El silencio de los “podríos”: servicio militar y cine independiente cubano

La mentira que la funcionaria diplomática cubana largó en mayo de este 2022 ante el Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas sobre la voluntariedad del Servicio Militar Activo en la Isla tiene insondables implicaciones, cuyas profundidades y dimensiones resultan verdaderamente inconmensurables. Las repercusiones del servicio militar obligatorio establecido en una ley de defensa nacional vigente desde 1963, solo pueden estimarse en dolor, muerte, desasosiego y desesperación; categorías que trascienden cualquier noción cuantitativa.

La mentira descarada —y quizás desesperada— de la diplomacia cubana en la misma cara de las Naciones Unidas saja innúmeras voces, infinitas tragedias, infinitas horas de vida joven perdidas en faenas infértiles, en deberes yermos y órdenes caprichosas, que en muchos provocan el vacío traumático de los veteranos —a veces lo peor de la guerra no son los tiros del enemigo, sino el régimen represivo y autoritario del “amigo”— y en otros inducen la mutilación y la muerte. Las vidas devoradas por este Moloch militar desatan, a su vez, torrentes de dolor y más muertes en las familias, en los amigos, expandiéndose violentamente a todo lo largo de sus existencias.

La mentira de la funcionaria delata, además, un posible temor al ridículo y al cruel absurdo de una obligatoriedad como esta en una nación que no está en guerra con ningún país, ni siquiera en peligro relativo de una contienda o invasión de potencias foráneas. Esta posibilidad solo existe en el enquistado discurso propagandístico de un régimen totalitario que se vale de la paranoia como principal arma para eternizar aberrantemente el estado transitorio y efímero de excepción que es todo proceso revolucionario. La realidad de Cuba es de alerta combativa. La autoridad militar subordina por completo a la civil y la contamina con sus maneras autoritarias. 

A Cuba se le gobierna como un campamento desde enero de 1959 y sus lógicas son las de la trinchera, la barraca y el cuartel. Las órdenes no se discuten por más necias que sean, así provoquen la muerte de uno o muchos. Así destrocen otras vidas como efecto secundario. No hay consecuencias para los comandos militares, justificados por su propia naturaleza.  

El Servicio Militar Activo obligatorio, así como las casi desarticuladas MTT (Milicias de Tropas Territoriales) para cuyo patrimonio se restan arbitrariamente sumas a los salarios, los sistemáticos ejercicios Bastión, el concepto de “guerra de todo el pueblo”, la máxima guevariana que establece que todo cubano debe saber tirar y tirar bien, entre muchos otras iniciativas y principios, alimentan el conveniente estado de paranoia que sirve para justificar todos los desatinos socioeconómicos del poder con la inminencia del enemigo externo y así calificar —deslegitimar— toda divergencia con el status quo como una colaboración traidora con este rival fantasmagórico. 

De las tragedias sucedidas a muchos durante el servicio militar cubano se hablaba hasta hace muy poco en tonos de voz casi imperceptibles, con una cautela aterrorizada por la posibilidad de que las opiniones fueran sofocadas por los cañones que reposan en los arsenales. Pero las alas batidas por la mentira oficialista en la ONU están azuzando un potencial tsunami entre los cubanos que se oponen abiertamente a esta ley devoradora de las vidas jóvenes, con pretextos cada vez menos creíbles, como parte de la continuidad reaccionaria de un régimen que quiere vencer al infinito.

Como todo lo relacionado con el campo militar cubano, el servicio obligatorio ha sido poco abordado desde la perspectiva crítica y descomprometida del audiovisual independiente. Lo mismo ha pasado con el tema de la veteranía, cuyo mayor volumen de obras fílmicas no oficiales han sido realizadas por creadores extranjeros. Excepto la cubana Carla Valdés y su documental Días de diciembre (2016), los filmes La finca del miedo (Lara Sousa, 2017)Los niños lobo (Otávio Almeida, 2019) y Entre perro y lobo (Irene Gutiérrez, 2020) están respectivamente dirigidos por una mozambiqueña, un brasileño y una española.

La paranoia como principal arma para eternizar aberrantemente el estado transitorio y efímero de excepción que es todo proceso revolucionario.

En el caso del servicio militar, las miradas cinematográficas independientes han sido gestadas por directores cubanos jóvenes, cercanos a la experiencia militar, lo que en gran medida convierte sus películas en documentos autorreferenciales, abiertamente testimoniales unos, como El año en que no hubo año (Fernando Almeida, 2017) y el segmento que en El matadero (2021) Fernando Fraguela dedica a referir las resonancias casi mortales que tuvo en su vida; otros, más alegóricos como Patria blanca (Leandro de la Rosa, 2015); o emotivamente evocativos como Las muertes de Arístides (Lázaro Lemus, 2019).


