En los imaginarios populares contemporáneos es casi imposible deslindar el “cine de superhéroes” del “cine cómic”: el conjunto de audiovisuales inspirados o basados directamente en obras gráficas de este tipo.
El boom del cine de vigilantes suscitado desde los mismos inicios del siglo XX —el que traspola a las pantallas historietas famosas o el que, desde ideas originales, se apropia de los códigos, las capas y las máscaras— ha terminado solapando una zona fílmica muy sólida, donde importantes e interesantes realizadores han partido del Noveno Arte para estructurar cardinales discursos cinematográficos que se han convertido en películas de culto, íconos culturales y cumbres fílmicas.
La lista que propongo a continuación no busca tampoco anatemizar puritanamente las nada despreciables superproducciones, sino reubicar a The X Men, The Avengers y The Justice League en un campo artístico mucho más rico donde, junto a la radicalidad gore, el intimismo existencial y las búsquedas estético-discursivas de relatos autorales, también los superhéroes han gozado de altos rigores creativos, trascendiendo cualquier mera y estereotipada entretención.
1. Barbarella (Roger Vadim, 1968)
Mucho después de la Edad de Oro de los seriales cinematográficos estadounidenses, donde los personajes de historietas tuvieron sus primeras adaptaciones a la live action, y mucho antes de que los superhéroes y antihéroes retomaran contundentemente los predios audiovisuales, los productores italianos apostaron por la adaptación fílmica de personajes gráficos principalmente concebidos para públicos adultos.
Del popular fumetto nero surgieron la mayoría de las versiones cinematográficas de personajes como Kriminal (Umberto Lenzi, 1966), Míster X y Satanik (Piero Vivarelli, 1967 y 1968), y Diabolik (Mario Bava, 1968), cuya discreta trascendencia se debe fundamentalmente a la mitigación de los tonos extremos de los originales gráficos, a pesar de que sus realizadores eran fieros representantes del cine Giallo y del terror gore.
Es entonces cuando una historieta francesa viene a coronar para la posteridad las aventuras italianas en el cine cómic. En 1968, Dino de Laurentiis —responsable, en décadas posteriores, de Flash Gordon (Mike Hodges, 1980), el díptico de Conan el Bárbaro (1982-84) y la controvertida Dune (David Lynch, 1984)— apostó por otra historieta exitosa entre los públicos adultos: Barbarella, creada por Jean-Claude Forest en 1962 —presuntamente a partir de la imagen de la diva erótica Brigitte Bardot— y fundadora del género gráfico conocido como Fantaerótico.
La película resultante, a cargo de Roger Vadim, ha devenido un desmelenado ícono del cine camp, por su desenfadada y deleitosa zambullida en las aguas del fantoche voluptuoso, el carnaval lúbrico, la mascarada erógena de tintes fetichistas, sadomasoquistas, y la estetización más alegremente absurda de la ciencia ficción: naves forradas de terciopelo, máquinas de orgasmos mortales y vestuarios nada prácticos que la heroína se cambia con más frecuencia que una modelo en pleno vórtice del desfile de pasarela.
Barbarella también propone una estilización atípica, a la vez que carnalmente atemperada —aunque argumentalmente explícita—, del cine sexploitation de la época, reservado para audiencias más limitadas y presupuestos mucho menos opulentos.
El striptease inicial, donde la protagonista se despoja de su traje espacial en pleno ambiente de ingravidez, más que una introducción del personaje y toda su carga sicalíptica, resulta una metáfora proteica que propone un cambio de paradigma para la space opera y toda la ciencia ficción espacial. Es casi como la otra cara de 2001: Odisea del espacio, estrenada el mismo año. La espesa y sexualmente homogenizadora escafandra deviene una crisálida de la cual emergerá un ser de boyante lujuria, cuya mayor protección contra las inclemencias de los planetas será su cuerpo esplendente, en perpetuo corrimiento al desnudo.
