El discurso oficial instituido en Cuba sobre el involucramiento bélico del gobierno y las Fuerzas Armadas en la guerra civil angolana (desarrollada entre 1975 y 1991), se ha concentrado en la épica de esencia realista-socialista: la miniserie Algo más que soñar (Eduardo Moya, 1984), los largometrajes Sumbe (Eduardo Moya, 2011), Caravana y Kangamba (Rogelio París, 1990 y 2008 respectivamente), y el cortometraje animado Nʼvula (Juan Padrón, 1981); este último, atípicamente enfocado en los niños guerrilleros angolanos.
Por su parte, el apartado documental se concentra en las memorias de los veteranos, como sucede en las películas Corresponsales de guerra (Belkys Vega, 1985) y Roja es la tierra (Rigoberto López, 1986), y en varias emisiones del Noticiero ICAIC Latinoamericano.
La ampliación del campo fílmico independiente desde finales de los años ochenta, consolidado ya en el siglo XXI como una sólida contraparte de las agendas gubernamentales, ha propiciado un espacio para el análisis, nada propagandístico, de aristas de esta conflagración no abordadas con anterioridad: el día después, las huellas y las cicatrices que quedan en los soldados protagonistas, ahora veteranos.
En (aún) menor (y no suficiente) medida, se ha indagado en las resonancias que tuvo la guerra en los “personajes secundarios”, por haberse quedado a la saga de los paladines internacionalistas, o sencillamente por haber venido a la vida después. Pues la guerra no es cosa de una generación, sino un legado que se expande a través de las generaciones.
La primera deuda problémica y representacional que los realizadores independientes han buscado saldar con la guerra de Angola, ha sido la reformulación de quienes han sido considerados soldados en activo por un statu quo militar e ideológico que desterró de su vocabulario el concepto de veteranía, junto con todo el hato de connotaciones traumáticas que arrastra. Con esta estrategia lingüística y semántica se niegan las implicaciones de la condición de llaga, de mutilación física, mental y moral que implica la condición de veterano.
Para un poder que no deja de conjugar en presente un estado de excepción que dura más de medio siglo, resulta más cómodo hablar de combatientes perpetuos, de héroes listos para pelear al primer soplido de la corneta. Mejor recubrir las escoriaciones con el celofán de la épica, pues una guerra santa no destruye a sus actores, sino que los convierte en mejores personas, en poetas armados y mártires elegidos de alta lucidez.
En su calidad intrínseca de “no combatiente”, y en su calidad propagandística de “no veterano”, estas personas terminan inscribiéndose en la misma franja ambigua de los “no muertos” y “no vivos”, que comparten los vampiros y los zombis.
Irónicamente, una producción totalmente institucional, La emboscada (Alejandro Gil, 2015), sobre la cual abundé hace un tiempo, despoja a la guerra de Angola —nunca nombrada, pero suficientemente tipificada— de la pátina encomiástica, para revelar conflictos y traumas de seres humanos en sus roles de combatientes y veteranos, así como de sus esferas afectivas. Todo coronado por la escena climática donde intercambian medallas el padre, veterano de Angola, y el hijo emigrado, veterano de la guerra del Golfo, confluyendo ambos en el dolor común: haber pasado por la guerra. No importa cuál guerra; no importan los bandos ni los motivos.
La película de Alejandro Gil resulta antecedente inmediato de una serie de obras independientes, de corte eminentemente documental y cine-ensayístico, que han ido articulando una cartografía trágica del veterano de la guerra de Angola.
Días de diciembre (Carla Valdés, 2016), La finca del miedo (Lara Sousa, 2017), Los niños lobo (Otávio Almeida, 2019) y Entre perro y lobo (Irene Gutiérrez, 2020), también funcionan de conjunto como un gran sismógrafo fílmico —antropológico, psicosocial— que registra y mide, con aguda precisión, las réplicas microhistóricas, íntimas, generacionales, de ese terremoto bélico cuyo epicentro se localizó al otro lado del océano Atlántico, y casi medio siglo atrás. Una vez que la mariposa de la guerra angolana batió sus alas, se desencadenó un incontable tropel de tsunamis, cuyas implicaciones y consecuencias son impredecibles.