Patria blanca: El dilema del deber

Las historias nacionales de corte épico y oficial, no solo la cubana, están plagadas de padres que sacrifican a sus hijos en el altar de la Patria, superando en extremo el pasaje bíblico de Abraham y su disposición de inmolar a su hijo Isaac en acto definitivo de lealtad y entrega a Dios. 

Según el Viejo Testamento, Dios impidió que el patriarca asesinara a su hijo, bastándole el gesto para reafirmar la devoción de Abraham. 

Los muy conocidos personajes históricos Carlos Manuel de Céspedes y Mariana Grajales fueron más allá y dejaron que sus hijos murieran en nombre de una Patria elevada a una dimensión deífica, en nombre de un patriotismo sublimado en fe incuestionable. Una Patria que no descendió de las alturas para impedir los sacrificios en el minuto final, pues no le basta con el gesto.

Estas loables, pero a la vez muy discutibles actitudes de los próceres independentistas —que ameritan un análisis quizás más casuístico desde el rigor histórico, antes que una institucionalización ética y moral—, cimentan la subordinación del amor y la devoción familiar a la absoluta fidelidad patria —reducida al Estado y sus dictados ideológicos— que fomenta el poder en Cuba, materializándola en legislaciones como la del Servicio Militar Activo obligatorio, en tiempos donde las amenazas bélicas apenas trascienden la fantasmagoría. 

Un cubano no hará daño a la Revolución o, por inacción, permitirá que la Revolución sufra daño.

La patria, léase Revolución, tanto en la guerra como en la paz, tanto en la urgencia como en la modorra, es entonces definitiva y axiomáticamente superior a cualquier otro lazo o compromiso sentimental, que de modo automático devendría traición y eterno descrédito ante el mundo y la historia, si entra en contradicción con este deber supremo con la nación endiosada. Parafraseando las Leyes de la Robótica de Isaac Asimov, pudiera establecerse desde la óptica oficial que: 

  1. Un cubano no hará daño a la Revolución o, por inacción, permitirá que la Revolución sufra daño.
  2. Un cubano debe hacer o realizar las órdenes dadas por la Revolución, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la primera ley.
  3. Un cubano debe proteger su propia existencia, en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley.

Desde su suave candidez, el cortometraje de ficción Patria blanca coloca sobre el tapiz polémico este dilema del deber, la fidelidad y la pertenencia, que por obligación no debe ser maniqueo; ni mucho menos definirse como territorios irreconciliables a la familia y a la patria —la verdadera, no el sistema político que se emboza tras esta noción— buscando una subordinación absoluta a partir de la quebradura de los lazos filiales. Nada importa fuera del Estado.

El joven Matos (Joel Hernández) se halla cumpliendo el año de servicio militar que le corresponde como futuro estudiante universitario, más conocido como “diferido”, a diferencia de los dos que le corresponden a quienes no se decantan por el sendero educativo superior. Es un soldado ejemplar, que (sobre)cumple sus deberes para con sus superiores, manteniendo una actitud “recta”, destacando como monitor de la clase de Código Morse, previamente aprendido con su abuelo, gran figura paterna de su vida.

En la víspera de un ejercicio nacional de defensa conoce que este, uno de los pilares de su breve familia, completada por su mamá (Gilda Bello), está ingresado de gravedad en el hospital. Su familia entra en crisis, se desatan las alarmas y emite un reclamo mudo al sentido visceral de pertenencia de Matos a esta micro nación.

La patria convertida en herramienta, en simulacro, contra el dolor urgente de la familia.

El amor filial es un reflejo incondicionado que trasciende la condición humana. Pero el amor a la patria es condicionado —quizás provenga del instinto territorial de algunas bestias que demarcan su espacio de dominio con sus orinas, sus heces fecales o marcas de zarpas—, es un constructo cultural mucho más elaborado que la esencialidad impoluta aún conservada por el amor filial.

Matos solicita permiso inmediato para ir hacia su madre y brindarle el apoyo imprescindible; pero le es denegado por el Capitán Castellanos (Félix Beatón) con un argumento burocrático, oportunista: necesita a todos sus efectivos en la unidad militar para salir bien en el ejercicio inminente y en las inspecciones de los superiores. Castellanos —y toda la enmarañada jerarquía encima de él— instrumenta la patria y el deber patriótico; los atrofia en meras formalidades, distantes de cualquier dimensión ética o moral. La patria convertida en herramienta, en simulacro, contra el dolor urgente de la familia.