2. Batman Returns (Tim Burton, 1992)
Tim Burton fue el director de cine que trasladó al personaje de Batman del realismo detectivesco noir, más afín a su contemporáneo Dick Tracy, a los predios del terror expresionista, la opresividad gótica y las marginales exuberancias carnavalescas del tono de Freaks (Tod Browning, 1932); contextos donde un hombre disfrazado de murciélago resulta mucho más orgánico que entre almidonados policías y delincuentes vulgares.
Interpretando casi al pie de la letra el nombre de Ciudad Gótica, en sus dos películas dedicadas al super(anti)héroe —Batman (1989) y Batman Returns (1992)— Burton condenó a la urbe a una noche perpetua donde las andanzas de Bruce Wayne (Michael Keaton) se acercan más a las deambulaciones del Cesare de El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) que a los rastreos de un detective justiciero. Este Batman reformulado vive en la anómala perpetuación de un eclipse donde se celebra un baile de monstruos.
En la primera cinta, el Caballero Oscuro tiene su enfrentamiento iniciático con el Joker (Jack Nicholson), némesis y eterno doppelgänger antitético, que se disfraza a la inversa que Batman: Wayne deforma su humanidad con la armadura de orejas puntiagudas y el Joker oculta la deformidad de su cara y su mente con el maquillaje “alegre” y “tranquilizador” del payaso, la máscara más apreciada entre los seres humanos.
Este enfrentamiento termina convirtiéndose en introducción de lo que vendría años después con la más extrema Batman Returns, donde no solo la propia ciudad se hipertrofia hasta nuevos niveles de apabullante y ya casi orgánica monstruosidad, sino que los enemigos de turno, el Pingüino (Danny DeVito) y Catwoman (Michelle Pfeiffer) ya no reflejan, como el Joker, la necesidad de Bruce Wayne de proteger su humanidad tras un disfraz acorde con la aberración reinante: reflejan, quizás, sus temores de lidiar con lo inexplicable, con los fenómenos que pueden revelar su propia falsedad e indefensión ante un contexto que lo trasciende.
El Joker es algo que Batman puede controlar; es un ser trastornado al que entiende. Pero el Pingüino es una deformación natural incomprensible (“Estás celoso porque yo soy un fenómeno genuino y tú tienes que ponerte una máscara”, le dice en el enfrentamiento climático). Catwoman adquiere poderes felinos de sopetón, y su descontrolada sed de violencia y venganza surge de una manera poco o nada explicada.
Batman y el Joker son habitantes de la pesadilla, pero este insuperable dúo es una emanación de esta: su progenie ponzoñosa, hijos extremos de lo excesivo.
3. Koroshiya 1 (Takashi Miike, 2001)
La adaptación que Takashi Miike —uno de los directores más prolíficos del mundo— hizo en 2001 del manga Koroshiya 1 (1998-2001), de Hideo Yamamoto, marcó un nuevo nivel para el “cine de yakuzas”, algo no logrado quizás desde la cardinal pentalogía The Yakuza Papers (1973-74) de Kinji Fukasaku.
A lo largo del relato de Koroshiya 1,en las peripecias del trastornado asesino Ichi (Nao Omori) y su persecutor sadomasoquista Kakihara (Tadanobu Asano), la noción de “batallas sin honor ni humanidad” que proponía Fukasaku alcanza una dimensión trascendental que convierte a la historia en la médula de un nuevo evangelio del dolor.
Las deidades descuartizadas, como Osiris, o torturadas, como Cristo, proponen subrepticiamente la erosión de la integridad corporal —que implica la deformación, modificación y reformulación del diseño anatómico original estatuido por los respectivos dioses creadores— como senderos más expeditos para alcanzar, a través del dolor, el verdadero potencial de los sacrificados.
