10 películas para escapar de los zombis

El reciente éxito del seriado The Last of Us, basado en el videojuego de igual nombre, reafirma al zombi como uno de los íconos pop de la contemporaneidad. Este audiovisual se paró en los hombros de la precedente franquicia The Walking Dead, proveniente de la novela gráfica homónima, y ya ha devenido universo, con varias series simultáneas y otras por estrenarse. Por su parte, Resident Evil, otro videojuego adaptado al cine en una atorrante pero atractiva saga, anunció la avalancha a inicios del siglo XXI.

El verdadero epicentro de todo este boom necrótico y sanguinolento se localiza, décadas atrás, en la película independiente Night of the Living Dead, dirigida en 1968 por George A. Romero, de ascendencia cubana, quien se convertiría en el gurú de este género en el que confluyen diferentes campos de la ciencia ficción, el horror sobrenatural, la crítica social y política, la comedia y hasta el erotismo.

Mas esta mitología contemporánea cuenta con un prólogo imprescindible: las películas basadas en los “verdaderos” zombis, personas que el houngan (sacerdote) del vudú haitiano resucita de sus tumbas, carentes de voluntad y consciencia de sí mismos, para utilizarlos como dóciles esclavos de su voluntad. Otras versiones apuntan a la zombificación de personas aún vivas mediante el consumo de brebajes o hechizos, cuyos albedríos son igualmente cancelados a favor de sus “dueños”. 

Tal zombi prístino es una alegoría mitopoética de la esclavitud africana y afrodescendiente, expandida a un zombi contemporáneo, definido asimismo como un ente sin voluntad, impulsado por instintos básicos. El trasfondo religioso vudú original ha sido sustituido por una mirada sociológica crítica hacia el sujeto-masa, el ser mediocre que se adhiere al grupo sin discutir las razones.

La presente lista recoge diez películas indistintamente protagonizadas por zombis haitianos y muertos vivientes para conseguir una perspectiva más amplia, aunque siempre sintética, de este territorio cinematográfico.  



1. White Zombie (Victor Halperin, 1932)

Considerada la primera película de zombis, White Zombie parece una destilación exótica del mito fáustico y la historia del Conde Drácula; en gran medida porque su gran antagonista, Legendre, es interpretado por el propio Béla Lugosi, quien esta vez encarna a un maestro vudú que usa numerosos sirvientes zombificados para cumplir siniestros propósitos de prosperidad, venganza y del más puro e inexplicable sadismo. Es un vampiro de voluntades.

En un intento por replicar el éxito conseguido un año antes por el Drácula (1931) de Tod Browning, gran legitimación y estereotipación de Lugosi, los hermanos Halperin —Victor como director y Edward como productor— apostaron por esta historia ubicada en un paraje tan ignoto como Transilvania: la mucho más cercana pero indescifrable Haití, con sus rituales de resurrección y manipulación de cadáveres. Y, sobre todo, terminaron concibiendo un villano mucho más perverso que el vampiro de referencia.

En las entrañas de este país pequeño pero profundo, Legendre explota a su dotación de zombis en una eterna molienda azucarera, cuyas máquinas devoran tanto las arrobas de caña con que las alimentan sin descanso los zombis, como a los cuerpos quizás agotados o entorpecidos por el rigor mortis, que caen entre sus fauces. No importa cuántos esclavos sean triturados, la producción no se detiene un segundo. Legendre no se inmuta, ni siquiera se entera de los accidentes que son parte de esta rutina horrífica. 

White Zombie articula así una suerte de tríptico inconsciente con los más reconocidos filmes Metrópolis (Fritz Lang, 1927) y Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1936), en cuanto al empleo de las máquinas y sus redundantes coreografías como metáforas directas de la inmisericorde explotación industrial y la deshumanización resultante. Pues los trabajadores devienen meras partes desechables, sin pasados ni futuros, sin nombres ni rostros. 

