Fuera del ICAIC nada, dentro del ICAIC muy poco

Acorde numerosas voces dizque patrióticas y martianas, pero indudablemente intolerantes, intransigentes y condenatorias, el realizador cubano Yimit Ramírez no resulta más que un hereje que se atrevió a profanar el sagrado e inexpugnable trono donde a algunos se les antoja tener postrado a José Martí.

La herejía de Yimit consiste en haber filmado una cinta donde el nada sencillo autor de los Versos Sencillos resulta ocasional y orgánico pretexto para, en una breve secuencia, ilustrar una de las tantas diferencias existentes entre la pareja protagónica de Quiero hacer una película. Conocida también por sus siglas QHUP, hace más de un año se inició un crowdfunding que proporcionó gran parte del financiamiento de esta cinta independiente cubana, todavía en etapa de posproducción.

Tony (interpretado por Tony Alonso) le dice a Neisy (interpretada por Neysi Alpízar) que él no es martiano, que no cree en Martí, y que este es un “mojón” porque no se reía, y además era “maricón”, a la vez que subraya su pertenencia a otra época. Ella sí declara considerarse martiana. Quizás más por reflejo condicionado que por plena conciencia. Quizás desde una sincera apropiación del pensador, totalmente libre de cualquier traza de fanatismo intransigente. Eso queda en el terreno de la especulación del espectador, pues en lo que resta de metraje no se toca más el tema.

Esta es una escena más de muchas durante las cuales ambos personajes pactan y comulgan en sus divergencias, en sus diversidades, y a pesar de ellas. Pues de eso va en realidad el concepto de base de esta historia de amor muy de la Cuba del XXI: dos seres diferentes en sus soledades que terminan queriéndose en tiempos coléricos y paranoicos.

No por gusto todo inicia —mil perdones pido por el spoiler— con el voyeurismo como metáfora de la vigilancia, con el allanamiento del hogar como redil último de la libertad individual y la consecuente violación de la vida privada del vigilado. El conflicto de la cinta se cimenta entonces en la posibilidad real de trascender los aparentemente insalvables abismos que median entre el vigilante y su objetivo. Víctimas ambos de un mundo donde las posibilidades de comunicación y entendimiento son coartadas por innúmeras sospechas y reprensiones.

Más cerca de lo que se cree está QHUP de los planteamientos de cintas como Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993) —recordar que a David le encargan “vigilar” a Diego para inculparlo de infidente— y Santa y Andrés (Carlos Lechuga, 2016), precedente más inmediato en cuestiones de exilio fílmico institucional, a causa de otra escena donde Martí es también mencionado; entonces como riposta última de un poeta proscrito a la represión física de los representantes investidos del poder proscriptor, escudados en vítores a Fidel Castro, igualmente instrumentalizado como patente para patear.

Primero que todo, creo que no es obligatorio ser o proclamarse martiano.

Como no es obligatorio ser o proclamarse cristiano, marxista, bolivariano, guevariano, luterano, musulmán, budista, zoroastriano, abakuá, masón, rosacruciano, más todo un largo etcétera donde se incluyen todos los modelos de pensamiento que han existido, existen y existirán mientras el mundo sea mundo.

Liliput no debe impugnar a Blefuscu porque allí quieran cascar el huevo justo por el lado opuesto al que acostumbran los habitantes del primero. Los adjetivos “martiano” y “cubano” no aparecen como sinónimos en ningún diccionario. Tampoco los son “cristiano” y “humano”, relación más al uso en el habla coloquial. Aherrojarlos será siempre una muy peligrosa sinécdoque.

Hace rato que el caballo no se para, no come hierba, no relincha, no respira, pero nadie se atreve a declarar su muerte definitiva.

La adscripción a uno o varios paradigmas, su negación y sobre todo su discusión, es un acto de legítima escogencia que debe ser respetado y aceptado por el prójimo. Cada cual sacraliza, deifica e idolatra lo que más crea que le convenga. Así como cada cual desacraliza, deconstruye y profana lo que no acepta. Es algo tan sencillo y tan complejo como eso, pues en el tercer vértice está el respeto mutuo a los respectivos actos de creer y descreer. Pienso que esta es la máxima utopía, y a la vez la más posible.

Valga esto para aclarar una posición personal que no ha variado desde que Yimit Ramírez me exhibiera privadamente una maqueta de QHUP, como ya había hecho con otros críticos, cineastas y amigos.