Kakihara busca obsesivamente autodestruir su cuerpo, y quebranta igualmente los cuerpos de sus prójimos con minuciosos y refinados métodos: una suerte de prédica de su credo, solapada en métodos de tortura funcionales para conseguir objetivos prosaicos de yakuzas. Con las constantes automutilaciones y palizas, quizás persigue la sublimación legitimadora de su corporalidad, de su yo matérico en constante transmutación.
La desaparición de su jefe Anjo, cuyo asesinato a manos de Ichi es ocultado por el “equipo de apoyo” de este, lleva a Kakihara tras la pista del asesino más brutal con que se ha topado. El hallazgo del superior, o su venganza, demudan prontamente en pretexto para enfrentar al único capaz de proveer a su cuerpo de nuevas e inéditas experiencias dolorosas. Podrá seguir escribiendo sobre su carne nuevos versículos y capítulos de su evangelio.
Antípoda total de Kakihara y su culto del dolor, Ichi se revela un dios tan terrible y todopoderoso como completamente inconsciente de su potencia. Es poco menos que una marioneta del ignoto personaje Jijii (Shinya Tsukamoto), que lo manipula a nivel sensorial, induciéndole falsos recuerdos para así convertirlo en el ejecutor apocalíptico de los yakuzas, a quienes busca destruir. Las ocultas acciones homicidas de Ichi sirven para sembrar la desconfianza entre los delincuentes, las grandes víctimas del relato.
El asesino de conducta berserk acompaña sus explosivos y vertiginosos arrebatos letales con intensas crisis de llanto, como un niño débil involucrado de sopetón en una pelea donde está en total desventaja ante el poder humillante de sus antagonistas. Tal es la naturaleza de los falsos recuerdos injertados por Jijiii en la mente de alguien como Ichi, que realmente se excita sexualmente con la mera contemplación de la violencia sádica. Es un dios confundido, enredado en una exoesquelética crisálida de conspiraciones y bajezas, que no reconoce a Kakihara como su único y sincero devoto.
4. Ghost World (Terry Zwigoff, 2001)
La versión fílmica de la historieta homónima (1993-97) de Daniel Clowes, realizada por Zwigoff luego de un previo acercamiento documental al cómic underground estadounidense con Crumb (1994), trata sobre el crecimiento al margen, sobre la no pertenencia y la desubicación, sobre adolescentes que adolecen cada vez más mientras el arribo de la adultez los aleja y los extraña del mundo.
Ghost World es una historia de personajes que germinan en el vacío, una historia de renuencia y alienación bien cercana a la cáustica Bienvenidos a la casa de muñecas (Todd Solondz, 1995); si bien no alcanza la saña casi sádica con que Solondz decide las suertes de sus personajes, y permite que la esperanza se filtre levemente hacia su anticlimático final.
Ghost World es una anti-teenploitation movie, y anti todo lo que de banalización de la bildungsroman implican este tipo de cintas escolares. El relato inicia justo cuando las protagonistas, Enid (Thora Birch) y Rebecca (Scarlett Johansson), se gradúan de la high school y son alcanzadas por la realidad mientras aún se resisten a abandonar sus vagabundeos por el vecindario, cribando todo y a todos a través de sus perspectivas mordaces. Su mundillo barrial permanece igual, poblado por personajes pintorescos y tan unívocamente estables como las estrellas fijas del sistema ptolemaico.
Pero Enid y Rebecca son compelidas a moverse, a trazarse nuevas órbitas fuera de la cómoda pereza adolescente que les permite desbarrar del universo con la certeza de un retorno seguro a la escuela y sus habitaciones. Están obligadas a adaptarse a la adultez inevitable, a reacomodarse en el entramado social o a morderlo y afrontar las consecuencias. Rebecca va abandonando la influencia de Enid y se lanza a trabajar, para independizarse y convertirse en un “miembro de la comunidad”, mientras Enid rehúye la regularización forzosa y se resiste a abandonar su vida errabunda. Su consagración como outsider bukowskiana está a la vuelta de la esquina.
