El falso documental o mockumentary, más que género o subgénero fílmico, es una estrategia de entrampe perceptual que ha revelado, como pocas, las connotaciones empáticas de los públicos, así como los grados de estereotipación alcanzados muchas veces por los pactos de lectura consensuados entre emisores masivos y receptores-masa. Una estructura narrativa canónica es lo único que se necesita para legitimar un relato como algo totalmente verídico.
No importa si se aclara o no la naturaleza fictiva de la obra en cuestión. No importa si el engaño es premeditado o confeso.
Esto queda reforzado, además, por las relaciones de idealización y sacralidad que el grueso de los públicos mantienen con todo lo reflejado en las pantallas. No olvidar que incluso en plena Sociedad de la Información, el simple intertítulo “Basado en hechos reales” aún basta para mesmerizar a las audiencias.
Para delatar la levedad de los cánones, y la gran diferencia entre verdad y verosimilitud, es suficiente una película que rompa los referidos pactos de lectura, que salve la brecha formal entre obras dramatizadas y documentales, asumiendo desde la ficción la estética más convencional del documental de corte expositivo, reporteril, didáctico.
La lista en cuestión (donde se excluye a conciencia La verdadera historia del cine, de Peter Jackson y The Beatles. The Truth, de Joel Gilbert, para dejar paso a provocaciones inesperadas):
1. Culloden (Peter Watkins, 1964)
En el Día de los Inocentes de 1957 (April Foolʼs Day), el programa Panorama de la BBC embromó a su audiencia con un breve falso reportaje sobre la cosecha de espaguetis en una región de Suiza. Esta idea original del camarógrafo Charles de Jaeger, sobre una familia que recoge dichas pastas de árboles, es uno de los primeros intentos por desplegar un juego de legitimaciones, donde un hecho ficticio se vuelve “creíble” por el puro empaque formal, sustituyéndose subrepticiamente un pacto de lectura (el de la percepción fictiva) por otro (el de la verdad implícita en toda plataforma noticiosa).
Menos de una década después, en medio del auge del free cinema, el cinema verité y la consolidación de las estéticas televisivas, la BBC apeló nuevamente a la gramática reporteril y documental con objetivos muy lejanos a la fresca tomadura de pelo: esta vez se propuso cartografiar (con franca postura antiépica) la estupidez, la brutalidad y la sinrazón ocultas en acontecimientos glorificados por el kitsch político-monárquico y la perspectiva maniquea de los vencedores.
Culloden es el primer largometraje del realizador Peter Watkins, quien desde entonces se afianzó como uno de los maestros del docudrama (gemelo casi siamés del falso documental) y del cine político de postura antibélica. Watkins recrea aquí la Batalla de Culloden, que en 1746 extinguió la rebelión jacobita de los clanes escoceses contra la Corona inglesa, y puso punto final a la sempiterna insurgencia norteña.
Para abordar este hecho histórico, descrito en los créditos iniciales como una de las batallas “más brutales y mal guiadas jamás peleadas en Gran Bretaña”, Watkins apela a la referida permutación (y sabotaje) de los bien definidos pactos de lectura. Desarrolla para esto lo que ya puede catalogarse como experiencia inmersiva, que consigue saltar la brecha de dos siglos que media entre los públicos contemporáneos (suyos y nuestros) y unos sucesos preteridos, sellados en el seguro e irreversible nicho del pasado.
En el campo de batalla parecen desplegarse uno o más equipos de reporteros que se dedican a entrevistar y a registrar en primerísimos planos a los diferentes actores de la inminente colisión entre las tropas escocesas y los “casacas rojas” reales. Cámara en mano, van en pos de opiniones tácticas, motivaciones y predicciones, o se detienen en los expresivos rostros de generales y soldados de ambos bandos, bocetando rápidos retratos con la siempre serena narración en off.
La fotografía responde completamente a la perspectiva dinámica provocada por el registro instantáneo de una circunstancia irrepetible, propia del urgente y trepidante reporte de guerra, y en sentido general de la documentación de “hechos reales”. Lejos de los controlados ambientes que hasta entonces distinguían a la ficción.
