‘Mank’, o la reivindicación del intelectual quínico

A la industria de Hollywood le gusta revisitarse, mirarse el ombligo. Sabe que esta estrategia casi siempre le asegura el éxito: a los cinéfilos les gusta descubrir guiños a obras y momentos importantes de la historia cinematográfica. En los últimos años se han sucedido películas que cumplen este propósito: La La Land y la fascinante Once Upon a Time in Hollywoodestán entre las mejores logradas. Ahora tenemos la extraordinaria Mank.

Decir que esta última “es una carta de amor al cine”, a la etapa gloriosa de su esplendor, es llover, o mejor, encharcar sobre mojado. Basta de cartas de amor: esta película es mucho más que esa edulcoración vacía del desgano.

La última pieza de David Fincher resume algunas de sus obsesiones, de su exploración de la psiquis humana y sus desperfectos, tema que ha explorado anteriormente en su filmografía (Fight Club, Seven, Mindhunter, Gone Girl, etc.). En esta cinta que nos ocupa, asistimos a la toma de conciencia del ser humano.

Desde la presentación del protagonista, nos encontramos delante de ese personaje que tanta empatía causa: el hombre culto y hastiado de la vida, que resume su filosofía en la burla diaria. Herman Mankiewicz es un cínico, se nos presenta como tal. Tiene el sarcasmo en la punta de su lengua, dispuesto a azotar y recordar al mundo que “la vida es una gran broma”.

Pero quedarnos con esa sola imagen, para reconocer a un individuo, es demasiado obvio. Fincher no es tan simple. El guion de Mank pertenece a su padre, Jack Fincher, y este es otro clarísimo homenaje fácil de descifrar.

Los Fincher construyen su sujeto paso a paso, toma a toma, incluso agregando comentarios sobre el deber de una biografía y sus funciones. En una escena, cuando el representante del escritor encarnado por Gary Oldman le recrimina al guionista los entresijos del guion, este último le responde que en dos horas de metraje no se puede mostrar a nadie en su cabalidad: solo se pueden dar pautas, momentos que conformen el carácter, y dejar que el espectador haga el resto.

Justo la misma tarea que pretende llevar a cabo el director de Mank.


Vamos a la trama.

Herman tiene 43 años en el momento en que se enfrenta a la elaboración de su obra magna, esa monumental pieza que supone Citizen Kane. Es un intelectual comprometido con su estilo de vida decadente, apostador y alcohólico, para el que la vida carece de todo sentido estricto. Despliega su comportamiento sardónico como un arma de lucha contra el mundo, casi siempre arrepintiéndose de sus acciones por el daño que causan en el otro. La intención de sus comentarios nunca es herir, sino restar sentido a las vicisitudes ajenas. Tal como se nos muestra al inicio, no le interesan las causas políticas; está apartado de todo posicionamiento, al menos a la vista pública.

Aquí aparece la gran interrogante: ¿Puede un intelectual apartarse de todo contenido político?

Pausa.


Al parecer, el cinismo es la vía para la consecución de este fin. Pero el cinismo actual, no el que planteaban Diógenes y Antístenes allá por la Grecia clásica. Los fundadores de la escuela cínica tenían un posicionamiento político. Tal como observa Michel Onfray en su libro Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros (Paidós, 2002), los pensadores griegos tenían una intención clara en sus acciones. Se regían por una ética lúdica, es decir, una ética conformada a partir de los disfrutes del juego, del placer de vivir y de la vida misma, sin moralidades superiores que entorpezcan el disfrute del tiempo en la tierra.

Esta ética, construida por y para sí, no significaba un individualismo, sino una autarquía. Su principio rector no era aprovecharse del otro, sino ser lo suficientemente individual y único para servir al otro de la mejor manera posible. Regidos por esta definición, actuaban en consecuencia y expresaban opiniones políticas y sociales que solían ser severas y sin ambages en su exposición pública. En tiempos de ciudades-Estados, se definían residentes del mundo, cumplían con las leyes naturales y cuestionaban toda idea infundada, por demeritoria. Como discípulos de Sócrates, cuestionan las ordenanzas y se expresan en el ágora en contra de los malos gobernantes. No giraban la cabeza, e iban por el campo desnudos y recogiendo romerillos. Eran ciudadanos partícipes de la sociedad, con sus propias normas y doctrinas.

El cinismo contemporáneo es una variante del individualismo. Los antiguos buscaban la autarquía, valerse por sí mismos para todos sus propósitos; querían establecer una no dependencia de sus congéneres y de todo lo que pudiera dificultar el pensamiento. Esto difiere del individualismo. El individualista busca utilizar al otro para su propio beneficio, exaltarse por encima de los demás y contribuir siempre a la causa que lo tenga como centro. El cínico actual utiliza todas las herramientas que encuentra a mano, entre ellas la ironía y el sarcasmo, pero su utilización tiene fines prácticos y resultados satisfactorios para quien los pone en juego.

El filósofo alemán Peter Sloterdijk dedicó su obra más reconocida a explorar e investigar el desarrollo del cinismo actual. En Crítica de la razón cínica (Siruela, 2002), Sloterdijk plantea que: “En el nuevo cinismo está actuando una negatividad madura que apenas proporciona esperanza alguna, a lo sumo un poco de ironía y de compasión”. Esta nueva visión está marcada por el desencanto, por el vaciamiento de todo lo sagrado, pero sin la reconstrucción de un nuevo paradigma. A lo sumo, se plantea una vuelta al pasado reciente, al estándar conservador de una época determinada.

El vocablo “quinismo” (quinos significa perro), utilizado por Sloterdijk en su libro para designar el pensamiento de los filósofos griegos, expone la diferenciación con el otro vocablo cuyo significado original, por su rutina de uso, es imposible de revertir o recuperar.