En este “mundo fantasmal” donde todos están condenados a vagar como sombras de sí mismos en un ecosistema cerrado e iterativo, Enid siempre ha buscado una autenticidad que se le paree, una atipicidad como la suya propia, una inconformidad que compense su disconformidad. Mira a donde nadie mira, indaga en seres escurridizos y en pantalones viejos aplastados en la acera. Tienta la suerte y fuerza los estrechos límites de su contexto, para finalmente percatarse de que no hay nada para ella entre los espectros de la clase media baja, en la working class resignada y monótona. Ni siquiera con el coleccionista de discos Seymour (Steve Buscemi), el ser más raro que halla en sus excavaciones por los alrededores.
5. Oldboy (Park Chan-wook, 2003)
Desde los predios del manga, a inicios del siglo XXI se alcanzó una de las cúspides del cine cómic de todos los tiempos, con la versión homónima surcoreana de la obra Oldboy (1996-98), escrita por Garon Tsuchiya y dibujada por Nobuaki Minegishi. En 2003, el director Chan-Wook Park hace de Oldboy el segundo capítulo de su “Trilogía de la venganza” —precedido por Sympathy for Mr. Vengeance (2002) y sucedida por Sympathy for Lady Vengeance (2005)—, convirtiéndola en la joya de esta ensangrentada corona tricorne.
Con Min-Sik Choi —actor de larga trayectoria teatral— como el complejo protagonista Oh Daesu, Park asume, desde una intensa ironía, esta tremendista fábula post-shakespereana sobre las insospechadas consecuencias que puede tener cualquier acción humana sobre los semejantes.
Fabulesca, pero nada moral, la cinta profundiza en las simas más ignotas de la naturaleza humana, donde la Venganza reina como una de las indiscutidas monarcas. Junto al Amor, pues este sentimiento o arquetipo filosófico es otro de los pilares sobre los que se asienta Oldboy, muy juntito al Incesto, el cual yace casi en el mismo epicentro ético-dramático de la historia, como resorte de toda la cadena de sucesos que se develan, de manera retrospectiva, hasta el pleno desenlace climático, frisando hasta cierto punto las soluciones de la peculiar Memento (Christopher Nolan, 2000), pero sin apelar abiertamente al formalismo narrativo de esta.
Desde una perspectiva que tributa igualmente a los códigos del thriller, el suspense y el cinema noir, y en la misma ruta marcada por contemporáneos como Kitano, Miike, Tarantino, McDonagh y Nakashima —con su brutal y también enrevesadamente vengativa Kokuhaku (Confesiones, 2010)—, Oldboy delata un punto de vista autoral gélido y hasta psicoanalítico, que busca describir casi científicamente los complejos procesos de transmutación y de acre redención experimentados por el protagonista, sometido a la más extrema penitencia por su obsesivo y obcecado captor, antigua víctima de un pecado olvidado por pura travesura.
Park suscribe una narrativa concomitante con las mejores novelas de Raymond Chandler, en tanto la trama deriva errática por vericuetos en apariencia disociados, que confluyen poco a poco hasta imbricarse en una enrevesada conspiración, repleta de obsesiones y abyección suicida (más acreditada, en tanto antiheroísmo y ausencia de “bien”, a Dashiell Hammett).
Enlace:
https://www.effedupmovies.com/oldboy-2003/
6. American Splendor (Shari Springer Berman y Robert Pulcini, 2003)
Harvey Pekar (1939-2010) no era un working class hero. No era un cronista del pueblo. No era un hombre normal que escribe sobre personas corrientes. Harvey Pekar fue obligado a ser un working class (anti) hero y un cronista del pueblo, pero no escribió iluminado por una conciencia de clase y un amor al prójimo proletario.
