10 películas animé para reanimarse

La animación japonesa, responda o no a los cánones del conocido como animé más convencional, constituye por sí sola un campo cultural y filosófico de compleja fractalidad que la convierten en un caso único dentro del universo de las imágenes en movimiento. Su naturaleza de dimensión absoluta hace que convivan en su seno lo mainstream y lo alternativo, banalidad y profundidad, estereotipos y paradigmas, y los pone a convivir, dialogar, complementarse en una bizarra armonía, imposible para otras fílmicas. 

Un nexo simbiótico, esencial, une a los cientos de miles de producciones, derivadas casi todas del universo paralelo que es el manga, en cuyas páginas blanquinegras de mal papel y tiradas descomunales comenzó todo.

Todas las series, largometrajes y OVAS (Original Video Animations) —formato surgido en los años 80 que ha devenido marca estética al presente— están impregnados de una intensidad y un sino trágico —incluso los más humorísticos y ligeros— que los convierte, a todos y cada uno, en canales de expresión y expansión de una memoria cultural verdaderamente telúrica, como es la japonesa. Los traumas históricos y contemporáneos experimentados por la nación insular logran encarnar en este cuerpo audiovisual, que vendría funcionando como caja de resonancia, exorcismo y catarsis dolorosa.

El animé consigue una universalidad perturbadora anclada en profundos substratos tradicionales. La incordiante occidentalización de los rasgos raciales de sus personajes y otras apropiaciones de las civilizaciones no orientales engarzan en un poderoso entramado cultural de valores, principios, filosofías y mitologías locales, con una consonancia verdaderamente sorprendente, añadiendo no pocas imprescindibles obras al corpus del Séptimo Arte, como las diez propuestas que aparecen en la siguiente lista.


Belladona de la tristeza (Eiichi Yamamoto, 1973)

Adaptación libérrima del clásico ensayo La bruja (1862), del francés Jules Michelet, Kanashimi no Beradona propone un cuento de hechiceras para adultos desde una retadora y extrema animación limitada, más acercana a la experiencia de hojear un álbum de imágenes. Su estética art noveau remite a la obra sensual y a la vez hierática, ausente pero intensa, extrañada a la vez que íntima, de pintores como el simbolista Gustav Klimt. 

Es la última película de la trilogía Animerama de filmes para adultos concebida por la legendaria Mushi Production Co., fundada por el dios del manga Osamu Tezuka, iniciada con Las mil y una noches (1969) y Cleopatra (1970), ambas dirigidas por este.

Belladona marca tanto un punto de inflexión como de singular derivación estético-conceptual para la animación japonesa toda. Sin generar creaciones, corrientes o autores epigonales, desafía la llaneza gráfica característica que sus frenéticos ritmos industriales han determinado para el manga y el animé; al mismo tiempo sublima los métodos de la animación limitada típica de este campo, asimismo dada por los mismos rigores de su producción masiva. Puede asegurarse que por primera vez en la historia del animé se asume esta variante como una decisión puramente estética. 

Aunque sigue la misma línea erógena de los previos largometrajes Animerama de Tezuka, Belladona se deslinda casi escandalosamente de estos por su referida línea visual, en extremo alejada de la caricaturización paródica escogida para estos. El refinamiento casi manierista de sus figuraciones termina en la sublimación de otro signo visual del animé: la occidentalización fisiológica de los personajes y de sus contextos. 

El relato se despliega en un mundo europeo de corte medieval, marcado por el oscurantismo religioso más tenebroso, la ignorancia más virulenta y un despotismo feudal de horroroso absolutismo. El expresionismo sobrenatural de varios personajes, como el cadavérico y desproporcionado Señor de la región, contrasta con la sofisticación pop de la protagonista Jeanne. La población de la villa se revela como una proteica amalgama de rostros y cuerpos ora casi bestiales, ora casi fantásticos, ora anómalos mutantes extraídos de las pesadillas eróticas del Bosco; siempre en acre consonancia con la cuerda expresiva de las escenas.

Los ritmos dramáticos determinan igualmente las diversas técnicas empleadas para recrear planos y personajes, convirtiendo sobre todo cada imagen de Jeanne en una obra única, tanto como lo son sus sentimientos, sensaciones y expresiones. Tanto como cada ser humano es único en cada reacción, cada segundo y cada herida. De las minuciosas acuarelas se transita, con la más armónica de las brusquedades, a los bocetos más sintéticos. Del pincel al lápiz por corte directo, siempre a favor de un estado de ánimo, de una mirada. 