Gracias a esta codificación visual del registro “noticioso”, que se permite incurrir en “errores fílmicos”, dada la urgencia y la oportunidad, la Batalla de Colluden ya no sucedió hace doscientos años, sino que está por suceder de un momento a otro. O cuando más, sucedió hace pocos días, y este es el reportaje resultante de un hecho inmediato. Watkins revindica el pasado desde la vivencialidad que trasuntan las formas reporteriles, y desde el compromiso que demandan de las audiencias.
Las llagas, la suciedad, la pólvora, la sangre, la desgracia, la crueldad y el miedo casi pueden palparse y olerse gracias a esta radical reformulación de la relación del sujeto con la Historia. Determinada a su vez por las reformulaciones profundas de las estéticas y los discursos audiovisuales, suscitadas en los heterodoxos y subversivos sesenta.
Culloden, Peter Watkins, 1964 (película):
2. The War Game (Peter Watkins, 1965)
La siguiente producción de Watkins marca un significativo detour respecto a los habituales contextos históricos en los que desarrollaba sus relatos. Recalibra su prisma epocal para largar una amarga predicción sobre las apocalípticas consecuencias de una conflagración termonuclear con la URSS, una posibilidad que asomaba su oreja peluda al doblar de la esquina.
A partir de una imaginaria (pero extremadamente probable) invasión soviética a Berlín Occidental, que desencadenaría la Tercera Guerra Mundial con generoso despliegue de potencial nuclear, The War Game persiguió esa conmoción que provocara una toma de conciencia en la población británica, la cual, respecto al peligro atómico, parecía vivir un perenne April Foolʼs Day, cosechando los espaguetis de la indiferencia y el aturdimiento. Así lo demuestran, pesimistamente, las encuestas a viandantes previas al ataque de marras, que se alternan con las secuencias dantescas de los sucesos acaecidos tras la detonación de ojivas nucleares en diferentes ciudades de Gran Bretaña.
Esta película pretendió incidir en las perceptivas de sus potenciales públicos (aunque finalmente la BBC decidió no transmitirla, por considerarla muy “horripilante” para un medio de comunicación masiva) con la misma potencia de una bomba atómica desatada sobre las cabezas, así que el relato se desarrolla principalmente como una onda expansiva.
Tras el introito (una atropellada evacuación civil de los asentamientos amenazados por los misiles soviéticos), Watkins convierte el relato en un espantoso clímax que abarca desde el primer segundo y las primeras millas del primer impacto, hasta los meses y años posteriores, cuando gran parte de Gran Bretaña es apenas un queloide posapocalíptico que supera cualquier sima distópica predicha por profetas pesimistas como George Orwell.
No hay una conclusión que suavice la intensidad de la historia. Solo par de advertencias finales y nada halagüeñas del narrador en off, sobre las grandes posibilidades de que todo lo representado suceda antes de 1980.
Las cámaras del anónimo y ubicuo equipo de reporteros, que parece ser el verdadero protagonista de la cinta (la aparente objetividad que la cámara en mano gana en el ámbito noticioso, se revela como ingenua pátina tras la cual reluce la subjetividad rampante que siempre han tenido las miradas fílmicas de cualquier cariz), capturan retazos de historias y amagos de personajes recurrentes: apenas bocetos de protagonistas que terminan diluyéndose en medio de la carbonizada coralidad imperante.
Las entrevistas formalistas a los públicos y a varias “autoridades” políticas, religiosas y científicas, no ofrecen tampoco asideros empáticos cada vez que se intercalan entre las secuencias del desastre. Son acotaciones extrañadas que terminan resultando callejones sin salida por los que no es posible escapar del infierno.
The War Game, Peter Watkins, 1965 (película):
3. La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez, 1969)
The War Game puede revi(sit)sarse como una cinta de ciencia ficción o docudrama de anticipación científica, mientras que la previa Culloden y el innegable epígono cubano que es La primera carga al machete, pueden analizarse desde el prisma de la Ucronía.
