Con su Palma de Oro en el 77º Festival de Cannes, la película Anora (Sean Baker, 2024) ha vuelto a traer a la palestra sociocultural y política las viejas discusiones sobre las representaciones audiovisuales, y artísticas en general, del complejo entramado de la prostitución. Esta trasciende al mero trabajador sexual —epicentro del fenómeno, sin dudas, pero solo una parte— para terminar involucrando a toda la sociedad, con sus escalas de valores, deseos, represiones, prejuicios, normas, embozos e hipocresías.
Anora se ubica en uno de los extremos opuestos de la romantización bienintencionadamente reivindicadora que buscó operar la popular(ísima) Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), protagonizada por la prostituta fílmica más famosa de la historia, que apenas retoca la historia de Cenicienta y sus ideales de felicidad amorosa. Y sobre todo sus paradigmas de éxito.
Al simplón cuento de hadas de Marshall, Baker contrapone una mirada pesimista, que reduce a cenizas el ideal principesco, y el modelo de amor romántico que lleva aparejado. Al happy end de Marshall, Baker confronta la infinitud de la existencia, revela el asedio perenne que el día después impone a todos los momentos alegres. El banquete de perdices que los amantes devoran cuando son felices tiene su lado feo, y será sucedido por nuevas hambres.
Entre estos antípodas cinematográficos se ubican numerosos abordajes fílmicos de la prostitución, sus sinuosidades psicosociales, implicaciones políticas y de género, acometidos por no pocos imprescindibles nombres del Séptimo Arte de todos los tiempos, que generaron otros tantos títulos ineludibles en los anales fílmicos. El cuerpo como dispositivo de explotación, moneda de cambio y búsqueda de sustento. La prostitución como esclavitud, fatalidad, pero también como opción. La maternidad en tiempos del meretricio. La prostitución durante la minoría de edad. Clasismo.
La siguiente lista propone un espectro de imágenes en movimiento que abarca no pocas de estas cuestiones.
1. La calle de la vergüenza (Akasen chitai, Kenji Mizoguchi, 1956)
La última película dirigida por el maestro japonés Kenji Mizoguchi se propone como una cartografía humanista —incluso pudiera definirse como pre-feminista— de un burdel japonés de posguerra, bautizado como “El país de los sueños”. Está habitado por mujeres que sueñan con vidas muy diferentes de las alucinaciones lúbricas que cumplen para sus clientes masculinos.
Cinco de estas trabajadoras sexuales, Yasumi (Ayako Wakao), Mickey (Machiko Kyō), Hanae (Michiyo Kogure), Yorie (Hiroko Machida) y Yumeko (Aiko Mimasu), alegorizan los diversos dramas y bregas personales de las personas que yacen tras los objetos sexuales a que son simplificadas por la mayoría de las miradas masculinas que se posan sobre ellas.
Unas tienen en sus cuerpos dispositivos de supervivencia propia y familiar. Otras los asumen como instrumentos de emancipación respecto a deberes ancestrales. Otras como feroces medios de represalia y resarcimiento contra los hombres que las idealizan como fuentes de placer o princesas ideales. Mientras que otras se enfrentan a los infranqueables prejuicios de los familiares más queridos.
Amenazadas sus existencias por la inminente aprobación de una ley que veta el ejercicio legal de la prostitución en Japón, las protagonistas no cesan de sobrevivir y pulsar los límites que la vida se empeña en alzar a sus alrededores.
Las miras de casi todas trascienden el breve perímetro de “El país de los sueños”, que se empeña en mantenerlas aherrojadas a una simbiosis creada a fuerza de deudas y la presumible “protección” provista por los dueños. No obstante, algunas como Mickey, hallan en este territorio la plena realización de su independencia. El “adentro” y el “afuera”, la felicidad y la desgracia, son nociones demasiado relativas.
2. Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, Federico Fellini, 1957)
Mucho antes que Anora, la ingenua y carismática Cabiria, interpretada por Giulietta Masina para esta alabada cinta de Fellini, soñaba con el amor de cuentos de hadas, con la perfecta felicidad de pareja que conjuraría la soledad crónica en que existe; y que haría del día su hábitat natural, en vez de la noche que desanda buscándose el sustento con su cuerpo entre las tinieblas romanas.