Lo mismo sucede con las opciones de animación, donde la alternancia entre dibujos inmóviles, solo animados por el desplazamiento de la cámara, da paso a unos atrevidos momentos de fluida y explosiva full animation; sin dejar de apelar a otras secuencias de más sosegada y mecánica animación limitada. En medio de este barroquismo prima la opción ultra limitada que explota los valores plásticos de la imagen estática, reestructurada dramáticamente con la cámara, que viene a emular los zigzagueos de la mirada que porciona la totalidad de cualquier imagen en segmentos significativos de una narrativa. 




El pájaro de fuego (Taku Sugiyama, 1980)

De título original en japonés Hi no tori 2772: Ai no cosumozon, este largometraje es la adaptación más conocida de Fénix, el manga que Ozamu Tezuka consideró la obra de su vida, cuyo primer volumen se publicara en 1967. La muerte del mangaka en 1989 dejó la serie inconclusa, con doce volúmenes que abarcan diversas y distantes épocas de la humanidad y mucho más allá. Los capítulos futuristas remontan hacia distantes rincones de la galaxia, involucrando a los habitantes de numerosos planetas.

Dada su historia original, El pájaro de fuego pudiera ser considerado un decimotercer volumen, que a la vez resume elementos de los mangas inscritos en el campo de la ciencia ficción. Mantiene el gran eje de toda esta gran y episódica épica: el fénix inspirado en el mítico fenghuang chino, símbolo del yin o principio femenino de la creación, complementado por el yang masculino, que se representa con el dragón. Originalmente se hablaba de un fénix macho o feng, y de uno hembra o huang que luego se fusionaron, como indica el nombre. Así, esta ave implica un posible principio hermafrodita, andrógino, de mónada absoluta e indiferenciada, cuyo origen se remonta al mismo principio de la creación. Quizás resulte la prueba de la ausencia de principios y finales en un universo que es pura ciclicidad, regeneración, continuo renacimiento.

La película de marras es una mezcla de ciencia y magia, de principios aparentemente excluyentes e inconciliables entre ellos, en tanto la magia alude a lógicas que escapan a la razón con que el ser humano sistematiza y coloniza todos los paisajes que aprecian sus sentidos. El fénix es esa razón última que se escabulle, que vence todo sistema matemático, que habla de un algo más siempre incognoscible, innominable. Como en todos los capítulos, se ambiciona su sangre, que garantiza la inmortalidad a quien la beba. Es un ente inatrapable, considerado un monstruo por las perceptivas depredadoras de los seres humanos que han llevado a la Tierra al borde del colapso y, como última opción, extraen energía de los mantos más profundos, quebrando la estabilidad del planeta.

El protagonista Godoh es creado en probetas con predestinado destino de piloto espacial, como sucede con las generaciones gestadas por las máquinas de Un mundo feliz de Aldous Huxley. Delata un marcado respeto por la vida, detesta matar, incluso arrancar flores. Es un ser de vida enviado a capturar al fénix, como última esperanza para la Tierra. Las batallas entre Godoh, junto a sus colaboradores, en la nave Space Shark y el ave que adopta una miríada de formas, cada una más terrible y poderosa que la otra, resultan de una belleza tan trascendental como inútil. La violencia genera violencia en escalas siempre más ascendentes. En el amor autosacrificial se hallan todas las respuestas, todas las victorias. El fénix es conquistado cuando no se le batalla. La Tierra se salva cuando se le entrega todo. 




Nausicaä del Valle del Viento (Hayao Miyazaki, 1984)

Kaze no Tani no Naushika —su título nipón— es la segunda cinta de largo metraje concebida por Miyazaki luego de Lupin III: El castillo de Clagliostro (1979), como piedra fundacional de los Estudios Ghibli, a partir de los que el director ha canalizado el torrente de su imaginería, caracterizada por una profunda conciencia ecológica y antibélica, fantasías aerodinámicas ancladas en los proyectos de Santos Dumont y otras soluciones tecnológicas a lo steampunk, y niñas proactivas. De todo este entramado de tópicos y signos, Nausicaä es manifiesto fundacional y gran catálogo. Así como uno de los más bellos y complejos abordajes de lo posapocalíptico en el cine.