Disfruté doblemente su visionaje: tanto por la calidad fílmica que acredito a la obra, como por el privilegio de vislumbrar la génesis de un nuevo trozo de historia del cine cubano, cuyas dimensiones aún están por aquilatarse dado el sorpresivo rol de piedra de toque de un conflicto que, entre muchas cosas, pone en discusión, más claramente que nunca, la propia pertinencia del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos como gestor y rector del Séptimo Arte en la nación.

Hace rato que el caballo no se para, no come hierba, no relincha, no respira, pero nadie se atreve a declarar su muerte definitiva.

#QuieroLaMuestraSinICAIC es uno de los tantos hashtags que circulan ahora mismo por las redes sociales, gran plataforma donde se alojan las principales polémicas incitadas por la suspensión, a manos del presidente del ICAIC Roberto Smith, de la conferencia de prensa convocada por los organizadores de la edición 17 de la Muestra Joven, el jueves 22 de marzo en el Centro Cultural Cinematográfico “Fresa y Chocolate”. Por si había dudas, este espacio terminó así de consagrarse como definitivo kilómetro cero del cada vez más palmario e irresoluto diferendo entre la institución y el grueso de los realizadores audiovisuales de la isla. Aún resuenan en su breve salón los ecos de la frustrada iniciativa colectiva, organizada por los cineastas cubanos a favor de una ley de cine que proteja y reconozca autonomías de creación y producción.

La supuesta naturaleza oprobiosa de la escena de QHUP respecto a la persona de Martí —de la cual saco lo de “maricón”, ya que considerar esto una ofensa resulta sencillamente un acto de flagrante homofobia— resultó la causa de que fuera vetada por directivos del ICAIC la proyección de la cinta, aun en estado de work in progress, en el cine Charles Chaplin. Funcionarios estos que al menos tienen a su favor el haberla visto realmente, amén los rumbos de sus posteriores acciones. Muy a diferencia de los “escuadrones patriotas” lanzados furiosa, y sobre todo irresponsablemente, a estigmatizar algo que apenas conocen de oídas, ganando de inmediato el descrédito y el derecho a vestir capuchas puntiagudas y batones blancos con las letras MMM en el pecho.

Renace en todas estas voces el espíritu de Blas Roca Calderío, cuando desde su columna del periódico Hoy, a inicios de los sesenta, reprobó la decisión del entonces bisoño ICAIC de proyectar las películas La dolce vita (Federico Fellini, 1960), Accattone (Pier Paolo Pasolini, 1961) y Alias Gardelito (Lautaro Morúa, 1961), sin haber siquiera intentado ver las obras en cuestión. El comentario de un tercero motivó su reprimenda, inmediatamente respondida entonces, entre otros, por Guillermo Cabrera Infante y el mismo Alfredo Guevara. Este último, en una carta final que selló la larga polémica      —ventilada afortunadamente en la esfera pública, con todos los criterios a la luz—, terminó calificando de estalinista al líder obrero devenido columnista.

Un resquicio permitió la institución: que QHUP fuera exhibida solo en la breve y recién inaugurada sala “Terence Piard”, de 24 lunetas. Director y productores consideraron inadecuada esta opción, optando finalmente por retirar la película, con el consecuente respaldo de los organizadores de la Muestra, quienes decidieron además socializar tal postura en las redes sociales, desmarcándose ostensiblemente del alineamiento homogéneo que “por lógica” se esperaba de ellos, como empleados del ICAIC que son. Como la Muestra es propiedad del ICAIC, no faltan razones para que todo sea asumido como un amotinamiento, como una “indisciplina laboral” monda y lironda requerida de una sanción.

Hasta donde recuerdo, según los códigos administrativos cubanos, la “amonestación pública” ocupa el primer lugar en la jerarquía correctiva, seguida de mutilaciones al salario y separaciones de los puestos de trabajo. Y una amonestación pública, más bien un entrampe punitivo, fue lo que sucedió en los espacios del centro “Fresa y chocolate”, cuando sin previo aviso Smith dio unilateralmente por suspendida la conferencia, a modo de corolario ejemplarizante de su lectura de una declaración oficial del Instituto. Casi inmediatamente publicada en Cubadebate y replicada por otros medios, los argumentos pueden resumirse en pocas palabras: fuera del ICAIC nada, dentro del ICAIC muy poco; solo lo que le interese como controlador designado de la producción audiovisual de sentidos.

Una entidad desmarcada de sus originales propósitos de fomentar, gestionar y proteger el desarrollo del cine nacional, para cumplir funciones de gendarme ideológico y obstructor del curso natural de los acontecimientos.

