Tras el fracaso comercial de los más recientes intentos de Hollywood de resucitar una vez más a monstruosidades clásicas como La Momia y El Conde Drácula, con las respectivas fallidas cintas La momia (Alex Kurtzman, 2017), Drácula, la leyenda jamás contada (Gary Shore, 2014), Renfield (Christopher Mckay, 2023) y El último viaje del Demeter (André Øvredal, 2023), ahora le toca al doctor Frankenstein y a su criatura salvar la honrilla de los grandes estudios.
A pesar del fiasco que también supuso la olvidable (y olvidada) película Víctor Frankenstein (Paul McGuigan, 2015), las más recientes aproximaciones fílmicas a los experimentos heréticos del científico loco soñado por Mary Wollstonecraft Shelly han navegado con mucho más viento a su favor.
La sobrevalorada Pobres criaturas (Yorgos Lanthimos, 2023) y la más discreta Lisa Frankenstein (Zelda Williams, 2024) no pasan de ser dos meras sopas referenciales muy grumosas, pero han certificado el potencial comercial de esta historia, y ya se anuncian dos nuevas versiones de la novela: una bajo la dirección de Maggie Gyllenhall, titulada La novia, con Christian Bale como legatario de Boris Karloff en el rol del “monstruo”, y otra de mano de Guillermo del Toro, esta vez con Jacob Elordi como el engendro jamás nombrado.
La fábula trágica de Frankenstein y su creación, aunque casi siempre subordinada a la más rotunda mitología vampírica, se aferra a la médula del imaginario humano como alegoría tanto de la otredad como de la infinita soberbia humana. Es uno de los indiscutidos hitos genésicos de la ciencia ficción moderna y varias de sus grandes problematizaciones: el uso ético de la ciencia, la creación de inteligencia artificial, la robótica (ya sintética, ya biológica), y la responsabilidad en su más amplio sentido.
El científico que jugó a Dios y el monstruo que no pidió nacer, llegaron muy temprano al cine. Ya en 1910 se estrenaba la primera versión silente. Fue el preámbulo, junto a otras ya perdidas, de la consagración fílmica de la novela de Mary W. Shelley, que sobrevino con la archiconocida versión de 1931 dirigida por James Whale. La siguiente lista propone algunas de las más singulares apropiaciones del texto y el mito, muchas monstruosas en sí mismas, dirigidas por intelectos tan febriles como el del doctor Frankenstein.
1.- Frankenstein (J. Searle Dawley, 1910)
Esta primera versión fílmica de la novela de Mary W. Shelley sobrevivió a sus dos sucesoras silentes: la también estadounidense Life Without Soul (Joseph W. Smiley, 1915) y la producción italiana Il mostro di Frankenstein (Eugenio Testa, 1921).
Desde una perspectiva libérrima, propone al obsesionado doctor (August Phillips) como habitante de un difuso territorio en el que la ignota alquimia convive con la razón moderna. Cuando se trata de insuflar aliento vital en la materia inanimada, se congregan todos los conocimientos recabados por la humanidad a espaldas de Dios, y la magia revela su real naturaleza de ciencia aún por descubrir.
En la cámara donde se cuece el monstruo (Charles Stanton Ogle) se mixturan el caldero del hechicero y el crisol del alquimista, desterrando a la electricidad como gran catalizador de la vida.
Esta primera creatura fílmica de Frankenstein parece más bien forjada que construida con restos humanos. La secuencia del génesis monstruoso —estructurada con cámara en reversa, a partir de la grabación de una estructura devorada por las llamas— es una de las más espeluznantes de la aurora cinematográfica. Quizás una importante precursora del muy posterior subgénero del body horror, que gira alrededor de la deformación de las carnes, la trituración de los huesos y la ebullición de la sangre.
Desde los primeros intertítulos del filme, el director y guionista sugiere que el monstruo es proyección o destilación autónoma de la maldad anidada en el alma del científico. La secuencia final, de fuerte carga ética, lo confirma, bebiendo de otros clásicos horríficos del XIX como El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (Robert Louis Stevenson) y El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde).