Watkins y Gómez pueden haber propuesto líneas temporales alternas para sus respectivos escenarios, Escocia en 1746 y Bayamo en 1868, donde el cinematógrafo se desarrolló siglos antes de Edison y los Lumière: lo suficiente como para que estos acontecimientos pudieran ser registrados por un equipo de reporteros cinematográficos de la BBC o del ICAIC.
Desde esta perspectiva, la que es uno de los títulos cimeros de la fílmica nacional de todos los tiempos, pudiera asumirse de lleno como un (falso) documental filmado en un recodo del multiverso, donde el resto de la historia patria transcurrió tal como en esta dimensión. Como al muy crítico y antibelicista Watkins, esta arriesgada diégesis le permitió también a Gómez vadear la convención alegórica y todo el distanciamiento resultante respecto a los públicos, quienes al sintonizar su percepción con la frecuencia épica, terminarían derivando hacia el hastío o la reverencia.
La urgencia dinámicamente coral de La primera carga… diluye las brechas epocales, y dota de ingente inmediatez los sucesos apaciguados por los cien años transcurridos. Fue esa la cinta que quizás respondió de manera más orgánica a los propósitos de entonces (y de ahora) de presentar y representar como una gesta monolítica las distintas bregas revolucionarias cubanas, cuyo culmen feliz sería la Revolución de 1959, con los conflictos civiles del Escambray y Girón como epílogos consumadores.
Como las obras de Watkins, la película cubana se realizó en una década caracterizada, entre otras cosas, por la reformulación de la estética cinematográfica, que por primera vez comparte protagonismo audiovisual con la recién consolidada televisión (su primer gran afluente); también se pertrecha de tecnologías, como las cámaras de 8 mm y 16 mm, que confirieron a la fotografía fílmica y televisiva nuevas perspectivas, nuevas posibilidades. Los lenguajes de ambos medios (de grandes y pequeñas pantallas, de salas públicas e íntimas) comparten estéticas, se contaminan y se mixturan inevitablemente al disponer de los mismos dispositivos y estar animados por la misma esencia.
Gómez no ficcionaliza convencionalmente la primera carga al machete y sus circunstancias, sino que la reporta, desarrollando el relato como una investigación periodística que registra las diferentes posturas de los insurrectos y tropas coloniales, contrasta los contextos bayameses (orientales) y habaneros (occidentales), y yuxtapone los predios bélicos y civiles.
Con mayor vivacidad que Culloden, el equipo de prensa, constantemente fuera de campo, se convierte en un narrador testigo impresional bien incorporado a la diégesis, la cual modifica con sus preguntas y cuestionamientos a los personajes directamente entrevistados. El equipo incide en la realidad registrada, provoca polémicas públicas; así sucede en uno de los intensos pasajes capitalinos, donde la búsqueda de una opinión múltiple y diversa, detona encendidas discusiones entre independentistas y colonialistas. Tal diferendo se filma tan bruscamente como la vertiginosa carga al machete final.
La primera carga al machete, Manuel Octavio Gómez, 1969 (película):
4. F for Fake (Orson Welles, 1973)
Así como la archiconocida versión radial de Orson Welles de La guerra de los mundos (1938) es una de los precursoras del falso documental, F for Fake es un importante anclaje para el ulterior desarrollo y consolidación del cine ensayo: quizás la forma creativa fílmica más pura, en tanto es la más híbrida y expedita urdimbre de códigos audiovisuales concebida hasta el presente. El cine ensayo desafía y rehúye taxonomías canónicas, y entra de lleno en una terra incognita tan vasta como pueden ser las praderas mentales.
En esta sardónica, gozosa y provocadora obra, Welles incorpora el falso documental a su complejo corpus estético discursivo, a la vez que arroja grandes luces sobre las esencias del “género” que nos ocupa. Pues en el núcleo de la representación artística toda (audiovisual, pictórica, escénica, performática, etc.), se asienta un infinito y rizomático debate sobre la naturaleza de la verdad, arquetipo proteico y esquivo como pocos.
Igual que sucede con el agua, la verdad solo se concreta cuando está mezclada, contaminada con disímiles elementos, en esta caso provenientes de la subjetividad de sus propagadores. Al contar la verdad, es inevitable representarla.
