El séptimo arte acoge la pintura

Al analizar cómo se estructura una película, poner en evidencia el proceso de su realización, no se está apelando meramente al making-of y menos se quiere adelantar —a manera de resumen y a ratos contraproducente— lo que le corresponde al tráiler. Descifrar el acomodo estético de la imagen misma a partir de la propia mirada de un director es otra forma de ejercer la crítica de cine.

No estoy planteando una novedad. A veces los críticos lo hemos hecho sin darnos cuenta. Pero, al tomar conciencia y preferir más la interpretación que la calificación de un filme, la obra pudiera vincularse con la crítica de arte —y viceversa—, cual texto abierto que sobrepasa el supuesto fin. 

Al abordar cómo el cine ha acogido a la pintura, por ejemplo, o se han imantado ambos en una clara diferenciación —no necesaria discrepancia— de lenguajes singulares, el espectador pudiera distinguir películas biográficas —y otras que no lo son— sobre el acto de la creación. En el primer caso estaría La agonía y el éxtasis (Carol Reed, 1965) y en el segundo, El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992). Fruto de ambas pretensiones, con resultados encomiables, serían Sed de vivir o El loco del pelo rojo (Vincente Minnelli, 1956) y, por supuesto, Andréi Rubliov (Andréi Tarkovski, 1966).

Ahora bien, para los que gustan de otras clasificaciones, pudieran entonces considerar “películas con cuadros”, “filmes con referentes pictóricos” e incluso esa clasificación no caprichosa que Áurea Ortiz y María Jesús Piqueras recuerdan en su libro La pintura en el cine. Cuestiones de representación visual (Ediciones Paidós, 1995): “Las vanguardias y el cine”. 

Asimismo, me aventuro a sumar otra más: “la influencia de un(os) pintor(es) determinado(s) en el cine de un director”. 

A propósito, sobre los valores sicológicos, porcentajes y las ambivalencias simbólicas del color amarillo, Serguéi M. Eisenstein escribe un fabuloso compendio en el capítulo III (“El color y su significado”) de El sentido del cine (Ediciones La Reja, 1958, pp. 85-113). 

En honor a la verdad, todo el libro es una disertación de sus conocimientos de literatura, música y sus asimilaciones de grandes maestros de la pintura; como cuando insiste en que el Greco debe estudiarse como uno de los precursores del montaje fílmico (ibíd., p. 80). En una de estas páginas llama mucho la atención las exigencias críticas del cineasta ruso, por ejemplo, a Rembrandt (1936, Alexander Korda). Valga la cita ilustrativa porque, según Eisenstein:

es imposible abstenerse de alguna referencia a la desafortunada imagen del viejo Rembrandt presentada por Alexander Korda y Charles Laughton en Rembrandt. Laughton estaba minuciosamente ataviado y maquillado en los pasajes sobresalientes, pero en cambio no se hizo ninguna tentativa para reflejar esta trágica escala cromática, tan típica del Rembrandt posterior, mediante una escala de luz cinemática equivalente (ibíd., p. 94).

Reparemos en la expresión y volvamos a subrayarla: escala de luz cinemática.

En relación con la neorrealista La tierra tiembla (1948), de Luchino Visconti, con fotografía de G. R. Aldo, Néstor Almendros tuvo a bien señalar su casi soberana configuración estética, en que se urge indagar en antecedentes artísticos, pues es “obra clásica por excelencia de un estilo y en lo que respecta a la plástica, el punto de partida de una nueva escuela de cine-fotografía”.[1]

Se pudiera encauzar en el presente texto un discurso acerca de biopics en la ficción y el documental, películas que recurren a una voice-over, cuando no a una voz en off, que explica en orden cronológico casi siempre el trayecto de una vida ejemplar, donde parece que el artista comía y dormía también con el pincel y la paleta de colores. 

En las ficciones se intenta compendiar lo más significativo según lo aprehendido por el cineasta, mientras que en el documental se pretende más con el hipotético argumento de que se velará por la mayor veracidad. Se invitan a especialistas y la voz que escuchamos, al describir y comparar hace, sin duda, crítica de arte. 

