Chucky vs. el Cardumen

La Muestra Joven ya no existe. Miro el catálogo de su última edición, la XVIII, intentando encontrar algunas señales. Trato de recordar palabras, momentos, pero han pasado tres duros años y todo empieza a ponerse borroso. Veo fotos con los rostros sonrientes de los participantes, muchos ya no están en Cuba; otros, ni siquiera en este mundo. Así de fugaz puede ser todo. 

La junta directiva suscribe algunos párrafos que parecen un manifiesto, una toma de posición generacional. Eso es bueno. Ha ocurrido otras veces porque cada generación necesita marcar el territorio, sentirse parte de algo, tener conciencia de sí misma. Pero resulta esencial saber tender los puentes porque siempre hay un pasado. Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno, diría el poeta. 

Pienso, por ejemplo, en toda la vorágine artística que vivió el país a mediados y finales de los años 80. ¿Una revolución dentro de la propia Revolución? Los jóvenes de hoy no saben nada de eso o quizás sí, pero eso para ellos es simple arqueología. Las calles y plazas, las galerías, los museos, las salas de cine y teatro, cada espacio, cada muro se puso al servicio del arte y la imaginación. No sé si es la nostalgia. Tal vez ya esté delirando, pero aquel espíritu de libertad y desmitificación ha sido pocas veces visto en nuestra historia contemporánea. 

Hay un filme, o varios, que hablan de eso. Por ejemplo, en Papeles secundarios (Orlando Rojas, 1989) un grupo de recién egresados del Instituto Superior de Arte desafían el orden impuesto durante años por la directora de la compañía teatral donde han sido ubicados. O también, en el episodio de “Zoe” (Mujer transparente, Mario Crespo, 1990) donde una estudiante de arte decide distanciarse de todo compromiso con un modelo institucional que funcionó, pero que ya considera agotado, cosificado. 

En aquellos años, la recién creada Asociación Hermanos Saíz (AHS) impulsaba talleres y concurridos festivales de cine joven, antecedentes directos de las Muestras, surgidas posteriormente en 2000. No es casual que el cineasta Jorge Luis Sánchez, testigo de todo aquel movimiento, recuerde para los jóvenes del presente el manifiesto lanzado por los jóvenes de entonces: 

[…] vamos a buscar con furia a Cuba, visceralmente, para ser exactos […]

Cero, arte complaciente. La vida no es en blanco y negro […] el arte no es propaganda. No más finales felices y triunfalistas. No más rumberas, ni maracas. No más, este no es el momento. Ningún conflicto del ser humano puede estar vedado. Preguntar desde el arte es un derecho y el derecho al error es una forma de libertad. 

[…] los problemas están en la realidad, no en el arte cuando los muestra. Los conflictos se resuelven en la realidad, no en el arte.  

Declaraciones que reflejaron una angustia, una necesidad o urgencia de expresar “¡Aquí estamos!”. Ellos entendían que había una tradición y admiraban el trabajo del ICAIC, pero ahora les tocaba hacer su parte. 

Uno sigue viajando en el tiempo, por esos misteriosos laberintos que solo los artistas saben construir e intuye que esas ideas no surgieron de la nada, sino que ya estaban presentes de alguna forma en las obras de Tomás G. Alea, Nicolás G. Landrián y sobre todo en Julio García-Espinosa y aquel “perverso” e incendiario texto de 1969, Por un cine imperfecto:  

[…] al cine imperfecto no le interesa más la calidad ni la técnica. El cine imperfecto lo mismo puede hacerse con una Mitchell que con una cámara 8 mm. Lo mismo se puede hacer en estudio que con una guerrilla en medio de la selva, al cine imperfecto no le interesa más un gusto determinado y mucho menos “el buen gusto” […] lo único que le interesa de un artista es saber cómo responde a la siguiente pregunta: ¿Qué hace para saltar la barrera de un interlocutor “culto” y minoritario que hasta ahora condiciona la calidad de su obra?  

Y sí, ahora son otros los tiempos, pero uno siente que en nuestro país hay demasiadas cuestiones aún pendientes, congeladas. Se mira demasiado hacia atrás, de ahí que las preocupaciones de los padres sean también las de sus hijos, nietos y ya casi bisnietos. Sucede como en esos loops de video, que observamos en una galería, donde todo vuelve a repetirse infinitamente. 