Orson Welles engarza en su relato diversos arcos narrativos y conflictuales relacionados factualmente con la falsificación artística, y conceptualmente con el arte como ilusión. Y con la ilusión como avatar de la realidad y la verdad.
El propio director se convierte en un ser trinitario que es a la vez narrador, motivo y protagonista de una obra engañosamente biográfica, engañosamente documental, pero inexpugnablemente honesta. Pues al final, la única verdad por la que el ser humano puede responder es la suya propia.
Welles trenza con elegancia las historias de Elmyr de Hory (un famoso e imbatible falsificador de pintura vanguardista), de Clifford Irving (escritor que reveló la historia de Elmyr, pero a la vez publicó una falsa biografía de Howard Hughes), yde él mismo, cuando dirigió la alarmante versión de La guerra de los mundos.
Tanto las perfectas imitaciones pictóricas del húngaro, como la biografía de un personaje entonces totalmente oculto al escrutinio público, como la invasión que provocó olas de pánico entre los radioyentes de entonces, existen más allá de sus orígenes falsarios, pues sus posteriores incidencias en los imaginarios culturales los legitiman. Los Matisse y los Picasso de Elmyr cuelgan en cimeras colecciones validadas por los más respetables expertos. El libro de Irving completa zonas vacías de la vida de Hughes. La invasión Wells-Welles consolidó una de las mitologías contemporáneas más potentes. Son verdades por mérito propio, que comparten el mismo origen de todas las obras de arte: la imaginación y la ilusión.
Un cuarto capítulo, totalmente fabulado, revela a F for Fake como un gran acto de prestidigitación, artificio y despiste, pero cierto y real como una jubilosa alegoría de la creación artística. La existencia de la película es un hecho, es una verdad autosuficiente que no tiene nada de falso. No importa cuán alucinante sea una obra: su mera existencia en el mundo la legitima.
F for Fake, Orson Welles, 1973 (película):
5. Zelig (Woody Allen, 1983)
Siguiendo la perspectiva de metarrelato asumida por Orson Welles en F for Fake, Woody Allen hace del protagonista de Zelig un personaje proteico, que llega a ser apodado “el hombre camaleón” por su insólita capacidad de transformarse física y conductualmente según el contexto.
Chino, negro, mexicano, aborigen norteamericano, judío, gordo, mafioso, aristócrata, burgués, mesero, irlandés, griego: toda la gama de tipos étnicos y sociales que componen la heterogénea sociedad estadounidense. Imitaciones verosímiles hasta el último detalle, que hacían pasar a Leonard Zelig por cualquier sujeto ante los ojos de sus más agudos congéneres.
Al igual que las formas y las maneras asumidas por la mayoría de los mockumentaries que sucedieron a este, las epidermis físicas y psicosociales replicadas al calco por este hombrecillo (que no es nadie, porque es todos) bastan para que sea “leído”, juzgado, taxonomizado y ubicado por los públicos en los correspondientes alveolos del entramado jerárquico de la sociedad. Cuando se delata la naturaleza mutable del personaje (así como la esencia fictiva del falso documental) se derrumba el constructo cultural, por la debilidad revelada de sus basamentos, aparentemente incontrovertibles y seguros.
Con Zelig, Allen articula una cuidada pieza de arqueología audiovisual, al ubicar la mayoría de las tribulaciones del personaje durante los años veinte del pasado siglo, en los umbrales de la Gran Depresión de 1929, con un desenlace suscitado algunos años más allá.
A la simple aseveración verídica del relato, el director agrega capas de códigos y sentidos contextuales, a partir de la recreación epocal en las diversas escenas donde aparece él con sus otros actores, mezclados con pietaje documental proveniente de esos tiempos: un omnisciente y solemne narrador en off; fragmentos de una falsa película dramática filmada en 1935, titulada ampulosamente The Changing Man, con “falsos” actores de la época.