Harvey Pekar era un ermitaño obcecado, renuente, agriado e inconscientemente lúcido, a quien la cigüeña largó por equivocación en medio de los grises barrios de Cleveland, y que no tuvo más remedio que trabajar con los materiales a mano: la vida cotidiana de obreros y oficinistas y, sobre todo, él mismo una y otra vez, con su fardo de neurosis, ascos, obsesiones, compulsiones, suciedades, torpezas, frustraciones, tormentos y enfermedades.
Con Charles Bukowski sucedió igual. Él tampoco era un working class hero ni un hombre normal.
Harvey Pekar necesitaba largar su ego contra las caras de la gente. Para poder sobrellevar la vida, escribió uno de los cómics underground más importantes de Estados Unidos: American Splendor (Esplendor americano, 1976-2008), y esa suerte de spin off que es la multipremiada novela gráfica Our Cancer Year (Nuestro año de cáncer, 1994), en coautoría con su esposa, Joyce Brabner.
Como Bukowski, Pekar resultó ser, al final, una versión retorcida del American Dream, el American Way of Life, el Self Made Man y todos los paradigmas sociales de su país. Triunfó y trascendió por esfuerzo propio, desde los estratos más bajos, aunque permaneció en ellos hasta su muerte.
American Splendor —dibujada, entre otros, por Robert Crumb— es una obra plenamente autobiográfica, y en el género del biopic se inscribe la adaptación cinematográfica de 2003. La película no solo resume el anecdotario de los cómics y traza un sólido retrato de Pekar —en la interpretación del entonces poco conocido Paul Giamatti—: los realizadores, provenientes del campo documental, no perdieron la oportunidad de sumar al elenco al verdadero Pekar, a la verdadera Joyce, y a algunas otras personas cercanas a ellos que aparecieron en las historietas.
El resultado es un docudrama metatextual, con pinceladas de animación que ayudan a reunir en la misma diégesis al Pekar real de carne y hueso, al Pekar de Giamatti y a varias de las encarnaciones gráficas de Pekar plasmadas por los diferentes dibujantes (Crumb, Gary Dumm, Joe Sacco, Frank Stack, Joe Zabel).
American Splendor se convierte entonces en un muestrario de los conceptos de sinceridad y honestidad que maneja el creador, y en una consecuente alegoría de la autorrepresentación como fenómeno creativo, donde la personalidad se fragmenta en multiplicidad de perspectivas: el yo real, el yo que interesa compartir con los demás, el yo exhibicionista, el yo enaltecido, el yo omnisciente y omnipotente, el yo espectador, el yo manipulador de la realidad.
7. A History of Violence (David Cronenberg, 2005)
Las traducciones al español del título de la novela gráfica A History of Violence (John Wagner y Vincent Locke, 1997) y su homónima adaptación cinematográfica a cargo de David Cronenberg en 2005, han sellado una quizás inconsciente tergiversación de las verdaderas connotaciones del título original, donde el término History se refiere específicamente a la Historia como ciencia que estudia el pasado de la Humanidad, a diferencia de Story, que remite a narración, cuento.
Esta sutil —desapercibida para muchos— diferencia de vocablos, inexistente en español, ha llevado a que la película se interprete sencillamente como un relato violento de tantos que hay por ahí, y no como una más compleja Historia de la violencia humana, como conceptualización y alegoría de la esencia violenta del homo sapiens.
Con la rispidez anecdótica del cine negro clásico de la primera mitad del siglo XX, concentrada en los personajes y las tensiones establecidas entre estos, Cronenberg logra resumir en el mínimo argumento la trágica y fatal ciclicidad a que el ser humano se condena cuando tira la primera piedra contra el otro.
Tom Stall (Viggo Mortensen) es la personalidad que se ha construido el antiguo gánster Joey Cusak en una desesperada escapada de sí mismo y de su mundo sangriento. En su exilio voluntario, el personaje se ha ninguneado en un diminuto y sereno pueblito del medio oeste estadounidense. Se ha convertido en un ciudadano modelo, con una amantísima familia extraída de algún perfecto manual de felicidad.