La protagonista vive en una Tierra ubicada mil años en el futuro. Es residuo y secuela de una devastadora guerra conocida como los Siete días de fuego, que ha provocado profundas mutaciones en el ecosistema, retrotrayendo a la humanidad sobreviviente a un estado civilizatorio cercano al medioevo, con imperios y reinos donde perviven elementos tecnológicos como aviones, tanques de guerra, pero sin alcanzar los niveles de eras previas. La osamenta de una incomprensible y casi mítica nave interestelar duerme su muerte milenaria en una playa del utópico Valle del Viento, de donde Nausicaä es princesa; y es también suerte de amuleto espiritual, dados sus sorprendentes conocimientos de vuelo y capacidad de dialogar con los animales y la naturaleza.

La mayor parte del mundo está recubierto por la Zona Contaminada, selva de hongos provocada por los horrores de la última gran guerra, cuyas esporas son mortales para el ser humano. Esta zona avanza sobre las tierras aun libres de su influjo, devorando todos los desafortunados asentamientos humanos en su trayectoria. El Valle es un remanso gracias a los vientos marítimos que mantienen a raya el influjo de las esporas. 

En la jungla tóxica de oscuridades góticas y agresiva extrañeza, reina una miríada de insectos gigantes entre los que prevalecen los descomunales Ohm de exoesqueleto blindado e indetenibles marchas en manada, que son más inmediatamente mortíferas que la silenciosa letalidad fúngica.

El conflicto filosófico central de Nausicaä, igual que en subsiguientes cintas como La princesa Mononoke (1997), es la contraposición irreconciliable entre dominio tecnológico e integración/convivencia ecológica. Los nuevos imperios replican las actitudes que abocaron a la especie a su extinción cataclísmica, en naturalizado antagonismo con unas fuerzas medioambientales que solo pueden verse como entes inferiores y ajenos, creados para ser domeñados por la superior humanidad, y nunca como segmentos sensibles de un sistema vital complejo, del cual el homo sapiens es parte orgánica y no cumbre ni dueño. Verdad de Perogrullo esta que es tan bella como tozudamente incomprendida por una especie que vive de espaldas al mundo que le dio la vida.

Más que el descubrimiento de los potenciales para salvar a su pueblo y liderarlos como realización de una antigua profecía, el camino de la heroína que emprende Nausicaä va del descubrimiento de las potencias ecológicas ocultas que están regenerando el planeta, a pesar de los humanos pasados y presentes. Lo que parece mortífero es benéfico, todo depende de la posición que se decida asumir en el diseño planetario. 




El huevo del ángel (Mamoru Oshii, 1985)

De título en japonés Tenshi no Tamago, es el segundo OVA creado por el primer director que se aventuró —con la miniserie futurista Dallos de 1983— en el entonces nuevo campo de distribución y creación audiovisual surgido a raíz del auge de las cintas de video y los reproductores caseros. 

A diferencia del futurismo filosófico de Dallos —que caracterizaría el grueso de la obra subsiguiente de Oshii—, El huevoes una experiencia onirista de nocturnal y gótico signo, cuya coherencia es la de los laberintos sin salida, con cuyas formas sinuosas busca Oshii trazar su reescritura melancólica, ignota y apocalíptica del mito del Arca de Noé. 

Los dos protagonistas: la niña que custodia celosamente un huevo —presuntamente un descendiente de la paloma que Noé lanzó luego del Diluvio Universal para que trajera noticias de tierras emergidas— y el hombre que no recuerda su pasado, deambulan por un mundo derruido, poblado por sombras, alfombrados por fósiles los túneles de sus entrañas. La luz perenne parece provenir de una mortecina vela escondida entre las nubes. O del verdoso iris de cristal de la descomunal esfera que asoma en el mar como un dios tecnócrata y despótico garante de que la limpieza —(des)creadora— del diluvio aún mantiene puras las aguas.

Es una dimensión donde el Sol no existe y su ausencia se suma a las ausencias que colman la ciudad desierta, hasta estrangularla y drenarle cualquier energía vital. La urbe parece no haber sido habitada nunca, sino que creció como un musgo o un hongo colosal en una corcova del terreno. Así, todos los edificios serían protuberancias porosas de un solo organismo sedentario y colonizador, y no estructuras erigidas para acoger vidas, sueños, cuerpos.

