En 1989 se estrenó una de las obras de ficción más significativas y deslumbrantes de todo el cine cubano: Papeles secundarios, dirigida por Orlando Rojas (1950).
Y pocas afirmaciones más certeras que la de López Morales, cuando lo asumió en su dimensión exacta[1]: este filme es, sin discusión posible, una mirada a la Cuba entregada a la tragedia del castrismo. Y más allá: es una perspectiva también de la isla eterna.
Con entera justicia, fue seleccionada en un momento dado como uno de los 100 mejores filmes latinoamericanos de todos los tiempos. Y, también, lo cual no deja de sorprenderme dadas las características de la censura castrista, fue considerada por los críticos de la Isla como la mejor película cubana en la década del ochenta.
Treinta y cinco años más tarde, diría yo que ha aumentado incluso su significación.
Creada desde un sentido artístico deslumbrante, con un equipo de un nivel profesional tan alto que no es exageración afirmar que pocas veces se había logrado reunir uno así en Cuba, Papeles secundarios no solo es una obra de arte extraordinaria, una de las más grandes de la cultura insular, sino que también, y esto no deja de atraerme en ella, resulta una de las muy pocas películas que, en un momento muy temprano y sorprendente, denunció con coraje todos los terrores que, desde el inicio mismo del comunismo en la Isla, fueron asfixiando a los artistas e intelectuales cubanos.
Orlando Rojas comenzó a vincularse al cine desde su muy temprana participación, a los veinte años, en el consejo de dirección de la revista de cine Arte 7, del Departamento de Extensión de la Universidad de La Habana, publicación que, a pesar de su vida relativamente breve, fue en su día un espacio cultural de innegable calidad crítica.
En 1972 comenzó a trabajar en el ICAIC, primero como asistente de edición y luego como director de esa esfera. En esta línea trabajó como asistente de dirección del destacado cineasta boliviano Jorge Sanjinés en uno de sus documentales.
Interesado también en el guion cinematográfico, colaboró en este sentido en diversas producciones del ICAIC. Pero en su labor de entonces me interesa destacar ahora su intervención, también como colaborador, en el guion de Los sobrevivientes (1979), de Tomás Gutiérrez Alea, tanto porque esta película es una de las más destacadas de la historia del cine cubano, como por el hecho de que su guion, basado en el brillante y ácido relato “Estatuas sepultadas” de Antonio Benítez Rojo, tiene un muy marcado carácter de escritura para un cine de autor.
Ya entonces Orlando Rojas iniciaba el eje central de su trayectoria artística. En mi percepción personal, Los sobrevivientes, es esa brillante mirada sobre el otro en la angustiosa y grotesca sociedad cubana de las primeras décadas del castrismo: lo esperpéntico de la alta burguesía convocada para ese tan duro filme de Titón subrepticiamente sugiere asimismo un implícito perfil sombrío de la sociedad extramuros.
A esto se añade que, por una parte, se trataba de un filme del mismo director que había filmado Memorias del subdesarrollo, con su tremenda y humanísima referencia al momento cultural que el castrismo había decidido destruir.
Por otra parte, como dato en cierto sentido extra artístico, pero también revelador, la casa donde filmó Titón era la de la poeta Flor Loynaz (cuyo nombre de pila lo debía al gran patriota cubano Flor Crombet). Una mujer de fascinante personalidad. Un “barco perdido”, como se autodefinió en un poema.
Flor era tanto legítima representante de esa burguesía criolla que focaliza la atención del cineasta en la película, como, sobre todo porque Flor era hermana de Dulce María, la gran escritora condenada por el gobierno castrista a prisión domiciliaria (imposible dejar de evocar esto en relación con el encierro voluntario de los personajes de Los sobrevivientes), en un momento determinado y de cierto modo como víctima de un castigo ejemplarizante y atemorizador para los intelectuales de la Isla. Un hecho brutal que, desde luego, es inverosímil que el gran director desconociese.
Flor Loynaz, figura difuminada por voluntad propia en el marco de la poesía cubana, tenía, sin embargo, un carácter tan acusado y tan fuerte como todos los Loynaz. Y era maravillosamente extravagante también: se decía que había dormido dentro de un ataúd, ataviada con esmero, por si la muerte la sorprendía durante el sueño.
Al mismo tiempo, fue de las primeras mujeres en conducir un automóvil en La Habana. Y esa osadía no era aislada: se aparecía en bares de rompe y rasga en su ciudad natal, o fumaba habanos espectaculares a la manera de las criollas de clases populares del siglo XIX.