La fábrica monstruosa y ensordecedora sustituye al tenebroso pero más calmo castillo vampírico, donde el noble hematófago apenas se dedicaba a esperar por sus víctimas, entre telarañas inmóviles. Mientras Drácula busca en esencia sobrevivir, dada la maldición que pesa sobre su destino, Legendre resulta un antagonista más consciente de su poder y alcance. Se venga de sus enemigos anulándoles la voluntad, convirtiéndolos en una colección de marionetas espantosas. 

Quizás, para no aburrirse en su omnipotencia, juega a Mefistófeles y Fausto con el hacendado Charles Beaumont (Robert Frazer), quien recurre desesperado a los servicios del hechicero para zombificar temporalmente a su amada Madeleine (Madge Bellamy) —que hace las veces de Margarita en esta situación fáustica— y así arrancarla para siempre de los brazos de su esposo Neil (John Harron). 

La muerte artificial de la mujer sellaría el romance y la dejaría a su merced, alcanzando un final feliz que justificaría todos los inicuos medios empleados para conseguirlo. Pero Legendre, como avatar del Diablo, es maestro de las mentiras, y reserva para este Fausto colonial el destino grotesco de todos sus acreedores.




2. I Walk with a Zombie (Jacques Tourneur, 1943)

Aunque comúnmente ha sido enmarcada en el género de terror, I Walked with a Zombie es una poderosa alegoría sobre la colisión entre la razón occidental —moderna, iluminista, blanca, eurocéntrica y colonial— y el resto del mundo, que se resiste a ser reducido a un modelo axiomático y discriminador de todas las maneras que renieguen de los dogmas colonialistas, por muy enaltecedores del librepensamiento y el objetivismo científico que se proclamen.

A resultas, se revela la insuficiencia de tales modos hegemónicos para comprender, y sobre todo aceptar en toda su complejidad, el universo que aspiran a sojuzgar. Siempre listos a desacreditar, negar y obliterar todos los fenómenos que desafían sus ideas y esquemas legitimados. 

La enfermera Connell arriba desde Canadá para atender la extraña dolencia de Jessica Holland (Christine Gordon), otro “zombi blanco” cuya sanación resulta imposible para la medicina occidental, pues su estado de muerta viviente fue inducido por poderes allende cualquier lógica científica aceptada. La cinta discurre así hacia las regiones del terror psicológico y el puro romance victoriano, dada su también confesa inspiración parcial en el libro Jane Eyre de Charlotte Brontë —considerada a su vez una de las primeras novelas feministas. 

La devoción resignada de Connell por Paul Holland (Tom Conway), el amargado esposo de la incurable zombi, la llevan a franquear las bardas civilizatorias y a desembarazarse de gran parte de sus condicionamientos culturales, para descubrir los múltiples rostros del mundo relegados a la sombra por la hegemonía enciclopédica.

El exotismo predominante en White Zombie, a la hora de representar Haití y sus fundamentos místicos y mitopoéticos, es atemperado aquí a favor de un intento más equitativo y modesto de acercarse al sujeto sometido, de mirarlo. Se reconoce abiertamente la crueldad y la rapiña blanca como factores determinantes en la conformación de la nación haitiana contemporánea.

Gran parte de la responsabilidad de esta postura tan progresista y política para la época corre a cuenta de la también atípica perspectiva femenina que pondera la cinta. Su argumento está basado en un artículo de la escritora Inez Wallace, su protagonista es la enfermera Betsy Connell (Frances Dee) y su contraparte es la matriarca señora Rand (Edith Barrett), otra mujer proactiva y empoderada que resulta al final la gran detonante de todos los conflictos. 

El diálogo entre sujetos subordinados por decreto supremacista y patriarcal, como el (lo) negro y la mujer, está mediado, en primer lugar, por las tragedias compartidas, por las discriminaciones que definen sus condiciones marginales. Por eso la mirada de la película pondera la comprensión antes que el rechazo, aunque el punto de vista occidental reviste de misterio los ritos vudús y sus poderes mágicos, cuya efectividad confirmada habla de zonas de la realidad descartadas arbitrariamente por una razón tan intolerante como la inquisición medieval. 




