Muestra rigurosamente vigilada

Describir el proceso censor en Cuba es un trance penoso. Todo el mundo tiene una anécdota al respecto, un rictus doloroso de víctima, una serie de victimarios que nombrar; así como una agotadora lista de reuniones, discusiones, citas, para escuchar explicaciones, argumentos, presuntas razones de juicio. Explicar la censura en Cuba acaba siendo un ejercicio de tedio infinito.

Por otro lado, los censores en Cuba suelen aparentar ser buenas personas: entre sus argumentos favoritos está que te están protegiendo, que te quieren evitar problemas graves, que es importante no salirse de lo dispuesto y consensuado por la práctica cotidiana. Pero jamás dicen lo que están pensando en realidad. Ni que su función real, más que evitar la eclosión de conflictos o la puesta en circulación de perspectivas nocivas al orden social, es contener el libre intercambio de ideas, el dialéctico enfrentamiento de posiciones no siempre antagónicas. Ergo: evitar la emisión pública de percepciones que sometan a debate abierto la hegemonía impuesta por aquellos a quienes los censores deben responder. 

Los que en Cuba nos dedicamos al periodismo sabemos que algunos enfrentamientos por el texto suponen batallas en torno a un adjetivo, una imagen retórica, una metáfora. “Así no lo vamos a publicar”, me dijo en una ocasión Rogelio Polanco en Juventud Rebelde, refiriéndose a una oración donde Teresita Fernández se despojaba de un refresco enlatado y un pan con jamón para regalarlo a un indigente. “Pero eso fue así”, repliqué. “No dudo que haya sido así, pero así no lo vamos a publicar”, subrayó el director del periódico —uno de los atributos más definitorios del dirigente cubano consiste en pluralizar sus decisiones y singularizar los yerros. 

La iconofobia del censor pasa por censurar las imágenes que él mismo conoce, o intuye, pero que nunca aparecen en la prensa.

La oración, es verdad, no mencionaba la palabra indigente. Decía que el hombre andaba descalzo, traía la ropa raída y que su cabeza estaba rapada y sucia de tramos de hollín. Toda la oración había sido tachada en la plana de diseño que salió del departamento de corrección hacia la oficina del director y que ese día tuve el cuidado de seguir con la vista, esperando algo semejante —uno de los atributos del redactor que quiere “meter ruido” desde los medios oficiales es conocer los resortes a los que sus editores van a reaccionar—. Recogí la hoja impresa a su regreso de la oficina de Polanco y con ella en la mano toqué a su puerta. Me movía una cierta idea de belleza en la crónica que había vivido y luego escrito. Le dije: “Necesito esa imagen” para explicar que Teresita es de una dignidad que ni Polanco ni yo conocemos. Finalmente, cedió: “Dejémoslo hasta descalzo”. Y así quedó.

Un adjetivo, una oración, una pelea por una imagen. Al censor le preocupan las imágenes. Da igual si la has visto, si lo has vivido, si “eso fue así”. Da igual si él mismo ha visto a ese hombre, o a varios de su clase. La postura va a ser: “así no lo vamos a publicar”. En Cuba eso pasa todo el tiempo. 

La iconofobia del censor pasa por censurar las imágenes que él mismo conoce, o intuye, pero que nunca aparecen en la prensa, en los libros de texto, en la televisión —entre otras cosas, gracias a su vigilancia impenitente—. De aquello sobre lo que no hay traza visible no habrá discusión posible. Y dado que el imperio del censor descansa en ocultar las trazas, ¿qué hacer ante una imagen definitiva, ante una evidencia? 

Cuando los muchos censores de Santa y Andrés hicieron su trabajo en 2016 dieron toda clase de argumentos.

