Entre fanáticos, “cazadores de anacronismos” en el cine de naturaleza histórica, todavía se comentan algunos gazapos memorables, sobre todo en esos filmes que hicieron época con sus resonados éxitos de taquilla.
Recordemos, por ejemplo, el desliz del personaje de DiCaprio en Titanic (James Cameron, 1997), cuando le comenta a su enamorada Rose, interpretada por Kate Winslet, que de niño frecuentaba con su padre el lago Wissota en días de pesquería: un lago artificial que no existiría hasta cinco años más tarde, en 1917; o bien esa famosa Estatua de la Libertad verde —no era su color en 1912— que se ve en una escena de la película, con su característica llama dorada encendida durante la conmemoración de su centenario en 1986.
A pesar del intenso trabajo historiográfico que supuso la historia de Romeo y Julieta en un trasatlántico moderno, James Cameron no pudo evitar que asomaran otros “ligeros” desaliños (que la crítica de arte enumeró) en el proceso de reconstrucción epocal a través del exquisito diseño de vestuario, ambientación y personajes.
Ni siquiera Mel Gibson, ya con una consolidada carrera como director, especialmente en el cine de corte histórico, es inmune a estos “sutiles deslices”. A su Braveheart o Corazón Valiente (1995) no solo le señalan la pintura azul como símbolo de rebeldía en los rostros de los escoceses independentistas, ya en desuso durante el siglo XIII, sino también los tartanes, las típicas faldas escocesas empleadas por lo regular tres siglos después de la fecha que aborda la película, y que aparecen como vestimenta de los rebeldes en las escenas de batalla. Y a La pasión de Cristo (2004), a pesar de su extraordinaria recepción en el público y la polémica que originó entre católicos, protestantes y un largo etcétera de feligreses (sobre todo por ciertos tics antisemitas y su extrema violencia), se le censuran los parlamentos en latín de Jesús y Pilatos, quienes en realidad debieron hablar en griego, o la crucifixión a los reos con los clavos martillados en las palmas de las manos y no en las muñecas, como debió ser.
Otros filmes con relativos desajustes respecto al pasado pudieran engrosar esta lista. Bastaría googlear para descubrir los gazapos que se le adjudican a las taquillera Apolo 13 (1995), de Ron Howard: en ella es posible escuchar Let it Be (The Beatles), fonograma que no había salido al mercado en abril de 1970, el tiempo de la película (saldría en mayo); tampoco había razones para emplazar en el rodaje una televisión Sharp, ni los logos y uniformes identificativos de la NASA, todavía no usados en esa década.
La mención a la plataforma YouTube o la presencia de la consola y un videojuego de X-Box, ninguna de estas cosas existentes en 2004, año de la historia de The Hurt Locker (2008), no le impidieron a su directora Kathryn Bigelow que el excelente guion, montaje, sonido, dirección, entre otros apartados, merecieran varios premios, incluso el tan codiciado Oscar al mejor filme en 2009. Obviamente, el desaguisado escritural de Mark Boal, su guionista, no era para tanto.
En El Cid (Anthony Mann, 1961), una de las películas favoritas de Scorsese (a quien se le debe parte de los encomiables empeños por su restauración y reestreno en 1993), estremece oír al Campeador, interpretado por Charlton Heston, en su arenga de lucha contra los musulmanes: “Por España, por España”. Sorprende hasta la estupefacción. Desde el punto de vista histórico, lo correcto hubiera sido el Reino de Castilla.
En Gladiador (Ridley Scott, 2000), aunque muy leve, aparece la estela de vapor que deja un avión inesperado al cruzar el cielo de “Roma” sin previo aviso; también vemos las gafas de sol de algún extra en la muchedumbre del circo, y un sospechoso modelo de candado que aprisiona al personaje interpretado por Russell Crowe —se dice que, aunque inspirado en otro similar, escandinavo, del siglo XVI, tuvo en realidad su origen en los EE.UU. Eso sin contar los cascos, empleados a destiempo, de los gladiadores.
Por supuesto, no es necesario mencionar que el emperador Marco Aurelio no murió asesinado por su propio hijo, sino de una enfermedad, y Cómodo tampoco feneció a manos de un gladiador sino de un vasallo suyo. En realidad, tales “licencias”, permisibles en el proceso de reescritura y ficcionalización de la Historia, pueden “perdonarse” y admitirse en función de los intereses de entretenimiento que persigue la película. El filme, convengámoslo, fue un resonado éxito de taquilla.