Excepto la irregular pareja protagónica, todo el universo de El huevo del ángel parece estar muerto, petrificado, engarrotado bajo el peso de una antigüedad inmensurable, sobre todo porque no hay rastros de instrumentos para registrar el paso del tiempo, que tampoco existe. También fue arrastrado por las aguas y sepultado con toda la Creación del Dios arrepentido de su error.

El título pudiera ofrecer una prueba más nítida. ¿Es la niña un ángel? ¿Uno de los caídos, rebelde, prometeico, que busca una esperanza para la Creación arrasada, contenida en el huevo del que podría emerger la paloma que regresará con una rama de olivo? ¿El hombre es también una entidad angélica? ¿Un agente enviado por la deidad para frustrar los planes subversivos de la niña? ¿O es un hijo rebelde del Dios genocida? ¿El artefacto tecnológico cruciforme que porta todo el tiempo sobre el hombro delata su naturaleza sacra? ¿Es un Cristo que carga un mensaje de muerte, en vez de vida, que sacrifica en vez de sacrificarse? No hay humanidad por la que morir. No hay llegada del Reino de los Cielos que enunciar, pues Dios reina sobre las aguas estériles hace mucho. No existen motivos que estimulen su piedad y vocación sacrificial. Solo hay obediencia, rastreo, caza y ejecución.

A partir de la lectura del Diluvio irrevocable, sin repoblación de la Tierra, sin historia, ni imperios, ni artes, ni seres vivos, El huevo se terminaría inscribiendo en el campo genérico del ¿qué pasaría si…?, ofreciendo la versión más angustiosa y esplendentemente lúgubre de la hecatombe bíblica más terrible.




Dragon´s Heaven (Makoto Kobayashi, 1988)

El también OVA Dragon Heaven´s es la condensación en breve metraje del manga homónimo creado por el propio Kobayashi, que propone otra versión posapocalíptica de la Tierra, en el remoto año 3195, tras una devastadora guerra global entre humanos y máquinas. Emergen de nuevo dos de las principales constantes y obsesiones de numerosos mangas y animé: la preocupación por el desarrollo desmedido de la tecnología como suerte de suicidio civilizatorio y las connotaciones éticas de la inteligencia artificial como nueva encarnación de la otredad.

Elmedine y Shaian son dos fósiles robóticos dotados de razonamiento, sobrevivientes de la guerra acaecida un milenio atrás. El primero ha continuado apoyando las iniciativas guerreras de los nuevos imperios humanos, como general de sus ejércitos. Tras la muerte de su copiloto orgánico, el segundo ha hibernado diez siglos a la espera de señales de vida para recuperar el sentido de su existencia y poder ayudar de nuevo a la especie contra las máquinas renegadas.

El antagonismo a muerte de ambos titanes permanece imperturbable, trasciende las edades y las posibilidades optimistas que siempre ofrece el futuro para fracasar cuando este se convierte en presente. Aun cuando la ligereza humorística marca el carácter honesto, ingenuo y benevolente de Shaian, es un arma de destrucción masiva terrible, huevo del caos, criadero de muertes. 

Dragon´s Heaven ofrece un mundo cuyas barroquistas riquezas visuales trascienden el mero relato y sus conflictos, llevando el concepto de used future (futuro usado) a nuevas dimensiones, con abiertas apropiaciones de la inconfundible y extraña(da) estética del artista gráfico Moebius (Jean Giraud) en su vertiente más recargada. La majestad de las estructuras inmuebles (la ciudad desértica de Kerutoria) y muebles (las naves aéreas de la flota guerrera del Imperio de Brasil) solo es comparable con la fragilidad que emanan sus estructuras y con la majestuosa decrepitud resultante. Todo parece a punto de desmoronarse y hacerse uno con la arena circundante, que contiene en sus mínimos granos los innúmeros testimonios de tantos pasados. 

Todo parece provenir de épocas sin tiempo, fabricado por manos tan lejanas que su existencia se vuelve casi imposible, aunque sus producciones permanezcan como testimonios últimos de la existencia de estos mecánicos, artesanos, maestros de armas e ingenieros, de nombres, historias y sueños extintos.