3. Night of the Living Dead (George A. Romero, 1968)

La noche de los muertos vivientes marcó el definitivo inicio del cine de terror contemporáneo, mientras fenecía con no poca gloria el último remonte nostálgico de los monstruos clásicos como Drácula, la creatura de Frankenstein y la Momia, de la mano revivalista de Hammer Productions. Incluidos los fantasmagóricos y solitarios zombis haitianos de White Zombie y I Walked with a Zombie.

Romero y su equipo consagraron un nuevo engendro fílmico, irracional, masivo, omnipresente, bien lejos de la soledad característica de los viejos outsiders, perseguidos, acorralados y siempre vencidos por la sociedad cada vez que asoman sus testas. 

Ahora la sociedad es el monstruo. La horda depredadora que avanza compelida por el hambre insaciable regula las lógicas del mundo. Los marginados, acorralados y casi siempre vencidos por los muertos vivientes son los sujetos singulares que consiguen salvarse por un tiempo del contagio multitudinario. 

Lo monstruoso deja de ser sinónimo de anomalía para convertirse en normalidad. Los humanos con voluntad y autoconciencia devienen excepciones a erradicar en la nueva sociedad acéfala y hambrienta. Para ellos no queda lugar, tampoco para su civilización. El apocalipsis, como colapso repentino de la Modernidad, da paso a un nuevo orden tan básico como efectivo. Toda resistencia es trivial. Solo queda sumarse a las multitudes devoradoras de carne, por las buenas o por las malas. 

El zombi de Romero no seduce por su sino trágico, sino por ser una fuerza revolucionaria, despersonalizada —como todas las fuerzas revolucionarias—, que altera catastróficamente las leyes de la naturaleza tal como se concebían y acataban, decretando la inmediata extinción masiva del homo sapiens sapiens

Es la pesadilla última, la que amenaza con derruir toda la realidad familiar e incinerar hasta la última zona de confort de la humanidad. Sublima las pretensiones totalitarias de eliminación de toda capacidad volitiva, ergo toda posibilidad de rebeldía. Es la dictadura perfecta de un proletariado que no requiere de dirección, orientación ni regulaciones. 

Como relato seminal, Night of the Living Dead estableció también las pautas dramáticas básicas para el género: una catástrofe equis, explicada o no, provoca la resurrección de los muertos y les otorga la posibilidad de contagiar y convertir en zombis a todo el que muerdan. Luego, un grupo limitado de personas no transformadas se ve sometido a condiciones extremas de supervivencia en reductos reducidos, sitiado y superado por los numerosos monstruos. 

Esta situación terminal provoca que se desplomen las máscaras civilizadas de los personajes, situados ante la posibilidad inevitable de la transmutación en zombis o en comida para estos. Las esencias morales o amorales de cada uno afloran ante el dilema de la supervivencia. Todo se trata de héroes o villanos, así de simple y binario. Todo va de cómo prefieres morir. Porque tampoco habrá nadie que te recuerde. Son historias sobre la desesperación y la agonía, sobre la desesperanza y sus callejones sin salida. 




4. Braindead (Peter Jackson, 1992)

Braindead es uno de los más alegres festines de los excesos que ha visto nunca el cine. Una orgía de vísceras y sangre que desacraliza con la más extrema libertad pilares de la sociedad occidental como la maternidad, la madre, los bebés. Es una abisal reinterpretación del complejo de Edipo que no para mientes en masacrar cualquier parámetro fijado por el “buen gusto” o la contención. Ya el título de la ópera prima de Peter Jackson, Mal gusto (1987), había servido de advertencia o manifiesto. 

En este, su tercer largometraje, el neozelandés logra un indetenible crescendo grotesco que convierte cada secuencia en una sorpresa, en un límite violado, en la develación de un nuevo océano de violencia sobrepoblado por las más inimaginables pesadillas.

