‘No Bears’: Jafar Panahi frente al espejo (II)



Finalmente, el largometraje No Bears (Khers Nist, 2022) del cineasta iraní Jafar Panahi llegó a mis manos y puedo completar el ensayo “Jafar Panahi frente al espejo”, que publicara en esta misma sección el 27 de septiembre de 2022, mientras el realizador guardaba prisión desde el previo mes de julio y el país bullía de protestas populares contra el totalitarismo islámico ultraconservador que rige sus destinos desde la revolución de 1979. 

No Bears se estrenó en el 79º Festival de Cine de Venecia. Obtuvo el Premio Especial del Jurado, cual oportuno subrayado del encarcelamiento de Panahi, del aherrojamiento de la libertad de expresión que esto representa, de la censura que sufre desde 2010 como artista y ciudadano; y de una manera más general, del yugo que ciñe la cerviz de la nación iraní, impidiéndole siquiera mirar a las estrellas de reojo.

Mientras escribo esta suerte de continuación o epílogo, las fuerzas represivas de Irán acumulan más de medio millar de muertes como resultado de sus operaciones anti-insurgentes contra el pueblo, cuyos corolarios fueron los ahorcamientos sumarios y públicos de varios de los manifestantes. 

Panahi fue liberado el 3 de febrero de 2023, dos días después que se declarara en huelga de hambre y sed hasta que quizás su cuerpo sin vida fuese liberado de prisión, según declarara públicamente.

Ahora mismo, el cineasta está libre —aunque de manera “temporal”— y en Irán se han aplacado un poco los vientos de cambio bajo el peso de las nubes de hierro que el régimen interpuso entre los iraníes y el cielo que buscaron tocar. El cineasta Mohamad Rasoulof (La vida de los demás) fue liberado unos días después, pero Mostafa Al-Ahmad (Poosteh) obtuvo una condena de seis años.

El país bullía de protestas populares contra el totalitarismo islámico ultraconservador.

Aunque a lo largo del mundo muchos celebraron la excarcelación de Panahi y Rasoulof como victorias de la presión artística e intelectual de Irán y el mundo sobre el totalitarismo islámico, esto es solo es un triunfo decapitado, una sonrisa mutilada. 

Es una victoria pírrica, una escaramuza que apenas consiguió que todo siguiera como antes de las protestas. El retorno a la tensa inercia que rige la vida censurada de Panahi. Según la condena que pesa sobre él, no puede salir del país, ni escribir guiones, ni rodar películas hasta 2030.

En profética sincronía con este panorama, No Bears propone una zambullida en las aguas más profundas del pesimismo y la desesperación, como no sucedía en el cine de Panahi desde Esto no es una película (In film nist, 2011), película fundacional de su “etapa proscrita”. 

A partir de este título, su filmografía había experimentado cierto crescendo “optimista”, o si se quiere, un poco menos pesimista. La ironía y el sarcasmo habían ido sustituyendo paulatinamente al quebranto y la consternación. Desde entonces, sus obras articularon una cartografía de la adaptación y la resistencia, de la persistencia de la pulsión creativa, de la prevalencia definitiva del intelecto sobre el oscurantismo preconizado por regímenes como el iraní. 

Con No Bears, Panahi continúa el periplo por las zonas rurales de su país que iniciara desde la previa cinta Tres caras (Se rokh, 2018). Dejó atrás una fílmica eminentemente urbana, signo que determinó los períodos anterior y posterior a su censura. 

Panahi es un habitante endémico de la ciudad, un ente cosmopolita, sofisticado, consciente a plenitud de su estatus social, así como de su estatus intelectual, en el que se sitúa con honestidad para otear el mundo circundante. Su mirada no está embozada ni disimulada tras una hipócrita empatía hacia el otro, pero tampoco es de soberbia o desprecio. 

Los poderes entronizados tienden a autoproclamarse herederos de gloriosos pasados. 

Su perspectiva está a salvo de cualquier postura conmiserativa o hipócrita. Su curiosidad por las dinámicas tradicionalistas del territorio rural iraní no es costumbrista, ni amablemente pintoresca. No ve ni representa a los campesinos como “buenos salvajes” intrínsecamente benévolos, ennoblecidos por su condición de clase, sino como portadores y reproductores de lógicas reaccionarias, atavismos enquistados, mortíferos prejuicios y principios sexistas axiomáticos —pilares en los que se asienta ideológicamente el régimen islámico instaurado en 1979. 

Las revoluciones tienden ineluctablemente a mutar en reacciones, y en verdaderas involuciones de sesgo medieval, despótico. Y la iraní está tan lejos de ser la excepción de la regla, como muy cerca de ser uno de los ejemplos contemporáneos más palmarios de esta fenoménica. 