2.- La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, Terence Fisher, 1957)
Con La maldición de Frankenstein, el director británico Terence Fisher reanimó a los “monstruos clásicos”, agotados tras casi tres décadas de sobreexplotación por parte de los estudios Universal y sepultados por la era atómica del terror estadounidense, plagada de insectos gigantes, humanos cuánticos y mujeres de 50 pies de estatura.
Esta cinta, que catapultó al actor Christopher Lee —quien luego encarnara a uno de los más inolvidables avatares del Conde Drácula, y al momificado Imhotep—, ofreció la nacionalidad británica a viejos y solitarios horrores que no devastaban ciudades ni provocaban la movilización de ejércitos, sino que acechaban en las penumbras no iluminadas aún por los resplandores cegadores del siglo XX.
Los hijos cansados de la Universal se revitalizaron en los baños de sangre que les ofreció la compañía Hammer Productions, y el barón Frankenstein, interpretado por Peter Cushing, cargó sobre sus malévolas espaldas la misión.
Esta nueva versión del libro de Shelley se concentra más en el envilecimiento del científico, quien pretendiendo crear vida, no repara en extinguir otras tantas existencias.
La creación del monstruo es una obsesión tan profunda como banal para Frankenstein, pues la ciencia para él no es más que una demostración de poder, sin más objetivos. Sus tercas manos amasan un ser vacío de propósito y sentido que, en un supremo acto de egoísmo —no la anagnórisis que experimenta el personaje literario—, es abandonado, asesinado, resucitado, sin el mínimo remordimiento.
La arcilla rebelde se desborda finalmente entre los dedos del ofuscado competidor de Dios, y como ser nacido de la muerte de otros individuos, el monstruo de Lee solo consigue hacer germinar la destrucción del prójimo.
3.- Frankenstein vs Baragon (Furankenshutain tai chitei kaiju Baragon, Ishirō Honda, 1965)
A menos de una década de que el kaiju-eiga (o cine de kaijus) tomara por asalto las pantallas y el imaginario japonés, el monstruo de Frankenstein se sumó a este corpus descomunal como el segundo gran préstamo de Occidente, siguiendo los pasos de King Kong, que tres años antes se enfrentara a Godzilla en King Kong contra Godzilla (Ishirō Honda, 1962).
Fruto de una coproducción de Toho y Henry G. Saperstein Enterprises, Frankenstein vs Baragon o Frankenstein conquista el mundo, como se le conoció en los cines estadounidenses, concilia de una vez a los monstruos clásicos de la universal —rescatados por Hammer Production y conservando sus esencias góticas— con los descomunales hijos del átomo.
La imaginativa premisa involucra a los nazis, que transportan el corazón inmortal del monstruo del doctor loco al Japón, durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.
En la cinta se refieren las innumerables veces que se intentara destruir a la criatura sin éxito, en indirecto guiño a las películas previas, en las que el ser regresa siempre a la vida sin muchas explicaciones. El guion de Takeshi Kimura busca aclarar de un plumazo la razón de su pertinaz inmortalidad. Y la mismísima bomba atómica lanzada sobre Hiroshima revitaliza el órgano y hace renacer al monstruo.
Con un origen semejante a Godzilla, y las más de las veces identificado con el nombre de su creador, Frankenstein remonta la vida, dotado esta vez de un crecimiento exorbitante, que lo hace escalar hasta la categoría de kaijin o monstruo antropomorfo, a diferencia del zoomorfismo imperante entre la mayoría de los kaijus.
4.- El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)
En la ópera prima del español Víctor Erice, la película filmada por James Whale en 1931 para los estudios de la Universal arriba a un pueblo de la meseta de Castilla, en los años posteriores a la Guerra Civil. Es un período de sosiego, casi letargo, como sucede en el minuto inmediato a la muerte del eco de una explosión.
La “normalidad” en que viven las niñas Ana (Ana Torrens) e Isabel (Isabel Tellería) se parece al “sueño de la razón” de Goya, que produce monstruos, y necesita de monstruos que carguen sobre sus hombros torcidos el horror invisible, que densifica hasta la asfixia el aire del pueblito de Hoyuelos y de España toda.
La proyección de Frankenstein en el ayuntamiento asaetea la imaginación de Ana, para quien el monstruo deviene realidad de inmediato, aunque en forma de espíritu imperceptible residente en una casa abandonada.