La conservadora normalidad de la capitalina pero provinciana Wellington, a finales de los años 50, se ve trastornada por la irrupción de una dolencia tratable solo con la eutanasia. Pervierte todo el sistema de valores al convertir a las personas en sujetos no solo del apetito, sino de la libido puro, pues hasta terminan engendrando vástagos mutados. 

Todo comienza cuando la sobreprotectora y homicida madre del protagonista es mordida por el exótico “mono rata de Sumatra” (Simian raticus); especie híbrida, fruto de la violenta cópula entre ratas provenientes de los barcos de esclavos con simios autóctonos de esa isla del Pacífico. 

El cuerpo es el principal dispositivo del pecado, acorde los principios burilados por el judeo-cristianismo en la consciencia de la sociedad humana. Es algo a ocultar siempre, de lo que avergonzarse. Hay que mantenerlo en el más absoluto secreto, a resguardo de la esfera pública. El cuerpo, sus formas, fluidos, órganos, músculos, nervios y huesos, es la máxima encarnación de lo antisocial. 

Por eso, el body horror, el gore, el splatter y otras tendencias genéricas del cine de terror —así como del pornográfico— se han visto relegados a los rincones más impíos del cine. Su exposición sin tapujos, su descuartizamiento y revelación como un surtidor telúrico de humores, como campo bubónico, huerto de llagas y granja de las más variopintas purulencias, llama a la insoportable rebelión contra una actitud atávica tan arraigada, que su leve cuestionamiento puede comprometer la cordura de muchos. En este sentido, Braindead es gozosamente insoportable.

Justo en los albores del CGI que se entronaría un año después con el rutilante estreno de Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), Braindead es, además, un último y exorbitante manifiesto a favor de los efectos especiales. Un canto de cisne estentóreo y escandaloso, tributario de previas sinfonías de la pesadilla como La cosa (John Carpenter, 1982) o La mosca (David Cronenberg, 1986), y hasta de la paródica Sociedad (Brian Yuzna, 1989), cuyos aun lozanos impactos visuales dependen de las perturbadoras texturas logradas por los artífices del látex y otras sustancias, incluyendo carne real.  




5. Otto; or, Up with Dead People (Bruce LaBruce, 2008)

El propio George A. Romero fue de los primeros en sugerir la existencia de una inteligencia rudimentaria, potenciable en los zombis mediante apropiados tratamientos reeducativos. El día de los muertos (1985), tercera entrega de su franquicia prístina, incluye a Bub, un zombi que comienza a recuperar la conciencia de sí mismo, o genera una nueva. 

Esta “evolución” implica una rebelión interna dentro de la homogeneidad sin identidad ni libre albedrío. El zombi se reconfigura como una monstruosidad nuevamente marginal, tanto por la horda no-muerta como por las comunidades vivas.

El canadiense Bruce LaBruce se lanza a fondo a instrumentar tal reformulación del zombi en Otto; or, Up with Dead People, película en la que el muerto viviente es un outcastamnésico pero en pleno uso de sus facultades, como si se tratara de un fantasma aturdido en busca de un motivo para existir.

LaBruce ubica a Otto (Jey Crisfar) en un mundo donde los zombis existen como minoría inofensiva aunque incordiante, tanto como todas las tribus o grupos humanos que disuenan de las frecuencias defendidas por el statu quo

Otto es un deambulante insomne que no teme a morir, pues ya ha muerto, como confiesa. Sin miedo y amenazado por la eternidad, se aboca a un vacío existencial y melancólico que lo equipara con los artistas marginados inspiradores de la imagen contemporánea del vampiro. Es un muerto entre una masa de muertos y vivos que lo manipula, lo utiliza y termina repeliéndolo hacia un destino final muy semejante al autodestierro del monstruo de Frankenstein en las soledades polares.

Se advierte ajeno a un mundo inundado de retóricas, fingimientos y deseos vacuos, mientras se aferra a leves retazos de recuerdos previos a su transformación. Fue joven, amó, leía, era vegetariano, pero el añorado reencuentro con los habitantes de este mundo pretérito resulta en vacío. 