Por el contrario, ¿qué sucede cuando es el cineasta quien comienza a ejercer el criterio desde la puesta en pantalla? ¿Se puede cinematizar lo pictórico sin tener que declararlo y necesariamente contextualizarlo? El cine-ensayo sobre pintura presenta notables antecedentes desde los años 50 del pasado siglo con la figura de Alain Resnais (Van GoghGauguin…). Pero Resnais sabía, por supuesto, de la existencia de El mundo de Paul Delvaux (1944-1946), del cineasta belga Henri Storck y los trabajos de Chris Marker, donde la voz no discursa en tercera persona sino en primera del plural y como si emulara incluso el ensayo escrito o la conferencia inhabitual sobre arte. 

En 1953, Chris Marker y Alain Resnais se unen para hacer un trabajo por encargo y realizan Las estatuas también mueren. Después, Henri-Georges Clouzot, con El misterio Picasso (1956), fijará una pauta para documentales sobre arte. 

Hay más ejemplos: Enrico Gras y Luciano Emmer, Tatiana Grauding, Paul Haesaerts… hasta llegar a Jean-Paul Fleischer, Jérôme de Missolz… Mas lo importante es resaltar que, desde aquellos años, comienza la experimentación a medio camino entre el retrato, los cuadernos de apuntes y el análisis de obras. No obstante, a diferencia del representativo documental sobre artistas, el retrato ensayístico, al decir de Guillermo G. Peydró:

cruza la biografía con una reflexión específica sobre la forma cinematográfica, que inventará su propio molde único; en ellos, la intrusión enunciativa del autor-cineasta derivará en una suerte de autorretrato. El retrato ensayístico del artista, por último, supone una cierta culminación de estos juegos de espejos, porque entre ellos se cuela la propia obra creativa del artista retratado, que es leída en espejo, iluminando de manera nueva las propias ideas estéticas del cineasta.[2]

Stanley Kubrick lograría con posterioridad apoyarse en la puesta en escena del tableau vivant en Barry Lyndon (1975). Pero quien se atrevería luego a más no sería Jean-Luc Godard con Pasión (1992), sino André Delvaux con Met Dieric Bouts (1975) y, sobre todo, Raúl Ruiz con su bellísima y arriesgada película La hipótesis del cuadro robado (1978). 

Al mencionar 1975, repaso Nombrar las cosas, de Bernabé Hernández, primer documental sobre Eliseo Diego, donde el cineasta por momentos muy reveladores comparte su pensamiento sobre la poesía de Diego a través de las imágenes. Me refiero en un libro cómo Hernández alegoriza la poesía y la pintura por cuenta de determinados encuadres donde elementos del discurso plástico pueden ser harto asimilados por el cine.

Un gran primer plano apoyado en la técnica del claroscuro, tan cara a la poesía de Eliseo Diego, abre el audiovisual de Hernández. Se suceden planos de detalles frontales, de perfil y se particularizan las manos, la boca, los ojos… Es un encuadre que privilegia el semblante del protagonista por resultado del manejo escenográfico de la luz y la sombra. Hay una clara estetización de la imagen que recuerda el estilo tenebrista de algunos maestros del Barroco. Sin embargo, el estilo no estropea el asunto. En un momento muy preciso, cabeza y acomodo de manos confluyen por una sugerente diagonal que, remedando el recurso pictórico de luz de sótano o luz de bodega, enuncian de modo alegórico al escritor. ¿Por qué de manera alegórica? Porque no es preciso representar la generalidad física, sino insinuarla por sustracción visual de la mayor porción corpórea. La alegoría, dada aquí entre rostro y manos, abrevia lo que el hombre sabemos puede representar o simbolizar. Es verdad que las manos no expresan la intensidad del rostro. Pero lo merecen. La relación entre ambos colabora en un retrato con escamoteo intencional. Obtiene entonces Bernabé una figura conexa a una imagen más específica, si se quiere, que al principio no necesita mostrar. No es el uso de la apariencia física para definir al personaje. Se trata de un juego de la representación, un comercio de inferencias, cópula del intelecto inventor con el del intérprete.[3]

Ahora, es en La hipótesis del cuadro robado donde, por cierto, se logra una de las pocas veces donde dos voces confluyen (la voice-over del Narrador y la voz en off[4] del Coleccionista), incluso con sus discrepancias adrede. Para David Heinemann ambas voces son en off y, si se distinguen, es por representar dos presencias que habitan tiempo y espacio distintos. Pese a ello, interactuarán cuestionando “la naturaleza y los límites de la exégesis”.[5]