El jefe militar no duda en desechar el peligro real ante la pantomima ordinaria de un ejército sedentario y aburrido que persiste en demostrar su autoridad incuestionable sobre cualquier otro deber, bajo el cada vez más leve y harapiento disfraz patriótico. El ejército como absoluto, ante el que la familia es mera flaqueza a eliminar quirúrgicamente, a fuerza de coerción y bullying como el que ejerce a diario el sargento instructor Preval (Leonardo Benítez) sobre sus tropas.

Matos toma la decisión moral y más peligrosa: se fuga, rompe con el Servicio Militar su compromiso obligatorio, el que no solicitó. “Traiciona” el pacto impuesto y forzoso que nunca tuvo en cuenta su opinión ni su voluntad. El joven acude al clamor orgánico de esta otra patria en verdadero peligro, necesitada de su amor, de su compasión, de su fuerza.




En la inútil búsqueda del tiempo perdido

El cortometraje documental El año en que no hubo año, articulado principalmente con material filmado por su autor con su teléfono móvil durante su año de Servicio Militar, antes de cursar sus estudios universitarios —igual que el ficticio Matos, que vendría a ser un alter ego poco disimulado de Leandro de la Rosa—, cuenta con uno de los títulos más elocuentes de la filmografía analizada: revela la futilidad cruel de una obligación como esta, que embarga, como en el caso de Almeida, todo un año de la vida. O, en otros casos, dos. Y robar tiempo es lo mismo que robar vida. 

La experiencia del realizador es de tedio, hambre y puerilidad. Fue destinado a deambular las calles como parte de un destacamento del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT); otro de los experimentos totalizadores de las fuerzas armadas cubanas para dominar y definir la economía de Cuba con el menor gasto posible, tanto como sucediera con los períodos de Escuelas al Campo que debían sufrir casi obligatoriamente los estudiantes de centros urbanos durante sus estudios secundarios y con las escuelas becadas y albergadas. Iniciativas frustradas todas con el objetivo de disponer de mano de obra cautiva y barata, que se han ido al traste por la carencia de fundamento práctico.

El Servicio Militar obligatorio es una equivocación, un sadismo de Estado que alimenta una fantasía paranoica y bravucona, y desea controlar las vidas desde sus primeros años, quebrándole las voluntades.

Almeida y sus compañeros no tuvieron que arar, cultivar o cosechar campos, sino sumar sus esfuerzos a las campañas de salubridad contra la proliferación de los mosquitos transmisores de enfermedades como el dengue, tocando en las casas, revisando envases, tanques, charcos, en una monotonía insípidamente terrible por lo absurdo de su pretensión “aleccionadora”; de aprender en el trabajo, de hacerlos abrazar la humildad, someterse al deber mayor que trasciende los individualismos, subordinarse  a la necesidad instrumental que de ellos tiene el espejismo patriótico.

Décadas atrás, los universitarios se “salvaban” del Servicio Militar. De sus estudios previos, podían ingresar directamente en las carreras ganadas a fuerza de pruebas de aptitud e ingreso. El “futuro de hombres de ciencia” que vaticinara Fidel Castro para Cuba tenía prioridad sobre las ambiciones militares de control sobre la vida y la realidad. Años después, las posturas anti-intelectuales y de sospecha acerca de las universidades cubanas como núcleos de infidencia, triunfaron. Los aspirantes a la educación superior tuvieron que pagar su diezmo. Y fueron diezmados. 

En una de las lápidas que registra Fernando Fraguela en El Matadero (2021), se lee sobre Manuel Alejandro Sánchez Bencomo (1991-2009), joven muerto durante el cumplimiento del Servicio Militar a punto de matricular en la carrera de Estomatología. La historia de su vida fue sesgada por órdenes erradas, por abusos de poder, por accidentes, pero, sobre todo, por estar en el lugar equivocado. 

El Servicio Militar es el lugar equivocado para la mayoría de los reclutados por ley —del más fuerte. El Servicio Militar obligatorio es una equivocación, un sadismo de Estado que alimenta una fantasía paranoica y bravucona, y desea controlar las vidas desde sus primeros años, quebrándole las voluntades. La fidelidad implica la anulación de la individualidad cultivada en el entorno familiar, que debe ser obliterado para lograr la adhesión pretendida. 