Cabiria vive en una casa que se alza en medio de una explanada a las afueras de Roma. Su hogar tiene las condiciones mínimas para vivir decentemente: agua, electricidad. Ella se enorgullece de esto, pero su autosuficiencia no la satisface, y necesita un completamiento externo, un galán que la haga sentir querida. Su vida se resume a buscar un príncipe tras cada hombre que se le cruza durante sus andares.
Las peripecias del personaje, aunque estructuradas en clave realista por Fellini, parecen por momentos episodios surreales, aventuras oníricas siempre coronadas con el triste final del despertar.
Ante Cabiria y la vida se alza un velo de ilusión inexpugnable. Este exoesqueleto de fe en los finales felices la mantiene viva, protegida de las inclemencias de una existencia de monótona entrega a deseos meramente carnales. Pero a la vez deviene traicionera iron maiden, cuyo blindaje interior esconde agudas y torturantes púas que perforan su alma.
Cargada con este fardo de sueños peligrosos, Cabiria emprende un camino de la heroína que la conduce finalmente a ella misma, justo cuando lo pierde todo, cuando todo falla, cuando la soledad la aplasta triunfante, y el relato se comba como un uróboros fatal. Cabiria llega a Cabiria. De donde nunca debió salir.
3.- Historia de una prostituta (Shunpu den, Seijun Suzuki, 1965)
Harumi (Yumiko Nogawa) ejerce como prostituta en una nación invadida. Su cuerpo es también un territorio ocupado una y otra vez por los deseos catárticos de los soldados japoneses destinados a China durante la Segunda Guerra Mundial. Enfrascados todos en una contienda de monótona virulencia. Pero como la esencia de esa China pre-comunista, consagrada a la causa común de expulsar a los invasores insulares, el alma de Harumi permanece inmaculada, dispuesta a amar y a ofrendarse en holocausto por el objeto de sus afectos.
Igual que Las noches de Cabiria, Mizoguchi enfatiza aquí en que un cuerpo “público”, accedido por multitudes, no implica la corrupción de su condición humana, ni el quebranto de los principios éticos que las percepciones moralistas ergo hipócritas, le acreditan comúnmente a quienes se prostituyen. El cuerpo de Harumi resulta un dispositivo de supervivencia, un instrumento de resistencia, mientras se dedica a buscar el amor romántico, el depositario de sus explosivos cariños.
Historia de una prostituta es un relato de dimensiones tan trágicas como Romeo y Julieta, pero sobre todo como La Dama de las Camelias o Madame Butterfly. Y aunque no trasciende el enfoque fatalista sobre las suertes siempre nefastas de estas mujeres marginadas por la sociedad que se sacia en ellas —como manantiales lujuriosos inagotables, robots biológicos siempre lubricados—, aporta un cardinal relato fílmico sobre la monstruosidad de la guerra.
Tan importante alegato antibélico como El arpa de Birmania (Kon Ichikawa, 1956) o La condición humana (Masaki Kobayashi, 1959-61), la trascendencia de Historia… está marcada sobre todo por el punto de vista escogido, uno femenino, allende las perspectivas masculinas que definen las otras cintas.
4.- Flesh (Paul Morrisey, 1968)
La primera entrega de la conocida como “Trilogía de Andy Warhol” —que completan los títulos Trash (1970) y Heat (1972), todos dirigidos por Morrisey— lanzó al estrellato underground estadounidense de los sesenta y los setenta a Joe Dallesandro, quien previamente había trabajado como prostituto o “chapero”, actor pornográfico y modelo.
La cinta bebe directamente de la experiencia vital de este Ulises urbano, anti heroico, que transita a través del relato sin más rumbo que el marcado por las opciones de supervivencia inmediatas. Sin ninguna Ítaca en lontananza que corone sus peripecias con un retorno triunfante.
