Los monstruos, como los mismos dioses, son lo incognoscible y lo incontrolable a la vez. Mucho más que meros engendros del sueño de la razón, habitan y reinan en los extensos páramos más allá de la lógica, la filosofía, la ciencia… Contrarios a la razón pura, resultan la fantasía, el imposible puro. El recordatorio perenne de lo incompleto y escaso del conocimiento.
Los monstruos son también los fetiches de la fantasía suicida que no abandona al ser humano —más bien parece regir sus acciones, mucho más de lo pretendido y aceptado en voz alta—, de su predilección inagotable por el miedo, por las tinieblas, por la muerte, por lo ineluctablemente perecible de su obra cultural.
Una y otra vez, durante un siglo, el cine ha replicado la colisión de monstruos no antropomorfos —para así refrendar su distancia antagónica respecto a la esfera humana— con la civilización: ya sea una ciudad entera, ya sea un grupo reducido de individuos, a los que devastarán y devorarán de las maneras más imaginativas y sofisticadamente violentas.
Terminamos simpatizando con los monstruos y deseamos la muerte de los humanos y sus estructuras. Terminamos admirando, amando y adorando el infinito potencial destructivo. Reverenciamos, desde el más puro sadomasoquismo, su fuerza, su omnipotencia destructora. Queremos que nos castiguen, que nos torturen, que nos humillen, que nos aniquilen en un orgasmo final de sangre y dolor. Por millones o de uno en uno.
Nos entristecemos cuando muere el monstruo. Deseamos que su cadena de destrucción no termine. Queremos más. Nos estorban los humanos, que solo sirven para ser eliminados de todas las formas posibles. Los instrumentos de tortura ejercen igual fascinación, así como los autócratas sangrientos y los asesinos en serie, todos los cuales alcanzan iguales dimensiones monstruosas e igual simpatía.
La lista en cuestión, donde se excluyen conscientemente clásicos archiconocidos como King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), Tiburón (Steven Spielberg, 1975) o Depredador (John Mc Tiernan, 1987), y donde tampoco está Godzilla vs. Kong (Adam Wingard, 2021):
1. El mundo perdido (Harry Hoyt, 1925)
La primera adaptación de la novela de ciencia ficción El mundo perdido (1912), de Sir Arthur Conan Doyle, es la primera película —o una de las primeras, pero sin duda la más recordable— en ofrecer y consolidar la imperecedera imagen de un monstruo aterrorizando y devastando las calles de una ciudad moderna. En este caso se trata de un brontosaurio capturado vivo en una meseta de la Amazonia profunda, donde ha sobrevivido la fauna jurásica y de otras edades remotas del planeta.
En la novela, la colisión entre la criatura arcaica y la civilización se limita a la exhibición efímera de un pterodáctilo que alza vuelo poéticamente frente a los atónitos ojos de la sociedad científica londinense. Sin embargo, los cineastas decidieron desarrollar esta interacción contrastante de una manera mucho más violenta y traumática, tanto para los seres humanos como para el propio dinosaurio, que es extirpado sin contemplaciones de su entorno natural para ser mostrado y estudiado con frialdad. Tal ocurrió en la “vida real”, tanto con disímiles especies animales de continentes y naciones no “civilizadas”, como con numerosos nativos de África, las Américas y Oceanía, que eran exhibidos en jaulas y estudiados con la misma violencia científica.
La secuencia climática de El mundo perdido termina siendo, más allá de la espectacularidad conseguida con los recursos técnicos y visuales de entonces, un simbólico acto vindicatorio de todas las víctimas de la razón científica, de la despiadada curiosidad occidental, del desprecio humano hacia lo no inscrito en su redil de especie, y su pretensión de dominar a plenitud lo trascendente. El brontosaurio animado en stop-motion por Willis O’Brien —quien más tarde se ocupará del primer King Kong de 1933 y su secuela— no es exterminado ni vencido: luego de su paseo destructor, se va nadando plácidamente por el Támesis, quizás hacia Loch Ness, donde iniciaría una leyenda.