Despojar al ser humano de su familia para someterlo a una dictadura de la época es una perversión de los razonamientos de Marcuse sobre el conflicto generacional como motor civilizatorio. La divergencia o ruptura generacional con la familia debe suscitarse orgánicamente, hasta con violencia, pero desde la pujanza personal, de la comunidad de intereses o del movimiento. Todo lo contrario es el Servicio Militar Activo en Cuba, que implica, en primer lugar, la coacción de una generación eternizada en la cresta del poder sobre las subsiguientes, la imposición de una manera única sobre las otras posibles y pertinentes. 

El grupo de Almeida se mueve, sin llegar a ningún lugar, como si estuvieran encerrados en una ciudad sin salidas. Sus rondas son giros sobre sí mismos en una suerte de coreografía del hastío, una sinfonía de la nada, la ningunidad y la anulación. De la pudrición temprana del alma. En Cuba se estila calificar despectivamente a los reclutas del Servicio Militar obligatorio como podridos o “podríos”, para ser más exacto con la jerga popular. 

Decesos violentos provocados por victimarios igualmente fantasmagóricos y secretos.

El joven que le testimonia a Almeida sus meses en el calabozo aislado de una prisión, a causa de la desavenencia con un oficial —en defensa de otro recluta agredido por el superior desde la impunidad de sus grados—, habla de la corrupción innecesaria de un alma, un cuerpo y una vida. 

El recluta agredido no tenía que ser golpeado por el oficial; tampoco el otro soldado tenía que acudir en su defensa, ni atacar al militar. Ninguno de los dos tenía que estar bajo el mando de ese oficial. Ninguno tenía que estar en un cuartel contra su voluntad. Ese testimonio es tan innecesario como el dolor que provocó en el joven, en su familia que, al visitarlo, lo vio esposado como el criminal que no es. Nada de eso debía haber pasado. El Servicio Militar obligatorio no debería ocurrir.

Tampoco Fernando Fraguela tenía que contraer la enfermedad que testimonia en El Matadero, provocada por el consumo de carne podrida en su unidad militar. Fraguela vivió tres años postrado por el Síndrome de Reiter, artritis reactiva polémicamente bautizada así en “honor” del médico nazi que la estudió en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. 

El realizador, antes de ser realizador, fue un enfermo innecesario, víctima de su obediencia, como él mismo dice en off. Aceptó sin chistar el comando de deglutir un alimento malo; quizás tanto como las carnes agusanadas que provocaron en 1905 el motín del buque acorazado Potemkin, magnificado como icónico precursor de la Revolución de Octubre de 1917 en El acorazado Potemkin (Bronenósets Potiomkin, 1925) de Serguéi Einsenstein. “Podríos” comiendo carne podrida.

Fraguela perdió un tiempo irrecuperable durante su postración, luchó contra la muerte y la invalidez un combate innecesario. Celebró sin razón de ser sus 18 años entre un campo de tiros y el corral de chivos donde dormía, y parte de su vida comenzó a podrirse desde temprano. Nada ni nadie podrá retribuirle esto. Solo puede agradecer haber salido vivo del entuerto para dar testimonio —fílmico en este caso— de su suplicio, para poder hablar, y hasta gritar, por los que fueron silenciados y relegados a tumbas sin sosiego; como el elocuentemente mudo sepulcro de Manuel Alejandro Sánchez Bencomo, tapizado con lápidas en su memoria, las cuales claman que “un toque por Manuel es un toque por la vida” y “un toque por nuestros muchachitos”. 

Desde su muerte marcada, el joven habla por otros cuyos nombres casi nadie sabe, o quizás ya nadie recuerda. “Cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas”, cita otra lápida a Bob Dylan. Solo le responde el silencio de la tumba de Manuel. A los lamentos de los padres y hermanos solo responde el silencio definitivo en que han obligado a estar a Manuel. Pues su muerte es casi un secreto de Estado, un secreto militar, otra “arma” que el enemigo puede usar para atacar a la Revolución. Como también lo es la enfermedad de Fraguela, la fuga de Matos para consolar a su madre, y el calabozo medieval en que encerraron al amigo de Fernando Almeida por defender a un compañero contra el abuso impune. 

Fraguela y Almeida, sobre todo, hablan en sus documentales desde el dolor y sobre el dolor, filman desde el trauma del superviviente, desde la pesadilla crónica y el tiempo perdido.




Las infinitas muertes y los infinitos culpables…

En 1991, el mismo año en que nació Manuel Alejandro, Arístides Arteaga Delgado (nacido en 1973) moría otra muerte tan insensata como la de Manuel Alejandro en 2009. Ambos en Pinar del Río, de donde son oriundos Fraguela y Lázaro Lemus, director, fotógrafo y montador del cine ensayo Las muertes de Arístides(2019). Una muerte resulta continuidad de la otra, son consecuencias e hijas de la misma sinrazón de Estado, de la misma violencia autoritaria, del mismo abuso de poder, de la misma farsa patriotera, del mismo juego de paranoias. 