Tal fragilidad de las tecnologías de metal es otro de los códigos característicos de los animé de los años 70 y 80, que ha ido desapareciendo en épocas más contemporáneas. En las series y películas originales de la Space Battleship Yamato —creada por Leiji Matsumoto, otra de las deidades del manga y el animé—, en las de Mazinger Z de Gō Nagai, en las del Guerrero espacial Baldios —conocido en Cuba como Yaltus— de Kazuyuki Hirokawa, en la serie Voltus V de Tadao Nagahama, y en otras tantas, es común ver descomunales naves interestelares y veloces cazas quebrándose como papel estrujado bajo el influjo de rayos o el asalto de monstruosidades mecánicas —variantes de los fuegos y potencias atómicas—. Es la soberbia futilidad de todo artilugio artificial creado por la inteligencia. La insignificancia del orgullo tecnologicista. El espejismo del poder asentado sobre tronos de acero. La indefensión de las máquinas ante las amenazas del espacio profundo que arriban inesperadamente para devastar los castillos de naipes metálicos de la civilización. 




Akira (Katsuhiro Otomo, 1988)

Akira es la belleza del cataclismo y lo absoluto. También es la pavorosa belleza del segundo advenimiento, de la segunda crucifixión que sucede en la forma del desmembramiento —que también remite al Osiris egipcio descuartizado—de la nueva encarnación del Mesías o del Buda que parece ser el niño nombrado Akira, quien según se explica resulta consciente de sopetón de toda la memoria universal contenida en los estratos más profundos y prístinos de su memoria atómica, o preatómica. También Akira —personaje y película— resulta el horror de la inocencia violada, vista como verdadero pecado original y caída definitiva de los ángeles. 

Su despertar y ascensión bajo los escalpelos de los científicos que pretenden estudiar y controlar este poder hace colapsar la realidad, pulveriza la ciudad de Tokio con la fuerza de mil bombas atómicas. Como si el Via Crucis sucediera a velocidades ultralumínicas, rompiendo el continuo espacio temporal. Dios no puede ser oído —para eso existe el Metatrón—, pero mucho menos puede ser visto y soportada su presencia a cara descubierta. El Creador resulta letal para su creación si de repente se abre una grieta en los cielos y su majestad refulge en toda su gloria. La Humanidad se convierte en Calvario donde todos tienen su cruz. El Diluvio y el Advenimiento se hacen uno con Sodoma y Gomorra. La hecatombe de las estatuas de sal. 

Para la cronología de Akira, estos sucesos ocurren en 1988 y la diégesis principal acaece en el ya pretérito 2019, quizás como una de las tantas referencias contextuales que Otomo hace a Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Neo Tokio, alzada sobre las ruinas y el polvo de la ciudad vieja, es un antro ciclópeo en perenne nocturnidad, mal iluminado por miles de neones que no pueden vencer las sombras, sino aguzarlas, enfatizarle sus muecas. Es una monstruosidad erizada de edificios y sajada por miles de vías y carreteras. Erupciona un magma de descontento que arrasa todas sus superficies. La distopía marca sus ritmos de incontrolables protestas callejeras y delincuencia, apenas controlables con las fuerzas policiales y militares. Se va convirtiendo poco a poco en un nuevo Calvario expiatorio.

En estas bullentes circunstancias otro adolescente, Tetsuo Shima, quizás un poco mayor que Akira —ya convertido en culto urbano—, se torna canal por el que buscan irrumpir las energías universales —el personaje de Kiyoko, hablando a través de la joven Key las ubica probablemente antes del mismo Big Bang, previas al Principio de Todo, previo a todos los principios posibles— que los militares y poderosos se empeñan en controlar como otra fuerza de la naturaleza más. 

Incapaz de entender los procesos que suceden en su organismo a velocidades demenciales, Tetsuo lo asume desde el mismo ángulo que los uniformados y científicos: como arma, trono y fuerza vengadora contra el mundo que lo ha despreciado desde su infancia huérfana. Responde a la memoria genética que infecta a los seres humanos, a reflejos condicionados durante millones de años. Dominar y destruir. Fortalecerse e imponerse sobre todos sus semejantes. Convertir su ignorancia en su poder más devastador. Vengar su inocencia violada. Vengar con su furia todos los ángeles caídos y crucificados.