En sentido general, aunque sus autores no se lo hayan planteado conscientemente, la novela y la película hablan del incordio y la desestabilización de los cómodos y conservadores modelos del mundo con que el ser humano fomenta su onanista ilusión de prevalencia, de dominio sobre el entorno. Van de cómo el mundo descoyunta este frágil y patético constructo, demostrando que no todo es tan sencillo, que la naturaleza no es tan aburrida como piensan, y que el planeta no es simple probeta o vasallo dócil. Ahí están los dinosaurios como monstruos posibles para recordarles a los humanos la banalidad de su ambición. Ahí están los dinosaurios vivos para humillarlos, como dominatrices rigurosas a millonarios todopoderosos que necesitan una lección.
2. Gōjira (Ishiro Honda, 1954)
Al igual que los dinosaurios de El mundo perdido, el descomunal Gōjira o Godzilla, como es más conocido para los públicos globales, viene a recordarle a la humanidad de la segunda posguerra —momento de triunfal occidentalización del Japón recién derrotado en la Segunda Guerra Mundial, y cúspide secular del conservadurismo— su débil empoderamiento sobre el mundo y hasta sobre sus propias creaciones más potentes, como la bomba atómica. Como causa de la invasión, se plantea que el monstruo fue despertado por las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, tras una prolongada latencia en los profundos estratos jurásicos del planeta, lo cual lo convierte en un aturdido viajero del tiempo llegado a una época incomprensible.
Godzilla viene a “sobrecastigar”, con su aliento atómico, a un país que años antes había sido lacerado por fuerzas destructoras que sacudieron al planeta más de lo aconsejable, alterando sus ritmos naturales, desbalanceándolo, violándolo. La ambición también engendra monstruos, y despierta aquello que debe estar dormido.
En su vigilia anómala, esta exorbitante mezcla de dinosaurio, reptil —aunque su nombre es una hibridación de las voces japonesas gorira (gorila) y kujira (ballena)— y reactor de alto poder radiactivo, parece lanzarse a quebrar aún más las armonías planetarias, o a restablecerlas con la misma potente violencia que la descomposición del átomo. Para las víctimas, los motivos de sus incursiones a las ciudades costeras japonesas son tan difusos e indescifrables como los embates de los tifones o los terremotos.
La elementalidad de Godzilla es respondida, con parejo instinto destructor, por el gobierno y el ejército de Japón; a pesar de las continuas advertencias del científico pacifista Dr. Kyōhei Yamane (Takashi Shimura), quien apuesta por comprender y estudiar al monstruo antes que destruirlo.
Godzilla y la humanidad terminan siendo dos depredadores enfrentados. Dos especies alfa en discusión mortífera por el dominio del territorio. Dos kaijus en un conflicto que no se soluciona por otros medios que no sean la eliminación de uno de ellos o de ambos. Dos cazadores negándose a ser víctimas. Dos épocas azoradas eliminándose mutuamente ante la imposibilidad de la convivencia pacífica.
Así como Godzilla reposaba en las capas más profundas de la dermis terrestre hasta los bombardeos de 1945, las bombas son expansiones exotérmicas de los instintos destructivos que yacen en los estratos más atávicos de la especie humana. Las bombas no pueden engendrar paz real, solo nuevas bombas, nuevos dispositivos aniquiladores, como el creado por el joven, pero ya dañado —esconde bajo su parche una cicatriz producto de la guerra reciente— Dr. Daisuke Serizawa (Akihiko Hirata): el Destructor de Oxígeno capaz de eliminar toda la vida existente en su radio de acción.
Serizawa alegoriza a las generaciones japonesas vulneradas irremisiblemente por la guerra y sus odios, mientras que su contraparte, el Dr. Yamane, es vocero de una razón superior, consciente de la necesidad de trascender la cadena de muertes que provocan los conflictos armados. Aunque el joven científico termina inmolándose en la detonación, en un intento por escindir tal cadena: su sacrificio puede verse como un tributo de la humanidad al planeta por la eliminación de su campeón monstruoso.
