, de voz tímida e implosiva.
El Batman de Pattinson, nombrado entre los fans como Battinson —el interpretado por Ben Affleck para la trilogía de Zack Snyder fue entonces bautizado como Batfleck— no impresiona, no da miedo, emana timidez, incluso torpeza. Pelea con renuencia, como si no quisiera. Su director estableció desde los inicios del proyecto que su Caballero Oscuro sería más detective que peleonero, más cerebral que violento. Pues las peores escenas de The Batman son las de pelea, las de persecuciones automovilísticas. Parecen colocadas a regañadientes bajo la presión de productores que no entienden todavía a un Batman sin golpes ni porrazos. Quizás le teman demasiado a un Batman estático, retórico, triste, amargado, empujado lo más lejos posible de toda sofisticación tecnológica y física.
La baticueva del Battinson es un cuartucho desordenado, angosto, sin afeites, de un utilitarismo básico, de una funcionalidad que no está hecha para exhibiciones ni lucimientos. No es una puesta en escena. El traje es igualmente funcional, aunque no parece cómodo. Parece que molesta en las axilas, que pesa demasiado, que aplasta al vigilante. Aunque no deja de tener apuntes de locura, como la capa, que aquí regresa como un aditamento casi absurdo, teatral, que llega a estorbar las más de las veces a su portador. En la película se subraya con sutileza su absurda naturaleza.
El batiauto está más cerca del DeLorean torpemente modificado por el “Doc” Brown (Christopher Lloyd) de la trilogía Back to the Future (Robert Zemeckis, 1985, 1989 y 1990) o del polvoriento Ford Falcon V8 Interceptor de Mad Max y Mad Max: The Road Warrior (George Miller, 1979 y 1981), que de los “tanques” acrobáticos y brutales de la trilogía de Nolan o del Batman concebido por Zack Snyder para su polémico universo fílmico de la Liga de la Justicia. Es un auto posible, práctico, huraño, triste, casi tímido. De hecho, casi no aparece en pantalla. Otra posible adición forzada de los productores.
Como otro detalle notable, Reeves ahorra a los públicos la consabida, conmiserativa y “obligada” escena del asesinato de Thomas y Martha Wayne, que se ofrece siempre como detonador del trauma del entonces infante Bruce. Aquí, si acaso, es catalizador. Quizás se busque diluir los orígenes de su enajenación, que casi siempre se localizan cómoda y facilistamente en este suceso. La locura de este Batman —y de todos, que al final son avatares, disfraces, de lo mismo— es quizás mucho más compleja, es resultante de fuerzas más terribles. Las raíces de su trastorno se extienden hacia estratos mucho más profundos, hasta sentir el calorcito —a veces no tan molesto y hasta a veces bienvenido en medio del frío y la lluvia— de los primeros círculos infernales.
Más que un ser humano, Batman es una emanación, un desgarramiento en estado casi abstracto, y lo es más que nunca en The Batman, que es película-vórtice, película-tristeza, película-frustración, película-amargura, película-mueca, película-monstruo. Su éxito taquillero y en las plataformas streaming sigue pareciendo casi un imposible. El pesimismo y el nihilismo definitivamente han terminado siendo rentables. Los grandes públicos están listos siempre para escapar, pero ahora el destino de sus viajes fantasiosos son la tristeza, la amargura y la insoportable enajenación del ser.
Para mi amigo Daniel Céspedes, batifan confeso, como yo.
¿La Muestra ha muerto? ¿Viva la Muestra?
Antonio Enrique González Rojas
Para cambiar el ICAIC tiene que cambiar todo el país. Y eso no sucede aún, en medio de esta larga agonía del poder, que no acaba de morir para que el futuro lleguey salve a la nación.