Yo estaba aún en la Universidad de la Habana cuando A. R. me llamó desde aquel antro que era la Casa de la FEU[1]: “¡Oye! Ven rápido que tengo que mostrarte una cosa”.
Él sabía que por teléfono no se podía hablar mucho y mucho menos por el mío. Allí, en los bajos, entre el patio y la casita, A. R. saca de su bolso un libro, una edición conmemorativa del poemario Fuera del juego con documentos del caso Padilla. Una joya que se obstinaba en esconder de la vista de todos.
Yo, personalmente, no sabía cuán poderoso era ese documento hasta que comencé su lectura. Mi interés, más que literario, era tratar de entender y leer la injusticia, el desatino político, la tortura, las atrocidades bien pensadas y maquinadas por el brazo siniestro de la cultura revolucionaria. Los relatos, epistolarios, posiciones y discusiones allí publicados eran ejemplo de un nivel más profundo del “realismo socialista”: el “realismo castrista”.
—Este libro recibió el premio Julián del Casal en 1968 —me dice A.R.
—¿Y por qué lo prohibieron? —pregunté inocentemente.
—Por haber recibido el premio Julián del Casal —me responde con sarcasmo—. En el jurado estaba Lezama Lima. Este libro es explosivo.
En mis lecturas y diálogos que tuve con el libro y con amigos, no pude dejar de hacer un salto de muchas páginas e ir a los documentos. A modo de introducción, a treinta años de Fuera del juego, el mismo Heberto Padilla había escrito:
Mi encarcelamiento en 1971 marcó un hito en las relaciones del régimen revolucionario cubano y la cultura internacional. Figuras relevantes del arte y la cultura de todo el mundo rompieron con los métodos represivos que el régimen cubano emplearía sistemáticamente para reprimir la libertad de expresión. Sartre, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Susan Sontag, Juan Goytisolo, Federico Fellini, Marguerite Duras, Alberto Moravia y otros 72 escritores y artistas condenaron los métodos totalitarios de Castro y nunca más volvieron a la isla. Lo que vino después fue una política de hostigamiento que ya ha durado treinta años.
Luego de comerme a dolor aquellos textos, salí a autoflagelarme, a crear en “obra” lo leído, lo pensado, lo sufrido. Realicé Balsas y horizontes, un cortometraje edulcoradamente disidente y contrarrevolucionario, de una tremenda mediocridad, cuyo sujeto cinematográfico era la voz de un Heberto (Raudel Collazo) que decía:
A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia […]
Le pidieron el pecho el corazón los hombros.
Le dijeron
que eso era estrictamente necesario.
Le explicaron después
que toda esa donación resultaría inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.
O gritaba, aunque nadie lo oyera —a Heberto—, y en aquel momento me oyeran a mí:
Di la verdad,
Di, al menos, tu verdad.
Y después
deja que cualquier cosa ocurra.
Y es que ese libro, esos sucesos, esos testimonios han sido por mucho tiempo una leyenda que circula entre los grupos de cierta “intelectualidad alternativa” cubana porque son una de las tantas grandes manchas de Castro.
La autocrítica de Padilla es una expresión, in extremis, del llamado lavado de cerebro. Solo que a él no le lavaron el cerebro. Padilla utilizó el jabón Candado revolucionario para dejar a la Revolución, por un momento, tomar su lengua y su cuerpo, y flotar en un cielo nublado de palabras demenciales. Era esa la realidad propuesta por el Gobierno Revolucionario para aquellos que, con su arte y cultura, se insurgiesen.
Mas no era solo la “autocrítica” de Padilla lo que había generado malestar y oscuridad en 1971. Era también el I Congreso de Educación y Cultura, iniciado el viernes 23 de abril, que había traído “entusiasmo en el pueblo”, vigilancia en las instituciones y temor en el arte. Esa semana, la Seguridad del Estado cerraba sus filas y ultimaba detalles para la máxima expresión de la dictadura y el autoritarismo: la educación y la cultura, elementos faro, que serían silenciosamente despreciados por el poder.