Días de diciembre:
Travelling de grupo con imágenes ausentes
La ausencia de registros audiovisuales históricos determinó la casi completa invisibilización de genocidios como el acaecido en la Cambodia del caudillo Pol Pot —quien rebautizó al país como Kampuchea Democrática— y sus jemeres rojos, entre 1975 y 1979. Esto no detuvo —más bien estimuló— al realizador camboyano Rithy Pan para evocar esta época y problematizarla con piezas documentales como S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos (2003) y La imagen ausente (2013). Lo mismo sucede con las matanzas anticomunistas de 1965 y 1966 en la Indonesia del general Suharto, repasadas y evocadas performáticamente por sus propios gestores en The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012).
En ambos casos, apenas subsistían algunas grabaciones y fotos, casi siempre de corte oficial; así como películas de ficción torpemente urdidas. Y algunos registros de actos masivos muy formales, pletóricos de sonrisas de hojalata y hambre apenas disimulada. Por eso, de cierta forma, La imagen ausente y The Act of Killing se convierten en impugnaciones y discusiones, desde el presente de los realizadores, con estos exiguos registros contemporáneos que sobreviven.
Con esta perspectiva discursiva se sincroniza la realizadora cubana Carla Valdés para urdir el entramado dramatúrgico de Días de diciembre, donde de manera coral escruta repercusiones de la guerra de Angola en las familias de los caídos en combate. Valdés hurga bajo los mantos heroicos con que la oficialidad recubre las más de dos mil inmolaciones de cubanos, tanto en obras audiovisuales como en la ceremoniosa y debidamente grabada Operación Tributo (7 de diciembre de 1989), y en posteriores evocaciones que persisten hasta hoy, las cuales se interconectan en las primeras secuencias de la cinta con efectiva elipsis visual y preciso montaje sonoro.
La propia voz reflexiva de la realizadora, superpuesta a tales imágenes solemnes, sienta las bases de esta discusión que se extenderá hasta sus propias pesquisas en los archivos disponibles en la actualidad, archivos tan oficiales como puede serlo la revista Verde Olivo, órgano oficial de las Fuerza Armadas. Una discusión pletórica de fotografías de actos militares y sepelios masivos de los caídos, donde el dolor de los familiares irrumpe, se impone, protagoniza y desborda.
La añosa Fela, protagonista del primer acto del documental, perdió a sus dos hijos mayores en Angola y en la aún más nebulosa incursión cubana en Etiopía; pero todavía se aferra a sus imágenes entre las brumas seniles de su mente, en detrimento de sus tres hijas vivas, y presentes, a las que ya no reconoce.
Los veteranos protagonizan los dos siguientes actos de Días de diciembre. Primero, la deconstrucción del ex combatiente Delfín, traumado por sus (no detalladas) experiencias, dolido por el olvido y la desatención oficial; y luego la del corresponsal periodístico Oscar, para quien el significado de sus medallas naufraga en las arremolinadas aguas que anegan su barrio en Guanabacoa, una comunidad marginalizada por la indiferencia gubernamental donde, según sus palabras, Angola reencarna con máscara de presente. El caso de Oscar deviene, además, epítome de la discusión constante de Carla Valdés con la imago precedente sobre Angola, pues el personaje aparece por primera vez en el documental Corresponsales de guerra, de Belkys Vega.
De personalidad magnética, Oscar es un obseso militante de la imagen, de la importancia de esta para exponer, denunciar, atestiguar los azares de su época; por eso resulta una acertada y alegórica conclusión para la película. Termina superando con creces el epílogo, donde la directora se empeña, con mediano éxito, en cerrar la circularidad dramática establecida en el proemio de su documental, seducida por determinadas circunstancias poéticas.
Un cubano que supo tirar bien
Durante sus estudios de segundo año de la carrera de Documental, que cursara en la Escuela Internacional de Cine y TV (EICTV) de San Antonio de los Baños, la realizadora mozambiqueña Lara Sousa perfiló, con su película La finca del miedo, un retrato audiovisual del veterano Alberto Santana, francotirador de las tropas cubanas en la contienda de marras.
