Dentro de Hollywood, todo; fuera de Hollywood, nada.
Tal parece ser el credo fílmico que guía las percepciones de gran parte de los públicos, formados en maneras hegemónicas y axiomáticas de ver el cine —y el arte de manera general—, y que tienden a excluir como anatema cualquier otra propuesta de abordar el audiovisual que disienta de los modos canonizados por la gran industria.
Son públicos que rinden culto a los finales felices, veneran a las “estrellas” como especie de santos, apóstoles y hasta mártires de una religión que tiene en cada pantalla del mundo una Biblia. Adoran al espectáculo como un Dios, rezan a los efectos visuales, fundan cultos a las franquicias, suplicándoles siempre por más y más secuelas, precuelas, recuelas,reboots, remakes y universos expandidos.
Abominan del cine de autor por sus puestas en escenas “raras”, densas, extrañas, de finales abiertos, tristes, confusos. Excomulgan a las películas realizadas en un pasado que se ubica apenas a cinco años de distancia, pues viven en un presente desechable, instantáneo. El cine que no es de reciente estreno ya es “viejo”, despreciable.
Estigmatizan y someten a escarnio a las películas habladas en otros idiomas que no sea el inglés, cuyos directores ostentan nombres “impronunciables”. Las “americanas” son las películas por antonomasia, el resto necesita la aclaración de su nacionalidad cuando se mencionan: película europea, película china, película cubana. Cuando se habla de filme a secas, todos saben que es estadounidense.
Las maneras de Hollywood son las únicas posibles para millones. Hollywood y cine son sinónimos irrevocables para las mayorías. Y la ceremonia anual de entrega de los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, los Oscar, es su máximo culto, comparable a la aparición del Papa en la Plaza de San Pedro o a las ceremonias reales inglesas con su aburrida y espectacular pompa.
Aunque concedidos eminentemente al cine doméstico de los Estados Unidos, los Oscar son los galardones definitivos de “todo el cine”. Parecen certificar lo mejor de toda la producción fílmica del mundo, algo refrendado por las migajas de fama que conceden a las películas extranjeras.
Solo en ese momento, las masas peliculeras —cinéfilas es un título nobiliario que implica un conocimiento mucho más complejo y plural del séptimo arte— toleran las voces audiovisuales de otros lares; o hasta se enteran de que se filma fuera de Hollywood, que los extranjeros también hacen cine. Incluso cuando el fundamento de la propia “meca del cine” desde sus orígenes son los emigrantes.
Los Oscar, unos meros premios nacionales magnificados y expandidos a escala global, han secuestrado las jerarquías fílmicas en una operación hegemónica que no tiene reversión, al menos en los próximos cien años.
Para los muchos, son el alfa y el omega del cine. Para unos pocos, implican la entrada casi obligada al universo de las imágenes en movimiento. Tal es mi caso y entiendo que el de muchos otros críticos, estudiosos, cinéfilos y creadores fílmicos que han decidido filmar a contrapelo de las hegemonías formales discursivas con epicentro en las colinas de Los Ángeles.
Mi relación con los Oscar es de amor-odio. Nunca se renuncia por completo a estos lauros ni a Hollywood, su marca yace bien profunda, tatuada en las capas más ignotas de la piel y el cerebro. Sus películas me mostraron el camino y se acomodan en mi matriz emotiva, entorpeciendo siempre el análisis distanciado, neutral.
En el mejor de los casos, quiero y odio a Hollywood y a sus premios. Es un pariente del que se puede renegar mil veces, pero siempre se mirará con nostalgia. Es el primer amor, el primer beso, el primer sexo. Inevitable como principio de todo, o al menos de muchas cosas.
Lo mejor es no renegarlos, sino aceptarlos y colocarlos en el lugar que merecen en las cartografías jerárquicas personales de las imágenes en movimiento. Asumirlos como una zona importante entre muchas, que contribuyó al desarrollo del arte más contemporáneo, a la par de muchas otras filmografías. Pero sobre todo hay que podarle el aura dorada cuya luminosidad oculta el resto del cine. Eso es lo más difícil.
Pocos lo logramos, pocos conseguimos reconfigurar los paradigmas fílmicos que Hollywood vende. Pocos resisten su mirada y no se convierten en piedra. Pocos no sucumben a la belleza de esta Cleopatra con ojos de Elizabeth Taylor y sensualidad de Theda Bara.
Pocos evitan concluir que el “cine está en crisis”, basándose solamente en el lamentable panorama creativo que exhibe Hollywood en el presente y legitima con sus premios, con su magra idea de calidad y pujanza autoral.