A pesar de la gran elaboración, Zelig persevera en su perspectiva ensayística sobre la construcción de la ilusión, en lugar de la mera consumación del engaño. Ante el perfeccionismo del exquisito fraude histórico, puede parecer incoherente la aparición de rostros bien conocidos como el del propio Allen (aparentemente, su ego supera la intención de engañar) en el rol de Zelig, y Mia Farrow como su psiquiatra Eudora Fletcher. Toda una revelación de la treta.
¿Entonces? Pues que reducir la razón de ser del falso documental al mero timo sería algo sencillamente frívolo e insustancial. Así, Zelig deviene un contundente estudio sobre el poder simbólico de los sistemas de representaciones, ergola subordinación/reducción de la realidad a su representación, y la realidad evidenciada como un puro constructo cultural.
Zelig, Woody Allen, 1983 (película):
6. Sucedió cerca de su casa (Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoit Poelvoorde, 1992)
En su reciente película La casa que Jack construyó (2018), el director Lars von Trier se identifica cínica pero simbólicamente con el asesino en serie (por la conjunta búsqueda de la perfección en sus respectivos campos de experticia), hasta que la película roza el ensayo fílmico y el cine autorreferencial.
Décadas antes, el falso documental Sucedió cerca de su casa proponía una comunión mucho más visceral y evisceradora. Un equipo de realización sigue al “simpático” asesino Benoit en sus andanzas cotidianas, en pos de hacerle un retrato fílmico. Al pasar de los días, terminan desdibujándose toda barda ética, moral y humana entre documentalistas y sujeto documentado. Hasta que, en una de las secuencias climáticas de la cinta, se sumergen todos de a lleno en una orgía gorede violaciones y descuartizamiento. Comulgan hasta las heces en el mismo altar sanguinario.
Este falso documental francés inicia como una gran broma, donde la personalidad del homicida puede conquistar con facilidad la empatía del espectador, dado el desenfado y la inocencia con que Benoit ultima a sus víctimas. Mas, de modo sutil, la historia va derivando hacia una sombría (y finalmente abisal) “quijotización” de estos entusiastas sanchos con cámara. La tragicomedia va escorando orgánicamente hacia la tragedia, a medida que el jovial carisma de Benoit, capaz incluso de una verdadera sensibilidad hacia el arte (cual un Hannibal Lecter de la working class), devela el abismo que es su vida y cataliza, en los cineastas, una rejerarquización total de sus sistemas de valores morales y éticos. La natural tendencia humana hacia la depredación del prójimo, prevalece en esta pandilla.
Las vidas de los asesinos siempre son de altísimo interés para las audiencias, que quizás en gran medida satisfacen, en estos personajes, a segura distancia, los apetitos destructivos latentes en los genes de toda la especie. El lobo que es el hombre para el hombre, se satisface en la contemplación empática de otros lobos incontinentes, que expían en sí los pecados del mundo. Cual Cristos destripadores.
Esta obra revisita viejos y perennes dilemas éticos del arte (validados por el mismo von Trier, o el personaje de Lecter como acto estético puro), bien a resguardo de escrúpulos morales que solo macularían la belleza absoluta perseguida por creadores y asesinos, con igual sed de perfección.
En sus planos conclusivos, Sucedió… termina abordando un campo fílmico hermano del falso documental, que de simple e ingenioso subgénero ha llegado a convertirse en género por derecho propio (¡quizás merezca sus 10 películas a plazo fijo!): el found footage, que ha sido validado por cintas como Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1980) y El proyecto de brujas de Blair (Eduardo Miguel Sánchez-Quiros y Daniel Myrick, 1999).
Sin embargo, Sucedió… evita las acostumbradas advertencias previas que, en esta clase de cintas, prologan lo que se ve a continuación, pues todos los protagonistas han muerto. Provoca así una mayor desazón final, dejando en las sombras especulativas la identidad de quienes hallaron y montaron (¿con qué objetivo?) las grabaciones dejadas por el malogrado equipo, sobre el también occiso Benoit.
Sucedió cerca de su casa, Rémy Belvaux, André Bonzel y Benoit Poelvoorde, 1992 (película):
7. CSA: The Confederate States of America (Kevin Wilmott, 2004)
A diferencia de Culloden y La primera carga al machete, donde la perspectiva ucrónica es una posibilidad, CSA… la abraza con total consciencia, valiéndose de otros llamativos afluentes del cosmos falsodocumentalísitco: los falsos comerciales y los falsos reportes de prensa.