Más que sobre las cicatrices de la guerra en su vida ulterior, el protagonista es interrogado, durante casi todo el metraje —con intenciones antibelicistas nada disimuladas por la confusa voz fuera de campo que lo inquiere—, acerca de las dimensiones éticas del soldado, y sobre los mecanismos del poder dentro de las dinámicas militares en campaña. Quizás para discernir las escalas de valores morales que guían los procederes de estos hombres, ligados a un sentido de la obediencia y la supervivencia… ¿más que del deber?
Santana rememora episodios dispersos de sus acciones en una zona peligrosa del teatro de operaciones angolano —rebautizada por los soldados como “la finca del miedo”—, donde quizás la concentración minuciosa en el cumplimiento metódico de cada misión lo hizo mantener la cordura y la entereza. “Yo tengo que disparar, porque yo voy cumpliendo una misión”, sentencia en algún momento.
Y Santana disparó: cazó hombres y mujeres de la UNITA, cuyas individualidades y condiciones humanas se diluyen en las identidades colectivas de “el enemigo” y de “blancos de misión”. En sus escuetas respuestas, no trasciende de lo meramente anecdótico. La entrevistadora, pertinaz, insiste en explorar los sentimientos, el sentido de responsabilidad personal con aquellas vidas que se cobró con su fusil, pero termina estrellándose una y otra vez contra la coraza sin remordimientos, sosegada casi hasta lo flemático, del soldado que supo cumplir las órdenes sin discutirlas.
Aunque las preguntas indican una indagación existencial, un exorcismo de los fantasmas del frente, el parco testimonio obtenido de Santana expone la descarnada elementalidad de la guerra, la simplicidad de la mente del soldado en activo: liquidas o te liquidan. Es un juego de supervivencias, un torneo de cazadores que baten el terreno para “limpiarlo” de enemigos, de los que luego se encargarán los aliados de las FAPLA (pues esta entidad autóctona “sabe lo que hace”, según explica el veterano). Su rol no interfiere con las misiones ajenas. El soldado es parte de un sistema compartimentado, fragmentado. Y cumplir órdenes implica asimilarse, asumirse y conformarse como fracción.
Los niños lobo:
La infancia como queloide del pasado
En Los niños lobo —exhibida en recientes ediciones de importantes festivales como San Sebastián y Biarritz Amérique Latin—, Otávio Almeida explora la influencia de la guerra de Angola en la pequeña familia formada por el veterano Visman Pacheco y sus hijos preadolescentes, Visman y Alejandro, quienes revelan una multidimensionalidad simbólica al ser descendientes y consecuencias, legado y cicatriz, futuro y reencarnación. A ellos acudió el director para que protagonizaran el que fuera su ejercicio académico de pretesis de la especialidad de Documental, también cursada en la EICTV.
Apenas es mostrada la efigie taciturna y misántropa del padre veterano —casi diluida en planos generales, un perfil fugaz en plano medio, un cuerpo de espaldas que se acurruca—, postrado en una silla de ruedas y en silencio, pero su figura hace del fuera de campo un reino desde el cual consigue la omnipresencia más absoluta. Tanto es así, que la propia diégesis del documental pudiera considerarse, sin muchas dubitaciones, una emanación mental del progenitor, un retablo onírico donde sus hijos son meras proyecciones de una psiquis perturbada.
Visman (hijo) y Alejandro, en sus distintas escenificaciones y recreaciones libres de los episodios bélicos de su padre —donde fabulación y verdad se diluyen en proporciones desconocidas—, pueden ser solo avatares antropomorfos de Fobos y Deimos. Personificaciones de fantasmas, remordimientos, aflicciones y culpas que todavía atormentan al padre, obligándolo a conjugar la guerra de Angola en un presente de innatural permanencia. Una extraña confluencia con la “psicoplasmosis” imaginada por David Cronenberg para The Brood (1979), donde la alienada Nola Carveth exteriorizaba sus tormentas mentales en una progenie terrible que brotaba de su cuerpo. La ausencia inexplicada de una figura materna refuerza esta inquietante analogía.