Me asalta de pronto la voz de Sergio en Memorias del subdesarrollo (Tomás G. Alea, 1968): […] los mismos gestos y las mismas palabras, los mismos gestos y las mismas palabras, los mismos gestos…  

Hace cuatro años los jóvenes cineastas tuvieron una epifanía y creyeron ver “la luz al final del túnel”En mayo de 2018, previo a la Muestra XVII, tendrían lugar varios debates alrededor del filme independiente Quiero hacer una película(Yimit Ramírez, 2018-20) inscrito, pero retirado por sus productores antes de comenzar el evento. En él, un personaje conversa con su pareja, hablan de los símbolos, las identidades sexuales y lo relativo que puede ser todo. De pronto dice algo “despectivo” sobre José Martí que es rebatido por la muchacha. Esas líneas de diálogos generan una respuesta mediática sin precedentes. Curiosamente, la mayor parte de los que intervinieron en el debate no lo habían visto; que, además, no estaba ni siquiera terminado. Si en Cuba se vendieran armas, en esa semana hubiéramos tenido una matanza.  

Las redes sociales amplificaron el suceso, convirtiéndose en la nueva plataforma de expresión y resistencia ante el control que tienen el Partido y las instituciones culturales sobre todos los medios masivos. Desde La Jiribilla, revista digital supervisada por el Ministerio de Cultura, se emitieron fuertes declaraciones y artículos contra el filme, su autor, los críticos y el cine joven en general. Pocos días después, la Muestra circulaba un documento —firmado por más de doscientos intelectuales— titulado Palabras del Cardumen; suerte de manifiesto generacional que rescataba antiguas ideas sobre la función del cine, el rol del artista y su compromiso con el contexto: 

[…] Apostamos por un cine que nos permita reimaginarnos como nación de manera constante, en toda nuestra riqueza y diversidad. Un cine que se busque a sí mismo sin complejos: inclusivo, múltiple, arriesgado. Un cine que desactive los lenguajes viciados, que elabore su propia sintaxis. Que dude, porque fe que no duda es fe muerta. Que no tenga miedo de hablar del fracaso, de la decepción. Que tome consciencia de su poder transformador…

[…]

Soñamos con un país capaz de verse frente al espejo negro que es el cine, y que ante él logre reconocerse, amarse y odiarse, criticarse y alabarse, resistir y transformarse, todo al mismo tiempo.

Sí, soñar no cuesta nada. Hay también mucha irritación subyacente, que puede unir a varias generaciones en un frente común. Las instituciones se van quedando atrás. Hay nuevas formas de trabajo, asociación, intereses. Otras expectativas. Un modelo de país que ya no funciona, ni para nosotros mismos. Y eso no lo dijeron los jóvenes, sino Fidel Castro. 

La analogía con el Cardumen tiene además una gran fortaleza simbólica y, en un país que se ha movido tanto a través de los símbolos, esto es esencial; pero, ¡atención!, que al poder no le gustan estos manifiestos, mucho menos los grupos o movimientos sobre los que no tengan control. Saben muy bien todo lo que puede lograrse si una generación se une. Ellos lo hicieron en su momento, así que mejor: divide y vencerás. Punto final. 

Miro nuevamente los documentales, que se alzaron en esa última Muestra con varios premios. Ambos hablan de lo mismo: el paso del tiempo, el hastío y la muerte. Parece una contradicción. ¿Jóvenes hablando de la muerte? Es que la tienen muy cerca. No es la muerte física, inevitable, natural. Es el vacío, la sensación de que todo ha sido inútil, un círculo vicioso. Una densidad que adormece y duele. 

En Los viejos heraldos (Luis A. Yero, 2018), por ejemplo, dos ancianos sostienen una humilde casa. Uno percibe que, sin ellos, todo se vendrá abajo. Él recoge carbón, ella se ocupa del café. Tienen 90 años y esperan que les llegue el final. Su único contacto con ¿el otro mundo? es la televisión, que ahora transmite la llegada al poder de Díaz-Canel. ¿Alguien habló de esperanzas? Sí, la prensa oficial. Escuchamos el himno nacional, los aplausos de los parlamentarios, el viejo líder que le da paso al nuevo. 

Se contabilizan datos, mencionan nombres y estadísticas. Todo es aburrido, premeditado, representado, no hay sorpresas ni emociones. Así ha sido desde hace varias décadas y los ancianos saben que esa ceremonia no traerá nada esencial ni verdaderamente revolucionario, por eso dormitan, mascullan frente al televisor, siguen con sus rutinas. El poder articula las suyas. Ambos relatos marchan de forma paralela y son espejo y reflejo uno del otro.    