Las revoluciones resquebrajan las superficies de las sociedades, trastocan sus estratos sociohistóricos y, en su violenta reconfiguración de los contextos, permiten muchas veces que afloren y prosperen monstruosidades superadas, o en proceso de superación. 

Asimismo, los poderes entronizados tienden a autoproclamarse herederos de gloriosos pasados. Terminan resucitando lo peor de épocas trascendidas, o al menos desterradas a las regiones más distantes de la nación. Los fantasmas se corporeizan tras la revolución, se alzan ante el decursar social, se convierten en ejes de este. El país comienza a marchar en círculos viciados, insanos, anómalos, crueles. 

En Tres caras, primera incursión en los abismos rurales, literalmente vemos a Panahi viajar hacia esas regiones. Llega, irrumpe por primera vez en esos espacios, los descubre, se azora, se asusta, y hasta se burla con sardónico ingenio. Es la relatoría de una colisión, de un primer trauma mutuo. Una exploración, un diagnóstico.

¿Qué Irán estamos viendo? ¿Un Irán futuro? ¿O un Irán ucrónico?

No Bears muestra a Panahi asentado en una comunidad a la que arribó simbólicamente en la película anterior. El cineasta se ha refugiado, se ha escondido allí para dirigir a distancia una película en la muy —peligrosamente— cercana Turquía. Si bien no puede emigrar de manera legal, y tampoco tiene la intención de hacerlo ilegal, sí lo hace a través de su película. 

Desde Esto no es una película, el suyo es un cine fugitivo, clandestino, de escaramuza, casi guerrillero, cuya única militancia es con la consecuencia intelectual de su autor. Si ya Esto no es… había “emigrado” ilegalmente a Cannes en una memoria flash escondida dentro de un cake, la nueva cinta se rueda por completo en el exilio, aunque su director permanezca “insiliado”. Es la nueva táctica contra el veto que urde Panahi en su guerra total contra el silencio y la frustración. Una guerra por su vida, su cordura y su alma. 

La situación se descubre a través del paulatino juego de revelaciones en que consiste la primera secuencia de la película. El primer plano sorprende por la aparición de mujeres sin velo, con sus cabellos libres. 

¿Qué Irán estamos viendo? ¿Un Irán futuro? ¿O un Irán ucrónico, en el que aún prevalece el poder islámico, pero las mujeres disfrutan del pequeño privilegio de mostrar sus cabezas descubiertas por completo, sin la aureola censora de los pañuelos? Es la posible imagen de un Irán soñado, al que se aspira y en el que se respira mejor. Es una representación altamente disidente, peligrosa. 

Al tiempo que dirige su película transfronteriza —cual suerte de coproducción turco-iraní no autorizada—, protagonizada por Zara (Mina Kavani) y Bakhtiar (Bakhtiar Panjei), dos amantes que tratan desesperadamente de escapar del país, Panahi se ve involucrado en un segundo conflicto amoroso, un triángulo envenenado por los axiomas tradicionalistas, cuyos vértices son la joven Gozal (Darya Alei), su amante Zoldus (Amir Davar) y Jacob (Jabad Siyahi). A este último Gozal está prometida desde su mismo nacimiento. 

El totalitarismo tiene fobia a las representaciones.

Según la tradición, el cordón umbilical de la joven fue cortado “en nombre de su futuro esposo”, sellándole el destino de manera incontrovertible. Su camino por la vida está trazado, tatuado en su voluntad. Ni siquiera su primera inhalación la hace en libertad. Gozal y todas las mujeres que la precedieron, y las que la sucederán, están subordinadas a una ley tan absurda como inviolable. De hecho, mientras más indisputada resulta una ley, menos lógica tiene. 

El que determina las suertes de Gozal es precisamente un código que perdió cualquier sentido hace mucho tiempo. Solo está legitimado por su condición tradicional. Igual que la costumbre que motiva al anciano de Tres caras a solicitar a la actriz Behnaz Jafari que le alcance el prepucio de su hijo de 38 años —cortado también en su nacimiento—, a una estrella del cine comercial iraní prerrevolucionario, famoso por su virilidad. Los niños serán como las personas a quienes se entregue sus prepucios, así dicta esta tradición local. 

De hecho, Gozal —que guarda muchas semejanzas con la Marziyeh (Marziyeh Rezae) de Tres caras y hasta con la joven de la película nunca realizada que Panahi representa en Esto no es…— apenas aparece en No Bears. Surge ante Panahi como un espectro en medio de la noche, en el punto muerto de un camino, para alertarlo de la situación. 