En 1991, mientras moría Arístides y nacía Manuel, y mientras se celebraban los juegos Panamericanos de La Habana con entusiasmo terminal, Cuba sufría la convulsión sociopolítica y económica más violenta desde 1959. Un coqueteo con la apofenia permite desplegar un juego inductivo de analogías y patrones que rebozan calamidad y desastre.  

Al Servicio Militar se va para ser irrespetado, para ser vejado, abusado y, sobre todo, despreciado.

Pero la de Arístides es ya una muerte antigua, difuminada en las marismas del recuerdo. Casi pertenece a las regiones del mito. Es una muerte invisible, más parecida a un espejismo que a algo real sucedido alguna vez en un mundo real; como tantas otras muertes sucedidas otras veces y que suman batallones de espectros sin paz, de alucinaciones tristes, de ausencias inconsolables. Decesos violentos provocados por victimarios igualmente fantasmagóricos y secretos. 

A Manuel lo mató la orden errada de unos “superiores” sin nombre, rostro ni historia. La vida de Arístides se la llevó un teniente igualmente innombrado, incógnito. Alguien con el poder y los grados para hacerlo, obligó a Fraguela a comerse la carne podrida. Al amigo de Almeida lo encarcelaron decisores sin identidad pública, lo atormentaron carceleros anónimos, sin rostro, ni voces, ni sueños.

¿Quiénes eran los responsables directos de tantos desatinos? ¿Qué sucedió con ellos? ¿Recibieron castigos a la medida de sus crímenes, o sencillamente fueron amonestados, o no les pasó nada? 

Son más fantasmales que Arístides, cuya vida y muerte solo se puede reconstruir desde su evocación e invocación a través de las cartas que enviara a su familia durante su Servicio Militar, leídas por el propio Lemus cual salmos y pasajes litúrgicos, o bien palabras rituales de una ceremonia mediúmnica. O quizás para darle voz a quien la ha perdido, para recordar una muerte secreta, olvidada por conveniencia.

De Arístides solo quedan estas cartas, los recuerdos y la huella dolorosa de su deceso en las vidas de sus familiares. La película cuenta con pocos documentos para articular un documental expositivo y deriva hacia el territorio de la reflexión, del ensayo, donde se grafican sensaciones más que memorias, con dibujos a tiza animados primorosamente y con fotoanimaciones muy metafóricas. Lemus, ante la imposibilidad de reconstruir una vida con precisión cronológica y biográfica, se dedica a rastrear las resonancias de esta en sus contemporáneos. A cartografiar la tristeza, el dolor, la nostalgia, el misterio, el miedo y el silencio. 

Como Matos, Arístides refiere en sus epístolas ser un recluta ejemplar, con excelente puntería y buena conducta, que le han ganado felicitaciones y la esperanza remota de ser dado de baja con antelación, para volver con sus palomas, a su vida civil. Nada de eso le valió. La fidelidad al injusto solo engendra penares al justo. No valen buenas conductas cuando estas se confunden con sumisión. Y la sumisión solo despierta asco y desprecio, nunca respeto. 

Al Servicio Militar se va para ser irrespetado, para ser vejado, abusado y, sobre todo, despreciado. Al entrar en este vórtice, se deja justo en el umbral toda dignidad humana y se desciende hacia los planos ctónicos del mundo, hacia las raíces oscuras y fangosas del Árbol del mundo. 

Lo que más aprenden los reclutas forzados en sus horas interminables es que valen bien poco o nada, que están en el lugar más equivocado posible. No se espera de ellos el sacrificio por la patria, sino el sacrificio de su dignidad y su humanidad, lo que facilitará su transmutación en herramientas.

Cada vez que un recluta muere, es mutilado, enferma o es apresado, y cada vez que el frío cala a un solitario joven de guardia en la última posta del mundo, Arístides muere, una y mil veces. 

En Cuba hay muchos Arístides, muchos Manuel, muchos Matos. Demasiados. ¿Cuántos más hacen falta?






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Los hombres (y los partidos) mueren, Batman es inmortal

Antonio Enrique González Rojas

Batman es el superhéroe más bello de todos. Es el más triste, el más inútil, el más fallido, el más terrible. Es la definitiva encarnación de la impotencia y el fracaso glorioso ante los embates del mal humano.