En Brouwer, el origen de la sombra (Katherine Gavilán-Lisandra López, 2019) vemos al genio musical luchando contra sus propios demonios. La imagen lo capta de forma borrosa, inquieta, su silueta es imprecisa. Está solo, balbucea palabras que parecen no tener sentido, dice que es grosero, que no va a mentir, que “el país le importa tres coj…, como está”. Se produce un apagón y la cámara sigue rodando, mientras el músico camina a tientas con una vela. Asistimos a la dislocación del sujeto, al artista consumido por su propia obra o por la historia. Sigue componiendo, pero para qué, o para quiénes. Abatido, le pide a los jóvenes realizadores en la escena final: “Ustedes, que son los que están en la viva, ilumínenme”. Tal vez fue la última imagen vista en la historia de las Muestras.  

Al año siguiente, en medio de los preparativos de su nueva edición, Sueños al pairo (José Luis Aparicio-Fernando Fraguela, 2020), un filme aceptado por el comité de selección, fue invalidado por la dirección del ICAIC. Parece que se utilizaron imágenes sin su consentimiento. Es el argumento; pero aquí hay mucho más: hay imágenes de actos de repudio, violencia, represiones. Instantes de una historia que no aparece en los libros escolares. Se produce un intercambio de opiniones. Cada parte defiende su posición. Las redes sociales vuelven a visibilizar el hecho y surge un nuevo debate. Es la gota que colma el vaso. El cardumen se mueve. No hay arreglos. En solidaridad, otros realizadores retiran sus obras. La dirección de la Muestra renuncia. Todo se suspende y llega la pandemia.     

Sí, debemos tener claro que la Muestra siempre ha sido auspiciada, organizada o mayormente financiada por la institución oficial y es ella la que pone los límites. Nunca morales, rara vez artísticos o estéticos. Se han logrado buenas cosas con ella, pero funcionaban como experimentos de laboratorio. Algo puntual, habanero, centrado en el Vedado, con el mismo grupo de espectadores, que rara vez trascendía a otros espacios o territorios. 

Recuerdo aquel proyecto de llevar la Muestra a la UCI, el campus universitario más grande del país. Todo marchaba bien hasta el día que allí dijeron que ellos escogerían los filmes del programa, condición rechazada por los directivos de la Muestra. 

Busco nuevamente en los catálogos y reviso los premios de sus dieciocho ediciones. Hay muy buenas películas, pero casi ninguna de las galardonadas ha sido estrenada en salas. Tampoco en televisión. Un cine casi invisible, que vive y muere en pequeños nichos, un evento, una presentación privada. Recuerdo a Carlos Lechuga mostrando Santa y Andrés (2016) en su propio cuarto, a dos o tres invitados por noche. Y Miguel Coyula exhibiendo Corazón azul (2019) cada miércoles en la sala de su casa. 

No es solo un problema de los funcionarios al frente de la industria, es algo mayor, sistémico y tiene que ver con el control del espacio público, el flujo de las ideas, la obsesión por dominar la mente de los ciudadanos, orientando lo que deben o no hacer y todo suele verse desde un prisma político. 

La táctica, entonces, es sembrar la sospecha, el temor de que hay alguien detrás de la puerta, acechando. Hay que hablar en voz baja, mirar hacia los lados, tener una doble moral. Es la línea sinuosa trazada por las autoridades bajo parámetros de interpretación o conveniencia ideológica, donde la ambigua frase de Fidel, que devino ucase, “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, se convierte en un mantra. Son los diez mandamientos, juntos. 

Se ha repetido tantas veces ese gesto en la cultura cubana que ya parece un patrón. Desarrollar el arte, pero… hasta cierto punto porque “el arte, es un arma de la Revolución”, como se decía en los 70 y más adelante también. Prohibir, amenazar, condicionar. El verbo convertido en perversión, en instrumento del poder. No fue casual que el artista Lázaro Saavedra ironizara varios años después con todo ese absurdo en su instalación El arte, un arma de lucha

La memoria me trae todas aquellas escaramuzas en la segunda o tercera Muestra alrededor de Fuera de liga (Ian Padrón, 2003), el documental que empezó hablando de un equipo de beisbol y terminó retratando un país. No fue incluido porque al Instituto de Deportes no le gustaba la imagen que daba de su gestión. No importó la verdad o la honestidad del artista, las apariencias resultaban mejores. Los tentáculos del poder se movilizan, penetrando sinuosamente todas las estructuras. 

Hay demasiados prejuicios y una burocracia que prefiere mantener su statu quo. En ciertos círculos se cree que una película puede acabar con la Revolución. Ahí está la historia de Fresa y Chocolate (Tomás G. Alea y Juan C. Tabío, 1992) cuya exhibición en televisión fue retenida por casi ¡quince años! Y no ha sido la única. 