Y con la misma audacia alguna vez se rapó la cabellera. Fue la acompañante asidua del gran poeta Federico García Lorca en su estancia cubana y en realidad fue a ella, y no a Dulce María, a quien el tremendo duende español dejó el manuscrito de su Yerma.
Toda esa efervescencia desafiante no hacía erupción sin que ella se ocupara también de la política de Cuba: participó en las luchas contra el tirano Gerardo Machado y en un momento dado fue miembro del Directorio Estudiantil. Se dice (entre la maraña de evocaciones varias, entre ellas la de Miguel Ángel García Alzugaray) que ella inspiró a Carpentier la Sofía estremecedora de El siglo de las luces.
La casa del reparto La Coronela, quinta “La Santa Bárbara”, que Flor Loynaz rentó para la filmación de Los sobrevivientes, estaba, pues, cargada de significados culturales múltiples que, con aquel evanescente retrato de Flor que pendía de una pared, no podían haber pasado inadvertidos para el joven intelectual Orlando Rojas.
Por otra parte, según dicen, la filmación no estuvo exenta de incidentes. Al parecer, se habría extendido hasta la Navidad, y Flor Loynaz, tan espiritual y excéntrica y alucinada, habría escrito, como una niña, su carta de deseos navideños para los Reyes Magos.
El actor Carlos Ruiz de la Tejera contaba en un Taller Nacional de Crítica de Cine, que alguien del equipo de filmación hizo la mala obra de fisgonear la carta de la Loynaz y que se murieron de la risa al comprobar que su único ruego a los Magos era que se acabara de largar el equipo de cine de su casa y la dejaran en paz.
Si esta anécdota no es cierta, sin duda merecería serlo. Toda esa carga de historia y ensueños tiene que haber tocado hondo al joven cineasta en ciernes.
Ante el duro humorismo (cuando no sarcasmo) de su película posterior, Las noches de Constantinopla, me es imposible no percibir un diálogo implícito entre el tercer filme de ficción de Rojas en el 2001 y la memorable cinta de Titón.
Siendo muy diferentes en tono irónico, en el tipo de osadía y los estilos de dirección, me parece que es palpable un determinado nexo subterráneo. O yo pretendo que así sea: uno de los efectos de Los sobrevivientes es el de no permitirle a uno mantenerse al margen de la atmósfera fílmica.
Como lo quiso en su día el hondo narrador Antonio Benítez Rojo en el cuento que da pie a la película, los personajes voluntariamente encerrados en aquella mansión son estatuas sepultadas, memoria viviente de un tiempo social y cultural masacrado por el castrismo o, como también se lo ha calificado, aun antes del desastre total de la Cuba comunista, en un marasmo indescriptible, “un viaje surrealista desde el socialismo al canibalismo”.
De un modo u otro, esa filmación tuvo que haber dejado una marca muy especial en aquellos primeros tanteos de Rojas. En su primer filme de ficción, Una novia para David (1985), el director bisoño, pero en extremo talentoso, configuró un relato cinematográfico que se distanciaba del promedio habitual de un cine cubano donde la loa al socialismo estalinista y la retórica aneja de una política cultural se enfilaban a una propaganda ideológica omnipresente y siempre estéril.
Sobre un guion conjunto suyo y del narrador Senel Paz, Rojas levanta una historia llena de encanto y, también, portadora de un interesante puntazo político y humano. En ese filme, centrado en dos jóvenes personajes, también se debate una cuestión esencial: el derribo de esquemas sociales.
David, el protagonista, bien interpretado por Jorge Luis Álvarez, es empujado por sus condiscípulos, y estos por patrones sociales deshumanizados, a buscar una pareja sentimental que corresponda con el machismo dominante.
Esta es la primera crítica social en la película a un país donde supuestamente se encaminaba todo hacia la formación de un ilusorio “hombre nuevo”, mientras se pretendía fabricar desde el discurso político del totalitarismo incluso “valores” que rigieran sobre algo tan vital y privado como la selección de pareja.
El personaje de Ofelia (encarnada por la muy joven entonces, pero ya interesante actriz, María Isabel Díaz) es la líder estudiantil aparentemente típica de la Cuba de los años ochenta. Entre ambos se teje una historia juvenil que hizo las delicias de un público cubano exhausto y nauseado de tanta película repetitiva sobre la lucha contra Batista, el discurso épico sobre Girón, o los alzados contra el totalitarismo comunista en el Escambray (pero en realidad en casi toda Cuba y no solo en esa zona), entre otros argumentos igualmente comprometidos con la narrativa política castrista.