En rigor, la voz del Narrador hay que apreciarla más como voz en off que voice-over, pues si bien no se aprecia a quien le pertenece —es presencia directa y cercana pero invisible—, su constante interacción con el Coleccionista, le confiere la categoría de personaje. ¿Acaso no será porque Narrador y Coleccionista es la misma persona? Heinemann con razón considera esa posibilidad.[6]

Para colmo de los colmos, se recurre a la écfrasis fílmica[7] en La hipótesis… La representación misma tiene el protagonismo de este extraño filme de suspenso y misterio, harto paródico, que es ensayo documental o filme-ensayo.[8]¿Por qué hay écfrasis? Pues porque Ruiz, contrario al propósito primario y posterior del cine, reconstruye a modo de tableau vivant las supuestas pinturas del personaje ficticio Frédéric Tonnerre, quien ya está en el ensayo “La Judith de Fréderic Tonnerre” (1961), de Pierre Klossowski. Esto es muy audaz, habida cuenta de lo siguiente:

Las referencias de los tableaux vivants suelen ser […] a obras conocidas porque, como señala Lyotard, para la fantasmática que implica el cuadro viviente es esencial que sea representativa, es decir, que le ofrezca al espectador instancias de identificación, formas reconocibles, materia para la memoria.[9]

Mas la excepción confirma la regla. Análisis bien extensos han merecido La ronda de noche (2007) y Rembrandt’s J’Accuse(2008), de Peter Greenaway. De él traigo a colación un fragmento de una de sus confesiones: “En la relación de un filme, debemos contar con fuertes antecedentes visuales. Si yo fuera un dictador —por ello me tacharán de reaccionario— sugeriría que todos los cineastas estudien al menos durante tres años de pintura, antes de tomar una cámara”.[10]

He escrito en otra ocasión que, si bien el fenómeno interpretativo empieza en el mirar algo, se puede concretar con plenitud durante el proceso discursivo oral o escrito. En cuanto a lo cinematográfico, cuanto se capta (plano, secuencia, fotograma…) será sometido con justicia a una descripción crítica, al declararse el montaje terminado. Lo ecfrástico es dependiente momentáneo de la representación ajena porque, de pronto, muestra su decisión de libertad expresiva. 

Con La hipótesis… Ruiz concibe una película acerca de la pintura a un tiempo que sobre las posibilidades y empeños de una manifestación posterior con respecto a otra. Como es de esperar, aunque con sorpresas, lo pictórico deviene excusa para reconsiderar lo que puede hacer o no el séptimo arte en correspondencia con el escenario teatral, la representación pictórica. Esta obra de Ruiz permite la reconsideración, entre otros, de El arca rusa (Alexandr Sokurov, 2002), Goya, el secreto de la sombra (David Mauas, 2011), El molino y la cruz (Lech Majewski, 2011) y El jardín de los sueños (José Luis López-Linares, 2016), los cuales son más que películas sobre determinados pintores.

Karim Aïnouz en Diego Velázquez o El realismo salvaje (2015), por ejemplo, se inclina por registrar la biografía casi habitual: una voz superpuesta —en esta ocasión de mujer— nos acompaña por la España actual hasta adentrarnos por las imágenes pictóricas en la que otrora fuera recreada por el artista. Se alterna entre los planos detalles y el alejamiento preciso para que pueda verse la obra en su totalidad. El cineasta le añade sonido proporcional de ambiente vivo a algunos cuadros. La obra se adueña del protagonismo. En un momento la voz puede enmudecer en virtud del diálogo entre pinturas. Ocurre una sucesión de retratos pero Aïnouz hace más: utiliza el efecto del morphing para la casi invariable iconografía del monarca Felipe IV. 

Por su parte, Raúl Perrone, en Hierba (2015), fragmenta la totalidad de una obra rica en detalles, acude al uso de rostros intercalados e interpreta de Manet Almuerzo sobre la hierba (1863). Recontextualiza también a otros pintores, pero el centro es el retrato grupal de Manet, del que juega a variar la atmósfera de dicha inquieta: sugiere rupturas de superioridad genérica al cuestionar las relaciones de poder mediante la seducción y el acosamiento.