Desde los créditos iniciales, el filme es presentado como segmento de una diégesis más compleja, en la que se inscribe el ficticio Canal 6 de la Confederate Television, que por primera vez proyecta sin cortes este documental de la ficticia BBS británica (doppleganger de la real BBC en esta línea temporal), donde la Norteamérica de 2004 es resultado del triunfo sureño en la Guerra de Secesión.
Sin previas aclaraciones, lo primero que aparece es un comercial típico sobre seguros de vida, dirigido a las estereotipadas familias suburbanas blancas. Hacia el final se revela el naturalizado status de propiedad que tiene el sirviente negro, filmado en segundo plano.
Al estilo de otros abordajes críticos acometidos por la propia BBC sobre estados totalitarios, como el documental Corea del Norte: Acceso al terror (Ewa Ewart, 2004), en este equivalente ucrónico que es la BBS recae la indagación y el cuestionamiento de los procederes de los Estados Confederados de América, una nación definida por el esclavismo, según asevera un apólogo académico entrevistado a este propósito.
Un elemento interesante para entender el mundo que permanece fuera de campo respecto a este epígono del volumen XI de la borgiana Primera Enciclopedia de Tlön, es la propia “transmisión sin precedentes”, en la televisión confederada, de un documental donde se contrastan opiniones de intelectuales negros residentes en la antiesclavista Canadá, y se repasa críticamente el devenir histórico de los CSA. Tal relajamiento de la intolerante política editorial, sugiere un posible y esperanzador resquebrajamiento del conservador status quo esclavista.
La lógica histórica, resultante del triunfo confederado, condujo a esta situación que arrastró al país hacia los pantanos de las dictaduras. Señales unívocas son las dimensiones insustanciales y frívolamente propagandistas que han alcanzado las manifestaciones artísticas, tal como se advierte en los fragmentos de musicales y falsos largometrajes de ficción que muestra CSA…, todos de funesta factura y de gran éxito entre las audiencias confederadas. Una hojarasca que está más cerca del arte estalinista, norcoreano y del oficialismo chino, que del más patriotero espectáculo hollywoodense.
Por otro lado, muchos sucesos de esta historia alternativa se muestran peligrosamente semejantes al devenir estadounidense de nuestra línea temporal, tales como el progresismo de los sesenta, la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy (un Kennedy dispuesto aquí a revivir el legado del derrotado Lincoln, y emancipar a los esclavos). Más que antítesis, CSA y USA parecen resonancias de una misma esencia. De alguna manera, los confederados parecen haber triunfado en nuestra dimensión.
CSA: The Confederate States of America, Kevin Wilmott, 2004 (película):
8. La salvaje y azul lejanía (Werner Herzog, 2005)
Dentro de la vasta filmografía de Werner Herzog, La salvaje y azul lejanía integra, con Fata Morgana (1970) y Lecciones de oscuridad (1992), una suerte de tríptico que pudiera clasificarse como “del extrañamiento planetario”, donde el director alemán propone juegos de resignificaciones de los paisajes terrestres a partir de su integración a relatos ficticios, mitopoéticos, que invitan a revisitar la Tierra como si fuera otro mundo. Un mundo ajeno. Exótico. Grandioso. Recién descubierto. Recién creado. Taxonómica y culturalmente virginal.
La sensación de novedad absoluta reaviva el misterio, la curiosidad, el temor y la adoración de lo desconocido; redundando estas películas en un total redescubrimiento de lo inmediato, gracias a una “sencilla” y efectiva inversión resemantizadora de lo conocido.
A diferencia de sus más sutiles precedentes, la película explicita tales intenciones de reajuste perceptivo en una falsodocumentalística historia de ciencia ficción.
