Es una película. La historia la hacen los vencedores

Nada es más poderoso que el miedo y la muerte.

Cuando yo era niño, hice algo malo y mi abuela me pegó con una espumadera en la cara. Ella lloró tanto, que yo ni podía hacerlo. Mi abuela nunca más me volvió a pegar. Eso ocurrió en 1971.

La película deja al desnudo al poder y lo cuestiona, lo desenmascara, descorre una cortina de humo que, por espesa, no podrá desvanecerse fácilmente. Pero ya no será la misma, comienza a transparentarse hasta en sus entrañas y se nos muestra el rostro de lo que siempre has sospechado y tropiezas cara a cara con tus propios recelos.

Le quita el velo al miedo —acaso al terror— en su aparición-ocultamiento más tenebrosa y desfachatada. Desmantela el glamour del psicópata y su discurso contradictorio, deshonesto, oportunista, manipulador, de clara naturaleza enfermiza, y muestra el modus operandi del caudillismo creído y mesiánico.

Esa maledicencia y vocación de controlarlo todo y a todos te llama a la puerta, y temes abrirla y encontrar un mundo vacío, como le pasó a Pandora con su caja. Sabes que los males escaparon antes y te persiguen hasta hoy.

Tamañas generosidad y nobleza pueden causar un escozor persistente que te hace sangrar hasta querer violentar la escena en tu mente y todo se convierte en una angustia apocalíptica.

Yo no sé cómo yo actuaría si hubiera tenido que pasar por lo que pasó Heberto Padilla. Tampoco sé cómo lo habría hecho desde el otro lado de la barrera donde no están los toros ni los tiros y uno puede escabullirse.

Si reviso mi actuar ante situaciones parecidas, dista de lo que pasó allí. ¿Y quién soy yo para juzgar a nadie? Solo soy un simple mortal con tantos lados oscuros, como el que más.

Me quedo saboreando el documental tan achacosamente como los personajes que de un lado y del otro, en opresivo y caliente y demente y diminuto coliseo tropical, sienten y maldicen que tenían que haberse enfermado como el gran ausente poeta nacional.

El rostro de lo que siempre has sospechado.

Veo en cada cuadro cómo se desprende un hedor mezclado con la grasa de los autos lujosos que en ese mismo recinto hacían las más deliciosas orgías burguesas y emanaban sus savias.

En lo más personal, experimento un ominoso deseo de vomitar que hace que, por momentos, me sienta repleto de vergüenza ajena y propia, y el desprecio alimente lo peor de mí. Se hace efectivo el valor del testimonio como el dinero contante y sonante que no ves en tu bolsillo.

Te puede costar la vida, coño. Ya nunca va a ser como antes. El gladiador te cuenta la historia que quieren escuchar los mandamases y demás veleidosos. 

Con el buen oficio de cineasta entrenado, Pavel Giroud hace un distanciamiento del suceso como una oportunidad democrática y de gallardía para que el espectador pueda desentrañar la madeja y llevarse a casa su verdad o desechar su mentira.

Ver y escuchar a Padilla es, si acaso, la mejor representación tragicómica de un escritor y/o la mejor puesta en escena de la maquinaria diabólica de una revolución despótica que cierra sin tapujos la posibilidad de cualquier tipo de libertad.

Entre los efectos vomitivos que me provoca, está la gestualidad y el tono-ritmo-cadencia de la voz de la que se adueña Padilla, en sintonía total con los ademanes y la voz de Fidel Castro.

No sé si exprofeso, auténtico. Si una actuación “magistral” para burlarse de su principal torturador. O si es parte de ese fenómeno tan visto de personas tan permeadas, influenciadas, absorbidas —admiradoras o no de la figura— que terminan imitándola hasta de forma inconsciente.

También el llamado Síndrome de Estocolmo pudo haber hecho una aparición prematura poseyendo a un escritor que delira en su deseo por vivir a toda costa, aunque sea subyugado por su peor P(es)adilla.

¿Qué hay realmente detrás de ese poeta en una imitación de Fidel Castro cual actor profesional de experiencia? ¿Acaso el sarcasmo y la superioridad intelectual van a ser las armas escogidas para el suicidio y el perdón?

Los males escaparon antes y te persiguen hasta hoy.