Digo lo anterior porque ese proceso de mediación editorial que, como se reitera hasta el cansancio en Cuba, existe en todas partes del mundo, no implica en el caso que refiero una cuestión de miopía sino de cálculo. Antes de tener acceso a Internet, los periodistas de los medios oficiales en la Isla solíamos recibir un boletín impreso diario con noticias sobre Cuba publicadas por agencias y medios de prensa extranjeros. Allí estaban las versiones de los hechos que, sabíamos, el común de los cubanos no iba a conocer a través de los medios que dicen querer informarlo. Allí aparecían fuentes que no podríamos mencionar. La selección era hecha por algún oscuro departamento superior. Además de a los periodistas, esos impresos llegaban a todas las oficinas de los cargos partidistas del país. Así que dejemos la ignorancia o la desinformación fuera de esta ecuación.

Cuando los muchos censores de Santa y Andrés hicieron su trabajo en 2016 dieron toda clase de argumentos. Iban del elogio a la impugnación del largometraje. Y decidieron finalmente que la película no podía ser vista porque contenía una escena inadmisible, en la que el protagonista es atacado, golpeado, humillado en nombre de Fidel Castro. Como única defensa, mientras es vejado, ese individuo apenas profiere el nombre de José Martí. Impugnar esa escena fue una forma de negar la violencia represiva de antes y después: la que el 11J se magnificó, o el 15N se impuso como mecanismo para negar derechos, y que reaparece en cada “acto de repudio”, en cada acción violenta del aparato policial contra ciudadanos críticos, o simplemente contra quien osa actuar según dictan sus ideales, aunque sin remitirse al “orden establecido”.

Es delicioso acariciar el torrente psicoanalítico que deriva de los monólogos del censor tratando de disfrazar de razón su propio miedo. El escritor Miguel Barnet, por ejemplo, a la sazón presidente de la Unión de Escritores y Artistas (UNEAC), dijo en el acto de prohibición de Santa y Andrés que “él no se había quedado en Cuba para ‘limpiar mierda’”, aludiendo al personaje de Santa, cuyo trabajo es atender una vaquería, entre otras cosas, retirando el estiércol de los animales.[1]

Volviendo al régimen de las imágenes odiosas para los censores, a Barnet le molesta el objetivo fotográfico que lo ha fotografiado.

La proyección psicológica de Barnet tras ver la película no fue, curiosamente, con el Andrés escritor, homosexual, inspirado en el poeta Delfín Prats, acaso el modelo de sujeto dramático más cercano a sí mismo. No lo fue pese a que a él le tocó en su momento suerte semejante. Ahora, reivindicado por el poder, investido con dignidades impensadas mientras vivía en pleno ostracismo en los años 70, acreedor del Premio Nacional de Literatura, curiosamente Barnet se identifica con Santa. 

Uno puede ver a qué le teme: a esa sombra del pasado que le dice quién fue y a qué costo acabó convertido en uno más de una comisión dispuesta para impedir la exhibición de una película donde lo han retratado sin querer. Volviendo al régimen de las imágenes odiosas para los censores, a Barnet le molesta el objetivo fotográfico que lo ha fotografiado.

Carlos Lechuga ha contado en su libro Ni Santa ni Andrés cómo fue el proceso agotador que le tocó afrontar para, siguiendo “los canales establecidos”, conseguir la aprobación de su película en Cuba. No lo consiguió. Con su casa y teléfonos bajo vigilancia de la policía política y su nombre y carrera bajo fuego del aparato de difamación oficial, me llamó para tomarnos unas cervezas. Yo sabía que aquello era una contraseña. Llegué a su casa y me encontré con Norge Espinosa, pero no con cervezas. Lechuga nos llevó a su cuarto, prendió el televisor y salió. Norge y yo vimos la película en silencio, acostados a lo largo de la cama matrimonial que, según Lechuga, había pertenecido a Elena Burke. 

En las reuniones organizadas en Casa de las Américas fue mencionado el veto contra Fuera de liga, de Ian Padrón. 

Dos años después exhibí Santa y Andrés en una de las salas de cine del Museo de Arte Moderno de New York, con un público diverso, no solamente cubanos, que aplaudió al final. Entonces me pregunté si una escena semejante había sido prohibida en Cuba precisamente para que gente como Barnet no se hiciera la dichosa pregunta: ¿me quedé en Cuba para limpiar mierda? 