Sab (Fidel Oliva Bolívar, 2004), acusa un pésimo tratamiento del diseño artístico y un desconocimiento profundo de las costumbres del siglo XIX cubano.
También recuerdo especialmente una escena en la tercera parte de la famosa trilogía de El Señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-2003): Ian McKellen, muy concentrado en interpretar al mítico y siempre adorado mago Gandalf en su pelea contra los uruks-hai, realiza un gesto brusco que revela un moderno reloj de pulsera —seguro carísimo—, oculto bajo la manga de su capa. El fotograma, por aquel entonces, se hizo viral en las comunidades virtuales dedicadas a Tolkien, acompañado de burlas muy ingeniosas.
.
Ahora bien, ¿qué pasa en la filmografía cubana?
La cinematografía nacional de los últimos años no escapa a tales desaguisados cuando se trata de filmes (medio y largometrajes que ameritan un mínimo de trabajo investigativo previo y una documentación rigurosa sobre el pasado histórico social que se pretende contar) con referencias epocales más o menos distantes.
Un filme como Sab (Fidel Oliva Bolívar, 2004), basado en la novela homónima de Gertrudis Gómez de Avellaneda, acusa un pésimo tratamiento del diseño artístico y un desconocimiento profundo de las costumbres del siglo XIX cubano en cuanto a vestuario, maquillaje, concepción de los personajes y ambientación del periodo colonial, sobre todo en lo concerniente al muestrario de las costumbres de los esclavos en las plantaciones azucareras, sus rituales mágico-danzarios, vestimentas, etcétera; amén de un lastimoso desconocimiento de la norma del español vigente en 1840, fecha de publicación de la novela de Avellaneda. En una escena en particular es visible hasta qué punto tales descuidos, por muy “sutiles” e inofensivos que parezcan, pueden afectar la pulcritud de la caligrafía fílmica: la Carlota niña, en su intención de alfabetizar al pequeño esclavo Sab, le dice, más o menos así, que “la palabra mamá se escribe con tilde y coger se escribe con g”; sin duda una perogrullada ortográfica en la variante del español contemporáneo, no así durante la primera mitad del siglo XIX.
Si era de interés del guionista y realizador incluir esta escena, que no aparece en el original de Avellaneda (una licencia de adición muy lícita en todo proceso de adaptación de obras literarias al cine), debió tener en cuenta que aquella norma del español era muy diferente a la actual. Por ejemplo: era frecuente que palabras actualmente escritas con “g”, se escribiesen con “j” y viceversa. La intención de alfabetizar al mulato esclavo por parte de Carlota era muy loable, pero la época dictaba justamente lo contrario de lo que ella instruía.
La cinta que hasta hoy resulta ser la campeona de los desaguisados de época (aunque como filme no clasifica justamente en la lista de películas sobre temas históricos, pero sí sobre asuntos concernientes a nuestro pasado más inmediato) es el mediometraje Camionero (2012), del talentoso realizador Sebastián Miló.
Muy laureado en festivales nacionales e internacionales, la película narra la historia de un joven homosexual víctima del bullying en un preuniversitario en el campo durante la década de los setenta del pasado siglo. Un tema bastante escabroso, sobre todo en una época de intolerancia y reciedumbre hacia la diversidad sexual en el imaginario colectivo de la sociedad cubana. La perfecta simetría entre argumento y puesta fílmica, las actuaciones, el trabajo de edición, fotografía y dirección, hicieron de este corto una obra muy bien acogida por el público y la crítica; sin dudas, un parteaguas en la todavía bisoña realización de Miló.
Sin embargo, el equipo de realización no reparó en que la locación escogida para la filmación no poseía las características de un preuniversitario del período, pues todas sus estructuras interiores: dormitorios, aulas, baños, etc., ya estaban remodeladas y habían perdido prácticamente todo el diseño original. Nuestros preuniversitarios en esa década, por ejemplo, no tenían carpintería de aluminio sino de madera; los clósets de los estudiantes eran de bagazo, muy rudimentarios, sin puertecillas y apenas con una sola gaveta. Tampoco las colchonetas en los dormitorios eran de esponja sino de lana, y los estudiantes no llevaban la vestimenta escolar ajustada al cuerpo, una moda que solo actualmente ha invadido los centros de enseñanza.
La cinta que hasta hoy resulta ser la campeona de los desaguisados de época es el mediometraje Camionero (2012), del talentoso realizador Sebastián Miló.