Detrás de la trama adolescente, Rojas instrumentó una réplica intensa contra los esquemas culturales vigentes en el país. En particular, el machismo o la imposición del colectivismo a ultranza, tan violentos en la vida estudiantil preuniversitaria comunista.
Era el comienzo de una obra cinematográfica esencialmente política en su sustrato cabal. No era la primera vez que el cine de los países sometidos al totalitarismo comunista se rebelaba, mediante dramas centrados en personajes muy jóvenes: La infancia de Iván, de Andrei Tarkovski (1962), El amor se cosecha en verano, de Ladislav Rychman (1964), o Enamorados, de Elier Ishmujamedov (1969), son muestras fehacientes de una postura a la vez estética y política que, no por encarnarse en historias juveniles y sentimentales, eran menos punzantes y polémicas.
En ese grupo de obras sutilmente contestatarias del credo comunista es necesario, para decirlo ahora desde una posición crítica responsable, hay que incluir Una novia para David, que precede honrosamente, tanto en su mensaje como en su factura artística, a la muy aplaudida Fresa y chocolate, de Gutiérrez Alea.
A lo anterior deseo añadir que el riesgo de censura corrido por Rojas en su primer filme de ficción fue mucho mayor, porque se trataba de su opera prima. El joven cineasta ciertamente se estrenaba con gallardía y convicción. Pero será con Papeles secundarios, su segundo filme de ficción, que Rojas revele una extraordinaria madurez artística.
Más allá del argumento enmarcado en el teatro, la peripecia esencial del filme tiene que ver directamente con un conflicto ético profundo. Es, qué duda cabe, la película cubana que, con Memorias del subdesarrollo, de Gutiérrez Alea, y con más fuerza que esta, abre las puertas a una meditación de alto vuelo, algo que volverá a encontrarse, bastantes años después, en Memorias del desarrollo, de Miguel Coyula. De este enfoque trascendente, a mi juicio, deriva la indudable grandeza del filme de Rojas.
Encerrado en un ambiente teatral, aborda la agónica existencia del arte y la cultura cubanos en los límites por momentos enloquecedores de la política del régimen. Con su personalísimo sentido de los espacios en que se desarrolla la acción de sus filmes, Rojas consigue nada menos que una síntesis emblemática del ámbito interior de los teatros habaneros: se trata de una integración y nunca de una localización única; es una síntesis mágica y sombría del espacio cultural de la nación en la década del ochenta.
Esa voluntad de aglutinación simbólica no solo se pone en función de construir un espacio emblemático del arte teatral cubano, sino que, por la fuerza de la fotografía realizada, estas imágenes funcionan como una prolongada alegoría de la cultura cubana destrozada por la política de un socialismo real sin esperanzas ni futuro.
De modo que Papeles secundarios se levanta también como un intenso edificio neobarroco. El imaginario Teatro Principal de La Habana es a la vez un teatro y todos los teatros, un maravilloso coup dʼœil (como sin duda lo hubiera identificado Severo Sarduy desde su lúcida teorización del neobarroco) en fluidas imágenes de detalle e imágenes de fragmento. Por ejemplo, escorzados detalles al pasar de algún personaje delante de la inquietante oficina del opresivo funcionario y censor cultural López-Treto; fragmentación neobarroca de aspectos de la vivienda de Mirta, ella misma, como ser humano, desgarrada en partículas de evocación e inacabable sufrimiento.
Otro elemento de la estética neobarroca muy perceptible es la indeterminación, el no-sé-qué como componente de la construcción no solo de diversos personajes (sugerencias sobre el pasado de la relación posiblemente erótica entre Rosa y Alejandro; intuiciones fugaces de los nexos entre los jóvenes actores recién graduados), sino también, y aquí es patente la organicidad de la perspectiva artística de Rojas, entre las locaciones teatrales, una y otra vez integradas de modo caleidoscópico, a pesar de que es patente que se trata de estilos arquitectónicos diversos, de funciones espaciales diferentes, edificios también fragmentados, heridos por la historia y la miseria.
Al mismo tiempo, está la integración más allá de los elementos de las múltiples imágenes micro, sabiamente captadas por Pérez Ureta. Una y otra vez insiste la cámara en que todo ocurre en una vieja Habana, entre calles en vericuetos, o vista desde azoteas inmemoriales: ya sucia, ruinosa, descuidada, pero aun así llena de misterio y atractivo.