Hollywood está en crisis y sus galardones delatan este lastimoso estado con pornográfica refulgencia. Son en este momento lauros exhibicionistas, impudorosos, que persisten en convertir el raquitismo creativo en espectáculo, y todos los abrazan con más entusiasmo cada vez, agradeciéndoles de rodillas que les guíen por el sendero correcto del mejor —imposible— cine que se produce. Así lo harán el venidero domingo 12 de marzo, durante la gran misa de la Academia.
La actual lista de los nominados que compiten por las máximas estatuillas a la Película del Año —puñado de títulos con una presencia casi ubicua en el resto de las categorías— revela un apabullante caos cualitativo que se disfraza de diversidad. Es una orgía de formas mayormente tautológicas, afectadas, manieristas y aburridas, que buscan legitimarse desde sus insoportables estridencias.
De los diez títulos, quizás la película que mejor ilustra esto es Todo a la vez en todas partes (Everything, Everywhere, All at Once, Dan Kwan, Daniel Scheinert, 2022), puro sonido y furia que se vende como una vuelta de tuerca al cine de acción, cuando lo que en verdad hace es mezclar un hatillo de dispositivos y soluciones más que probas, con el debido matiz étnico —sus protagonistas son la malaya-china Michele Yeoh, el survietnamita-estadounidense Jonathan Ke Quan y la estadounidense de origen chino y taiwanés Stephanie Hsu— y de diversidad sexual requerido para cumplir con las cuotas de representación actuales; y así validarse aún más en medio del hipócrita y conservador panorama industrial, que hace de la fórmula “cambiar todo para que todo siga igual” la clave de su éxito.
O sea, mantenerse haciendo lo mismo, bajo facciones no occidentales ni heteronormativas, pero que a la larga resultan meras sustituciones, disfraces de lo habitual no alterado. Esta deconstrucción de las hegemonías representacionales debería asentarse en una reconfiguración a fondo del propio lenguaje fílmico de Hollywood, de las maneras de contar, de proponer sus historias, de mirar. Algo en lo que más o menos el resto de las cinematografías lo ha adelantado, y siempre estuvo en el cine de intenciones no comerciales, el calificado por la propia industria como “cine de arte”, para diferenciarlo del “cine” a secas —que sería el de entretenimiento, de llaneza emotiva y narrativas predecibles.
Al final es una estrategia urdida desde la industria, cuyo objetivo final es vender y vender a toda costa. Por eso siempre será sospechosa su estrategia inclusiva, aunque merezca una felicitación a corto plazo.
Todo a la vez… viene siendo un paseo en cámara rápida, o más bien en cámara histérica, por una galería de lugares comunes, redundancias y tópicos. Un vórtice tautológico que busca ocultar su vulgaridad con su ritmo vertiginoso, y sobre todo con su falsa complejidad narrativa, que deriva y desemboca en una explicación banal con fuerte hedor a “lo mismo de siempre”. Nada que el excepcional seriado Twin Peaks (1990-1991, 2017) de David Lynch no haya planteado desde un azoro sardónico y onirista, astronómicamente más contundente. Sin concesiones tranquilizadoras y didácticas, sino desde el puro desasosiego y el incordio.
La aclamada cinta de los Daniels quizás inquiete y hasta interese en un principio, pero la compulsión positivista de una industria siempre atenta a los niveles permisibles de “rareza” tolerables por las grandes audiencias, la hace derivar rápidamente hacia las aguas mansas de la obviedad y la llaneza; como si de una parodia trash de eXistenZ (David Cronenberg, 1999) y The Matrix (Hermanas Washowski, 1999) se tratara.
Las hegemonías buscan ser todo a la vez y en todas partes. Pretenden rellenar hasta el último poro de la existencia y fomentar la ilusión de que su modelo es la realidad, y no solo parte de esta, en convivencia con otros territorios independientes de su alcance.
Esto sirve tanto para los totalitarismos de izquierda y de derecha, como para las grandes corporaciones. Más allá de las ideologías con que cubren sus rostros, está el poder como fin, y el poder es un hambre insaciable. Es la lucha animal por la prevalencia sobre la manada. El macho alfa que anula a los posibles competidores por su primacía.
El biopic Elvis (2022), nueva película del otrora interesante Baz Luhrmann (Romeo + Julieta, Molino rojo) es igualmente un festival de luces estroboscópicas que busca distraer —o perturbar— la mirada del vacío primordial oculto tras sus cintas y lazos abigarrados de lentejuelas. Es otra orgía de las formas, que dista mucho de las altisonancias estrafalarias y circenses de un Max Ophüls (Lola Montes, 1955), un Alejandro Jodorowsky (La montaña sagrada, 1973), o un Ken Rusell (Lisztomanía, 1977).