La criatura transgrede la difusa barrera entre el celuloide y la existencia, entre el mundo de las ideas representadas y el mundo físico. Pasa a habitar un espacio de posibilidad infinita, en el que nada es definitivo ni irreversible.
Las hermanas viven en una casa monstruosamente silenciosa, con unos padres terriblemente lejanos entre sí y de ellas, obsesionados con frustraciones, ceñidos por rígidos exoesqueletos de silencio. La vida encorsetada que llevan Ana e Isabel, rodeadas de extraños ecos de un pasado incomprensible, las lleva a indagar por las maravillas ocultas entre las sombras del yermo.
El monstruo de Frankenstein, y todo el cine, les proponen dimensiones desconocidas, alternas a la modorra en que transcurren sus existencias campestres y de posguerra. El mundo tiene que ser más que llanura y rutina. La maravilla tiene que ser posible, aunque tenga una cara pútrida y torva.
5.- Carne para Frankenstein (Flesh for Frankenstein, Paul Morrisey, 1973)
La casa Frankenstein que propone el director y guionista Paul Morrisey en esta muy gore versión de los avatares del Prometeo Moderno, es más decadente que la poeiana casa Usher.
El barón científico (Udo Kier) y su hermana Katrin (Monique van Vooren) están sumidos hasta el copete en un pozo insondable de perversiones sexuales repelidas por la sociedad puritana, como el incesto del que emanaron sus dos hijos Erik (Marco Liofriedi) y Monica (Nicoletta Elmi), la necrofilia y la estigmatofilia —o excitación por las cicatrices.
El Frankenstein de esta película es un ultranacionalista serbio de abierto supremacismo racial, que se acerca con poco disimulo a la ideología biológica de los nazis, y desea, más que crear vida per se, construir una raza superior que reinicie la especie.
Concibe a la vez al monstruo (Srdjan Zelenovic) y a su “novia” (Dalila Di Lazzaro), nítidamente arios, con el expreso objetivo de convertirlos en los Adán y Eva de un nuevo mundo sujeto a su voluntad.
La procreación y la repoblación son los supremos objetivos del barón, que canaliza deseos sexuales reprimidos en estos cuerpos “perfectos”, contrario a su esposa-hermana, que no cesa de satisfacer su sed lúbrica con un abanico de amantes.
El relato no deja de ser una historia de desaforadas obsesiones, con un fuerte acento erótico, casi de soft porn, que expandió definitivamente la más insinuada sensualidad de las cintas de la Hammer Productions, y llevó el gore hasta extremos impensados por los británicos para sus relecturas de los monstruos clásicos. Más que sangre, la carne, las entrañas rozagantes y palpitantes se apropian de buena parte del protagonismo de la cinta.
El body horror se adueña de la pantalla, en perenne contraste con una banda sonora contrastantemente sosegada y sensualista, todo lo cual contribuye a enfatizar el tono sardónico, cuasi paródico, de este simultáneo homenaje, rescritura y sátira carnal del mito de Frankenstein y sus horrores.
6.- El joven Frankenstein (Young Frankenstein, Mel Brooks, 1974)
La mejor película de Mel Brooks, según confesara el propio director, es un curioso caso de secuela paródica no oficial de las películas Frankenstein y La novia de Frankenstein (1935) de Whale, así como un meticuloso homenaje estético a todo el cine de monstruos de la Universal de los años 30 del siglo XX —tal como Woody Allen homenajeó en 1991 al expresionismo alemán con Sombras y nieblas.
Basada en una idea original del actor Gene Wilder, que encarna al nieto del perturbado barón Victor von Frankenstein, el relato de la película se sostiene sobre el conflicto del legado familiar y la confrontación generacional; además de proveer a la trágica historia de un happy ending nada cursi y altamente erótico, bien alejado de las resoluciones felices de los cuentos clásicos de Disney.
Frederick Frankenstein (Wilder) es un científico atrincherado en la ciencia moderna, que reniega inicialmente de su relación con su abuelo, tristemente célebre recreador de vida humana a partir de restos mortales.
Mientras el relato remonta un proceso de deconstrucción humorística de algunos señeros momentos dramáticos de la cinta de Whale —como el fallido robo del cerebro, a manos del torpe Igor (Mary Feldman) o el encuentro de la creatura (Peter Boyle) con el ermitaño ciego que encarna Gene Hackman—, a escala diegética el personaje de Wilder reconoce en sí la misma ambición de su ancestro por generar vida de la muerte.