En el documental Wifredo Lam (1979), Humberto Solás supo que, para comprender lo críptico del discurso plástico pictórico del artista, era preciso aportar claves en un juego de asociación donde no se revela todo. Hay reservas, secretos y hasta milagros incomprensibles para la razón. El arte verdadero, así sea más pretencioso, no puede sacrificarse enteramente para complacer al espectador. Escuchamos la voz del narrador (José Antonio Rodríguez) presentar al protagonista de esta manera:

Wifredo Lam, te dicen el pintor de La jungla. Pero La jungla es algo más que un cuadro. Es la revelación de un universo que tú plasmas, incansable, en tu interminable faena. Un universo de ideas y formas que descubren a la ávida mirada del hombre una concepción y un criterio insólitos. ¿Por qué? Porque tu obra se ocupa de explicar un mundo nuevo, a la vez que atávico. El orbe de la imaginería y la seductora vitalidad de las culturas hasta ayer mal conocidas y por tanto misteriosas. África y América se funden en tu experiencia y en tu praxis. De este abrazo de continentes, tú has sabido revelar el secreto de una armonía que estalla en una nueva y telúrica expresión de la vida.

El texto de José M. Betancourt y Humberto Solás remite, en efecto, a esa condición ineludible de un arte del misterio, críptico.

Wifredo Lam y Humberto Solás conversaron mucho. El primer artista le revelaría al segundo aspectos de su vida íntima y profesional. El cineasta no podía quedarse solo con la obra si el pintor le ofreció un sinfín de detalles de su experiencia singular. El documental inicia con el artista en su contexto de nacimiento: Sagua La Grande. Solás busca y encuentra al hombre que luego se convertirá en un vanguardista cosmopolita. Aquí se remite al traslado a Europa, la muerte de familiares y una guerra que lo implicó ética y espiritualmente. Con ello se insinúa los recelos de Lam frente a los nacionalismos.

Con la colaboración del Conjunto de Danza Moderna, en especial la coreografía de Eduardo Rivero, asistimos a la mezcla de manifestaciones artísticas: danza, teatro, fotografía, pintura, escultura, música, cine y poesía en su sentido vasto de creación. Solás es capaz de representar escenas en que lo ficcional se integra con armonía a lo histórico, al paso de asimilar con regusto los dominios de la plástica. 

Cifrando qué ha sido su vida y sus obras más representativas, Solás excluye la opinión de especialistas que le hablan a la cámara. Prefiere el muestrario oportuno de obras, intercalando las de Lam con otras de pintores nacionales y foráneos. De este modo consigue destacar la singularidad del artista. 

La voz escuchada asume en primera persona el sentir y la enunciación del protagonista[11] para decir:

Con todas mis fuerzas yo deseaba pintar el drama de mi país. Exprimiendo a fondo el espíritu de los negros, la belleza de la plástica del negro. Así lo fui siempre, como un caballo de Troya de donde saldrían figuras alucinantes, capaces de sorprender y perturbar el sueño de los espectadores. Yo corrí el riesgo de no ser comprendido ni por el hombre de la calle ni por los otros. Yo lo sabía. Pero un verdadero cuadro, es aquel que posee el poder de hacer trabajar la imaginación.

El repaso en pantalla por sus cuadros acredita lo anterior. El cineasta observa y compara a través de imágenes escogidas (obras y fotos fijas), describe y analiza en virtud de una oralidad literaria que es, en resumidas cuentas, crítica de arte. ¿Qué pinta Wifredo Lam? ¿Será acertado encasillar un testimonio artístico de la multiculturalidad? Solás, asistido por Nelson Rodríguez, Jorge Herrera, Ricardo Istueta, Leo Brouwer, Guillermo García, María Elena Molinet, Lola Calviño, inscribe para la cultura nacional una obra de autor muy memorable.

La tradición de vincular cine y artes plásticas en Cuba se remonta a los años 60: Portocarrero (Eduardo Manet, 1963), Color de Cuba (1968), documental que reuniera a Eduardo Valdés Rivero, Jorge Haydú, Caíta Villalón, Leo Brouwer, Luis Lacosta y Raúl García, es el retrato de dos sensibilidades: la de Portocarrero y la de Bernabé Hernández. Ambas de conveniente tono con la época y épica de los remotos años 60. 