Ni siquiera roza las más conservadoras extravagancias de Cecil B. DeMille (Los diez mandamientos, El espectáculo más grande del mundo) o los excesos pantagruélicos al estilo de la Cleopatra (1963) de Joseph L. Mankiewicz. A todo esto parece tributar el australiano, pero desde la más triste frivolidad. Como si pegara recortes de revistas brillantes en una pared desconchada.
Elvis es aparatosa, atorrante y desesperada. Hollywood está desesperado, como un becerro atrapado en arenas movedizas. Trata de salir del atolladero a pura pataleta, pero solo consigue hundirse más rápido. Es ingenuo pensar que estamos ante el fin de algo que ha demostrado ser capaz de recuperarse y persistir a lo largo del tiempo. Pero en el interín, solo sabe regurgitarse a sí mismo y largar torrentes de inconsistencia.
Más que nunca parece haber olvidado lo que siempre caracterizó a sus creadores: el oficio, las destrezas básicas, la artesanía preciosista. Hay una imagen de la sabiduría popular estadounidense que ilustra bien esto: sus dedos son todos pulgares. Solo atina a referenciarse con torpeza escandalosa.
Top Gun Maverick (Joseph Kosinski, 2022) es una de las tantas resurrecciones de fantasmas de “tiempos mejores” que operan los brujos hollywoodenses para sobrevivir la crisis. La inquietante juventud que Tom Cruise exhibe a sus 60 años permite volver sobre la exitosa película de Tony Scott (1986) y fabricar otro taquillazo basado en la nostalgia generacional.
Pero de alguna manera, su autorreconocimiento como una mera diversión hace de la secuela algo más pasable y perdonable que las pretensiones de los Daniels y Luhrmann. No es “cine de arte” ni aspira a serlo, es un juego caro con action figures estereotipadas y no se avergüenza de ello. Allá los que votaron por nominarla.
A la vez, es un regreso al romanticismo militarista de la era Reagan, al cine de agitprop de la Segunda Guerra Mundial con todos sus esforzados marines y soldados, un retorno al patrioterismo sensual —o sensualidad patriotera— que demuestra que el cine panfletario puede ser muy atractivo.
Si Hollywood es sinónimo de cine para millones, Steven Spielberg es sinónimo de Hollywood para casi la misma cantidad de espectadores. Por transición, es sinónimo de cine. Casi el único director que identifican quienes están acostumbrados a definir las películas por sus actores estrella. Mientras Top Gun… será siempre una película de Tom Cruise, Tiburón(Jaws, 1975), Los cazadores del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1980) o E.T (E.T, the Extra-Terrestrial, 1982) son películas de Spielberg. Lo mismo con Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), su más reciente e “intimista” cinta.
Dejar fuera a Spielberg de las nominaciones de los Oscar roza la herejía, acusa pecado de lesa Academia. Es casi inconcebible que su nombre no aparezca entre los aspirantes a las estatuillas doradas. Su nombre es una institución. Creó fama y ha dormido para siempre, aunque sigue soñando que es un cineasta y todos sueñan con él.
Indiscutiblemente hábil para filmar cine de género, con una apabullante capacidad para maravillar, entretener y no pocas veces pensar, Spielberg se vuelve aburrido hasta lo insoportable cuando pretende hacer cine “serio”, personal, de “arte”, drama.
Múnich (2005), Caballo de guerra (War Horse, 2011), Lincoln (2012), Puente de espías(Bridge of Spies, 2015), Los archivos del Pentágono (The Post, 2017) y The West Side Story(2021) son pruebas contundentes. Son grandes bostezos fílmicos que no dejan huella una vez termina su visionaje, solo la sensación de modorra. Los Fabelmans se suma a esta lista somnífera. Es una Bildungsroman autobiográfica que canta a la vocación cinematográfica, carente por completo de angustias, o al menos llena de ciertas angustias suavizadas por una candidez casi infantil.
Los Fabelmans es cine aséptico, predecible, ingenuo —cuando se discursa sobre la ingenuidad no puede pecarse de esta—, demasiado amable, sin el acíbar del vino del estío que tomaba Ray Bradbury. No hay demonios, en la pantalla solo aletean angelitos desplumados. La adolescencia del protagónico Sammy (Gabriel LaBelle), alter ego de Spielberg, parece transcurrir a través del aturdimiento. Los problemas familiares, de la pubertad, del bullying, de la locura y la infidelidad materna, son gritos ensordecidos, resultan muecas atenuadas por un cristal nevado y muy grueso.
De todas las grandes nominadas, destaca como una rara avis la cinta irlandesa Almas en pena de Inisherin (The Banshees of Inisherin, 2022), dirigida y escrita por el también dramaturgo Martin McDonagh (En Brujas, Siete psicópatas), quien unos años antes consiguió entrar en el selecto club hollywoodense con Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017).