En 2007 hubo un episodio donde mucha mierda se ventiló. Conocido eufemísticamente como “la guerrita de los emails”, supuso el primer conflicto cubano que se sirvió de las redes de mensajería para ventilar aquello que estaba podrido entre las mieles del mundo intelectual. Fue un conflicto de privilegiados: los artistas y creadores que dijeron “yo he sido censurado” y señalaron al causante de su resentimiento (el comandante Jorge “Papito” Serguera, celebrado en horario de máxima audiencia en la televisión nacional), podían hacer uso de las redes de la Isla gracias a que contaban con una cuenta de correo electrónico y un ordenador. 

Así que, puestos manos a la obra, hicieron su propio vademécum de vejámenes, castigos, silenciamientos. Decenas de personas reunieron un volumen nada despreciable de imágenes de lo insoportable y, con ellas en ristre, exhibieron la impunidad de la policía del pensamiento.

Ese episodio, a primera vista fácil de resolver puesto que la burocracia —así, en abstracto— que la había causado acabó presuntamente “depurada”, finalizó con una serie de reuniones a puertas cerradas en las que el asunto de la censura volvió a aflorar, donde hubo mea culpas y promesas que no se podían cumplir. Entre otros actos de censura, en las reuniones de intelectuales organizadas en Casa de las Américas y a las que solo se podía asistir con una invitación rigurosamente distribuida, en esas jornadas fue mencionado el veto contra Fuera de liga (2003), de Ian Padrón. 

El ICAIC quiso vetar la aparición en Fuera de liga de importantes figuras de ese deporte en Cuba, borrados de la historia oficial.

El caso de esta película ilustra otra vez el asunto de la iconofobia que antes mencioné. Padrón había dedicado un documental a reivindicar al equipo de béisbol Industriales y, por el camino, al deporte nacional. Con una dramaturgia poderosa por la fuerza de su argumentación y por la proximidad parcializada a sus personajes, esa pieza molestó a los funcionarios del instituto estatal de cine. En calidad de productor mayoritario, el ICAIC quiso vetar la aparición en Fuera de liga de importantes figuras de ese deporte en Cuba, borrados de la historia oficial por decidir irse a vivir y jugar en Estados Unidos, como Orlando “El Duque”’ Hernández y Kendrys Morales.

Un episodio que el propio Padrón ha contado en detalle[2] ilustra cómo el ICAIC intervino para que el documental no fuera exhibido en la Muestra de Nuevos Realizadores —posteriormente bautizada Muestra Joven— de ese año. Pero un segundo momento de la censura de Fuera de liga me tuvo como protagonista sin quererlo. En 2003 o inicios de 2004 fui jurado del Premio Caracol de la UNEAC en la categoría de cine y el director del documental envió su película al concurso. El fotógrafo Livio Delgado y yo —un tercer jurado al que jamás vi el pelo, director de la Televisión Cubana, daba a conocer sus opiniones de forma remota— acordamos que no había mejor candidato para el premio en la categoría documental que Fuera de liga. Y así lo hicimos saber en acta. Pero una llamada desde el ICAIC a la UNEAC horas antes de la entrega de los reconocimientos cambió las cosas: el premio era espurio dado que la pieza que habíamos valorado no estaba admitida por su productora. Livio y yo decidimos dejar el premio desierto y otorgar menciones y etcétera.

Esa lógica de premio y castigo acaba quedando en evidencia siempre: el ICAIC no estrenó Fuera de liga hasta 2008, cuando el panorama que revelaba parecía algo aislado. La mismísima enciclopedia oficial cubana Ecured (https://www.ecured.cu/Fuera_de_liga) reseña que “en la ficha del filme en el sitio oficial del ICAIC, aparece el 2008 como fecha de estreno”.

Fernando Pérez renunció a dirigir la Muestra después que considerara fuera de sus funciones censurar un filme por razones aparte de su calidad formal. 