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3. Moby Dick (John Huston, 1956)
Considerada como la mejor versión fílmica de la novela de Herman Melville (1851), la cinta de Huston —además de desarrollar el argumento base de la persecución obsesa que hace el capitán Ahab (Gregory Peck) del invicto cachalote albino— enfatiza en la caracterización del siniestro marino como un caudillo manipulador, un dictador carismático capaz de arrastrar a la tripulación del Pequod —las masas a su disposición— a secundarlo en sus objetivos personales más bizarros, pervirtiéndose el propio oficio, los principios y la cultura de los balleneros (los whalermen).
El Ahab concebido por John Huston y por el escritor Ray Bradbury, los guionistas de esta película de la posguerra —como Gōjira— y la Guerra Fría, se perfila como un resumen alegórico tanto de los autócratas absolutistas derrotados (Hitler y Mussolini) y aliados (Stalin), como del propio diferendo político contemporáneo entre las dos superpotencias atómicas vencedoras de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos y la Unión Soviética, cuya pugna subordina y arrastra a todos. Ambos conflictos, el literario y el político, revelan la elemental brutalidad de una gresca entre machos alfa, entre antagonistas naturales que buscan prevalecer en la manada, que persiguen gozar de la insaciable entelequia del poder.
En la Guerra Fría, y en la jurada querella entre Ahab y Moby Dick, hay polaridades bien demarcadas, pero todas de puro valor negativo. No hay buenos ni malos, solo contendientes dispuestos a triunfar e imponerse. Fuerzas todas que usan la moral, la ética, el humanismo y la pura razón como combustible para alimentar sus calderas, marchar a toda máquina contra el contrincante y vencerlo.
Ahab termina fusionándose con el cachalote durante la secuencia de la gran embestida mutua: nítida metáfora del igualamiento final entre el monstruo y el ser humano. Poco cuentan ya las ideologías, las diferencias biológicas y culturales. Solo queda la batalla que iguala a todos. Quedan dos fuerzas abrumadoras que necesitan ocupar el lugar de la otra, exigiendo fidelidades igualmente absolutas y elementales.
Peck dota a su personaje de una densidad atormentada y una resolución quijotesca que lo enaltece entre sus marineros, arponeros y oficiales. Excepto frente al sereno y lúcido oficial Starbuck (Leo Genn), su contraparte sanchesca y cuerda que lo secunda renuente y que teme las consecuencias de la obsesión. Pero el estable personaje termina quebrándose bajo los continuos embates de la locura, y se lanza a cazar al cachalote una vez que todo parece terminar con la muerte de Ahab atado a las espaldas del monstruo.
4. The Blob (Irvin S. Yeaworth Jr., 1958)
El monstruo gelatinoso de implacable eficiencia omnívora que detona las acciones de The Blob, película de culto conocida entre los públicos hispanos como La mancha voraz o La masa devoradora, es una de las criaturas fílmicas menos originales —por ende, de un atrevimiento y un descaro olímpicos— que se hayan concebido. Su elementalidad vadea lo ordinario para rayar en la abstracción más temeraria, acercándose a la noción lovecraftiana de “innominable”.
Este depredador ideal, dedicado a su alimentación y consecuente crecimiento, con un origen tan ignoto como el posterior xenomorfo de Alien (Ridley Scott, 1979) —con el cual también comparte la agresividad insaciable y la sensación de pesarosa inevitabilidad—, provoca las más cerebrales y coloridas teorías sobre sus motivos, su lugar en la creación, su pertinencia misma en el universo. Y lo inexplicable es —o debe ser— una invitación a las mayores orgías imaginativas.
Esta es una de las virtudes más sutiles y a la vez cardinales de The Blob, a contrapelo de la mayoría de las concepciones positivistas de los filmes de terror y ciencia ficción estadounidenses, donde siempre se tiende a estructurar una explicación —si no racional, al menos con cierta lógica deconstructiva— del fenómeno anómalo al que se enfrentan los protagonistas. Abundan los científicos locos y cuerdos a los que siempre se les reserva una escena didáctica.
En la película de Yeaworth no sucede nada de eso. No se les ocurre a los personajes, y creo que tampoco los guionistas tuvieron sólidas intenciones al respecto. Incluso el médico —como figura de legitimidad intelectual y científica— que analiza el primer caso de agresión del monstruo, se convierte de inmediato en una de las víctimas. La ciencia es cortada de raíz. Lo que no tiene forma tampoco tiene explicación, y punto.