La loa y la aclaración de la benevolencia; el harakiri y el parche antes que la erupción abrupta del volcán son los elementos que más van a retumbar en los oídos, hasta que quedes sordo de asombro y se te tatúe un happy face viendo la des-cara de los patrocinadores del chanchullo batiendo palmas y creyéndose el puro teatro.

La película de Giroud se crece con cada fotograma de una historia sórdida que es casi como el pan-no-nuestro de algunos días en la cotidianidad de una isla incierta por más de seis décadas. El documental, en lo formal, me atrapa desde el primer momento; el montaje te va llevando al paroxismo sin piedad, con elegancia y toda la libertad para cuestionar lo que está ante ti y ha sido parte de tu jodida existencia. Esa misma libertad que te fue arrebatada desde siempre y quizás ni te habías enterado.

El argumento, por sí solo, es una evidencia que grita a toda voz su derecho a existir después de largos cincuenta años en las mazmorras del instituto de cine y en las aulas del aparato de seguridad, inteligencia y contrainteligencia del “Estado socialista de derecho”.

Virgilio Piñera salva, y con él, los pocos que no aplaudieron aun estando sometidos a las peores amenazas. Tal vez sabían o pensaron que era más denigrante batir palmas en el espectáculo dantesco del coliseo tropical, donde el principal gladiador sudaba todos sus miedos sin control. El daño antropológico del adoctrinamiento, desde entonces, ya emergía imparable.

Qué bueno sería exhibir el documental en los pocos cines que quedan en la Cuba-país —no la aldea bajo el cacicazgo militar ni entre las bambalinas del PCC con su casta y sus castrados. También en la trasnochada fábrica de propaganda que es la televisión nacional y ver después qué tendrían que decir los escritores y artistas que pertenecen a esa institución (UNEAC); y mejor aún, los que no pertenecen a ella. 

En lo más personal, experimento un ominoso deseo de vomitar.

Y hasta —¿por qué no?— pedir un salvoconducto al dios proverbial y todopoderoso, a los dioses olímpicos, a los del panteón yoruba y a los dueños terrenales para que le dieran la oportunidad también a los muertos, a los desterrados, a los exiliados, a los defenestrados, de dar su opinión. Entonces, los simples mortales le agradecerán el ápice de valentía y podrían dar la suya a vox populi.

Me pasmo de ganas con Arenas contra una columna y su rostro lúcido y turbado y contraído. Con Piñera en cuclillas, como que el más grande esconde la vergüenza de todos y puja por defecar, sobre el suelo sucio de ideas castradas, toda la mierda que inunda las almas que allí transpiran la piedad revolucionaría, en un acto tan digno como el drama y el teatro que amparan a Virgilio.

Como un chispazo de humor y dolor me llega esa secuencia en que canta Ramón Veloz y termina con el Castro lanzando la nieve soviética ralentizado y que he disfrutado como lo hacía de niño —y de adulto— con los cortos a toda velocidad de Chaplin. ¡Cómo me gustaría ver las cuatro horas que duró el espectáculo!

De cualquier manera, como legado de suficiencia y obra inteligente que es, la película de Pavel Giroud comienza a llenar ese espacio que insisten en dejar vacío los dueños de nuestras jodidas vidas desde hace más de medio siglo.

Mucho falta por ver; demasiado por develar. La ley de la vida le va quitando del camino piedras indispensables a los “bárbaros”. Pero esas piedras son como grandes icebergs que en sus partes invisibles nos guardan las verdades ocultas.

¿Acaso el sarcasmo y la superioridad intelectual van a ser las armas escogidas para el suicidio y el perdón?

Conmovedor me resulta el final con las imágenes de jóvenes en protesta frente al Ministerio de Cultura que, con sus mascarillas por protección ante la pandemia, son el símbolo de la mudez a la que hemos sido sometidos desde siempre y que ellos desafiaron; cuyo grito de libertad ensordeció a los mismos que hace más de sesenta años secuestraron la verdad.

A veces me pregunto cómo pudimos ser ahogados tan fácilmente, cómo pudimos ser engullidos por la bestia que nos regurgita después con un cerebro blando y a punto de quedar líquido.

Algunas respuestas las pude constatar en El Caso Padilla.