Todo tiempo pasado fue peor, todo tiempo presente es absurdo, todo tiempo futuro depara una posibilidad de autorreconstrucción y consolidación de su nuevo yo zombi, que no es humano, ni muerto. Su condición híbrida pudiera convertirlo en un sujeto a medias, sin identidad precisa, pero resulta una tercera y viable condición humana. El zombi de LaBruce es un ser no binario, un ser trans. 

Otto navega al pairo de los discursos políticos huecos, las ideologías vanas y las mascaradas anodinas que organiza la cineasta experimental Medea Yarn (Katharina Klewinghaus), de pretensiosa y epatante postura anticapitalista. La artista parece más una malabarista de burbujas seductoras y leves. Su película Up with Dead People promete salvar a Otto de la inercia eterna, cuando la verdad es que el arte no salva a nadie. 

Quizás solo sea otro intento por darle sentido al gran vacío que engendró a la especie, presta a devorarla de regreso.




6. Estación Seúl (Seoul Station, Yeon Sang-ho, 2016)

La de Estación Seúl es una historia de seres prescindibles ahogados en un gran remolino de nada. Son hijos del olvido que serán preteridos junto a toda la civilización que los engendró de mala gana. El apocalipsis zombi de Yeon Sang-ho parecer ser la repentina anagnórisis de un dios omnipotente que comprendió el absurdo de su creación y decidió borrarla, prometiéndose no repetir jamás tal desliz.

Aunque concebida como prólogo de las exitosas películas Tren a Busan (2016) y Península(2020) —ambas del mismo director—, Estación Seúl se deslinda de estas no solo por estar concebida desde la animación, sino por el minimalismo desesperado y lóbrego que contrasta con la espectacularidad gore concebida para el par de superproducciones.

Mientras Tren… apuesta por un crecimiento ético y moral de sus protagonistas, Estación Seúl es ctónica, abisal, reptante. Sus personajes serpean por las nocturnales calles de una ciudad a las que la epidemia zombi purifica de la humanidad residual que la ha ensuciado por años. Los muertos vivientes son la sublimación del desprecio y la indiferencia hacia el prójimo que define al grueso de la especie. El expreso camino a Busan se mueve vistosamente al son de una sinfonía de tripas, sangre y adrenalina, pero los rezagados de la estación no tienen la mínima posibilidad de huir. 

Durante el apocalipsis zombi, los muertos vivientes obedecen a pulsiones básicas, espinales; mientras los humanos no contagiados también se transforman en seres elementales. Son presas que se resisten a sucumbir bajo la superioridad del megadepredador masivo que las cazará más temprano que tarde. Solo les queda huir, a través de un laberinto de edificios indiferentes que se contentan con ser escenario final de la destrucción de la civilización. 

Justo en medio del maremágnum apocalíptico citadino se desarrolla un drama singular que nadie recordará. Casi parece escogido al azar por Yeon Sang-ho de entre muchos otros dramas anónimos ahogados en sangre. La desvaída monotonía de la vida de la joven prostituta Hye-sun (Shim Eun-kyung) es repentinamente quebrada por el apocalipsis. La marisma en que subsiste se torna un monstruoso océano. Marejadas de cuerpos hambrientos se empeñan en engullirla. A la vez, su novio y fallido proxeneta Ki-woong (Lee Joon) y su pretendido padre Suk-gyu (Ryu Seung-ryong) intentan encontrarla, en una última y desesperada escaramuza de supervivencia. 

Todos están varados y la muerte viviente los sorprende en sus reductos hediondos y sin salida. Al menos le importan al contagio, pues los mendigos, perdedores, ancianos y alcohólicos no importan a más nadie. Su transformación en agresivos depredadores finaliza un largo proceso de invisibilización, negación y final anulación a que los ha sometido la sociedad. Se convierte en nada; pero en una nada vengativa, indetenible, destructora, que decreta el fin de todo. 