Esta demostración de fuerza reveló de la manera más descarnada, contrario a lo que muchos soñadoramente aun piensan, que la Muestra ya no es siquiera una zona de tolerancia (¿lo fue alguna vez?), sino de pura contención. Que resulta un recurso prescindible para una entidad desmarcada de sus originales propósitos de fomentar, gestionar y proteger el desarrollo del cine nacional, para cumplir funciones de gendarme ideológico y obstructor del curso natural de los acontecimientos. Cada vez menos prolífica, funcional y dialogante con una comunidad creativa que no ha dejado de intentar establecer conversaciones desde una posición autonómica.

Enquistado en su hegemonía material —en tanto posee y administra todas las salas de proyección del país, así como el aparato legal para permitir la filmación en localizaciones— e ilusoria —ya que el grueso cualitativo y cuantitativo del audiovisual contemporáneo cubano y dirigido por cubanos transcurre por senderos ajenos a su voluntad, con la correspondiente consolidación de una estructura de producción plurilocalizada en diversas iniciativas, empresas y fondos de fomento internacionales—, el ICAIC experimenta una visible implosión autosegregativa, que lo distancia de las corrientes principales de creación fílmica. Por eso resulta tan impreciso concebir el cine alternativo como proceso secundario, sino como primario, trabajosamente viable ante las posibilidades nulas de una casi inaccesible y cenacular institución, que ni esclarece la metodología para recibir proyectos para su evaluación y posible producción. Las calidades magras de las pocas obras que emanan de su seno —incluyendo los Estudios de Animación— son testimonio más que ostensible de lo errado y errante de sus andares.

Más allá de mi solidaridad personal inmediata con los organizadores. Más allá de los innúmeros detalles picantes derivados de una segunda disrupción del colectivo de la Muestra, tan inesperada para el ICAIC como resultó para este grupo la ya referida cancelación-escarmiento: a la par de que Smith ofrecía su espalda conclusiva, ripostaron al veto con una invitación a ofrecer la conferencia, de todas maneras, para quienes desearan permanecer y recepcionar las informaciones de todo el evento, más allá del “affaire QHUP”. Varios videos filmados con teléfonos móviles y los casi inmediatos testimonios redactados por varios de los presentes en las redes, dan cuenta de los pormenores.

“Bocones” y “contestatarios” fueron algunos de los adjetivos espetados por representantes de la oficialidad, encargados (por comando previo o voluntaria espontaneidad, no sé) de sofocar este último intento vindicatorio.

¿Acaso la historia de Cuba no está repleta de jóvenes protestones, beligerantes y osados que terminaron haciendo las revoluciones? ¿O ser bocón requiere de algún tipo de licencia o autorización oficial? ¿No es la juventud la etapa audaz por excelencia?

Tampoco faltó quien les leyera una suerte de derechos policiales al más puro estilo hollywoodense: “no digan una palabra que pueda ser usada en su contra”.

Ante el irrebatible argumento de fuerza —este lugar es del ICAIC—, el salón del “Fresa y chocolate”, con el retiro de los organizadores de la Muestra Joven, vio cerrarse otro capítulo represivo contra el cine cubano. Y la Muestra también es del ICAIC, de eso no quedaron dudas, y tiene toda la potestad para disponer de ella a voluntad, reconfigurándola en la marcha, haciéndola obedecer políticas. Tal es el derecho de todo dueño.

Justo por eso la Muestra ya no es el espacio idóneo para la exhibición del cine independiente cubano, amén de que su límite etario de 35 años segrega a “tierra de nadie” a los creadores no adscritos al ICAIC, quienes ya no pueden caer en el paternalista, conveniente y conmiserativo zurrón de los “jóvenes realizadores” o el “cine joven”. El fatalista hecho de que es “lo único que hay” no puede ser el final del camino, ni el argumento palmario para vadear o posponer problematizaciones cada vez más insoslayables.

Igualmente, bien distante de una inclusividad que permita cartografiar todas las dinámicas del audiovisual cubano, las selecciones de la Muestra no pueden ni soñar con incluir cintas como los largos Nadie (Miguel Coyula, 2016) y Santa y Andrés (2016), o la obra corta más reciente de Eliécer Jiménez, gestada en la diáspora. Mucho menos pensar en homenajear a cineastas como Orlando Jiménez Leal y León Ichazo. Esto también es cine cubano, amén la marcada y nítida discordancia con los principios políticos oficiales que coartan la nacionalidad con argumentos ideológicos. Otra maldita sinécdoque.