Filmado con una libidinosa perspectiva de voyerista o acosador por el propio Morrisey, Dallesandro serpea por la vida como un río estancado. Sus aguas apenas se agitan desganadas, casi renuentes, cuando algún casual cliente navega entre sus carnes con un deseo que Joe nunca ha sentido, o dejó de sentir hace mucho.
Flesh es una épica del hastío, la apatía y el aburrimiento. Está repleta de cuerpos bellos y agotados, especialmente el de su protagonista, que no cesa de revelarse ante la cámara con tal indiferencia —no libre de gran ironía— que convierte sus desnudos en un gesto anti erótico; nunca condenatorio de la prostitución, pero sí revelador del aplastante peso del vacío cotidiano que experimentan quienes no se preguntan el porqué de nada.
El cuerpo de Joe Dallesandro es de una belleza tan infinita como fatigada. Gélido como una estatua aturdida sobre la que todos se sirven un banquete de lujuria, mientras este aguarda con la infinita paciencia que le provee la desesperanza crónica a que se sacien, vomiten, y regresen a continuar la comilona romana.
5.- El extraño caso de Rachel K (Oscar Valdés, 1973)
Una de las pocas películas de género neo noir producidas en Cuba después de 1959, El extraño caso de Rachel K se basa en el asesinato verídico de la corista francesa Rachel Keigesters ocurrido en 1931 en La Habana, que involucró presumiblemente a cimeras figuras del poder y la política de esos años, atados a los destinos de la víctima por el sexo, la prostitución y las drogas.
Valdés construye un relato que bebe directamente del cine negro y de gánsteres de los años 30 y 40, incluyendo el estilo actoral, concebido desde cierto hieratismo recitativo, anclado en un guion de fraseos secos, casi cortantes, que emulan la obra del estadounidense Howard Hawks (Scarface).
La muerte violenta de la deseada mujer, que vendía y regalaba su cuerpo a numerosos hombres que se la pasaban disputando, detona una pesquisa protagonizada por antihéroes (que, como el Mefistófeles faústico, hacen el bien queriendo hacer el mal) y villanos eficientes que se aterrorizan al llegar al fondo de todo el misterio; y terminan desviando del caso las miradas demasiado incisivas u honestas, como el ingenuo periodista que intenta solo sacar a flote las verdades ensangrentadas.
Un denso entramado de intereses, ambiciones y miedos se entreteje sobre el cadáver de Rachel, como si de una tela de araña gigante se tratara. Bajo sus madejas se anulan los rasgos de la víctima. Pero como la fenecida Rebecca de Daphne du Maurier y Alfred Hitchcock, resulta un fantasma casi palpable que atormenta a su entorno cómplice y corrupto, reclamando sordamente la justicia que nunca le llegará a plenitud. Es apenas una incómoda y colateral baja en un juego de vicios e impunidades.
6.- Iracema: Uma Transa Amazônica (Jorge Bodanzky y Orlando Senna, 1974)
Iracema… es una road movie redundante, viciada, claustrofóbica en el sentido faulkneriano, que sigue a Iracema (Edna de Cássia), prostituta cabocla (mestiza de aborigen y blanca) de sólo 15 años, quien emprende un periplo temerario pero sin destino, a través de la infinitud de la Amazonía brasileña, donde además está naturalizado el trabajo sexual de menores de edad.
Bodanzky y Senna no disimulan la alegoría política de la adolescente, que en su camino de la antiheroína halla un cínico mentor, el resolutivo camionero Sebastião “Brasil Grande” (Paulo César Pereio), dotado de un terrible carisma, que encarna la pretensión desarrollista de la dictadura de esos momentos —cuyos gestores abrieron el territorio a la inversión extranjera indiscriminada, sin conseguir una verdadera prosperidad para sus habitantes.
El dispar dueto recorre el estado de Pará, “entrevistando” a varios de sus habitantes, que testimonian las vicisitudes cotidianas que sufren en sus bregas por la supervivencia, en un mundo cuyas carreteras no pasan por las zonas adecuadas, pervive el trabajo esclavo, y el dinero no trasciende las impermeables talegas de las transnacionales propietarias de casi toda la tierra.