Las 1001 noches (Mike Smith, 1998)

Con diseños y conceptos del artista Yoshitaka Amano (Vampire Hunter DSandman: The Dream Hunters), y música interpretada por la Filarmónica de Los Ángeles, esta aproximación al universo mítico de las 1001 noches árabes es un maremágnum proteico de imágenes efervescentes que transcurren con la fluidez mutable de los sueños y las pesadillas. El montaje de las diferentes secuencias carece de cortes, sucede casi en su totalidad por pura transmutación de contextos y personajes. De personajes en contextos, y viceversa. Lo que “está más abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo” en este mundo sin dimensiones, fractal, espiral. Quizás resulte toda una especulación acerca de la dimensión nunca revelada del interior de la lámpara maravillosa. 

Los sueños no se crean ni se destruyen, se transforman en una infinitud sin tiempo, al menos sin tiempo irreversible y lineal. Los sueños vienen de todas partes y hacia todas partes van. Pertenecen al mundo sutil, al mundo de la magia y de los espíritus elementales que aletean por todos lados. Amano logra la levedad voluble de las figuras, a veces con trazos sucintos que convierte a algunos personajes en insinuaciones cristalinas; a veces con impresionistas colorismos carentes de bordes nítidos a punto de fundirse con la luminosidad que los gestó durante una breve eternidad, por un infinito segundo. 

En vez de concentrarse en algún relato específico de la colección, este cortometraje comisionado por la referida orquesta para su Filharmonic Series, propone soñar una pareja de enamorados que sueña, cuyos cuerpos sensuales y dotados de cierta delicada androginia resumen las esencias lúbricas —muchas veces censuradas para hacerlos “accesibles” a públicos infantiles— de esta colección de historias. A la vez, son trofeos en disputa por fuerzas mágicas de la luz y la oscuridad, del sueño y la pesadilla, del bien y del mal. Djins malvados de agresivas densidades cromáticas buscan adueñarse de las consciencias de los amantes, defendidos por una diminuta y transparente hada de alas de libélula que parece extraída de alguno de los mejores rincones de la Fantasía (Algar, Armstrong, Beebe, Ferguson, Handley, Hee, Jackson, Lueske y Roberts, 1940) de Walt Disney.

Las 1001 noches de Amano y Smith indaga también en estos relatos árabes míticos como posibilidad expandida, como estado imaginativo crónico, como invitación a la libertad y a la sublimación de la imaginación como aptitud y actitud de vida. Vivir en un estado perpetuo de poesía y fantasía, de introspección exotérmica, de implosión escandalosa. Es una obra total que busca ser consecuente con la totalidad del original literario, con la universalidad de los primeros mitos ideados —soñados— por los primeros humanos, capaces de maravillarse y horrorizarse con un grano de arena, de abrir los ojos y seguir soñando, de vivir en un estado de magia que es también otro avatar de la poesía —o viceversa. 




Mindgame (Masaaki Yuasa, 2004)

Mindgame es el debut en el largometraje del director Masaaki Yuasa, comisionado por los singulares estudios 4°C (Memorias, Tekkon Kinkreet, Genius Party y Genius Party Beyond, Detroit Metal City) para adaptar el manga homónimo del autor Robin Nichi. La película propone un juego mental que sumerge a los personajes y a los espectadores en un trepidante y fragoroso estado alterado de consciencia, en una narrativa radial, no lineal, articulada desde intensas alternancias de analepsis y la prolepsis, hasta el punto del desdibujamiento de cualquier diégesis concreta.

Los protagonistas Nishi, Myon, Yan y el Viejo, aunque habitan la mayor parte del tiempo en las entrañas de una ballena, parecen (co)existir en simultáneas épocas, edades, sensaciones, sentimientos, deseos. Están embrollados en una madeja de decisiones, ambiciones y frustraciones pasadas, presentes y futuras, si tales categorías temporales lineales pueden tener algún sentido en la historia desplegada por Yuasa. Causas y consecuencias intercambian lugares, lo futuro parece causa de lo pasado, lo pasado consecuencia de lo futuro. A la vez, ambos provocan y son provocados por el presente. Mindgame se revela al mismo tiempo como una historia de aspiraciones, opciones, realización y triunfo sobre uno mismo, y relato sobre la nostalgia, el arrepentimiento y la soledad.