Almeida parece entonces documentar una pesadilla, el exorcismo de un trauma de guerra que aqueja a quien la neolengua del discurso oficial cubano —experto en el uso de eufemismos— nunca calificará de veterano, sino de combatiente. No solo el trastorno personal parece obligarlo a revivir Angola cada día, y a compartir la carga con sus hijos. Más allá de Angola, de las FAPLA, de la soberanía y la solidaridad antimperialista, la guerra es muerte, dolor y angustia que no se alivian con la compresa de la “satisfacción del deber cumplido”. La guerra es la sinrazón que engendra monstruos.
Alrededor de Visman no se aprecian olores de santidad ni aureolas celestiales. En su lugar, una cámara Kirlian captaría un aura sombría, contaminada por muchos retazos flotantes de historias de homicidios, safaris con bazucas, hambre, y muchas ganas frustradas de regresar al hogar. La supervivencia, la muerte y la lealtad ciega parecen reinar aquí, como trimurti definitivo e ineluctable.
Esta parece ser la savia que nutrió las vidas de los púberes desde sus nacimientos, naturalizando en ellos el trauma y la obsesión, que se convierten en motivo de esos juegos de guerra que forman parte del universo lúdico de la infancia toda. A la vez, se instituye un sistema de valores donde Caín deviene héroe por matar a un Abel culpado de traicionar a algo más grande que ellos mismos; por irrespetar a un dios sucedáneo, más sagrado que la familia y el amor fraternal.
Con estos juegos-pantomimas bélicas, los niños lobos de Visman son los encargados de repetir como farsas (mediante una recreación libérrima de elementalidad naif) las historias que sucedieran por primera vez como tragedias en las lizas angolanas. Frente a la cámara de Otávio Almeida, los jovencitos juegan a las remembranzas. Se travisten con los recuerdos del padre. Lucen uniformes verdeolivos, tan ajados y asfixiantes como las reminiscencias que reproducen.
Las dinámicas de vida de padre e hijos se revela como una hermética caja de resonancias evocativas —tales ideas sugieren los opresivos espacios de la casa que habitan, y los devastados exteriores que la fotografía revela tan discretamente como a Visman padre— donde los tres giran alrededor de sí mismos y desarrollan una simbiosis inquebrantable e irrevocable. Donde las palabras hijo, vástago, descendiente, no pueden conjugarse en tiempo futuro. Apenas se les puede conceder el mismo aberrante tiempo presente en que perviven, artificial y artificiosamente, los no veteranos.
Visman (hijo) y Alejandro permanecen junto a su progenitor en un recodo suspendido del continuo espacio-temporal. La guerra —la de Angola o la de la Cochinchina— es el órgano común compartido por este caso excepcional de siameses trillizos. Trinidad oscura donde los niños son fieles metatrones del atrofiado dios padre. Existen solo para ser su voz, sus gritos de dolor, sus confesiones, sus queloides purulentos, sus venas abiertas, su suicidio.
Entre perro y lobo:
En las montañas del sueño y la locura
En su condición ambigua, ya referida, de no-veterano y no-combatiente, el exsoldado cubano habita una zona de eclipse, de superposición de dimensiones de la realidad. Se acomoda en un pliegue de la existencia, sitiado tanto por un discurso oficial que eterniza su condición de guerrero, como por su vida personal en el período de posguerra. El estado de duermevela o sonambulismo resultante, halla una definición más (im)precisa en la paradoja felina de Schrödinger.
Hacia tal estado limítrofe de la existencia parece apuntar el título del largometraje documental Entre perro y lobo (2020), realizado recientemente por la directora española Irene Gutiérrez (Hotel Nueva Isla), también formada hace un tiempo en la EICTV.
La de Esteban, Miguel y Alberto es una historia de seres híbridos, mezclas de soldados y hombres, de guerra y paz, de realidad y (auto)ficción, de la Cuba “real” y la Cuba soñada. Es un relato de seres en fuga constante hacia la dimensión épica, hacia la ilusión y la alucinación, hacia el absoluto heroico.
Uno de ellos, Alberto, es el francotirador protagonista de La finca del miedo. El cortometraje de Sousa pudiera asumirse entonces como una suerte de prólogo del más extenso y complejo relato desplegado en Entre perro y lobo, donde las interrogantes abiertas por ese personaje hallan posibles respuestas, a la par que surgen nuevas dudas.