Brad Dourif interpreta a un extraterrestre residente en la Tierra desde hace décadas. Llegó desde “los confines de Andrómeda” junto a muchos de sus paisanos, como parte de una migración masiva de su planeta en vías de extinción. Ofrece testimonio de su éxodo y su intento fracasado de prosperar en la Tierra. Las otras flotas, que buscaron hogares sustitutos en el espacio, no han dado señales de existencia. El alien es un náufrago en un planeta que naufraga; y que a su vez envía una expedición a buscar mundos con posibilidades para albergar la vida humana.
La historia narrada por el inmigrante deriva hacia estos intentos prácticos y teóricos por encontrar rutas factibles a lo largo de las galaxias, ante el miedo a posibles apocalipsis. Para graficar lo contado (casi mesméricamente) por Dourif, Herzog se vale de registros documentales “reales”: estudios, ensayos, entrenamientos y vuelos cósmicos de la NASA, y los reconnota añadiendo a la ecuación un énfasis musical extradiegético (como en Fata... y Lecciones…) de insondable melancolía y punzante extrañeza.
El realismo casi trivial de todas estas imágenes, y de las entrevistas a matemáticos (tomadas originalmente con propósitos prácticos) se enrarece hasta la ensoñación. Los hipotéticos métodos que los expertos proponen para viajar por el Universo, se revisten de posibilidades.
Como un kármico o fatalista azar, los astronautas arriban a la salvaje y azul lejanía de donde partió el narrador alienígena: cielos congelados y amistosa fauna sedienta de empatía con los invasivos visitantes. Buscan el futuro en un mundo que se hunde, que colapsa con el “esplendor grandioso” que refiere Herzog en el epígrafe introductorio (apócrifamente atribuido a Blaise Pascal). Del espacio, la película desciende a profundidades heladas de zonas árticas o antárticas, que “interpretan”, con sus oníricos abismos, a los parajes del planeta glacial en los bordes de Andrómeda.
En una conclusión orgánicamente optimista, la película propone el regreso de los astronautas, casi un milenio después, a un planeta Tierra que ha retornado a su estado prístino, una vez abandonado por sus habitantes y preservado como una reserva preciosa que viaja por el espacio; tal como la última selva tropical de Silent Running (Douglas Trumbull, 1972). Para explayar esta visión futurista, utópica, Herzog se apropia de planos de lugares de la Tierra que aún permanecen fieles a su origen edénico, y emanan majestuosa esperanza.
La salvaje y azul lejanía, Werner Herzog, 2005 (película):
9. Filmar Pedro Páramo (Rafael Ramírez, 2007)
La indagación ficticia, por la presencia e impronta en Cuba de un ignoto director brasileño, Vinicio Ferreira, que se propuso filmar una frustrada versión audiovisual de la novela Pedro Páramo (Juan Rulfo, 1955), es el eje de este falso documental que remonta los caminos del misterio y lo subrepticio.
Como hatillo de retazos de historias, anécdotas e impresiones, esta cinta resulta un provocador puzzle incompleto, o sencillamente interminable, que pone una de las piedras fundacionales de la rizomática mitología personal trenzada por su director en posteriores películas, cuentos, novelas, composiciones musicales y plataformas transmediales.
Filmar Pedro Páramo es un trozo autónomo y a la vez integrado a un universo, a una dimensión otra que se filtra e invade nuestra realidad a través de presencias ficticias como la de Ferreira. A través de sus poemas, de sus fotos, de los recuerdos que dejó, de la partitura nunca interpretada que fuera compuesta para la cinta nunca filmada, de la ignota amenaza que lo hizo renunciar a filmar la película, y quizás provocó una muerte violenta y enigmática.
Las películas que “realmente” nunca se filmaron (Dune de Alejandro Jodorowsky, la versión original de El hombre que mató a Don Quijote de Terry Gilliam, el Superman Live! de Tim Burton) y sus leyendas derivadas, pertenecen a un espacio especulativo y mítico, donde también puede asentarse cómodamente el falso documental.
Rafael Ramírez redimensiona tales presupuestos, y articula esta historia sobre un cineasta que nunca existió, que pretendía hacer una película que nunca se llegó a filmar, concomitando con cintas abiertamente fictivas como La película del Rey(Carlos Sorín, 1986) y otros falsos documentales como La verdadera historia del cine (Peter Jackson, 1995), donde otro ficticio realizador ve frustrado un magno proyecto fílmico.