Como respuesta a la pregunta que provocó esta divagación: el cinismo, entonces, y no el quinismo, presentaría una vía de escape para el intelectual que decidiera alejarse de todo lo relacionado con política. Faltaría analizar en cuál categoría, en este afán de calificarlo todo, podría ser incluido Mank.

Después de esta digresión, volvamos a la película.

Play.


Hay dos puntos de quiebre importantes para entender la toma de conciencia de Mankiewicz. El primero: aquella conversación con Irving Thalberg a raíz de su falta de apoyo al candidato republicano. Las palabras de Thalberg definen el temperamento del guionista; al menos la visión que proyecta de sí mismo en ese momento: apático y descomprometido. Irving contrapone su compromiso, el otro calla.

La escena (un flashback) posiciona al protagonista frente al espejo de la realidad, en el examen de su persona por el otro. Delimita todas sus causas y efectos, dejándolo desarmado ante la sociedad. Descubrieron su estrategia, y ahora el suelo retumba. Es el momento de abrir los ojos, de empezar el desperezamiento.

La otra escena significativa para exponer este punto (si bien se van sucediendo algunas, que muestran ya un carácter resuelto a la hora de asumir sus decisiones), es la noche de las elecciones para Gobernador de California en 1934. Aquí Mank apuesta por la fe, por la necesidad de que el mundo no sea tan negativo como siempre lo ha pensado. Mantiene la esperanza en la buena decisión de sus coterráneos. Aparta su lado impúdico para insuflar aliento vivificador al futuro posible. Sin embargo, sus aspiraciones se ven truncadas, y esto lo obliga a percibir que el mundo no cambiará por un acto de magia, sino por ejercicios particulares en momentos determinados. A su vez (alerta de spoiler), la muerte de su amigo Willie es el mazazo necesario para comprender que cada acción tiene consecuencias.

El ironista tiene tintes de romántico a la vieja usanza, defensor de las causas justas, como salvar a un pueblo de judíos de las manos de los nazis y traerlos a Estados Unidos. No busca el reconocimiento de sus acciones: prefiere mantenerlas a la sombra, actuar sin el escrutinio del ojo público. Es una especie de héroe trágico que actúa por convicción y para encontrar la paz consigo mismo. Unido este accionar político-social con sus herramientas mordaces, se devela más cercano a los quínicos.

Desde esta perspectiva, el productor y ejecutivo Luis B. Mayer es el antagonista de nuestro héroe. Mayer es y seguirá siendo un cínico. Oculto bajo el halo de la seriedad, todo su obrar tiene como fin la consecución de un propósito personal, desde la manipulación de sus trabajadores para lograr que se reduzcan el sueldo, hasta el desgano y la farsa de sentimientos por la muerte de sus colaboradores más cercanos.

Visto desde la postura de la toma de conciencia, la elaboración del guion de Citizen Kane no es una vendetta íntima ni la traición al amigo: es un acto de consecuencia. Mank no acecha a Hearst, sino a lo que representa; ataca la influencia de este en la sociedad. Deconstruye al prójimo palabra a palabra, con el objetivo de mostrarlo en sus peores aristas y destruir la mitificación cívica del poderoso. Traspasa las armas a la clase baja, mostrándoles el lado oscuro de la persona que admiran. Su escritura es un acto de redención, de encauzar una vida displicente por un sendero de utilidad.

¿Y cuál es la utilidad de un intelectual?

Es una pregunta difícil que me hago a cada rato, y la respuesta más sincera a la que llego en estos momentos de mi vida es: cuestionar al poder para que actúe de la manera más correcta para la mayoría.

En el campo de la práctica: ninguna utilidad, pero esto es un tema que queda abierto para otras exploraciones.

El ataque a los gigantes conlleva desdichas e infortunios, preocupaciones. Mank sabe a lo que se arriesga, y trata de asumirlo en la medida de su pensamiento. Los amigos cercanos intentan desviar la atención; los consejos son sinceros y tienen el único propósito de alejar los problemas, de mantener la concordia. Pero llega un momento en que es necesario asumir una causa y luchar contra los demonios. Llega un momento en que la atención no puede desviarse, y es necesario decir. Mank transmuta los términos expuestos en la digresión: se vuelve un quínico.

A la pregunta de Welles sobre si había perdido el valor, responde: “El valor es lo único que me queda”. El valor es la última posesión y no implica solo hacer las cosas, implica asumir las represalias. Mank decide no escudarse en el anonimato: quiere su nombre impreso, el reconocimiento justo a su valor, así como todo lo negativo que pueda conllevar. No es una acción ególatra (aunque puede haber una sombra de ello); es establecer la justicia y la coherencia, es ser consecuente.

La exposición de la verdad en la última cena con el magnate de la prensa hace que los comensales, disciplinadamente, se retiren. Nadie quiere escuchar la verdad, mucho menos de boca de un borracho. La parábola del organillero es el ajuste de cuentas entre el poder y los desposeídos; pone a cada cual en su justo lugar. El escritor es el bufón de la corte y, como sus antecesores, es el único que puede decir las verdades al rey sin que este tome represalias.

Ya saben cómo termina la historia. La película de Welles fue un éxito, y todos recuerdan al genio del cine como el mago tras las cámaras, delante de ellas y en el guion. Es hora de hacer justicia.




Alfredo Triff

‘Plantados’, la flor en el pantano del castrismo

Alfredo Triff

A raíz del estreno del filme ‘Plantados’ (Lilo Vilaplana), aparecieron en las redes discusiones entre estéticos y pragmáticos. El estético contempla la película y sus claros defectos de forma y contenido. El pragmático puede conceder que la película sea deficiente y aún concentrarse en la fuerza moral que esta evoca. Ambos tienen razón.