La película discurre por los senderos del anhelo inútil y la frustración. Iracema está obsesionada con “recorrer mundo”, siempre valiéndose de su cuerpo para ganar el sustento —autofagia simbólica— y cumplir sueños esquivos de progreso personal y social, que por extensión metafórica son los de toda la Amazonía, simbolizada en su pequeño cuerpo.
Ante sus ambiciones se alzan muradas invisibles. Es asediada por espejismos y falsedades. Su destino es vagar como un fantasma de carne y hueso entre el polvo y la foresta indiferente.
7.- Working Girls (Lizzie Borden, 1986)
Working Girls es un retrato de grupo de varias prostitutas —prefieren que las llamen “chicas trabajadoras”— que ofrecen sus servicios en un burdel de lujo de Manhattan, lejos de las calles penumbrosas y sucias comúnmente representadas en el campo audiovisual como el hábitat de las meretrices y chaperos.
Molly (Louise Smith), Gina (Marusia Zach) y Dawn (Amanda Goodwin), las innegables protagonistas —a las que se suman luego otros tres personajes, menos elaborados por su corto tiempo en pantalla— están libres de los riesgos de persecución, detención, abuso, golpizas de sus “chulos” masculinos (pimps), robos o violación que corren las que “hacen la calle”. Viven en un mundo “femenino” regentado por una madama Lucy (Ellen McElduff), que ejerce otras maneras más soft de explotación.
A través de un día diegético, la cinta despliega un verdadero muestrario de clientes masculinos, que acuden al apartamento para satisfacer deseos, fetiches y perversiones “inofensivas”, no exentas de un cierto y evidente infantilismo.
Sutil pero contundente resulta el subrayado de la mirada objetualizadora que estos educados clientes finalmente tienen de las mujeres que pagan, allende las cortesías, protocolos y simpatías.
La confortabilidad del espacio, la lozanía y la “clase” de las jóvenes tampoco disimulan el indetenible vórtice laboral en el que sumergen sus cuerpos, sus psiquis, y sus éticas personales.
La mirada de Borden hacia el hombre es sardónica e indisimuladamente satírica, y termina extendiéndose a todas las figuras de poder, pues la extrovertida y afectada Lucy, previamente catalogada por las chicas como más cercana a un pimp que a una mujer por sus modos de liderazgo, contrasta respecto a sus trabajadoras por su concepción farsesca, disonante respecto a la frecuencia histriónica del resto.
8.- Paraíso: Amor (Paradies: Liebe, Ulrich Seidl, 2012)
El primer título de la trilogía Paraíso (Paradies) del austriaco Ulrich Seidl es un despiadado y poco menos que siniestro circo de víctimas que se baten a muerte por sobrevivir sus respectivas miserias, ya económicas, ya espirituales. Todos salen perdiendo en la transacción, aunque a la vez todos ganen algo: ciertas y suficientes migajas de placer. Sobre todo, un poco de tiempo al aburrimiento infinito.
La mujer austriaca Teresa (Margarethe Tiesel), en plena crisis de la mediana edad, y sedienta de cariño, viaja a Kenia para experimentar una aventura sexual con los exóticos prostitutos locales, casi como si de un safari se tratara.
La rubicunda Teresa acude al coto turístico a cazar hombres de ébano, a libar sus exóticas mieles. Pero su justificación es errada: quiere amar y ser amada. Quiere hallar un príncipe, quiere alcanzar una realización tardía de sueños románticos no poco infantiles, que compense su rutinaria existencia.
Los jóvenes sementales kenianos ven en Teresa una presa fácil, que podrán capturar con tres o cuatro sonrisas, algunas palabras farfulladas en inglés y alemán, y una perseverancia de hierro. Ellos también son cazadores, no se consideran presas. Sus cuerpos son los cebos que atraerán hasta sus trampas a las obesas y pálidas cincuentonas europeas, hirvientes de deseos, que se lanzarán de bruces entre sus brazos.