Así, el martes 27 de abril, Heberto Padilla, luego de una breve introducción de José Antonio Portuondo, representante de la buena voluntad del “resplandor” de la Revolución, toma la palabra. Haría su autocrítica con una camisa de mangas largas, sudada. Pocas veces se secó el sudor Heberto, a pesar de sus espejuelos y su miedo.
Su discurso fue una autoflagelación pública. Ese día, en realidad, era Fidel quien hablaba en el cuerpo de Padilla. La gestualidad y las palabras eran aberrantes: “Yo compañeros, como he dicho antes, he cometido errores imperdonables. Yo he difamado, he injuriado constantemente la Revolución, con cubanos y extranjeros”.[2] Porque contra la Revolución, ni pensar. Es precisamente por pensar que la Revolución odia.
Aun no siendo escrita por su mano, ese hablar clamaba por su alma: “Esas fueron mis torpezas, y en realidad esto es el centro de mis errores: el deslumbramiento por las grandes capitales, por la difusión internacional, por las culturas foráneas; este es el punto de partida de todos mis errores; errores de los que yo quiero hablar y hablar y hablar, como todo hombre, que quiere liberarse de un pasado que le pesa”.[3]
Autocuestionamiento, juicio y ejecución sobre su ser, sobre su persona. Una especie de hechizo tenían esas palabras: “yo temo, sinceramente, que mi experiencia, que todas las cosas que yo he sufrido y toda la vergüenza y el bochorno que he sentido durante estos días, no sean suficiente para que cada uno de mis amigos escritores las sienta, las experimente como las he sentido yo.[4]
Heberto contó sus días como cada prisionero, como cada encerrado: 37 días, 37 días en la Seguridad del Estado. Pasó ese tiempo en la Institución y con la Institución. El único que no pasó, al menos no visiblemente, por aquel lugar, para escuchar y sentir el dolor y el horror de un Padilla encalzoncillado, fue Fidel Castro. La Seguridad del Estado era la voz y el brazo de una mente que, en los años 70, terminó de torcerse con la locura del poder.
Años después, en 1983, Padilla declararía en Francia, en la emisión literaria Apóstrofes:
Yo lo hice porque era la sola alternativa que yo tenía para apoyar a mis amigos […]. Entonces, ellos me propusieron [Seguridad], luego de haberme golpeado, por supuesto, de muchas maneras y de haberme torturado moralmente de todas las maneras posibles; ellos me propusieron de escribir una carta, porque yo había generado una reacción internacional muy negativa para la Revolución cubana. En ese momento, yo mismo, yo estaba del lado de la Revolución, yo no estaba contra la Revolución. Entonces, yo leí la carta que ellos me propusieron de firmar; yo descubrí que yo no decía nada ahí, que no había acusaciones criminales legalmente; y entonces yo me dije, ¡hay que hacerlo! Era la única alternativa, hacerlo. La carta, la autocrítica en el seno de la Unión de Escritores, fue exactamente la repetición, de memoria, de esa carta.[5]
Sería Reinaldo Arenas el que nos invitaría a la comprensión:
Durante 10 años, Padilla, al igual que el Winston de Orwell, vivió vaporizado en Cuba, hasta que en 1980 logra trasladarse a Estados Unidos. Recuerdo sus palabras en el discurso pronunciado en la Universidad Internacional de la Florida en 1980. Allí Padilla dijo, aludiendo a su obligada retractación, que tuvo que hacerla, “porque cuando a un hombre le ponen cuatro ametralladoras y lo amenazan con cortarle las manos si no se retracta, generalmente accede; ya que esas manos son más necesarias para seguir escribiendo”.[6]
El mismo Arenas, que también fue invitado a la autocrítica, remarcó, con ese mirar que solo él tenía, la presencia de las cámaras ese día. ¿Por qué filmarlo? ¿Para qué? ¿Para quién? Escribe sobre una retractación obligada —y filmada—: “esta vez el espectáculo era además filmado; lo cual de paso nos enseña que el avance de la técnica no tiene por qué disminuir el de la infamia.[7]