También en 2008 la película de Ian Padrón ganó el Premio Caracol de la UNEAC a la mejor “obra no dramatizada”, el de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica al Mejor documental del año en Cuba y el Premio Especial del Jurado en la Muestra de Nuevos Realizadores de 2009. En la década siguiente se naturalizó que la estatal Federación Cubana de Béisbol contratara peloteros en las ligas de Japón, México y muchos otros países.

Fuera de liga, por cierto, fue a partir de 2003 una de las primeras piezas del audiovisual cubano que circuló de manera irregular de mano en mano, que mucha gente vio en ordenadores personales y que anunció lo que iba a venir: un conflicto permanente entre el ejercicio de la iconofobia de los censores y el derecho del espectador a ver, a saber por su cuenta y a pesar de la opinión de los mediadores institucionales.  

Esas “leves” refriegas, que parecen parte del escenario teatral de la cultura artístico-literaria administrada por el Estado, se convirtieron en moneda común después que la producción audiovisual independiente cubana comenzó una suerte de ofensiva sobre los relatos invisibles. Producir imágenes sobre esa dimensión oculta de lo real convirtió en campo de batalla permanente la Muestra Joven, con episodios sobresalientes y otros resueltos —o no— en la brevedad de una oficina.

Pero en 2012 hay un capítulo aparte. Ese año, el cineasta Fernando Pérez renunció a dirigir la Muestra después que considerara fuera de sus funciones aquello que hasta ese momento había sido trabajo de los directores que le antecedieron: censurar un filme por razones aparte de su calidad formal. 

Él quiere conocer al autor de su destino. Y, por corte directo, los realizadores muestran una foto de Fidel Castro colgada de una pared.

Despertar (Ricardo Figueredo Oliva-Anthony Bubaire, 2012), una pieza observacional sobre el rapero Raudel Collazo, de la banda Escuadrón Patriota, fue excluido por el ICAIC ese año y Pérez no quiso hacerse cómplice. Prefirió renunciar y dejar por escrito su posición sobre el asunto. Como en ese momento las discusiones no se hicieron públicas, cuando vi el mediometraje me enteré por mí mismo: en cierto momento de la pieza, Raudel narra las dificultades que enfrenta para ofrecer un concierto público. Como hemos escuchado sus letras disidentes del relato oficial, nos imaginamos cuáles son las razones de tales obstáculos. Pero Raudel menciona un término cargado de peligro: “culpable”. Él quiere conocer al autor de su destino. Y, por corte directo, los realizadores muestran una foto de Fidel Castro colgada de una pared. 

En 2010, un documental de temática semejante había sido el centro del mayor conflicto hasta la fecha en torno a una película en la Muestra de Nuevos Realizadores. Revolution (Mayckell Pedrero), con el dúo de hip-hop Los Aldeanos como centro, era lo suficientemente cuestionador del modelo de dominación vigente en Cuba y revelador de la postura de una parte de la juventud hacia él como para ser admitido. No obstante, el mediometraje ganó cinco premios en la Muestra, incluyendo el de Mejor Documental y Mejor Dirección.

En el medio oficial del Ministerio de Cultura (MINCULT) cubano, La Jiribilla, el periodista Pedro de la Hoz volvió entonces a hablar de lo inaceptable: 

En medio de un abanico tan abarcador, que incluye la presentación de animados, videoarte, intercambios generacionales, debates, clases magistrales, lanzamiento de publicaciones, la proyección de Revolution, de Mayckell Pedrero, marcó la diferencia entre la indagación responsable y la transgresión a ultranza. Puede y debe admitirse, desde el arte, la crítica más acerba a situaciones donde el burocratismo, la insensibilidad o la incomprensión afectan la promoción de fenómenos socioculturales emergentes, como es el caso del hip-hop, pero los planteamientos de los protagonistas del documental, en algunos temas y sobre todo en sus entrevistas, pretenden hacer tabula rasa de nuestra sociedad, pecan por exceso y parten de un enfoque panfletario que se aísla en sí mismo.[3]

Hay que asumir que todavía en este párrafo existe un margen que se pretende administrar. El censor dice hasta dónde se puede y hasta dónde no. Y evita mencionar qué es ese “exceso” que reprueba. 