Estarán presentes también Salón de Mayo (Bernabé Hernández, 1968), Arte del pueblo (Oscar Valdés, 1974), Amelia Peláez (1897-1968) (Juan Carlos Tabío, 1975), Víctor Manuel (Bernabé Hernández, 1975), El Hurón Azul (Bernabé Hernández, 1976), Litografía cubana (Santiago Villafuerte, 1976), Ideal del autor: Benito Ortiz Borrell (Constante Diego, 1977) y Rejas(Constante Diego, 1977), Wifredo Lam (Humberto Solás, 1979), Mariano (Marisol Trujillo, 1980)… 

En los 80, los vínculos entre pintura y cine siguen llamando la atención, pues el auge es notable. Algunos de estos ejemplos son Paisaje breve (Marisol Trujillo, 1985), Marcelo Pogolotti (Guillermo Torres, 1986), Visión de Amelia (Mayra Vilasís, 1986), Arte Le Parc (Melchor Casals, 1987), Motivaciones (Marisol Trujillo, 1988), Raúl Martínez (Bernabé Hernández, 1988). Luego habría que considerar, entre otros: Del sueño a la poesía (Belkis Vega, 1993), Para el ojo que mira (Lourdes Prieto, 1993), Rumor del tiempo (Lourdes Prieto, 2000) Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce aún (Jorge Luis Sánchez, 2000), Secretos de la jungla (Belkis Vega, 2002), Del río Zayda (Lourdes de los Santos, 2004), Autorretrato (Rolando Almirante, 2011), El hombre de la sonrisa amplia y la mirada triste (Pablo Massip, 2016).

Desde hace un tiempo hacia esta fecha se habla y escribe de “documental de creación”. Es un término que tal vez se estime redundante. Sin embargo, resulta válido para referirse a la libertad de retroalimentación que tienen los cineastas al acoger disciplinas diversas para no tanto explicar a un artista como sí mostrarlo según la dinámica de su propio discurso ideoestético. Es la poética del creador más la visión del cineasta las que terminan configurando otra manera de narrar y la dramaturgia, donde información y formación concurren en un producto artístico sobresaliente en que lo político no se puede descartar. 

Para hacer justicia, nuestro ensayo documental por excelencia es Cosmorama (Enrique Pineda Barnet, 1964). En 1966, Sandú Darié realizó la que algunos consideran su primera exposición personal después del triunfo de la Revolución cubana. Se llamó Pintura Cinética de Sandú Darié. Cosmorama. Electro Pintura en movimiento. La muestra se presentó en el Museo Nacional de Bellas Artes. Habían transcurrido dos años de la colaboración de Darié para uno de los primeros documentales sobre arte.

Cosmorama es obra muy experimental, como la del propio Darié, en que sobresale el estímulo de la mirada por esa estética inquieta y variable. Asistimos en primera instancia a la inconformidad del lenguaje audiovisual: formas y estructuras de la obra artística exigen de pronto una participación vivaz y sorprendente del espectador. Acaso se supuso que el acomodo y episodio de la luz en los aspectos cromáticos bastaban para movilizar la contemplación. Con Cosmorama, Pineda Barnet sugiere y confirma: no, no son suficientes para ensayar una autonomía del conjunto artístico. 

En entrevista de Eliecer Jiménez Almeida, Pineda Barnet cuenta sobre la banda sonora del corto.

Busqué música de Henry Schaefer y Béla Bartók […] y, para darle cubanía, Carlos Fariñas me escribió unas notas a su estilo. Sin descansar, me puse de acuerdo con Germinal Hernández –sonidista— y empezamos a buscar un archivo sonoro muy intenso: sonidos del río Sena, de calles de París, Roma; de distintos lugares del mundo, hasta terminar en La Habana. Le recalqué, sobre todo, que quería que predominara una atmósfera acuática porque veía que aquellas imágenes tenían que ver con mar, puerto, y el poema estaba escrito a voces.[12]

No es casual que en su momento fuera legitimado por El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Resulta muy significativo que a raíz de la muerte de Enrique Pineda Barnet el pasado 12 de enero de 2021, en las noticias culturales del Noticiero Nacional de Televisión se mencionara Cosmorama. Si bien el coguionista de Soy Cuba (1963) es atendido más por sus ficciones, su obra documental expone una cuantía y valores ideoestéticos a repasar.

Cosmorama no es el único ensayo documental cubano. ¿Es documental de creación por distanciarse de la institución o de la pedagogía al uso, por no comprometerse? Habrá que valorar conceptos y circunstancias para asumirlo o no de esa forma. Claro que es documental de creación y videoarte: se aleja de una narración dramática al menos convencional. Es la obra pictórica revelándose por su cuenta pero con criterios cinemáticos. Hay un director intérprete detrás. ¿Abandona por ello una postura política o carece de una ideología? Al contrario, motiva reflexionar sin necesidad de demostración alguna o de convencer. Ello le viene del ensayo escritural. Cuando menos, si de convencimiento se trata, primero es el del cineasta consigo mismo.