También pude observar que, ciertamente, apenas somos unas personillas de carne y hueso, tan frágiles que la excelsa obra artística y literaria que los acompaña en la posteridad hace aguas ante la necesidad de sobrevivir y puede ser releída por el miedo sin tartamudear y acariciada por el poder como meretriz codiciosa.

Siempre tengo una sensación espuria y cual aullido desde esa selva me atraviesa por la espalda una luz inquisidora, que no ilumina y sí mata a la más auténtica usanza medieval.

¿Cómo voy a creer en un sistema que exhibe a un ser humano en un acto de inculpación?Sin pudor ni escrúpulo alguno lo utiliza como botín para el escarmiento y las amenazas —historia harto repetida. Es la mejor cara de una “revolución humanista” que asfixia al individuo por pensar diferente.

Mi abuela materna me mostraba unos pomos plásticos de un color amarillo chillón importados de Iraq o de Irán, no lo puedo precisar, que contenían manteca de carnero y tenían a los lindos animalitos pintados en negro y una indescifrable grafía en árabe. La gran matriarca de mi familia me señalaba aquellos bichos raros y me decía: “En esto se han convertido los cubanos: ¡en carneros!”.

Era más denigrante batir palmas en el espectáculo dantesco del coliseo tropical.

Eso ocurrió aproximadamente en ese mismo año de 1971, cuando el escritor está ante sus verdugos y ante sus colegas. Los valientes, los pusilánimes, los testaferros, los asustados, los aterrados, los ávidos de venganza, los hambrientos de poder, los necesitados de reconocimiento, los aduladores no tenían que disputarse una asiento en primera fila para respirar el miedo y oler el dolor, para desbeber las culpas que a todos nos legaron.

Parece una reverberación del recuerdo bíblico en voz de un Jesucristo altanero, justiciero y aleccionador en defensa de una infiel: “el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra”.

Pero ni la sacrosanta moral judeocristiana ni la oportunista dictadura del proletariado que aúpa a escritores y artistas revolucionarios bajo el manto de lo que el nuevo líder mesiánico dicta, podrán salvarnos de la desidia y la desvergüenza.

Yo tenía siete años, ya era insalvable. Todavía hoy, más de cincuenta años después del patético suceso, seguimos angustiados por el miedo y marcados con el tatuaje del rostro del soldado que fue degradado ante sus compañeros de armas; la ignominia.

Tanta barbarie y crueldad me hizo persistir en la zozobra de anhelar la posibilidad de tener otra vida, de poder reencarnar. Quisiera hacerlo en una mente estrecha, pobre, inválida; ser un ignorante, sin estudios, funcionar con estupidez; bruto, solo eso, la felicidad del bruto. Quizás tenga suerte y por mi acritud me condenen a la felicidad de la ignorancia y la brutez. Sería bueno.

La gente tiene derecho a tomar las decisiones que quiera y crea, y no la que otros quieran y, menos aún, a las que te obliguen.

Toda la mierda que inunda las almas que allí transpiran la piedad revolucionaría.

Con el paso del tiempo vas descubriendo que la posteridad te engañó, que te engañaste hasta vegetar en tus propios sueños más audaces y temerarios. Y hasta crees que todo es una mierda. No es tan así: hay un todo mierda y un todo menos mierda.

¿Qué se puede esperar entonces? ¿Qué se puede esperar de un país donde hoy permitimos que un tipo puesto de presidente por el más general de los generales exponga el fracaso de su gestión ante el “Parlamento” y los diputados lo aplaudan cual entusiastas focas amaestradas, el pueblo le grita el peor improperio del mejor vulgo y él siga ahí, como los Van Van?

Nada es más poderoso que el miedo y la muerte.

Cuba es un país saqueado, devastado, abandonado y destruido en sus esencias. Es una isla fantasma, un archipiélago de zombis. No hace falta un Ave Fénix, no hay cenizas. Los muertos vencieron. Los vivos conquistan.

La verdad llana a 24xSegundo verá la luz. El caso Padilla es una película loable. 


© Imagen de portada: Heberto Padilla en Berlín, 1995. Tratamiento de la imagen ‘Hypermedia Magazine’.




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Pavel Giroud: Leí el caso Padilla como el drama de Galileo Galilei

Ladislao Aguado

Una entrevista exclusiva con el cineasta Pavel Giroud a propósito de su más reciente película ‘El caso Padilla’.