Solo que los destinos del neozelandés Colin MacKenzie son clarificados, y su vida, obra y personalidad son reconstruidas por Jackson con una nitidez palmaria y un fuerte cariz anecdótico. Mientras que el Filmar Pedro Páramo privilegia la duda, el quizás, la ambigüedad, restaurando la identidad de Vinicio Ferreira desde las huellas que su subjetividad y sensibilidad poética dejaron en poemas recitados en off. Desde las impresiones difusas. Desde la idea siempre incompleta que legó a los que supuestamente lo conocieron. Desde una posible personalidad dividida en varias esferas sentimentales, profesionales, misantrópicas.
Mientras que de la Salomé de MacKenzie perviven fotos, y la propia escenografía, lo más concreto que queda del Pedro Páramo de Ferreira es una partitura muda, sonidos malogrados que aguardan latentes por nacer alguna vez. La no-película y su no-director legan, precisamente, un páramo poblado por fantasmas, como el Comala de Rulfo. Quizás Ferreira sea un espectro fugado temporalmente de este no-sitio a los predios de la vida terrenal, y finalmente obligado a retornar entre los muertos.
Filmar Pedro Páramo, Rafael Ramírez, 2007 (película):
10. Lo que hacemos en las sombras (Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014)
Los predios genéricos de la ciencia ficción no han sido los únicos donde los directores de falsos documentales han hundido el talón. El terror y la comedia también han ofrecido campos propicios para articular jodas desenfadadas como Lo que hacemos en las sombras, segundo importante jalón falsodocumentalístico en la cartografía fílmica de Nueva Zelanda, luego del exitoso La verdadera historia del cine.
Desde un presupuesto estilístico semejante a Sucedió cerca de su casa, esta cinta se propone como material resultante de un seguimiento fílmico a la cotidianidad de una pequeña comunidad de vampiros residentes en Wellington, capital de la nación. En una mansión oscura han confluido cuatro vampiros de diversas edades, temperamentos y orígenes, que homenajean paródicamente a los no muertos más famosos del cine.
El personaje de Vladislav el Pinchador (Jemaine Clement) remite a Vlad Tepes el Empalador, identidad “viva” del Conde Drácula, y el vetusto Petyr es directa referencia al Conde Orlok de Nosferatu, el vampiro (F.W. Murnau, 1922) y al Kurt Barlow de Salemʼs Lot (Tobe Hooper, 1979). El dandy Viago, que encarna Taika Waititi, quizás remita más genéricamente a los auges románticos de la literatura vampírica; y Deacon (Jonathan Brugh) puede ser una ligera referencia al personaje de cómic Deacon Frost, importante antagonista del cazador de vampiros Blade. La climática Mascarada diabólica (Unholy Mascarade), evento donde se dirimen varios de los conflictos desarrollados durante la trama, guarda ciertas semejanzas con la también paródica El baile de los vampiros (1967), de Roman Polanksi.
Lo que hacemos… es una orgánica e ingeniosa ligereza, que rezuma pleno goce satírico; un divertimento en puridad, que reivindica al vampiro como Icono de la cultura popular, pero a la vez supera muchas de las disímiles apropiaciones pop que lo han banalizado. El perenne tono sardónico y la sutil malicia que “saludablemente” rezuma el relato, salvan a la película de la mera frivolidad chistosa.
Los chupasangres de Wellington comparten su nocturnidad sobrenatural con hombres lobos, zombis y otros monstruos clásicos del cine de terror: toda una animada comparsa que anima y matiza las tranquilas jornadas neozelandesas.
Lo que hacemos en las sombras, Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014 (película):
10 películas para esperar el apocalipsis
Antonio Enrique González Rojas
El fin del mundo, o el fin de la civilización, es una de las más grandes obsesiones masoquistas de una humanidad que no deja de coquetear con su destrucción irreversible. Las resonancias mitopoéticas y artísticasdel apocalipsis juegan el rol placentero de una parafilia: la asfixia erótica.