Ha pasado el tiempo y aquel documental de Ian Padrón aún espera por su estreno comercial en el país. Un día, seis años después de terminado, lo exhibieron en televisión, en un canal provincial, con “aclaraciones” previas, porque “en el país más culto del mundo” los espectadores no pueden discernir por sí solos, hay que explicarles, leerles la cartilla, condicionar sus lecturas, hablarles del imperialismo y las hegemonías culturales. Es el fantasma del Congreso de Educación y Cultura de 1971 que nunca ha dejado de flotar. Es Chucky, el muñeco diabólico, que el poder zarandea a cada rato para amedrentar a los artistas inquietos porque para ellos el arte solo funciona como propaganda, moralina, belleza inocua, divertimento para las masas, reducido a una función didáctica y siempre esclarecedora.      

No pasaría mucho tiempo para tener un nuevo incidente en la Muestra, ahora alrededor de Revolution (Mayckell Pedrero, 2009): documental maldito que recogía los testimonios y performances del dúo de hip-hop Los Aldeanos. Los organizadores de la Muestra, con Fernando Pérez a la cabeza, tuvieron que batallar para lograr su inclusión en el concurso. Se creó un mal ambiente alrededor suyo y los ecos de Alicia en el pueblo Maravillas (Daniel Díaz Torres, 1991) volvieron a resonar. 

El Ministerio de Cultura no solo orientó a sus instituciones que no podían otorgarle premios, sino que además movilizó a sus trabajadores para que se presentaran en el cine Chaplin, el único día que fue exhibido. Había que llenar la sala de “espectadores revolucionarios”. La obra, que aún espera por su estreno, arrasó con los premios más importantes y una institución cultural, la FAMCA, le otorgó su premio colateral.  

Al año siguiente, otro documental, Despertar (Ricardo Figueredo-Anthony Bubaire, 2012), sobre el rapero Raudel Collazo, es retirado del concurso, lo que motiva la renuncia del director de la Muestra Fernando Pérez. La afrenta de Revolution y sus múltiples premios resultó demasiada. Había que controlar y aplicar mano dura. Fue un parteaguas, un momento crítico en la historia del certamen. 

Ya nada sería igual. Cada Muestra era un campo de batalla, donde no solo se definía la presencia de un filme, sino también eran objeto de discusión los invitados, los asuntos tratados por los paneles, la puesta en escena de las ceremonias de apertura o clausura, los signos de identidad, el diseño del catálogo, los artículos del Bisiesto, la integración de los jurados. No había un punto o propuesta de los organizadores que no recibiera objeciones, traspiés, suspicacias, amenazas. Muchas veces la dirección del ICAIC intervenía, mediaba, trataba de conciliar; pero otras fuerzas ubicadas en el departamento ideológico del Comité Central o el Ministerio de Cultura presionaban, exigían distribuyendo palos o zanahorias según… marchara la cosecha.  

En abril de 2008, tuvo lugar el VII Congreso de la UNEAC. El escenario estaba crispado pues el año anterior todo el ámbito intelectual había sido sacudido por la llamada “guerrita de los emails”. La aparición en televisión de varias figuras asociadas al Quinquenio Gris, las parametraciones y el entorno sombrío vivido en los 70 motivó un fuerte rechazo en determinados sectores artísticos. Viejas cuentas, no saldadas, salieron a relucir y el Congreso tuvo que organizarse a destiempo para tratar de apaciguar o sanear el ambiente.  

Un notable grupo de cineastas presentaron a la dirección de la UNEAC un documento bajo el título Propuestas para una renovación del cine cubano. Entre otras cosas, se pedía una reformulación institucional del ICAIC, un marco legal para las productoras independientes y un análisis de todo el ecosistema audiovisual enquistado en viejas fórmulas y estructuras. Se habló de crear un Fondo de Fomento a la creación, se discutió el tema de la identidad en el cine nacional, de restaurar el patrimonio y de abrir nuevas salas para la exhibición. Corría el año 2008 y aunque todo aquello fue aprobado por el Congreso, llegamos al 2013 y ninguna de esas propuestas se habían realizado. El sentimiento de frustración era grande. 

En mayo de ese año, cientos de creadores y técnicos decidieron reunirse en la sala Fresa y Chocolate para pedir una ley de cine. ¡Vaya herejía! Muchos jóvenes estuvieron allí y en las sucesivas reuniones que se concertaron. Las Muestras fueron también espacio para escuchar y debatir ideas sobre el futuro del cine nacional. Sin embargo, el asunto fue silenciado en los medios, convertido en tabú, reducido al ámbito gremial, pues en algunas instancias se leyó como un ataque a la cultura y a la Revolución. 