7. Los hambrientos (Les Affamés, Robin Aubert, 2017)

Los hambrientos consolida la idea de los zombis como una poshumanidad posible, en pleno despertar genésico. Justo en el umbral de una nueva conciencia y un nuevo intelecto. El apocalipsis de los muertos vivientes se convierte entonces en la prehistoria de esta especie que, cual recién nacido, comienza a tener conciencia de sí misma. Su primer acto volitivo y emancipador es drenar el mundo de todos los significados que sus predecesores le otorgaron, como una suerte de proceso de purificación de los significantes, de tabula rasa. 

Los múltiples objetos concebidos por la civilización humana para expandir sus sentidos y potenciales físicos son ahora significantes impolutos, liberados del yugo de la utilidad y el simbolismo. Una silla dejó de ser una silla, ya no significa reposo, ni sosiego, ni hogar, ni poder. Para los nuevos dueños de la Tierra, estas cosas de cuatro extremidades y un espaldar rígido es materia prima para construir misteriosos monumentos, o ídolos, o columnas del fundamento, o torres, que los protagonistas de la película descubren durante su escape a través de la peligrosa campiña quebequense.  

Los extraños obeliscos alzados con los residuos de la antigua humanidad pueden entenderse como elocuentes manifiestos de ruptura cultural a partir de la resignificación. Se adivina un posible germen del pensamiento simbólico y protoartístico, basado en la negación de la naturaleza instrumental originaria de las cosas. ¿Una irónica voluntad instalacionista de sino ready-made? ¿Es la nueva especie el gobierno utópico de los artistas? 

Las estructuras sugieren, además, la conformación de un pensamiento mágico-religioso en los zombis, expresado en símbolos materiales como altares o efigies de posibles deidades en estado larvario. La autoconsciencia va casi siempre acompañada de una sensibilidad mística que busca responder interrogantes tan prístinas como “quién soy” y “para qué existo”. Las pilastras serían dedos o puños exigentes, demandantes, que alzan contra las fuerzas incomprensibles responsables de sus destinos, pero empecinadamente negadas a ofrecerles las respuestas fundamentales. 

Su real connotación permanece inaccesible para el entendimiento del grupo de sobrevivientes. Solo advierten que estos seres son algo más que unos cuerpos impulsados por una preferencia voraz por la carne humana. Aunque la posibilidad de la comunicación entre ambas especies, así como cualquier posible tolerancia y convivencia pacífica, no dejará de ser imposible. Una nueva civilización emerge sobre —y solo sobre— las cenizas de la antigua.    

Quizás lo que mueve a los zombis es una melancólica intención luctuosa que los lleva a alzar túmulos en honor de los humanos que fueron alguna vez, de los gustos y egoísmos que los definieron, de sus ambiciones y afectos. Una despedida postrera, una última concesión a la nostalgia, antes de seguir camino hacia el futuro incierto. 




8. El fin de los tiempos (Endzeit, Carolina Hellsgård, 2018)

El fin de los tiempos es una road movie con voluntad de buddy film femenil —o quizás un sister film— hacia la total disolución del mundo civilizado en una nueva era de monstruos, magia y maravilla. 

El apocalipsis zombi que propone la directora alemana Carolina Hellsgård al versionar la novela gráfica homónima de Olivia Vieweg es como un último y desesperado intento del planeta por sanar de una vez la infección humana, especie que nunca se ha comprendido como segmento de un ecosistema complejo, cuya supervivencia depende de la integración orgánica de todas sus partes. 

La naturaleza se reveló finalmente y comenzó a absorber, con toda la fuerza demoledora de un tornado, las multitudes, las ciudades, los caminos, todas las cicatrices y huellas dejadas sobre su faz por las personas. La violencia del proceso fue proporcional a la desesperación de la Tierra por no dejarse morir bajo el peso excesivo de la próxima generación. Ahora, la vida vegetal germina sobre los cuerpos de los muertos vivientes. Son jardines ambulantes, portadores de semillas, polen, como insectos inconscientes de su cometido pero laboriosos y efectivos.