Teresa y sus pretendientes —Gabriel (Gabriel Mwarua), Munga (Peter Kazungu), Salama (Carlos Mktano)— se desangran mutuamente como vampiros desesperados, se parasitan y luego se repelen cuando el juego de engaños conscientes desemboca en la más rala estafa. Teresa se muestra renuente a que su cuento de hadas africano se termine tan rápido, y los chaperos se desesperan por buscar próximos objetivos.
9.- Las elegidas (David Pablos, 2015)
Con Las elegidas, David Pablos explora las aristas más oscuras de la prostitución. Se desplaza hacia una zona en que la explotación deviene esclavitud, la transacción resulta en trata, y las edades de las trabajadoras sexuales no importan nada. Sofía (Nancy Talamantes) es una niña de 14 años que se convierte en objetivo de un grupo dedicado a secuestrar y someter a las adolescentes y jóvenes al meretricio forzado.
Aquí las capacidades de optar, escoger, desaparecen del panorama. Las muchachas se ven privadas de todo derecho, de toda humanidad. Hasta de sus propios nombres. Sofía es rebautizada como Andrea, sin tener siquiera la posibilidad de seleccionar su “nombre de guerra”.
Todas quedan reducidas a meras máquinas biológicas, listas siempre para la satisfacción masculina. Bajo una disciplina carcelaria, están retenidas por rejas, y por aún peores amenazas contra sus familiares. Cada cliente es un violador, cada intercambio sexual es puro estupro.
A semejanza de una previa como cinta Garage Olimpo (Marcos Bechis, 1999), en que el verdugo se enamora de la torturada, Las elegidas termina siendo un romance abyecto, una historia de amor putrefacto.
Ulises (Óscar Torres) es el más joven esbirro del equipo familiar dedicado a la trata, y tiene en Sofía su primera “misión”: la seduce y favorece su secuestro. Pero este enamoramiento de juventud lo lleva a pedirla para él, como una terrible manera de salvarla de la explotación cotidiana. Se dedica a la caza para “comprar” su semiliberación, para proveerla de un dueño más noble, que evitará que su cuerpo sea ultrajado por multitudes. Pero solo patina de oro los barrotes de la jaula.
10.- Alanis (Anahí Berneri, 2017)
Contrario a la historia de Las elegidas, Alanis —nombre que el personaje interpretado por Sofía Gala Castiglione prefiere usar por sobre María, su nombre legal— brega contra una realidad que se empeña en secuestrarla de su estable oficio de prostituta “de vocación” en el Buenos Aires contemporáneo.
Alanis es una working girl y madre de un pequeño niño, Dante (Dante Della Paolera), que no es impedimento físico ni moral alguno para que se trabaje. Como tampoco su oficio repercute negativamente en su responsabilidad maternal.
Cuando obtuvo el Coral de Largometraje de Ficción en el 39º Festival de Cine de La Habana, Berneri dedicó el premio a todos los “hijos de puta” y a todas las “putas madres”, pues su película apunta en gran medida a impugnar la connotación denigrante que estas ofensas naturalizadas implican en sus esencias.
Ser hijo de prostituta era o es uno de los peores estigmas que puede lucir un ser humano. Por ende, esta condición social y biológica se ha relacionado inexorablemente, hasta el presente, con una condición moral inicua, pérfida, saliendo así principalmente perjudicada la progenitora que, por los motivos o las fatalidades que fueran, hubo de dedicarse a vender su cuerpo al mejor postor.
Alanis es prostituta de interiores, que ve trastornado su mundo estable cuando la realidad exterior a su santuario mínimo irrumpe y se ve expulsada de su apartamento. A partir de entonces, todo y todos la señalarán hacia el redireccionamiento “ennoblecedor” de sus miras laborales, quizás como mucama, quizás como otra cosa. Anclado todo en el pacto social que determina el meretricio y la maternidad como opuestos inconciliables.
© Imagen de portada: Anora (2024), de Sean Baker.
Cuba no es una pelota de ping-pong, señor Biden
Una movida hueca, que sólo refuerza el trágico ciclo de las relaciones EUA-Cuba.