Por aquellos años tampoco existían las “zapatillas de marca” reconocibles en estos tiempos: se calzaba, por lo regular, botas o zapatos bajos. De igual forma, las libretas escolares blancas con el dibujo de la lechuza azul, que aparecen en determinadas escenas, no se correspondían con los modelos de aquel entonces, cuyas portadas y contraportadas, de un cartón tosco y rugoso, llevaban o bien el dibujo de una escuela típica cubana, el ya clásico modelo de construcción Girón, o bien la imagen de Elpidio Valdés en su caballo Palmiche en una reproducción de pésima calidad artística.
Otros elementos discordantes que pueden señalarse al filme: por ejemplo, en una escena, uno de los acosadores de Randy (Tony Alonso) hurta de su clóset un tubo de pasta dental Perla de color blanco. Antes, estos envases dentífricos eran de color aluminio y sin el diseño actual; mientras tanto, en la enfermería de la escuela aparecen unos medicamentos con envases dudosos, como también dudoso es el boxer de Héctor Medina: en aquel tiempo no había boxers, se usaban (usábamos) calzoncillos cortos con bandas elásticas en la parte superior.
Camionero puede resultar la campeona del dislate anacrónico, pero un filme como Ciudad en Rojo. Bertillón 166 (2009), también consigue provocar la estupefacción del espectador avezado.
No puede negarse que la película de Rebeca Chávez, con todo lo que pueda censurársele respecto a su cuestionable adaptación de la novela de José Soler Puig, demuestra un aprovechamiento creativo de las locaciones naturales para, según las pautas que demandaba la adaptación al lenguaje cinematográfico, recrear el complejo y hostil clima que vivieron los habitantes de Santiago de Cuba durante el último año, el más cruento, de la dictadura de Fulgencio Batista. Recuerdo con emoción, todavía, cómo el tráfico de la arteria principal de la ciudad, la calle Enramadas, permaneció cerrado al público durante la etapa de preproducción y rodaje para revestirse del ambiente característico de 1958, con los carteles lumínicos de la propaganda de sus establecimientos comerciales, aún existentes, y la presencia de un innumerable grupo de extras vestidos a la usanza de la época: pregoneros, domésticas de compras en mercados, billeteros de lotería circulando junto a las viejas camionetas, las perseguidoras de patrulla y los automóviles Ford, Chevrolet, etc. La populosa Enramadas, durante los días de grabación, parecía ella misma un anacronismo fascinante, una calle paralizada en el tiempo.
A pesar del excelente proceso de caracterización epocal, en determinadas escenas del filme se identifican, por ejemplo, los cimientos enmascarados de los predios del moderno centro comercial Alameda, cercano a la torre del Reloj de la Aduana. Las bombillas del alumbrado actual del parque Serrano fueron olvidadas durante el rodaje, como también se olvidaron de enmascarar lumínicos como el de la tienda La California, cuya versión actual no coincide con la de la época. Los bancos del parque Céspedes y el de la iglesia San Francisco, en los cuales se sentaron Xor Oña y Rafael Ernesto Hernández, respectivamente (el primero, durante la escena de su encuentro con Alberto Pujol; el segundo, durante su intento infructuoso de colocar un artefacto explosivo), son modelos correspondientes a la etapa contemporánea. Y para rematar —imperdonable descuido–, en la escena de Larisa Vega y el soldado batistiano, en el exterior de la explanada del Cuartel Moncada, es posible advertir, al fondo de la actriz, de manera muy difusa, la silueta del edificio de 18 plantas Cinco Palmas, cuya construcción data de la década de los 80, junto a los restantes predios de similar arquitectura que hoy conforman el antiguo centro urbano Sierra Maestra en plena avenida Victoriano Garzón.
Otros elementos presumiblemente anacrónicos en filmes cubanos de tema histórico, si bien pasaron inadvertidos durante la exhibición, pueden resultar cuestionables si se observan con detenimiento las escenas en que aparecen.
Por ejemplo, en José Martí: el ojo del canario (Fernando Pérez, 2011), las botas de los niños Martí y Fermín tienen un sospechoso parecido con el típico modelo de las conocidas botas rusas; resulta extraña la paletilla del médico que examina la boca del niño Martí, muy semejante a las desechables de madera que utilizan los galenos cubanos actuales; también: ciertos quinqués y faroles del alumbrado doméstico, el grillete del Martí adolescente en la escena de las canteras de San Lázaro y, por último, el Mariano Martí que escribe con la zurda —como el actor— bien pudieran dejar cejijunto a cualquier historiador especializado en temas martianos.