Yo fabularía. Diría que fue filmada para que lo viese, tranquilo en el silencio y en lo desconocido de la chambre noire, Fidel. Así, el viernes 30 de abril, en la noche, Fidel Castro cerraba el Congreso con un discurso donde dejó sentir su voz, su oralidad de hombre desquiciado de rabia, con ansias de venganza y prepotencia de dictador:
Y desde luego, como se acordó por el Congreso, ¿concursitos aquí para venir a hacer el papel de jueces? ¡No! ¡Para hacer el papel de jueces hay que ser aquí revolucionarios de verdad, intelectuales de verdad, combatientes de verdad! Y para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional, tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad, revolucionario de verdad. Eso está claro. Y más claro que el agua. Y las revistas y concursos, no aptos para farsantes. Y tendrán cabida los escritores revolucionarios, esos que desde París ellos desprecian, porque los miran como unos aprendices, como unos pobrecitos y unos infelices que no tienen fama internacional. Y esos señores buscan la fama, aunque sea la peor fama; pero siempre tratan, desde luego, si fuera posible, la mejor.
Tendrán cabida ahora aquí, y sin contemplación de ninguna clase, ni vacilaciones, ni medias tintas, ni paños calientes, tendrán cabida únicamente los revolucionarios.
Más allá de unas palabras a los intelectuales, eran gritos de ataque a las hordas, al populacho. Ser (no) revolucionario era sinónimo de condena y muerte. Lo curioso es que, fuera de las personas que estaban en ese lugar, no hay un rastro del archivo audiovisual de la autocrítica. Solo quedaban el texto retractado y el murmullo de aquellos que leyeron y experimentaron aquella situación.
Pero hace algunos años, en una de esas casas con seudotertulias en El Vedado, un amigo me hablaba otra vez de todos esos sucesos. En ese momento llegó J. P. y nos dijo que él había visto la autocrítica. Pocos le creímos; era imposible. Hasta que nos susurró: “La vi con Abel Prieto”. ¿Solo Abel Prieto y J. P. la vieron?, me pregunté en aquel entonces.
Sin embargo, hace apenas unas semanas, junto con un extracto de ese archivo —publicado en Youtube, en diciembre de 2020, por Hamlet Lavastida—, sale El caso Padilla, una película documental realizada por Pavel Giroud; cuyo tráiler nos hace esperar una revelación última de esos sucesos.
El carácter algo sensacionalista de su edición nos hace percibir gestos y voces conocidas, nervios y miedos en los rostros del público de aquel día. Es un tráiler que nos hace querer devorar el archivo con todos los sentidos, en un voyerismo sobre la violencia infligida en el cuerpo y la mente de un ejecutado.
No obstante, el título del filme me hace dudar: El caso Padilla, no; más bien La autocrítica de Heberto Padilla. Por eso quise ver a través de los ojos de la prensa, de aquellos que ya vieron la obra sobre la tortura; quise saber lo que había expresado el propio Pavel Giroud.
Examinando cada titular, encontré en La Nación: “Una historia con ecos en la Cuba de hoy”; en El Mundo: “La imagen del testimonio perdido que desmonta a Fidel Castro”; en Variety: “El golpe más sorprendente de “El Caso Padilla” es la recuperación del material filmado, de la retractación de Padilla, enterrado en un archivo gubernamental cubano durante 50 años”.
Los titulares reflejaban de manera indirecta aquello que no podía dejar de preguntarme: ¿Cómo el director obtuvo el archivo original? ¿Cómo no ensuciarse al menos la punta de los dedos, con tanto polvo almacenado en esos celuloides? ¿Por qué ahora? ¿La Revolución se define vulnerable hoy? ¿Esa filmación era un archivo del ICAIC? ¿Estaba este archivo en el ICAIC?