Las siete nominaciones que cosechara en la correspondiente entrega de los Oscars y las dos sendas estatuillas obtenidas para los actores Frances McDormand (protagónica) y Sam Rockwell (de reparto) hicieron que la Academia notara a McDonagh y se mantuviera pendiente de su quehacer. Es una institución que se preocupa “por los suyos”.
Almas en pena… no pasó desapercibida y de alguna manera logró posicionarse entre tanto brillo chillón —no eximo a El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, Ruben Östlund, 2022) de esta sinfonía insustancial—, quizás porque los votantes terminaron aturdidos por sus propios gustos y necesitaron una voz sosegada que compensara tanto alarido. Es como la discreta esperanza que yace tranquila pero definitoria justo en el fondo de la sobrepoblada caja de Pandora.
Es una película de conciliación, de consenso entre la industria estereotipada y el relato personal sin excesos, que apela a fórmulas reconocibles pero rejuvenecidas a golpe de ingenio e imaginación. Pues a la larga resulta una suerte de buddy film en reversa, en grotesco tono faulkneriano y con desesperanzada acritud, que, en vez de seguir el crecimiento de los afectos y la consolidación de la camaradería entre sus dos protagonistas, como establecen las reglas del género, registra el desmoronamiento de esta.
La amistad de Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson) va “desfraguándose”, extrañándose y finalmente colapsando, en ralentizada pero no menos violenta y absurda caída libre en espiral, hacia el vórtice del hastío, la frustración y la sinrazón.
A lo largo del relato, los amigos se desamigan, se desmigajan. Ven licuarse sus vidas, empantanadas en las turberas de la ficticia isla de Inisherin, uno de los muchos páramos que orbitan alrededor de Irlanda; tal como las Oileáin Árann (Islas de Aran) en las que Robert Flaherty filmó casi un siglo atrás su documental Hombre de Aran (Man of Aran, 1934), devenido toda una alegoría de la superviviente resiliencia humana en las más inhóspitas circunstancias —en la misma cuerda que su clásico Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1922).
Cual complementario y posmoderno antípoda de la película de Flaherty, Almas en pena… es una historia de seres vencidos, desesperados, reducidos a vivir en una casi hermética caja de resonancias donde los ecos de sus existencias se tornan contra ellos, envileciéndolos, deprimiéndolos crónicamente y hasta enloqueciéndolos.
La película de McDonagh no es una épica sobre la persistencia humana, sino una sátira trágica sobre el tedio y el inmovilismo, en cuyo implosivo epicentro parecen bailar una danza guerrera sin sentido el sencillo e ingenuo Pádraic y el taciturno y sensible Colm.
En otra operación en reversa, el director pudiera haber buscado revelar la faz más triste de los queridos humoristas Stan Laurel y Oliver Hardy, o bien sus versiones más realistas, en las que igualmente emerge en toda su pureza la esencia melancólica de “el Gordo y el Flaco”.
Colm y Pádraic son respectivas figura y contrafigura, que tras años de rara simbiosis —inaudita hasta para sus paisanos— ven quebrada su relación, no por un exabrupto, sino por desgaste, por asfixia. Ya no hay vida que respirar en Inisherin, envenenada quizás por los efluvios de la guerra civil irlandesa de 1922-1923, cuyas batallas y explosiones perturban el cercano horizonte, provocan vientos de odio que baten las vidas sin tiempo de los habitantes de la islilla y los hacen tomar consciencia de su inmovilismo.
Como sus émulos humorísticos del pasado, el “gordo” Colm y el “flaco” Pádraic se enfrascan en una contienda de dimensiones surrealistas, pero esta vez reviran contra sí mismos sus avasalladores potenciales destructivos. Su íntima “guerra civil” emula el gran y lejano conflicto que estremece a la isla principal tras el cisma provocado por el Tratado Anglo-Irlandés de 1921.
Al reducir la gresca a solo dos contrincantes, resulta mucho más evidente el horror del fratricidio, que aun atormenta a McDonagh y a sus conciudadanos. Más allá de la debacle microcósmica de los antes grandes amigos, Almas en pena… se propone como una alegoría nacionalista sobre el pasado persistente que determina las suertes contemporáneas de una Irlanda escindida hasta el día de hoy y quizás hasta el de mañana.
¿Ganará algún Oscar? Quizás, y su inclusión dentro de un palmarés abigarrado de sinrazones permitirá que los premios de la Academia persistan en su nicho mítico. Es posible también que le abra las entendederas a algún que otro feligrés hollywoodense, mostrándole un camino posible hacia otros tipos de cine.
© Imagen de portada: ‘The Banshees of Inisherin’ (fotograma).
Pavel Giroud: Leí el caso Padilla como el drama de Galileo Galilei
Una entrevista exclusiva con el cineasta Pavel Giroud a propósito de su más reciente película ‘El caso Padilla’.