Ante la muerte simbólica de la razón, para combatir al monstruo “gelatinoide” solo quedan un puñado de impecables, sanos, encantadores y estereotipados pueblerinos —encabezados por un debutante Steve McQueen—, a cuya pequeña ciudad le tocó en suertes recibir el meteorito donde viajaba el ente. Ciudadanos americanos blancos enfrentados en estrecha cooperación a un inhumano “terror rojo”: se torna entonces sospechosa la ingenuidad de esta cinta también gestada en plena Guerra Fría, período de florecimiento de los monstruos.
Enlace: https://m.ok.ru/video/1758373481018
5. Alien (Ridley Scott, 1979)
Alien es la máxima alegoría de lo inevitable y lo inexplicable. El monstruo que los desprevenidos tripulantes del Nostromo recogen en la tormentosa luna LV-426, en una suerte de suicidio inconsciente, es también la mera definición de lo absoluto desconocido: suprema y lovecraftiana demostración de que el universo no le pertenece a la especie humana.
Es otra demostración —más perfecta— de que en las sombras de la razón y el conocimiento científico, se ocultan fenómenos y lógicas que siempre rehuirán a cualquier intento de someterlos a fuerza de taxonomías.
La pureza depredadora de esta entidad —confesamente admirada por el androide Ash (Ian Holm)— la hace inmune a cualquier intento por entenderla, igual que la “mancha” de The Blob. Aunque, a diferencia de la película de Irvin S. Yeaworth Jr., Alien sí cuenta con la correspondiente escena dedicada al esclarecimiento experto del origen, naturaleza, motivos y dinámicas del monstruo: corre a cargo de esa versión sofisticada del “científico loco” que es el oficial cómplice de la corporación Weyland Yutani en sus antiéticos propósitos de capturar al monstruo incluso a costa de la muerte de todos los humanos a bordo de la nave.
El científico y médico solo atina a refrendar la indefensión absoluta ante un contrincante libre de toda conciencia, remordimiento o moral; epítome de la prevalencia vital darwinista sobre cualquier otra especie inferior. Destilación, en inconcebible estado de pureza, del instinto predador. Es la única explicación posible para entender a un dios cuyas maneras de actuar son mortalmente misteriosas.
El xenomorfo evita toda racionalización; solo se puede llegar a él a través del atajo efectivo que siempre será la fe. Es una fuerza, una energía, un hálito de las deidades rectoras del cosmos, que arriba a la humanidad para predicar la palabra a través de una fecundación anómala, en el cuerpo —no precisamente virginal, pero sí biológicamente diseñado para no dar a luz— de un hombre: Kane (John Hurt), quien luego es desechado cual mero receptáculo, sin merecer sacralizaciones marianas. A la vez, la propia nave, con sus angostos, húmedos y opresivos pasadizos, pudiera resultar una mullida matriz simbólica donde el monstruo experimentará su segundo alumbramiento al mundo.
No requiere de apostolados, discípulos, iglesias, evangelios o feligresías. Su credo es demasiado elemental o demasiado incomprensible para el entendimiento humano. Solo necesita de sacrificios constantes —como los dioses paganos de antaño, con sus templos rebosantes de sangre consagrada—, sin ofrecer dádivas a cambio.
6. Pulgasari (Shin Sang-ok y Chong Gon-jo, 1985)
A los numerosos monstruos del cine occidental de posguerra y Guerra Fría que han alegorizado con más o menos sofisticación el peligro comunista, el cine del mundo “rojo” ha respondido —de maneras más creativamente tímidas, pero no menos espectaculares— con criaturas como la “superproducción” épica norcoreana Pulgasari.
En este filme, curiosamente, el gigantesco émulo cornudo y acorazado de Godzilla no encarna el peligro atómico, la culpa bélica o el antagónico imperialismo, sino que deviene héroe popular que pone sus fuerzas al servicio del proletariado contra los satanizados represores aristócratas de épocas antiguas.