La fascinación por lo monstruoso, característica del neobarroco literario, pero también y sobre todo del televisivo (series, filmes, incluso comerciales), se percibe tanto en lo sombrío de una serie de secuencias como en particular en el tratamiento ominoso de los caracteres, desde los protagónicos hasta otros como López-Treto, la sindicalista comecandela, el ambiguo personaje que acompaña (entre sirviente, cortesano, chismoso y torcido confidente) a la otoñal diva Rosa Soto.
Son rostros oscuros, de biografía apenas sugerida y algo maligna, o retorcida, o sin futuro. Es, en términos de construcción de un universo humano en el filme, la negación rampante de todo realismo socialista, de toda propaganda del supuesto hombre nuevo comunista, esa suprema tontería semi-religiosa que formó parte del catecismo marxista-leninista.
Rojas estaba lejos por completo de toda la sobada parafernalia del compromiso con el régimen. Papeles secundarios, sin duda, arremete contra la ideología dominante con una franqueza y una fuerza impensables en el momento de su estreno. Quizás por eso no sufrió los embates posibles y mecanismos de represión que experimentaron filmes cubanos de menor intensidad cuestionadora e inferior sustancia artística.
Cada elemento del guion está pensado con una concentración sorprendente, incluso en momentos aparentemente humorísticos, como cuando llegan los jóvenes actores al teatro, en su primera vez, y uno de ellos cita ¿en broma? las palabras famosas de la Divina comedia: “Dejad toda esperanza”.
Y luego sigue una expresión admonitoria del personaje de María Isabel Díaz: “Boca cerrada”, el silencio opresivo de la cultura cubana en el castrismo. Aquí y allá, ciertas frases acuñadas en la comunicación coloquial insular adquieren una estatura extraordinaria y ligada a la deformación de la cultura del país, como cuando Alejandro dice que “Hay que saber ceder”.
Hay algo muy interesante en el caso de Alejandro, el director a quien Rosa Soto hace venir de su destierro en Camagüey. Alejandro, talentoso, pero “conflictivo” (el castrismo, como se sabe, solo ha tolerado, década tras década, a los sumisos), habría cometido errores e impaciencias en sus trabajos de dirección teatral, tal vez ironías, oblicuamente aludidas en el filme, sobre uno de los fantasiosos y siempre fracasados planes quinquenales del gobierno castrista. Esto habría conducido a su destierro a la provincia lejana y, en ella, a algo peor aún que la distancia: el prestigioso director teatral terminaría trabajando en un cabaret cualquiera.
Parece ficción y no lo es. Me pregunto si Orlando Rojas y sus colaboradores estarían al margen (me es difícil creerlo, dada la eficacia del rumor en La Habana comunista) de que precisamente algo semejante había ocurrido en la realidad. No en el mundo del teatro cubano, pero sí en el de la danza.
Iván Tenorio, que habría de ser una de las figuras descollantes del ballet insular, pasó un período en Camagüey, en la pequeña compañía danzaria de esa provincia. Allí pretendió estrenar su gran coreografía Juegos profanos (más tarde renombrada como Cantata, uno de los grandes momentos de la danza nacional), creada, pero no exhibida en La Habana hasta mucho después.
Esto derivó en una verdadera pesadilla de cuestionamientos ideológicos, una cacería de brujas más de las que el castrismo organizaba contra cualquier artista sospechoso. Alguna idea, se dijo, hubo entonces de relegar al talentoso coreógrafo al cabaret Caribe. Nada menos. De manera que, lo supiera o no Rojas, una vez más la vida superó al arte. Quién sabe.
El filme está recorrido por intertextualidades eficaces. En algún momento, están los actores esperando la llegada del misterioso López-Treto, un funcionario que, sin la menor preparación ni experiencia cultural (con sarcasmo se nos dice que era Jefe de Inventario de una Purificadora en Pinar del Río; pero este tipo de “dirigente” comunista era y es por completo una práctica común del castrismo), va a desempeñar una función directiva y represora en la compañía teatral.
Suponen, con razón, que es un represor del gobierno, un espía. Y en un momento uno de los actores exclama: “Y ese inspector, ¿seguro que viene hoy?”.
Inevitable percibir la difuminada referencia a Ha llegado un inspector, la obra famosa de Priestley, en que una cena es interrumpida por la llegada de un indefinible inspector, alguien que probará la culpabilidad de todos y cada uno de los presentes en un asesinato que, en realidad, es un crimen de toda la sociedad.