Las respuestas de Pavel Giroud llegarían desde diversos medios. A la AFP, declaró: “Lo que llegó a mis manos fue una copia en una cinta de video, no el negativo original […]. El destino quiso que llegara a mis manos, porque también fue accidental, no fue buscado por mí, aunque ya yo tenía interés hacía mucho tiempo en el caso Padilla”.
Por otra parte, en el Festival de Cine de San Sebastián, en el espacio Horizontes Latinos, una periodista lo interrogaba: “Precisamente, el documento ha estado 50 años […] sin saber […] oculto […] ¿Cómo tuviste acceso a este documento?”. Solo un revolucionario fiel pudiese haber tenido acceso directo a esta cinta y enviarla a las manos del realizador. Aunque Giroud responde: “Llegó a mis manos por azar, pero no puedo contar más sobre eso”. Cierto es que Cuba puede ser a veces el maravilloso mundo de los azares.
Pero Pavel Giroud no es un realizador; es un metteur en scène que ha podido llevar su arte a premiaciones en muchas partes del mundo. Las instituciones cubanas lo estiman por la grandeza de sus obras; incluso, con su filme El acompañante representó a Cuba en la carrera a los Oscar y a los Goya.
Giroud no es un realizador joven de la Muestra; es un cineasta consagrado y querido por el público cubano. Es de esos realizadores que, en un forcejeo de criterios con el ICAIC, logra que la institución actúe de una manera “lógica y funcional”.[8]
Entonces, según las propias palabras de Fidel Castro que han determinado el rumbo cultural cubano hasta hoy, Pavel Giroud es, aunque a veces no lo parezca, un revolucionario. Pues, “ para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional, tiene que ser revolucionario de verdad”, y mucho Coral ha recibido Giroud.
¿Cómo puede entonces un “revolucionario de verdad” exponernos un documento “contrarrevolucionario”? ¿Cuál será el ángulo que contempla el realizador en su documental sobre el horror de un hombre “fuera de la Revolución”? ¿Qué pensaría ese Padilla de ser “refilmado” por un prodigio de la Revolución?
En tiempos donde las masas parecen cuestionar el “estar en contra” o el “estar a favor”, ¿cómo se analiza el supuesto “estar en contra” —desde lo horrendo del caso Padilla— de las manos de quien, por su filmar, actuar y pertenecer, siempre ha parecido “estar a favor”?
Artísticamente, el documento audiovisual tiene un valor testimonial importante sobre los horrores cometidos por la Revolución y por Fidel. El material en sí mismo cuenta una historia; pero, ¿cuál es la que cuenta la ficción del guion que lo rige?
En esa misma entrevista en San Sebastián, la periodista continúa preguntándole: “¿Cómo un creador se puede sobreponer a una situación de estas?”. A lo que Giroud responde, tal vez un poco evasivo por ponerse en la piel de un artista apagado:
No ya un creador, Galileo Galilei estaba convencido que la Tierra era esférica y les dijo a todos que era plana […]. Esto ha ocurrido siempre. Yo no sabría […] mientras hacía la película, todo el tiempo me preguntaba qué haría yo en su lugar. ¿Haría lo mismo? Y estoy convencido de que sí. Tiene que ser terrible estar un mes en la cárcel. Además, cárcel de alta seguridad. La cárcel de la inteligencia cubana que tiene recursos para desestabilizarte completamente. Es lo que ocurrió. Yo creo incluso que este hombre tuvo la sangre fría de ironizar. Hay que tener la sangre fría para decir cosas ahí de la manera en que él las dice. Todo el mundo debate si a él le habían hecho un lavado de cerebro o estaba siendo sincero; si el miedo lo hizo mentir o si estaba efectivamente, como él ha dicho siempre, enviando mensajes a sus colegas e ironizando.