Otra diferencia notable, respecto a la mirada presente o de anticipación futurista del grueso de las producciones “capitalistas”, es el hecho de que las aventuras de Pulgasari transcurren en el pasado medieval de Corea. Quizás en pos de conferirle una legitimación mitopoética al régimen contemporáneo —concebido como un paraíso terrenal donde los antagonistas solo existen más allá de las fronteras—, tal como sucede con las puras falsificaciones que son los supuestos antiguos misiles de bambú exhibidos en los museos del feudo de los Kim, junto a otras reliquias ilegítimas que ayudan a manipular el pasado como mero prólogo de la revolución excelsa.
Quizás en pos de justificar la extraordinaria concesión que se le hace a lo fantástico en medio de un contexto fílmico concentrado en el ensalzamiento “realista” de las bregas del pueblo por construir su comunismo juche de ensoñación —en su país del fin “oficial” de la historia y el tiempo, inmerso en una época tan mítica como el remoto pasado donde Pulgasari campea por su respeto—, o por replicar hasta el hastío las epopeyas bélicas de los años cincuenta, lideradas por el presidente eterno Kim Il-sung.
En el arte y la producción intelectual de Corea del Norte no hay lugar para la imaginación fabuladora, sino para la tautológica glorificación del régimen y sus líderes; sobre todo de los hasta ahora tres emperadores de la dinastía Kim, quienes malamente han embozado su linaje de sangre con la legitimidad política. Por tanto, un ser tan poderoso como Pulgasari solo puede ser patrimonio del pasado pre-Kim, donde apenas alcanza el rol de profeta furibundo de los mesías por venir.
Así, ambas zonas del pasado, la histórica y la mitológica, terminan bien sincronizadas con el discurso oficial, y el monstruo imposible, ungido como militante campesino, evita ser calificado de sacrilegio contra el canon realista-propagandístico del cine norcoreano.
7. The Host (Bong Joon-ho, 2006)
La primacía en el Asia Oriental del Kaiju-eiga o “cine de monstruos” japonés es discutida desde la parte sur de la península coreana por The Host (Gwoemul): una monstruosidad más pequeña, pero que compensa tal disminución con el intenso abigarramiento híbrido conferido a su anatomía. Se trata de una criatura erizada de apéndices y miembros atrofiados que semejan un amasijo de batracios, salamandras y peces; apertrechada su cabeza con unas laberínticas, repulsivas y sofisticadas fauces que recuerdan desde el vaginoide facehugger de Alien hasta los gigantescos graboides de Temblores (Ron Underwood, 1990).
Con este concepto visual se enfatiza una naturaleza insólita, estrambótica, aberrada, fruto singular de la azarosa influencia de altos contaminantes vertidos en el río Han —médula acuosa de Seúl— por las despóticas órdenes de un médico forense foráneo, integrante del personal militar estadounidense con presencia permanente en Corea del Sur desde la guerra que dividió la península.
El título se traduce literalmente al español como El hospedero —aunque en América Latina se conoce erróneamente como El huésped, lo cual pervierte el significado original—, que claramente no refiere al monstruo: este sería más bien el huésped, lo hospedado por el río, por la ciudad, por el pueblo, por la nación surcoreana.
Desde tal perspectiva, la criatura alcanza dimensiones alegóricas tan amplias y abarcadoras como las de la icónica Godzilla con relación a Japón, convirtiéndose en encarnación perversa o materialización hipertrofiada de las disímiles deudas que este país dividido guarda consigo mismo. Por eso el ente —nunca nombrado, ni siquiera taxonomizado— es tan repulsivo: como un tumor purulento que resumiera la tragedia nacional disimulado bajo el rostro más amable de la bonanza económica.
La película se revela como una sátira política de balanceado corte tragicómico. Corea sigue siendo un país cercenado, sajado. Suicida, en tanto se ha enfrentado consigo mismo en una cruenta guerra civil que derivó en una división política que a todas luces semeja una mutilación. Este dolor solapado e irresoluto parece dar a luz a este ser que no es de posguerra, sino de guerra sorda y latente pero activa, como una bomba con el detonador defectuoso, o una mina olvidada.
La aparición repentina del monstruo y los estragos que provoca entre la población detonan un caos militar —es palpable el intervencionismo de los estadounidenses: tratan a las fuerzas locales como simples e inferiores subordinados— científico y político. Con este tormentoso telón de fondo, la familia protagonista se lanza al rescate de su miembro más pequeño: la niña Hyun-seo (Go Ah Sung), capturada viva por la criatura y llevada a su reserva de alimentos en las cloacas citadinas.