La purga solo dejó dos ciudades en pie en lo que alguna vez fue Alemania: Jena y Weimar. Entre ambas urbes, la adolescente Vivi (Gro Swantje Kohlhof) y la joven Maja (Maja Lehrer) experimentan su última aventura. Sucede la metamorfosis que las reivindicará por todas sus faltas del pasado y por todos los pecados de una humanidad que parece haberlas escogido como sujetos de expiación. 

Su periplo comienza como una huida desesperada desde Jena hacia Weimar —donde aparentemente se trabaja en una cura para la que consideran una gran epidemia— y seguir así sobreviviendo a toda costa, evitando un poco más el final definitivo del reino civilizado. 

La escapada se transforma en viaje. El viaje se convierte en aprendizaje. El aprendizaje en entendimiento. Y el entendimiento en iluminación. Comprenden que sus destinos finales no las aguardan entre los muros del último bastión humano, sino en la vastedad verde y renovada del planeta.  

Ya no se trata de resistir, de ver el apocalipsis zombi y a la naturaleza toda como fuerzas enemigas ante las que plantar cara. Esa actitud solo prolonga la vocación colonizadora que ha definido a la especie humana frente al universo. Todo en lo que sus ojos se posan es un potencial dominio. 

La convivencia posible tiene su máxima expresión en el cuerpo del feérico personaje de la jardinera (Trine Dyrholm), un ser al que la naturaleza no necesitó transformar en muerto viviente. Por voluntad propia, esta mujer mágica e inexplicable permitió que el mundo germinara sobre ella. Es la personificación de la concordia, de la utopía ecológica que sobreviene, y que ofrece a Vivi y a Maja la oportunidad de integrarse en armonía.




9. Los muertos no mueren (The Dead Don´t Die, Jim Jarmusch, 2019)

A la densidad existencial de Solo los amantes sobreviven (2013), su entonces inesperada incursión en los mitos vampíricos, Jim Jarmusch contrapone con Los muertos no mueren su abordaje a los antípodas contemporáneos de los hematófagos: los zombis. 

Para remarcar el gran contraste cultural entre los románticos, intelectuales y solitarios vampiros —a los que dedicara una historia trágica, de sustrato tan grandilocuente como que los protagonistas son los mismísimos Adán y Eva— y los posmodernos, multitudinarios y descerebrados “caminantes”, se decanta por la comedia; aunque sea una comedia melancólica y la historia transcurra cual susurro de un cataclismo cósmico.

Desde la coherente consecuencia creativa con su propia filmografía pletórica de personajes y situaciones mínimas, Jarmusch establece un orgánico y cómodo diálogo con La noche de los muertos vivientes, en tanto ubica su relato en una comunidad rural insignificante que le permite profundizar en el diseño de los caracteres. Sobre todo, le permite oponer, simbólicamente, la volición individual de los “vivos” a la difusa turba de “no muertos” que avanza contra ellos, guiada solo por impulsos muy básicos. Toda una reflexión sobre la sociedad y el ser-masa consumidor acrítico.

Jarmusch toma prestado de El amanecer de los muertos (1978), secuela de La noche…, los zombis que replican caricaturesca y tautológicamente sus impulsos más arraigados: unos intentan conectarse a la Wi-Fi, otros tratan de jugar beisbol, otros piden café. 

El director caricaturiza la sátira que subyace en la obra zombi de Romero y revierte su mensaje de resiliencia apocalíptica. Contrario a la dramaturgia básica, en la que un grupo se alía de modo instintivo contra la avalancha zombi para resistir y sobrevivir, Los muertos… propone una antiepopeya total, donde los personajes van abrazando la muerte de a poco, con el plácido estoicismo sin ambiciones en el que han existido hasta ese momento.

Sus acciones de resistencia apenas se reducen a meros formalismos acometidos más por automática y desganada proclamación de su condición de seres vivos, que por un verdadero imperativo de sobrevivir a toda costa. Son seres agotados, sin cuerda, rutinarios, estancados. 