Lamentablemente, el realizador no responde la pregunta, pero nos deja entrever, en parte, su visión y sentir. Dice que “esto ha ocurrido siempre” y es ese “siempre” el que los hijos de la Revolución hemos tenido, pues fueron Fidel, la Revolución y su aparataje represor los creadores de un Heberto en nervios.
Aún trabajando con materiales que pudiesen ser pruebas irrefutables de crímenes y atentados contra los derechos fundamentales de un ser humano, Pavel Giroud parece tratar a los criminales como un ente omnipresente que ya estaba allí, que nunca desaparecerá, que es una realidad perenne para el pueblo cubano y para aquellos que estén en su lugar. “En la cuestión ideológica, también tenía muy claro que yo no iba a hacer una película condenatoria; que mi juicio no iba a estar en la película. Tenía claro que iba a exponer un suceso y que el propio público fuera quien completara el discurso”.
La periodista parece complacerse con esta respuesta. Años después, los ojos cubanos siguen sin querer mirar el sol de frente, por miedo a cegarse. Pero sentirse en libertad es pensar “si debieran o no” acontecer hechos violentos como estos a cualquiera.
¿Cómo no condenar lo sucedido a Heberto? ¿Cómo no condenar 37 días de injusticia, años de represión y décadas de fugas y persecuciones? ¿Cómo no condenar a la Revolución, a sus dirigentes, a Fidel Castro por tales sucesos y otros tantos? El juicio, la condena al régimen, es la “película” en sí misma, desde la voz de Padilla hasta el sudor de su camisa. El público de ese filme, de esa filmación, de ese día, no precisa completar nada.
Sin embargo, Giroud argumenta: “A la vez que Padilla entra en mi zona, es un personaje cinematográfico, como lo es Fidel Castro, como lo es todos los demás. Son personajes y los trato como personajes”. ¿Al convertirse en personajes, la realidad de los hechos, la continuidad de la historia, es borrada, desparecida, obviada? ¿No tiene cada artista una responsabilidad con su obra, con su tiempo, con Cuba? ¿Es también el espectador irresponsable y antipático con los sucesos e historias mostradas en este documental?
Podría entenderse entonces que, mientras se editaba esta obra, Heberto no existía. Estaba en su lugar Padilla como personaje, con un rol preciso, un papel a cumplir en la imaginación. En su exposición en salas, ¿no veré yo un Heberto sufrido y torturado?; ¿veré un Padilla, comentado por otros archivos, que “habla y habla y habla”, un hombre irreal, un suceso inexistente y ficticio?
El archivo original parece durar unas 4 horas. Ese es el documental, la película de cinéma vérité. Podría, incluso, ser ese el corte del director de El caso Padilla: 4 horas completas, realizadas por Pavel Giroud. Porque, ¿cómo nutrirse sin memoria histórica?, ¿cómo pensar olvidando?
Con dolor, espero para ser voyeur perverso del sufrimiento de un hombre que parecerá no haber existido. Temo el olvidar, el banalizar, el normalizar. Temo la desaparición y el recorte de la Historia.
© Imagen de portada: Heberto Padilla (fotograma).
Notas:
[1] Casa Estudiantil de la Universidad de la Habana, sita en calle K y 27, El Vedado, La Habana.
[2] En Casa de las Américas, año XI, no. 65-66, marzo-junio, 1971, pp. 191-203.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] “La Liberté d’écrire”, en Apostrophes, Archives INA, 1983.
[6] Reinaldo Arenas: Necesidad de libertad, Kosmos, México, 1986.
[7] Ídem.
[8] Luz Escobar: “Portándose bien, poco se ha logrado”, en https://amp.14ymedio.com/cultura/Portandose-bien-logrado_0_1846015382.html.
Jafar Panahi frente al espejo
Antonio Enrique González Rojas
Para los rectores de la República Islámica, la única manera en que el mundo tiene sentido es que Panahi no filme. Para Panahi, la única manera en que el mundotiene sentido es filmando.