8. Big Man Japan (Hitoshi Matsumoto, 2007)
En esta ópera prima de Hitoshi Matsumoto hay muchos monstruos gigantescos. Su protagonista, Masaru Daisatou (interpretado por el propio Matsumoto), es uno de ellos. Se adscribe en la categoría fílmica japonesa de kaijin o monstruo humanoide, y pelea del lado de la humanidad —como empleado del Ministerio de Prevención de Monstruos— contra bizarras criaturas que parecen extraídas de un cuadro desconocido de El Bosco.
Filmada en clave de falso documental, la película sigue la vida cotidiana de este personaje que se hace llamar el “Rey del dolor”, y es el más joven heredero de un añejo linaje de “hombres grandes japoneses”: personas de apariencia común que, a voluntad y bajo ciertos estímulos, se vuelven gigantes (más al estilo del clásico Devilman, del mangaka y realizador Gō Nagai).
Desde los primeros planos, Daisatou se revela como un ser poco menos que pusilánime, anodino hasta la más insulsa vulgaridad; cuando no está combatiendo en su versión pantagruélica, vive una vida borrosa de divorciado, de apestado en su propio barrio.
Matsumoto hace contrastar insolentemente el tono realista y periodístico de las entrevistas y secuencias de seguimiento cotidiano, con las escenas episódicas, gestadas a puro —y un tanto limitado— CGI, de breves y anticlimáticas contiendas con los monstruos de turno, que cada cierto se aparecen tiempo en la ciudad. El absurdo, la ironía amarga y la ambivalencia retadora conducen el verdadero ritmo de la cinta, que parece esconder una fábula sarcástica o un lamento sardónico por el declive de las grandes y milenarias tradiciones nacionales bajo el influjo de la contemporaneidad occidentalizada y urgente.
Daisatou se considera a sí mismo como el más bajo nivel de degradación alcanzado por su estirpe, cuya —no muy precisada— “cuarta generación” lo entrenó al parecer con disciplina y honor, al estilo samurái —aunque semejan más a luchadores de Sumo, que no por casualidad es el deporte nacional de Japón— en el oficio y sagrado deber de cazador de monstruos. En el presente, con su mánager oportunista, los anuncios patrocinados que pega en su gran cuerpo de kaijin, y las dictatoriales fluctuaciones del rating de su programa televisivo, el Rey del dolor recuerda más a un deportista profesional que a los guerreros sagrados que lo antecedieron. Compite con múltiples atracciones, y recupera algo de atención cuando recibe las palizas de un sorpresivamente agresivo y poderoso contrincante, aparecido de sopetón en medio de una batalla con otro kaiju.
El estrafalario y extrañado clímax de la película implica la cesión definitiva de lo tradicional a una mitología mucho más reciente, de carnavalescos héroes con máscaras de plástico y coloridos trajes de satín, evidentemente al estilo de las populares y baratas —en Japón— series de Ultraman —de las cuales los Power Rangers son la versión occidentalizada—, que se desenvuelven en medio de nada disimuladas maquetas de ciudades.
9. La región salvaje (Amat Escalante, 2017)
En La región salvaje, el director mexicano lanza a sus personajes a una sima de absoluta elementalidad sensorial, donde es desterrado todo atisbo de razón, (auto)conciencia o lógica. El espacio húmedo, estrecho y oscuro donde yace el monstruo extraterrestre, de grasiento y cefalópodo aspecto —listo para alcanzar con sus tentáculos los centros de placer más recónditos y poderosos de sus víctimas, plegadas a su voluntad—, deviene materialización de la trastienda mental, donde los seres humanos remontan hacia una esencia animal primigenia que ha sido silenciada durante millones de años con estratos culturales y todos sus sistemas de andamiajes morales.
En una suerte de proceso eugenésico, este ser —que concomita con los entes fantásticos pululantes en el subgénero hentai más conocido como “violación por tentáculos”— decanta, mediante la eliminación inmisericorde, a quienes no están listos para abrazar sus verdades, dejando un buen rastro de cadáveres de acólitos desesperados y deseosos de alcanzar el nirvana lúbrico, pero incompatibles con su legado.