© Imagen de portada: ‘Abstract’ (detalle), de Sandú Darié.




Notas:
[1] “G. R. Aldo y la plástica neorrealista”, en Néstor Almendros: Cinemanía. Ensayos sobre cine. Introducción de Martin Scorsese, Editorial Seix Barral, España, 1992, p.75.
[2] Guillermo G. Peydró: “El film-ensayo sobre arte: del diálogo estético al ensayo ficcionado”, en www.acuartaparede.com/es/o-filme-ensaio-sobre-arte/ (consultado el 2/10/2021).
[3] Cfr. Daniel Céspedes Góngora: Eliseo Diego: registro de permanencia, Ediciones Ciego de Ávila, 2020, p. 30.
[4] Según André Gaudreault y François Jost: “La voz en off designará la voz del personaje fuera de encuadre que, sin embargo, se halla en el espacio contiguo (como en el campo-contracampo). Diremos que existe voz over cuando ciertos ‘enunciados orales’ vehiculan cualquier porción del relato, pronunciados por un locutor invisible, situado en un espacio y un tiempo que no sean los que se presentan simultáneamente a las imágenes que vemos en la pantalla”. Citado en El relato cinematográfico. Cine y narratología (Editorial Paidós, España, 1995, pp. 81-82). 
[5] David Heinemann: “Canto de sirena: la voz en off en dos películas de Raúl Ruiz”, en Artículos, Cinema Comparative Cinema, vol. I, no. 3, 2013, p.72.
[6] Un juego intertextual entre realidad e ilusión, en que las identidades se fusionan para subrayar un conflicto, lo logra el cubano Óscar Valdés en Muerte y vida en El Morillo (1971), donde en un pasaje los personajes de una radionovela parecieran acoger, como solidarizándose, las emociones de los protagonistas de Valdés. Es como si aquellos hablaran por estos, emulando sus “para sí” o pensamientos, cuando no las declaraciones que tal vez quieran hacer.
[7] Sobre ecfrásis cinematográfica se ocupa Laura Sager Eidt en su libro Writing and Filming the Painting. Ekphrasis in Literature and Film (2008).
[8] Philippe Dubois escribe sobre Godard, por ejemplo, en Video, cine, Godard (Libros del Rojas, Buenos Aires, 2002), empleando sobre todo el término ensayo audiovisual.
[9] Silvia Tomas: “El ensayo documental como crítica de arte: traducción audiovisual de la pintura y recuperación del tableau vivant”, en www.hyperborea-labtis.org/es/paper/el-ensayo-documental-como-critica-de-arte-70 (consultado 1/10/2021).
[10] “Peter Greenaway: cine y pintura”, entrevista de Miguel Ángel Muñoz con el artista, en Siempre, México D.F., 24 de julio de 1997, p.62, a propósito de la exposición de 285 obras plásticas de Greenaway en el Museo Rufino Tamayo. (Tomado de José Alberto Lezcano: El cine tiende sus redes. Relación de la pantalla grande con otras artes. Prólogo Daniel Céspedes Góngora, Ediciones ICAIC, La Habana, 2019, p.167).
[11] Jorge Luis Sánchez González ha sido muy atinado al reconocer: “Esa grandeza se percibe al ver al gran pintor, ahí, como quien se mueve entre el acatamiento meditativo deseado por el director y un auténtico y sutil yo interno que él aporta. Quién sabe si Lam necesitaba del documental, de su misterio, para comunicar lo que, precisamente, nunca será posible sugerir con la pintura”, en Romper la tensión del arco, movimiento cubano de cine documental (Ediciones ICAIC, La Habana, 2010, p.252).
[12] “Cosmorama: la arquitectura de una obra maestra”, en www.juventudrebelde.cu/cultura/2009-12-01




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Miguel Coyula: testigo revolucionario

Matthew David Roe

Coyula pudiera verse como el más reciente “testigo revolucionario”, uno cuya forma de hacer y entender el cine continúa evolucionando, reinventándose y desafiándonos. Alguien que no está aquí para acariciar o aplacar: está aquí para clavar el aguijón.