Pedir una ley de cine fue algo blasfemo, puesto que se estaba “desmontando” la primera ley cultural de la Revolución, firmada además por Fidel Castro. La frialdad, el bajo perfil dado por el Ministerio de Cultura, sus instituciones, medios digitales y la propia UNEAC generaron un clima nefasto de acusaciones y tensiones. ¿Cómo puede respetarse una organización que se queda inmóvil al reclamo de cientos de sus miembros?  

En palacio las cosas van despacio. En marzo de 2019, ¡once años después! y luego de múltiples reuniones, propuestas, acuerdos y disputas, apareció finalmente el Decreto-ley 373 del Creador Audiovisual y Cinematográfico Independiente, que no es una ley de cine. Un mes después, tuvo lugar la Muestra Joven. Sería la última.

En mayo de 1961 no existía la Muestra, tampoco el Taller de la AHS, ni el ISA, ni la UNEAC —se crearía en agosto—, ni muchas de las instituciones culturales que se fundarían después. Se vivía una comprensible euforia revolucionaria pues la invasión a Playa Girón había sido derrotada. En ese contexto, dos jóvenes realizadores, Orlando Jiménez Leal (19 años) y Alberto (Sabá) Cabrera Infante (28 años), inspirados en un corto experimental (58/59) del fotógrafo Néstor Almendros, ruedan PM. Se hicieron de una pequeña cámara Bolex de 16 mm y salieron a filmar el ritmo de La Habana nocturna que tenían ante sus ojos. Su corto independiente, desenfadado, sin grandes pretensiones, que seguía la estética del free cinemabritánico, contó con la colaboración del pintor Raúl Martínez en el diseño de los créditos. 

La suerte corrida por ese material “nocivo a los intereses del pueblo y su Revolución” se conoce. El dictamen censor de aquella Comisión de Estudio y Clasificación de Películas, adjunta al ICAIC, ha sido, palabras más, palabras menos, un triste modelo que se repetirá por décadas, sancionando toda creación artística que se aparte del modelo oficial.       

Los Decretos 349 —lanzado por el Ministerio de Cultura en 2017— y 373, referido al cine, son, a su modo, continuadores de aquel triste dictamen contra PM y por eso no han sido respaldados por igual en el ámbito intelectual. Muchos consideran que las instituciones y funcionarios cubanos husmean demasiado en los procesos artísticos, definiendo qué puede ser o no considerado una obra de arte, cuáles serían los espacios de circulación, su “categoría” estética o su incorporación al patrimonio nacional. 

Los artistas tienen que estar integrados, registrados para acceder a fondos, materiales, licencias de rodaje o salas de exhibición. De no hacerlo, corren el riesgo de ser multados o llevados a prisión. En ambos, como en todas las leyes existentes en el país, sin importar su naturaleza o destino, aparece escrita esa línea generadora de las mayores discrepancias o negaciones. Muchos entienden que condicionar el arte a “los principios o fines de la Revolución” es cercenar la libertad creadora, convirtiendo las obras en mera propaganda al servicio de un partido o ideología. 

Hace dos años, la agencia IPS-Cuba publicó un dosier sobre cine independiente. En una infografía anexa e incompleta aparecían los nombres y lugares de residencia de 118 realizadores cubanos de ambos sexos que se reconocían bajo tal denominación. No tenían que ser jóvenes, ni haber participado en las Muestras, pero sí debían acreditar al menos cinco obras realizadas. En aquel momento, 53 de ellos radicaban ya fuera del país. Hoy miro esos rostros y puedo añadir a esa lista otros nueve. 

Lejos de Cuba se sigue haciendo cine, muy a pesar de lo que digan los funcionarios de nuestra cultura prestos siempre a despreciar lo que hagan los nuestros fuera de ella. Aunque sus películas no circulen en nuestras escasas salas, forman parte también del corpus audiovisual de la nación. Participan en festivales, obtienen premios y encuentran distribución internacional. Hablan de nuestra historia, desde nuevas miradas, más íntimas, menos épicas. También del exilio, la soledad o del lado oscuro de nuestras (sus) vidas porque es un cine autorreferencial. 

Todos, dentro o fuera del país incorporan tácticas y modelos de producción más libres, ajustados a dinámicas interactivas y virtuales. Un cine posnacional, vital, cubano y universal. 




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‘Game Over!’: Apuntes para pensar el devenir de la Muestra Joven

Ángel Pérez

Después de varias décadas contemplando el operar de la Revolución —del cuerpo institucional en que se ha concretado como forma de gobierno—, es posible especular que la Muestra Joven llegó a su fin, tocó fondo, it´s over…