Pero a diferencia del abuelo, Frederick establece una relación consecuentemente responsable con su creación, que lo sitúa en un plano ético superior a la común postura de Víctor, que más allá de las cintas de Whale, es comúnmente representado como un sujeto que se horroriza con su obra y la rechaza, provocando la desdicha de todos.
7.- La leyenda de Frankenstein (Kyofu densetsu: Kaiki! Furankenshutain, Yūgo Serikawa, 1981)
No hay nada más parecido que los niños y los monstruos. Ambos son impolutos, libres de condicionamientos morales, de las nociones del bien y del mal, y la sacralidad de la vida. Son curiosos e incapaces de entender el odio que el prójimo puede llegar a profesarles por ser sencillamente diferentes.
Esta versión nipona del comic The Monster of Frankenstein, publicado por la editorial Marvel desde 1953, originalmente bajo la autoría de Stan Lee y Joe Maneely, enfatiza en esta trágica y definitoria propiedad de los monstruos y los niños. Sobre todo, en la relación fraternal que se establece entre el monstruo (Hōsei Komatsu) y Emily (Mami Koyama), hija biológica del doctor Víctor Frankenstein (Nachi Nozawa).
Se sugiere un parentesco entre los descendientes del científico, una por vía natural y el otro por sus manipulaciones “contra natura” de la vida. Pero los dos vástagos merecen existir.
El rechazo que el creador hace de su creatura es una renuncia a la responsabilidad eminentemente parental, al imperativo que pesa sobre él de presentarle el mundo a su “obra”, y presentarlo a la sociedad. Pero deja al monstruo desamparado e ignorante, ante un mundo también ignorante, intolerante, prejuicioso, incapaz de entender lo que no cabe dentro de sus estrechos modelos de la existencia.
En pocas versiones fílmicas del mito, el monstruo es identificado con un nombre propio. Las más de las veces se le llama como su creador, más por puro equívoco que con intenciones de conferirle una identidad.
Aquí, la creatura asume parte del nombre del científico, Franken, en clara alusión a la relación ineludible que existe entre ambos. Este bautizo diegético adquiere una dimensión simbólica importante. Lo que se nombra pasa a existir dentro del redil perceptivo humano. Y todo ser vivo merece una identidad.
8.- Gothic (Ken Russell, 1986)
Gothic es un festín de estados alterados, como recreación fílmica exaltada del caos fértil que engendró clásicos del horror gótico como el relato “El vampiro” de John William Polidori y “Frankenstein o El Moderno Prometeo” de Mary W. Shelley.
Tan mítica como la novela ha resultado la reunión borrascosa que convocó en Villa Diodati, además de a estos autores, a los poetas Lord Byron —arquetipo del vampiro—, Percival Shelley y a Claire Clairmont, hermanastra de Mary.
Fue inicialmente recreada para el cine como prólogo de La novia de Frankenstein de Whale, y luego por Russell. Otras cintas han apelado a este episodio definitorio para el terror y la ciencia ficción contemporáneos, tales como Haunted Summer (Ivan Passer, 1988) y Mary Shelley (Emma Jensen, 2017), pero sin superar a las dos previas.
En la película de Whale, la escritora es interpretada por una perversa y sensual Elsa Lanchester, que termina desdoblándose en la “novia” del monstruo de Karloff. En el título de Russell, Natasha Richardson la encarna desde un ángulo mucho más asustadizo e ingenuo. La joven arriba a la mansión de Byron (Gabriel Byrne) junto a Shelley (Julian Sands) y Claire (Miriam Cyr), y durante la primera noche sus fobias, obsesiones y fantasmas personales se desbordan de las mentes.
Catalizada por la poderosa tormenta eléctrica, la febril y poderosa imaginación de los personajes los anega y sumerge en un torrente de horrores. La ira del cielo entreteje alrededor de Diodati un domo de posibilidades, en cuyo seno se abre una puerta a todos los mundos posibles, a todas las creaturas posibles. Menos a Dios y sus leyes rígidas.