La muchacha es más un alma en pena que un ser humano. Es una persona en pena, reducida a poco menos que a la nada, por dictamen de un sistema social tan denodadamente sexista, cuya mera subsistencia parece depender de la discriminación de la mujer. La efímera aparición de Gozal, su relegación al fuera de campo habla de su aciaga suerte en la aldea, quizás el único lugar que vea en toda su vida. 

Tanto el corte del prepucio como el del cordón umbilical hablan de la determinación férrea del futuro de las nuevas generaciones desde su mismo nacimiento. Son gestos de control absoluto sobre las voluntades, mutilaciones físicas en nombre de mutilaciones espirituales mucho más terribles, vidas sajadas por designios reaccionarios, inmovilistas, continuistas, perpetuadores de un orden anómalo, antidialéctico. Todo es de una ridiculez trágica o es una tragedia ridícula.

¿Cómo ejecutar a una película? Es lo mismo que disparar a un fantasma o a una sombra.

Al filmar una nueva película, Panahi quiebra las ordenanzas gubernamentales que buscan sumirlo en el silencio punitivo. De manera simultánea, desafía los comandos de la tradición de la comunidad donde se refugia, cuando fotografía accidentalmente a Gozal en compañía de Zoldus, con quien no debería romancear, dada su consagración “umbilical” a Jacob. El artista aparece como agente disruptor, su gesto es de una máxima disidencia, y por ende es enemigo definitivo del statu quo.

Quizás el romance de Gozal y Zoldus era previamente conocido entre los aldeanos, y de alguna manera permitido o tolerado, pues la vista conservadora suele ser muy gorda, dada la abundancia de dobleces e hipocresías de tales mundos. Pero el registro visual de la “infidelidad” detona el escándalo, su posible exposición fotográfica trae el caos a la precaria estabilidad de esta sociedad. 

Es inadmisible la prueba palpable de que el exoesqueleto moral que la constriñe pueda ser quebrantado, violado. El totalitarismo tiene fobia a las representaciones, pues es en sí una representación, una pantomima que quiere pasar por funcional, aunque está determinada por el absurdo y la disfuncionalidad.

Por eso, los artistas, “representadores” por excelencia, son sus mortales enemigos, la plaga a exterminar, el ruido a silenciar, la sedición a sofocar, ya que las representaciones en sí son imposibles de reprimir, torturar o ahorcar públicamente. ¿Cómo ejecutar a una película? Es lo mismo que disparar a un fantasma o a una sombra.

El caos reina en la aldea cuando se conoce que Panahi puede poseer un testimonio del pecado capital de Gozal y Zoldus, y de la traición que esto presupone para Jacob. Mientras, Panahi intenta filmar la también imposible historia de amor de Zara y Bahktiar en sus empeños inútiles y desesperados por marcharse del país con pasaportes falsos.

El artista como agente disruptor: su gesto es de una máxima disidencia, y por ende es enemigo definitivo del ‘statu quo’.

Cuando se escribe sobre No Bears se habla de dos historias de amor funestas que transcurren paralelas. Todas las sinopsis así lo establecen. Pero se olvidan de mencionar la tercera historia de amor que completa este triángulo de la tristeza —más sólido y demoledor que la película de Ruben Östlund—, que es la historia de amor de este realizador —de todos— con el cine, del artista con su arte, ergo del sujeto con su ética. 

Pues Panahi puede ser visto, sobre todo, como un sujeto ético. Es el gran océano en el que se gestan sus obras fílmicas, el gran basamento sobre el que erige sus relatos. Filmo —miro, analizo, represento—, luego existo; tal parece ser su gran divisa. 

Por eso ha seguido rodando películas y cada vez que se coloca como eje y protagonista de estas es como si se desnudara y mostrara un cuerpo hecho de imágenes, de historias, de conflictos. Se convierte en alegoría de sí mismo, en representación de sí mismo, como persona alerta y crítica ante su realidad y su consciencia. Es el mismo espejo ante el cual se coloca. La imagen se funde con el sujeto en un súper yo cinemático. 

No Bears es entonces una historia de amor tricéfala, en la que se concretan los tres rostros anunciados en su película previa. Tres caras dobles (Gozal-Zoldus, Zara-Bahktiar, Panahi-cine) que revelan una desesperada búsqueda de libertad. 

Muerden los talones del conservadurismo reaccionario, erosionan la dura roca de la tradición. Quizás mueren en el intento; para luego resucitar a los tres días en nuevas formas de rebelión, nuevas herejías y disidencias, en nuevas películas que no son películas, tales como las que no filma Jafar Panahi.







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Jafar Panahi frente al espejo

Antonio Enrique González Rojas

Para los rectores de la República Islámica, la única manera en que el mundo tiene sentido es que Panahi no filme. Para Panahi, la única manera en que el mundotiene sentido es filmando.






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