Un amigo cineasta me comentaba una vez que el problema principal de la Muestra es que solo era una muestra, y no un festival de mayor jerarquía dentro del cual los más jóvenes solo sean parte de una panorámica más amplia. Un festival, varios festivales, interconectados a circuitos estables de promoción y fomento, asentados sobre una plataforma legal que legitime, proteja y facilite el flujo de los procesos fílmicos. Otra utopía que considero posible, y que atenta contra el control obsesivo y obcecado de todas las producciones de sentidos, desde unos intereses extra artísticos, para los cuales el cine es solo (y apenas) una herramienta propagandística, libelista y por ende de dominación, a favor de la perpetuación (antidialéctica) del statu quo. Hágase extensivo a todos los medios de comunicación.

El ICAIC es uno de los Grandes Tíos o Grandes Cuidadores, que tiene bajo su mirada específica la guardería, donde los “niños” juegan inocentemente al cine.

Entonces, la existencia de la Muestra, independientemente de las innegables buenas intenciones de su colectivo, ha terminado siendo un método de contención, un cebo y un placebo para desviar la atención de las verdaderas discusiones, que como sucedió con el fallido movimiento de los cineastas (también conocido como el G-20), deben concentrarse en la urgente restructuración a fondo, medular, radical, del sistema fílmico cubano.

Lo mismo para el casi invisible Almacén de la Imagen de Camagüey, lastrado por el peso extra del fatalismo geográfico. Y ni hablar de los oscuros festivales provinciales de cine, que huelen a prehistoria. Una Muestra concomitante con el modelo paternal que en sentido general sigue el poder en Cuba, donde todos los ciudadanos son jovenzuelos perennes, siempre requeridos de los consejos, amonestaciones y correctivos del Gran Padre.

Según este orden de cosas, el ICAIC es uno de los Grandes Tíos o Grandes Cuidadores, que tiene bajo su mirada específica la guardería, donde los “niños” juegan inocentemente al cine, con perretas ocasionales y majaderas rebeliones que no se resisten a la disuasión de un buen cintazo. La juventud como inmaduro estadio, justificante del perentorio acompañamiento y guía por parte del cuidador autorizado con licencia punitiva. Cuando rebasan los 35 años, a los realizadores cuarentones solo les queda caer en el vacío, o plegarse por completo a unos designios institucionales tan angostos que ya no dejan espacio para más nadie.

La plataforma ha ido convenientemente mantenida en innatural estatus de inmadurez, emergencia y transitoriedad, pues el reconocimiento de la adultez plena de estos “eternos jóvenes” implica, claramente, la autonomía, la autodeterminación, la disensión y la potencial impugnación de la superestructura precedente.

Un cine cubano autónomo —donde el ICAIC no tiene que desaparecer, sino reformularse como una parte dialogante, gestora y mediadora— es amenaza directa a una esencia hegemónica de la cual la institución no quiere desprenderse.

Por supuesto, el Festival de Cine Latinoamericano de La Habana no constituye una solución plausible, pues en su matriz todas las naciones latinoamericanas están en igualdad de derechos, y por obligación la criba es mucho más selectiva. Además, también ha servido de escenario a supresiones de varias obras cubanas.

Solo queda a nuestros cineastas el espacio exterior, bastante bien aprovechado en los últimos tiempos, donde numerosos festivales devienen la principal plataforma de fomento y promoción de los proyectos fílmicos nacionales, profetas en tierras ajenas, donde no dejan de estar signados por la eventualidad de un espacio efímero. La regularidad de un circuito de exhibición fuera y dentro de Cuba para estas obras permanece irresoluta y sin esperanzas. La distribución comercial sigue siendo un concepto altamente raro, con algunas afortunadas anomalías como El acompañante (Pável Giroud, 2016) y su experiencia francesa.

Más allá de la falta contra la construcción heroica de Martí, todo lo sucedido en estos días intensos, y lo que está por suceder (pues esta no será la última censura ni el último combate), debe partir de no irrespetar al cine cubano y a sus realizadores, quienes están muy lejos de alcanzar su verdadera medida en el reino del ICAIC. No administrar lo que deben decir y cómo deben hacerlo; permitirles decir.

Hay que vitorear el ágora como método de confrontación y de ideas, así sucedido ejemplarmente en las redes sociales, y nunca el atrincheramiento parcializado y la obliteración de la voz divergente. Dejar ser y no obligar a entrar por un aro fuera del cual nada es lícito o tolerado. Va de convertir “diálogo” y “disenso” en sinónimos, y no de equiparar “eticidad” con “obediencia”. Va de escuchar más a Martí, y cuidar menos su integridad, cuando habla de una Patria con todos y para el bien de todos, sin excepciones. Otra utopía, tan triste como el alma trémula y sola que la soñó desde un rincón fosco.

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