Es la ambigüedad neobarroca: López-Treto quiere probar que todos en la compañía son culpables, en particular Rosa Soto, encarnación de la vocación artística y de un pasado socialmente exitoso.
Está dispuesto a manipular, perseguir, estimular las traiciones. Todo ello hace pensar que, en principio, estos artistas son víctimas de una conjura política y que, por el contrario, son inocentes. Pero en verdad son culpables de cobardía, complicidad y falta de solidez, no como artistas solamente, sino como seres humanos. Nada menos que eso está en el centro dramatúrgico de la película.
Desde el inicio, se trasluce en el filme una distinción de espacios dramatúrgicos y culturales.
De un lado, actores que pasan bien de los treinta años y, por tanto, como el diálogo se encarga de hacer patente, enclavan su experiencia en los años entre el sesenta y el setenta, en las primeras oleadas y conmociones del castrismo y su política cultural e ideológica en la Isla.
De otra parte, los jóvenes recién graduados como actores, que ingresan en la compañía llenos de aspiraciones, en la confianza de que obtendrán quizás algún papel secundario en el nuevo proyecto de montaje del grupo.
Sobre ellos, dos figuras centrales: Rosa Soto, la gran actriz en apariencia por encima de edades y circunstancias, pero silenciosamente en crítico declive en un mundo cultural donde ella obviamente molesta, a pesar y sobre todo por su prestigio. Y junto a ella, Alejandro Rivas, el artista castigado por su personalidad rebelde, que, llamado por Rosa, tiene quizás su última posibilidad de realizarse como creador… y como ambicioso.
Entre ambos, Mirta Hernández, castigada más allá de cualquier culpa, carga el terrible peso de su amor perdido, el del artista real aplastado por el régimen castrista, y de su vida de artista lacerada hasta la crueldad: dotada de talento y sensibilidad, no le permiten actuar, sino apenas vegetar en una compañía en la que no tiene más posibilidad que ese vegetar callada.
No se trata de especulaciones: Orlando Rojas presenció personalmente la demoledora década del setenta, en que el castrismo arrasó prácticamente con la vida cultural del país, sobre la base de un sinfín de mecanismos represivos y acusaciones sin cuento.
Las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, la acusación sistemática de “problemas ideológicos”, los juicios brutales a cualquier artista, acciones represivas entre las cuales el proceso a Heberto Padilla fue el más resonante, pero no el único.
Por ejemplo, la defenestración del grupo de intelectuales vinculados con Lunes de Revolución, la ejecución de El Puente como grupo, la reproducción de tales persecuciones habaneras en el escenario menor, pero igualmente pavoroso, de las provincias.
Asimismo, la destrucción del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, que el régimen había constituido para establecer un único ambiente ideológico, pero que después resultó molesto porque, de hecho, la única “ideología” aceptable era la sumisión a Castro.
Orlando Rojas fue testigo de todo esto y lo refleja en una película que, como ninguna otra, logra una visión orgánica del infierno político y cultural del castrismo.
El proyecto escénico de Rosa Soto, para el cual hace venir de su destierro camagüeyano a Alejandro Rivas, es nada menos que Réquiem por Yarini, de Carlos Felipe.
Es una obra emblemática del teatro cubano. Calificarla como tal es justo, pero incompleto. Esta extraña pieza genial es también, como ocurre de modo semejante con alguna obra artística en otras culturas, un emblema de la idiosincrasia cubana.
Magia, casualidad, destino, la obra de Felipe encarna una serie de factores del mito y la tradición cubana. Su machismo desaforado, su entonación trágica, pero también del mundo marginal, su intensa violencia y su inquietante rescoldo de poesía. Todo ello sobre la base de una historia real y verdadera, enclavada en los bajos fondos de La Habana, donde el folclor, la delincuencia, la prostitución, el sexo desaforado, la agresividad, la santería, la superstición y el profundo desespero se confunden en una amalgama feroz.
Réquiem por Yarini no solo es una gran realización de la dramaturgia insular: es un rencor vivo, una obsesión antropológica. De aquí que tenga tres existencias en la expresión artística cubana: el propio texto teatral de Felipe, el filme extraordinario de Rojas, y la no menos intensa, problemática y lograda película Los dioses rotos, de Ernesto Daranas.
En otras palabras, se trata de una permanencia artística total y proteiforme, que se nutre de la intensidad de un hecho histórico devenido mito cultural.