Las locuras personales colisionan en un ritual de evocación de lo innominable, y ocurre un parto colectivo que marca el principio del fin de la mayoría de las vidas involucradas en este único ritual.
9.- Frankenhooker (Frank Henenlotter, 1990)
Frankenhooker puede entenderse como una versión (más) camp del singular Deadly Friend(1986) de Wes Craven, pero en el tono ginófobo de Fran Henenlotter (autor de la oscura trilogía de Basket Case), y con una más pronunciada vocación para convertirse en la película de culto que es. Más cercana en tono a la lovecraftiana Re-Animator (Stuart Gordon, 1985) y sobre todo con el espíritu desfachatado que caracteriza la poética de John Waters.
En Deadly Friend y Frankenhooker, las versiones juveniles contemporáneas del doctor Frankenstein —Jeffrey Franken (James Lorinz) en la segunda—, tratan de retornar a la vida a sus novias, mediante bizarros métodos de reanimación.
Franken es un misántropo adicto a la bioelectricidad, que ve morir a su pareja Elizabeth Shelley (Patty Mullen) triturada por su una cortadora de césped de su propia invención y no vacila en reconstruirla al precio que sea, en un alarde de metódica sociopatía y prolijidad grotesca; con una moraleja de fondo que reivindica a toda la cinta ante los ojos prejuiciosos que la vean como una ordalía misógina.
El científico que reduce a las prostitutas a meras piezas de repuesto para el nuevo cuerpo de su “novia”, termina convertido en “novio” hermafrodita. Su cabeza es reimplantada en otro cuerpo femenino, en aguda (¿inconsciente?) metáfora antimachista.
Frankenhooker es otro festín exploitation de la carne ajada, y otro eco glorioso del otrora imperio cinematográfico del látex, así como un argumento a favor del exceso y el desparpajo pesadillezco como poética.
Es un remolino imaginativo y arriesgado, fruto de un hacer fílmico que legitimó al direct-to-video de inicios de los 80, con su Basket Case (1982), como un nicho creativo para mentes irredentas.
10.- El ejército de Frankenstein (Richard Raaphorst, 2013)
En esta pesadilla electro-gore, filmada en clave de found footage pero con dinámica de horrífico videojuego en primera persona, Raaphorst hace confluir de nuevo a los nazis y el legado de Frankenstein. Pero ya no se trata del corazón del monstruo original que los súbditos del derrotado III Reich entregaron al imperio nipón, como sucedió en Frankenstein vs Baragon. Esta vez es presentada otra versión del “nieto” del científico, muy diferente del simpático y acomplejado Frederick de Young Frankenstein.
Viktor (Karel Roden) ha ofrecido sus servicios a los nazis para crear un invencible ejército de cadáveres reanimados. Toda una horda de espantajos paridos por la locura de un hombre de ciencia, que produce al por mayor unos engendros chapuceros y mortales en los que prima la estética ciborg, aunque la electricidad sigue siendo la clave para hacerlos renacer.
Un comando de soldados soviéticos es enviado engañosamente a investigar la base de Viktor y terminan siendo víctimas de una jugarreta del poder, muy semejante a la tragedia de la tripulación del U.S.C.S.S Nostromo en Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), que fueran destinados sin su conocimiento a investigar las monstruosidades agazapadas en el planetoide LV-426.
Los soldados rojos se ven envueltos en un maremágnum asfixiante de monstruos homicidas que pululan en los angostos túneles de la fábrica de Viktor Frankenstein, como si de una extensión de su tormentosa mente se tratara. La herencia del científico original ha degenerado en una multitud de abortos, tan terribles como inútiles.
Sin causas claras, el nuevo doctor ha quedado varado en su base, condenado a la obsesiva creación de más y más entidades. Su influencia en la guerra parece haber sido nula a favor de los alemanes, pero Stalin persigue apropiarse de los métodos reanimadores para asentar el poderío de su reino comunista sobre los carcomidos hombros de los cadáveres vivos.
Ósip Mandelstam: la destrucción de un poeta
En la noche del 16 al 17 de mayo de 1934, los agentes de la OGPU Guerásimov, Vepríntsev y Zablovski cumplieron una misión en el piso de Mandelstam en Moscú, en el apartamento 26 del número 5 de la calle Nashokinski.