Después de ese dictum, las razones dejaron de tener sentido. También el diálogo.

Aunque tal borde fue volviéndose esquivo ante episodios de censura posterioresQuiero hacer una película (Yimit Ramírez, 2020); Sueños al pairo (José Luis Aparicio-Fernando Fraguela, 2021); la exclusión absoluta del cine de Miguel Coyula y de Santa y Andrés, por solo mencionar los más sonados, también lo hizo la paciencia de los realizadores. 

El gesto de solidaridad con los directores de Sueños al pairo, las Palabras del Cardumen y la consiguiente decisión de hablar por su cuenta de los realizadores jóvenes, sin usar las habituales cajas de resonancia o a líderes como altavoces, fue demasiado. El aparato institucional denominó boicot al ejercicio de ese derecho y la definitiva desaparición de la Muestra —con la expulsión de su directora Carla Valdés León incluida— ocurrió ya sobre un escenario diferente. Después de la censura de tantas películas, el acto final de silenciamiento se impuso sobre el espacio mismo. Y hasta el sol de hoy.

Pero hablé antes de un “escenario diferente”. En 2017, en un video de una reunión con funcionarios que circuló ampliamente en Cuba por la misma vía que antes lo hicieran Fuera de liga y decenas de películas locales censuradas, Miguel Díaz-Canel, por entonces viceministro primero del país, hizo referencia a algunos medios digitales molestos para el Gobierno y anunció que cancelaría uno de ellos. “Y que se arme el escándalo que se quiera armar. Que digan que censuramos, está bien. Aquí todo el mundo censura. Aquí todo el mundo censura”, dijo, reiterando la frase final.[4]

Después de ese dictum, las razones dejaron de tener sentido. También el diálogo. Con esa frase, la Muestra Joven y todo su modelo de política cultural pueden morir, “y que se arme el escándalo que se quiera armar”. 

El censor no oculta su iconofobia.

La razón de Estado trajo en años consecutivos disposiciones como el Decreto 349, el Decreto-Ley 370 (ambos de 2018) y el 373 “Del creador audiovisual y cinematográfico independiente” (2019), arrancado a las autoridades tras años de presión por parte del gremio en Cuba, pero que apenas oficializa una parte de sus demandas. “Aquí todo el mundo censura” supone que el “fuera de la Revolución, ningún derecho” de “Palabras a los intelectuales” se naturaliza como ejercicio de una casta que no necesita acordar con su contraparte ninguna negociación.

El borramiento de los bordes por administrar, la desaparición de la necesidad de tomar en cuenta el desacuerdo de una parte de los afectados por al acto de censurar —quienes en lo adelante serán acallados por disímiles vías, incluyendo la cárcel—, también abre el campo a la confrontación y a la provocación abiertas y constantes. Desde entonces, las imágenes en Cuba son cada vez más frontales, más intensas y también más abundantes. Mientras, el censor no oculta su iconofobia. Y recibe de vuelta desacato. Ante esas reglas del juego, todos tenemos claro el territorio de libertad que está por edificarse.




Notas:
[1] Anécdota contada por Carlos Lechuga, director de la película, en su libro Ni Santa ni Andrés (Editorial Verbum, 2022, coescrito con Adriana Normand).
[2] Entrevista de Ian Padrón contando lo ocurrido con Fuera de ligahttps://youtu.be/lJ9wlOwnpAE.
[3] Reproducido en el blog Cine cubano: la pupila insomne https://cinecubanolapupilainsomne.wordpress.com/2010/03/02/tres-opiniones-sobre-la-novena-muestra-de-nuevos-realizadores/.
[4] Fragmento de la intervención de Miguel Díaz-Canel: https://youtu.be/jdr3A5LlaKE.




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