Rojas está consciente de ello. Por eso, en la primera reunión del director invitado con la compañía de actores, luego de que Rivas habla sobre el proyecto mismo de una nueva puesta en escena, diferente, de la obra de Felipe, el joven Pablo dice públicamente algo esencial para entender el propósito mismo del filme: “Quizás yo esté equivocado, pero pienso que un proyecto de Réquiem por Yarini, que denuncia la corrupción de la República, podría interesar a un público de los (años) sesenta, ¿pero y el de ahora?”.
Y aquí, en esta frase juvenil y perfecta, está la clave del filme, pues ya no tiene sentido seguir hablando de que el estado de cosas en Cuba antes de 1959 era corrupto y difícil.
La pertinencia de un examen del pasado ya ha caducado. ¿Qué sentido tiene esa obra en la década del ochenta? Es eso lo que el joven Pablo pregunta, y lo que propone como desafío artístico Rojas.
Como enseguida se verá, el discurso supuestamente del castrismo ya era intolerable en los setenta, con mayor razón en los ochenta. Lo que va a ocurrir en esa compañía teatral es un replanteo de los problemas nacionales, tanto culturales como políticos. Todo confluye en ese sentido.
López-Treto, el funcionario espía, aspira a destruir el prestigio de una cultura que viene de un pasado anterior al 1959 y enarbola, aquí y allá, la aspiración siniestra de liquidar al intelectual cubano tradicional, para que deje el paso a un supuesto intelectual revolucionario.
Esta idea absurda, maniquea y fascista, estaba presente tanto en una serie de textos de Ernesto Che Guevara, como en los ominosos discursos de fundación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, por los militantes comunistas José Antonio Portuondo, Osvaldo Dorticós y Nicolás Guillén.
Tales discursos habrían de intensificarse en las violentas, cuanto totalitarias, Palabras a los Intelectuales de Fidel Castro. López-Treto pone a Alejandro Rivas en la situación profundamente inmoral de elegir entre ser cómplice para eliminar a Rosa Soto del panorama cultural, o volver a sufrir un destierro ya sin remisión. Un dilema que se resuelve por el personaje cuando toma la decisión más baja y traicionera.
La propia nieta de Rosa Soto es arrastrada a la complicidad y la denuncia, con el poder siniestro del cual López-Treto es representante. Rojas tuvo la grandeza de no detenerse en la peripecia social y cultural del castrismo esterilizador. Su película va más lejos y llega a la intensidad de la poesía y la aniquilación humana en el diseño del personaje de Mirta, entidad de alta y noble tragicidad.
Mirta intuye, por eso la acusan de “buscar un verdugo”. Pero es más que cierto que la situación dramática en la película, sobre todo las circunstancias históricas en la Cuba allí representada, se organizan en términos de víctimas y verdugos.
De aquí la eficacia del simbolismo. Aguda intensidad reviste el duelo entre Alejandro y Pablo: una coreografía de sombras que alcanza una tangible grandeza, como tal vez ningún otro momento simbólico en el cine cubano.
Por cierto, no deja de llamar la atención que un duelo así, de aliento a la vez dramatúrgico y eficazmente coreográfico, vuelve a hallarse también en la aplaudida cinta Tango, de Carlos Saura, en la que también actuó con gran eficacia Juan Luis Galiardo: ecos, intertextos, resonancias.
Treinta y cinco años después, Papeles secundarios sigue siendo un hito extraordinario en la cinematografía insular y latinoamericana.
Otros filmes han denunciado el horror del castrismo, la esterilización de la vida espiritual cubana bajo ese régimen monstruoso. Pero ninguna como este filme de Rojas ha ahondado tanto en las retorcidas madejas del comunismo insular, en la odiosa manipulación de la cultura por gentecillas de mala calaña y ningún calibre humano ni artístico.
Ciegos dedicados a dejar sin luz a los demás. Sicarios de la bajeza moral. Pero más allá de su gallarda denuncia social y política, a la altura de los grandes filmes anticomunistas de las cinematografías del bloque comunista europeo, Papeles secundarios es sobre todo una obra de arte enfocada en la grandeza misma del espíritu creador, en la fuerza misma de ser humano empeñado en algo más que la ambición, el oportunismo y la miseria.
Es por esto que la película de Orlando Rojas ha perdurado como testimonio esencial que nos acompaña y nos advierte.
Nota:
[1] Eduardo López Morales: “Pensando en Papeles secundarios”. En: Cine Cubano. No. 54. La Habana. 1989, p. 53.
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