Nishi, un joven aspirante a mangaka, se encuentra, por planificada casualidad, con Myon, su amor adolescente. Ahora es la Ariadna que, en vez de salvarlo con su hilo, lo llevará hacia el epicentro del telúrico laberinto donde comenzará el múltiple camino (retroceso, desviación, ascenso, descenso, remonte) del héroe. 

El tiempo no existe, ni en el limbo donde Nishi enfrenta a un Dios en perene permutación de formas quizás extraídas de las pesadillas de Bill Plympton y Ralph Bakshi, ni en el vientre de la ballena donde son precipitados los personajes, quizás para correr la misma suerte del desgraciado profeta Jonás y ser igualmente iluminados, autores y dueños absolutos de sus propios evangelios. O quizás el gran pez bíblico se aburrió de servir a las apuestas caprichosas de Dios y el Diablo, y se lanzó a engullir pecadores aleatorios por su cuenta.

El empleo simultáneo y barroquista de diversas técnicas de animación —bien y provocadoramente lejos del estilo visual del animé mainstream— licua los contextos y los sujetos involucrados en esta compleja y múltiple diégesis, en un retador frenesí transmutatorio, sincronizado con los ritmos emocionales y expresivos de los personajes con meticulosidad relojera. Las emociones determinan por completo las lógicas discursivas y estéticas. Las fuerzas de los distintos caos mentales, compartidos o íntimos, curvan la dimensión espacio-tiempo, haciéndola rozar y afectar irremisiblemente el curso de otras dimensiones paralelas. 

De tanto desearlo, el tiempo sucumbe a las voluntades. Las posibilidades, antes vedadas, ahora son reales e irrumpen con la misma fuerza de los torrentes de agua por las fauces que abre la ballena para alimentarse. Los muchos pasados y los muchos futuros son accesibles, (co)existentes. Se puede escoger más de uno y otro. La existencia marcha hacia todas la direcciones en enloquecido entusiasmo que es demencial frustración al mismo tiempo.




Paprika (Satoshi Kon, 2006)

Hacia el final de Paprika, un antiguo amigo de la infancia le asevera al oficial Kunakawa, uno de los protagonistas, que “es la realidad la que proviene de la ficción. Recuerda eso siempre”, resumiendo una de las tesis más importantes de la cinta y de todo el cine del prematuramente fallecido Satoshi Kon (Perfect Blue, Millenium Actress, Tokyo Godfathers). El personaje apela a la ficción esencial que son los sueños, de los cuales no solo el arte audiovisual es huella, dispositivo y sublimación, sino todas las creaturas humanas, toda su cultura. 

El ser humano se autoconstruye y se autodestruye a imagen y semejanza de sus sueños y pesadillas, primeras proyecciones de las ideas gestadas en los estratos misteriosos e incontables que componen el subconsciente, del cual la mente consciente es apenas punta de iceberg. El sueño es una tierra de libertad y horror, una selva de símbolos, un maelstrom de significantes y significaciones, de imagos infinitas. El sueño es la vigilia perpetua de la mente humana. Es el espacio donde las ideas florecen fuera de la caverna, sin sombras ambiguas, sin mediaciones borrosas. 

Sobre las lógicas incomprensibles de estos mundos discursa Kon en este thriller sicológico donde el acceso a los sueños, y a través de estos a todos los soñadores, es el botín preciado por los villanos, cuyo propósito es el control de estos espacios de íntima expansión, donde residen la verdadera libertad, el albedrío y la autonomía absoluta de las personas. Pues el sueño también resulta fiesta sin máscaras, una celebración del yo auténtico, de los deseos, ambiciones, aspiraciones, evocaciones, remembranzas, libres de condicionantes éticos y morales. 

El genio científico Kosaku Tokita idea y concreta el DC Mini, un dispositivo que posibilita visitar los universos oníricos de pacientes siquiátricos de manera consciente y desplegar tratamientos in situ para las ansiedades y traumas que presenten. La doctora Atsuko Chiba comienza a aplicar estas terapias experimentales en determinados pacientes, visitando sus praderas mentales con la forma de su púber alter ego Paprika, experta en desplazarse por estos campos y utilizar de manera óptima sus posibilidades infinitas. 