El distanciamiento extremado con que Jarmusch diseña estos personajes los convierte en sombras lejanas, grisuras misantrópicas ante los cuales los muertos vivientes bebedores de café y alcohólicos son fantoches más pintorescos y divertidos. Desperdigados como electrones neutros y huérfanos. Heraldos apocados de una civilización cansada y aturdida, más inercial que dialéctica. Su fin llega con calma, con un leve sobresalto. Los vivos estaban muertos hacía tiempo y los muertos intentan revivir. 

También contrario a la mitología más extendida, los cerebros de los sobrevivientes no son dignos de ser engullidos por los zombis. Los mordisquean solo lo suficiente para sumarlos a la horda automática, al colectivo diluido al que ilumina una Luna diabólica y que habita una Tierra salida de su eje para siempre. Ah, y también aparece un extraterrestre samurái.




10. Zombi Child (Bertrand Bonello, 2019)

Zombi Child dialoga a través de las décadas con I Walked with a Zombie, al proponer una nueva colisión entre la percepción iluminista, que tiene su epicentro en las “luces” francesas, y las sombras mágicas y misteriosas de Haití, de su religión vudú, que persisten en rehuir cualquier decodificación racionalista occidental.

Bonello entrelaza dos relatos cronológicamente divergentes en una historia que va más allá del tiempo y el espacio, pues tales dimensiones no definen nada en el mundo trascendental. Ahí todo es constante, infinito, o al menos no tan efímero como en la existencia humana. 

Los loas, grandes espíritus deidades del vudú, existen en una dimensión simultánea pero invisible, que rodea al mundo material, lo anega, lo rellena hasta su última partícula de vacío; se confunde con el aire que respiramos, es más perceptible en las esquinas sombrías del mundo.

Mélissa (Wislanda Louimat) es una adolescente haitiana que emigró de su isla hacia Francia tras el devastador terremoto de 2010. La trascendencia política de su fallecida madre Miryam —distinguida con la Legión de Honor— le posibilita estudiar en un colegio parisino privilegiado, donde conoce a Fanny (Louise Labèque) y su grupo de amigas francesas, blancas, para quienes Mélissa es sobre todo un ser enigmático, curioso, extraño.

Pero la joven haitiana inmigrante corre un riesgo mayor: convertirse en una extraña para sí misma. Es sometida día a día a un proceso educativo que le inculca los principios científicos de la razón occidental, del chauvinismo napoleónico y el eurocentrismo. Las gélidas aulas son laboratorios donde se le amputa concienzudamente su relación con sus ascendientes, sobre todo con su abuelo Clairvius Narcisse (Mackenson Bijou), quien fue zombificado en 1962 por venganza, y consiguió ser humano de nuevo.    

Como su ancestro, Mélissa es un ser de dos mundos. Es un punto de tensión entre dos dimensiones culturales y dos estratos espirituales. Un puente, un canal y, por ende, una entidad híbrida, porque escucha y conoce ambos lados del universo. La dualidad del relato responde a la dualidad mística del personaje, para quien el legado no es carga, sino responsabilidad.

En Mélissa, Fanny no deja de ver un ser pintoresco y, a la vez, un atisbo de resolución para la imposibilidad banal —como casi todas las cuitas adolescentes— en la que se debate. La haitiana es su amiga mágica, cuya tía (Katiana Milfort) es una bruja con una casa de caramelos, cuando en verdad es una mambo (sacerdotisa) vudú, hija de un hombre que fue zombi, que caminó por la vida y la muerte a la vez. 

Impelida por su desesperación “occidental” —que termina aferrándose a lo místico cuando la razón se agota—, Fanny se acerca a esferas que no conoce y que no la reconocen. Provoca que los herederos traicionen algunos de los pactos secretos que rigen y autorizan sus existencias. Las puertas entre los mundos se resquebrajan, la herejía es proclamada con alaridos de arrepentimiento irremediable.






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Antonio Enrique González Rojas

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