Habitantes de la casi atemporal serranía cubana, estos tres veteranos optan por construir y vivir en su propia realidad. De su existencia dual, abrazan la arista gloriosa por encima de la cotidiana supervivencia civil, y se autorrepresentan como soldados en activo. Como esos eternos combatientes, en perpetuo pie de guerra, que preconiza el oficialismo. (Re)viven la guerra como presente dinámico, emocionante, retador, y no como el traumático pasado que es, marcado por las cicatrices de lo irreparable e infestado por el remordimiento.
Como en Los niños lobo, Irene Gutiérrez dedica toda la primera hora de su metraje a registrar una representación, un mundo íntimo e ideal donde los hombres despliegan un autorreferencial juego de roles. A diferencia de la relación simbiótica, de retablo, casi de posesión, que se advierte entre Visman Pacheco y sus hijos, los tres autodenominados “guerrilleros” se convierten en alteregos de sí mismos, y se reconocen listos para guerrear en el minuto próximo. Permiten que sus cuerpos sean habitados por sus Yo del pasado; son médiums ideales para canalizar los fantasmas de sus juventudes y de una guerra apagada. Se dejan poseer hasta el tuétano por los espectros, alcanzando así sus verdaderas realizaciones, sus reales estaturas.
La búsqueda de la felicidad parece ser el gran fundamento de toda la película. Y también la libertad de ser (construirse) a imagen y semejanza de la ilusión, de las aspiraciones, no importan los métodos utilizados para conseguirlo.
En varias ocasiones, el montaje alterna las rutinas filmadas por Irene Gutiérrez y su equipo en el presente diegético de la película, con secuencias de registros documentales de la guerra de Angola. Más que establecer contrastes entre esferas de la realidad y la representación, estos engarces diluyen las barreras temporales y geográficas entre “aquella” contienda y esta. Termina siendo la misma guerra. Se deslocalizan más los protagonistas y sus asuntos guerreros. Ganan en autonomía los simulacros y los entrenamientos, perdidos (o mejor, hallados en sí mismos) en parajes montañosos que no necesitan ser identificados geográfica ni políticamente, pues pertenecen a esferas íntimas, ideales.
Los registros históricos son el único amago de contextualización que ofrece el documental en la referida primera hora de la película; hasta que, durante los últimos quince minutos, con cierto apresuramiento, casi de reojo, se rompe la burbuja de los guerreros y se revelan sus vidas en sociedad, como padres de familia, trabajadores, veteranos de una guerra perteneciente al sueño heroico que ya no tiene cabida en la pesadilla de la vigilia.
Esta faceta vital, representada y montada de manera áspera, distanciada, casi con extrañada renuencia, se intuye como un apéndice innatural, un lastre no deseado que mancilla el paraíso guerrillero de los protagonistas y que retarda su búsqueda de la felicidad, su ascensión definitiva al Nirvana donde encuentran su verdadera medida. Es el verdadero enemigo contra el cual han estado luchando todo el tiempo. El enemigo al que emboscan, al que asaltan. Contra el que se rebelan, contra el que arman su guerrilla particular. Mientras que la guerra de Angola es la zona de confort, la adicción bienvenida, el reino donde los errores no son irresolubles, pues no existe el pasado.
Esteban, Miguel y Alberto experimentan una repelencia extrema a la existencia “real”. Padecen alergia crónica a la dimensión espacio-temporal corriente, que los corroe con sus rutinas prosaicas y nada gloriosas. Que los vampiriza, les roba las energías y las alegrías. Les despedaza los sueños. Les impide ser eternos combatientes y les recuerda su condición de zombis: seres innaturales que no pertenecen. Por eso se escabullen, serranía adentro.
10 películas necesarias del cine independiente cubano
Antonio Enrique González Rojas
Esta lista, motivada por un renacer de viejas polémicas sobre lo independiente en el cine cubano, intenta localizar jalones cardinales dentro de una compleja cartografía fílmica. Tiene mucho de provocación, y mucho de llamado de atención sobre la necesidad de sistematizar, historiar y reivindicar este gran campo cultural.