Tres dispositivos son robados y, al no tener restricciones de seguridad, permiten acceder a todos los pacientes conectados a las máquinas de sicoterapia sin sus anuencias previas, ni ser detectados tampoco. Todo será posible para los invasores oníricos: inducir sueños e ideas en todas las personas, controlándolas casi desde su misma alma. El sueño de todos los totalitarismos, la obsesión de todos los poderes, el epítome de la hegemonía. 

Paprika/Atsuko se convierte en una suerte de detective de sueños, auxiliada por Kanakawa y el doctor Torataro Shima en la caza del ladrón violador de mentes, a través de ambivalentes contextos donde la realidad se convierte en ilusión y alucinación, y el sueño se materializa. Hasta que en medio de las peripecias Paprika experimenta una autonomía que pone en duda su rol de simple máscara de la doctora Chiba, tanto como los sueños pueden resultar algo más que proyecciones mentales. ¿Nos soñamos desde el sueño? 




Un médico rural (Koji Yamamura, 2007)

En Inaka Isha —título original—, adaptación del relato homónimo publicado por Franz Kafka en 1919, Koji Yamamura boceta una realidad purulenta, astrosa y repulsiva. Los trazos parecen los de una mano temblorosa de alguien recién despertado de una pesadilla abisal, que aún varado en los páramos de la semivigilia, se apura en plasmar los horrores soñados antes que estos comiencen a diluirse definitivamente bajo la luz del sol matutino y los sonidos de la salvadora realidad. Son pura y cruda expresión de las impresiones extremas y lancinantes que le provocó este periplo por los infiernos interiores más profundos. Básicamente, esa es la esencia del expresionismo, como destilación del horror supra humano que destruye todas las defensas que la cordura y la sensatez levantan contra el mar de espantos que emboscan a los seres humanos en cada recodo de la vida. 

Yamamura opta por reflejar lo anómalo de las circunstancias donde se desarrolla el relato, sobre todo con la contraposición gráfica de la total ausencia de perspectiva espacial y el escorzo extremo de varias de las figuras —sobre todo el propio galeno protagonista. Estas figuras deformadas como si fueran filmadas con un lente de gran angular, parecen existir en un paraje bidimensional, estableciéndose una agresiva extrañeza entre los personajes y el contexto, reforzándose así el estado de ingente aberración y punzante incomodidad de todo el relato.

La testa pelada del médico se expande hacia los bordes de la pantalla con violentas torsiones, así como su cuerpo se arquea hacia atrás con enfermiza flexibilidad, cuando es despojado de sus abrigos. El caballerizo misterioso que aparece como un demonio invocado, a la hora de más necesidad, se abalanza hacia la pantalla para susurrar su satánica amabilidad. Los padres del enfermo agonizante se doblan en absurdo ángulo casi recto. 

La lobreguez nociva, casi gótica, de la situación, es a su vez alimentada por cada línea corcovada que componen las casas, los interiores, los rostros, los cuerpos, los animales, los monstruos, los enfermos, y en la Luna afilada que refulge inútil en el cielo fangoso. 

En una noche agreste, infectada por una fuerte ventisca, el doctor de un villorrio rural es llamado por una urgencia, y fuera de su torcida morada —que recuerda la imposible covacha del Doctor Caligari— le espera el mundo terrible que nunca vemos porque la oscuridad nocturna nos protege de sus secretos, del real aspecto que se esconde de la luz diurna. Pero que se nos revela en las pesadillas en todo su ulceroso y obsceno esplendor. El sueño quizás resulte en realidad lo que nos permite ver el tercer ojo oculto en la glándula pituitaria, y que en algún momento de la evolución, decidimos cegarlo para no ver más horrores. 

Lo espera un raquítico muchacho hundido en su lecho de muerte, atento a sus últimos minutos de vida, que le gotea a través de la agusanada herida abierta en su cadera. Está en el momento de la muerte en que aún se respira y se percibe el mundo con los sentidos físicos, pero ya se es carroña apta para alimentar a las alimañas de ultratumba. El médico visita a un cadáver, convirtiéndose en un emisario involuntario de la Muerte. 




© Imagen de portada: ‘Paprika’, de Satoshi Kon, 2006.




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10 películas sobre la pornografía

Antonio Enrique González Rojas

La pornografía expone de la manera más explícita y prosaica posible el terror al cuerpo y al sexo, injertado en la médula de la civilización occidental por la religiosidad judeo-cristiana desde hace más de dos milenios.