Ciudad en Rojo. Bertillón 166 (2009), también consigue provocar la estupefacción del espectador avezado.
En Lisanka (Daniel Díaz Torres, 2009), tenemos los modelos de fusiles AKM en los años de la Crisis de Octubre, cuando se sabe que ese armamento vino después; en El acompañante (2015, Pavel Giroud), las zapatillas del actor Yotuel Romero; y en la polémica y censurada Santa y Andrés (Carlos Lechuga, 2016), la escena en que Andrés abandona la casa para entrar a la letrina con una página de periódico en las manos, visiblemente en forma de tabloide, como los diarios cubanos actuales, y no el antiguo formato largo, anterior al Período Especial. En este último filme vemos también la matrícula de un Lada en su versión de tres letras y tres dígitos, y no en la de dos letras y cuatro dígitos —como correspondería a los años 80— y hasta un lavamanos pequeño, muy similar a los actuales modelos Piag, en el baño del hospital del pueblo.
Aunque por cuestiones de producción y dirección no se incluye en la nómina de filmes cubanos, la tetralogía novelesca de Leonardo Padura llevada a serie fílmica de cuatro capítulos independientes por el director español Félix Viscarret, ostenta el récord de mayor concentración de anacronismos en la caracterización epocal: inicios de los años 90.
En Vientos de La Habana, ambientada en los años 1991-1992, se emplean locaciones como la del preuniversitario de La Víbora, donde los estudiantes no visten el uniforme amarillo sino el azul, acodado a la moda contemporánea. El director del colegio (Patricio Wood), durante el interrogatorio que le hace el personaje de Carlos Enrique Almirante, dice esta frase, refiriéndose a sus alumnos: “No les interesa nada, a no ser los Adidas”; sabemos que durante esos años tales zapatillas no estaban tan generalizadas en el mercado. Aparece un televisor Krim, o Caribe, sobre una mesa más moderna para TV: aquellas mesas negras, con ruedas, que durante un tiempo se vendieron en las tiendas recaudadoras de divisas y que aún pueden verse en muchos hogares cubanos, son de finales de los noventa. El decorado de la estación de policía, muy inspirado en los filmes noir norteamericanos, luce cortinas corredizas inexistentes en esos años; el sonido de la telefonía es analógica en vez de alámbrica y los expedientes en las estanterías son carpetas de acrílico.
En la pared de la oficina de Mario Conde (Jorge Perugorría), un almanaque vistoso que parece traído del futuro suplanta al almanaque que debió ser: alguno salido las rústicas imprentas de antaño, por lo regular de uno o dos colores, en folios amarillentos de dudosa calidad. Una modernizada sala de morgue surge en medio del metraje, así como monitores de TV como los de hoy día (en la oficina del personaje interpretado por Enrique Molina, por ejemplo, y en el cuarto del jardinero), y teléfonos, y computadoras (aquel monitor de PC moderna que asoma en la habitación de la profesora asesinada), y el ventilador de techo en la sala del negro ebanista, y el carro de Conde circulando por las calles de La Habana con matrícula de color amarillo, en sintonía con la época, junto a vehículos que la dirección de arte debió advertir al director español que llevaban matrículas actuales…
Ni hablar de aquellas tomas aéreas donde se divisa fácilmente el Capitolio en su aspecto actual en restauración, o la frase “Revolución es no mentir jamás” en la pared de la estación de policía, o los oficiales de policía en la puerta con fusiles AKM, armas que en Cuba no pertenecen a la policía sino al ejército.
Se me dirá, claro, que todos estos últimos elementos, más que símbolos estéticos que vierten un torrente de crítica sociopolítica, son expresiones de la carnavalización del referente cultural, social y urbano, propios de la poética narrativa de Leonardo Padura; pero más allá de una funcionalidad ideoestética francamente sobresaturada en la estrategia discursiva del narrador, aquí parecen una impostura de dudoso tratamiento artístico.
“Oro parece…”, reza el acertijo popular, pero convengamos también que no hay que hacer de todo esto un exabrupto. Es así. Es lo que sucede cuando se pretende resolver problemáticas disímiles en los procesos de producción y rodaje, máxime si el escaso presupuesto exige echar mano a “soluciones” más o menos efectivas, aunque algunas de ellas —hacer pasar gato por liebre, por ejemplo—, implique desdorar la estética artística en un aquelarre de anacronismos.