Despojado de cualquier revestimiento kitsch infantiloide, el “retorno a la inocencia” que sucede aquí no es más que la libre entrega a los instintos de supervivencia y prevalencia que han determinado la consolidación de la especie a lo largo de la historia. Así termina aconteciendo con el personaje de Alejandra (Ruth Ramos), quien decide asumir un rol proactivo en la espiral de violencia que vive, en una operación de verdadera adaptación orgánica al medio.
La criatura alienígena no es más que un canal hacia la “iluminación” de Alejandra, la mujer finalmente escogida para el apostolado de este nuevo advenimiento, que predica la fe en la mayor de las libertades. Es un catalizador óptimo hacia la clarificación de cuán sencillas son las cosas cuando se asumen desde el estado de inocencia amoral y el desprejuicio no importunado por valores, escrúpulos y recatos.
10. Muere, monstruo, muere (Alejandro Fadel, 2018)
El monstruo que asola los plúmbeos y opresivos páramos de la provincia argentina de Mendoza, aneja a la infinita cordillera de los Andes, no disimula un hipertrofiado y aberrante hermafroditismo morfológico. Cuenta con desproporcionadas fauces verticales —recuerdan el aspecto de los Gugs lovecraftianos, frutos quizás de las numerosas represiones y miedos sexuales de este autor— muy semejantes a la vagina dentada, con una disposición concéntrica de los dientes, además de una extensa y flexible cola rematada con un inconfundible glande.
El ente acomete una serie de estrangulamientos seguidos de decapitaciones feminicidas, tan rituales como físicas. Pues, además del cercenamiento de la vida, implican actos de eliminación de la identidad, la individualidad y la capacidad racional que hacen temibles a las mujeres dentro de una sociedad patriarcal que mezcla —en indistintas, pero siempre desquiciadas proporciones— la misoginia y la ginofobia.
Fadel provee a sus escenarios de la angustiosa pesadez existencial del gótico psicológico, al estilo de cineastas contemporáneos como Roger Egger (La bruja, El Faro) y Jaime Osorio (El páramo, Siete cabezas). Los espacios desesperanzadamente dilatados y abrumadoramente deshabitados —deshumanizados, incivilizados— sustituyen las angosturas de los castillos y mansiones achacosas donde habitaban Carmilla o los últimos de los Usher.
Los eriales donde se debaten los personajes, en su mayoría policías dedicados a dilucidar la razón de los crímenes, más que paisajes y escenarios parecen emanaciones de las tormentas mentales que los aquejan a todos, libres de cualquier atisbo de cordura, cual ley implícita para los habitantes masculinos del lugar. El miedo a sí mismos, la desesperación, la autorrepresión, el pánico y el miedo al miedo (“fobofobia”, mencionada por uno de los personajes) los lleva a tomar todo tipo de analgésicos para sobrellevar el naufragio y la claustrofobia, para negar la autoconciencia de sus debilidades. En determinada secuencia, Sara (Sofía Palomino), la única oficial femenina, rechaza el consumo de una píldora y se suma a un polo femenino que rezuma empoderamiento. Otra mujer (Romina Iniesta) es una serena psiquiatra. La segunda víctima, Francisca (Tania Casciani), asume con ecuanimidad su relación bígama con el trastornado David (Esteban Bigliardi) y el oficial Cruz (Víctor López). Otras de las asesinadas son prefiguradas como mujeres dedicadas a labores no domésticas. La monstruosidad aparece para castigarlas con severidad por sus atrevimientos, cual proyección de todo el ramillete de atormentados inconscientes masculinos reunidos en esta historia de fobias espantosas e implosivas que vuelven monstruos a quienes las padecen.
10 películas inspiradas en cómics
Antonio Enrique González Rojas
La lista que propongo no busca anatemizar las superproducciones, sino reubicar a The X Men, The Avengers y The Justice League en un campo artístico mucho más rico donde, junto a la radicalidad gore, el intimismo existencial y las búsquedas autorales, también los superhéroes han gozado de altos rigores creativos.