En una escena inicial que hace un guiño sutil al cuento “Los asesinos” de Ernest Hemingway, el fantasma de las violencias pasadas alcanza a Tom, antes Joey. Para defender su negocio de dos asaltantes, Stall debe recurrir a sus reflejos de asesino. La mediatización de su acto “heroico” ofrece a su pasado la pista que le faltaba para saldar cuentas. A partir de este punto de inflexión, se desmorona la puesta en escena que era su vida. La máscara de cera del Dr. Jekyll se derrite y revela a Hyde. El castillo de naipes, demasiado tiempo en pie, se derrumba sobre él y su familia. A Tom no le basta con “asesinar” a Joey, sino que se ve compelido a destruir todo el trozo de mundo que este fraguó con sus acciones.
La violencia se plantea aquí como inicio, fin, brújula y método; incluso como el camino más legítimo y honesto hacia la felicidad esencial de la familia, del sosiego rural. La violencia como universo y fundamento de la vida, donde los equilibrios en se logran desde los cataclismos y las depredaciones entre las especies. La razón no extrae al ser humano de este gran ciclo, sino que aguza y sofistica sus instintos de prevalencia sobre la manada.
8. Air Doll (Hirokazu Koreeda, 2009)
Como en el mito Pigmalión y Galatea, la muñeca sexual inflable Nozomi (Doona Bae) es fruto de las fantasías erógenas masculinas —además de concreción simbólica de la objetualización de la mujer como mero accesorio para el coito—, pero diverge de este, y de sus numerosas reencarnaciones en los imaginarios y las artes, en que no cobra conciencia y autonomía por la fuerza de los deseos de su dueño Hideo (Itsuji Itao) o del Coppelius de turno (Joe Odagiri): para ambos, aunque por razones diferentes, ella solo significa un artilugio desechable.
La protagonista del manga de Yoshiide Gōda (2000), versionado por Koreeda, pasa de fantoche seriado a ser pensante a causa de un no explicitado, pero sí plenamente autosuficiente impulso endógeno. Nazomi se libera, se vuelve autónoma, se apodera de su cuerpo y se empodera. Lo recesivo cede lugar a una proactiva curiosidad por el mundo circundante, por su propio origen y constitución, por los sentimientos y sensaciones que el universo produce en ella.
Al estar llena de aire, se puede pensar erróneamente que Nazomi está vacía. Ella misma lo asume. Pero en realidad está repleta de todo, dada la condición espiritual del aire, la condición mitopoética de hálito vivificador y de dimensión habitada por legiones de seres mágicos, más elevados, nobles y cercanos a las deidades del universo y la naturaleza. Desde esta perspectiva, Nazomi se acerca a las hadas, libre de maldad y predispuesta para divisar la maravilla en cada paisaje del mundo.
El hecho de que en determinada escena su pareja Junʹichi (Arata Iura) la infle con su propio aire por la válvula ubicada en el ombligo, indica un traspaso de energías vitales a lo originalmente inanimado. Y el hecho de que la válvula se localice en el ombligo de Nazomi pudiera sugerir un cordón umbilical invisible, que la fue nutriendo de todas las potencias contenidas en el aire cada vez que Hideo la inflaba con una bomba manual. Hacia el final de la cinta, la muerte “física” de Nazomi libera una esencia vital que invade con su ubicuidad todos los espacios y las personas que ella frecuentó durante su breve paso por la experiencia autoconsciente.
Koreeda hubiera podido aprovechar también las peripecias fantásticas de la muñeca viva para discutir sobre la propia condición humana y sus atributos, los cuales residen más en los estratos impalpables de la moral, lo sentimientos y los saberes que en las facultades físicas.
9. Alona (Rafael Ramírez, 2016)
Alrededor de 1986, la historieta cubana, y la ciencia ficción cubana toda, encontraron un salto cualitativo de gran magnitud en la obra Alona, del artista Rafael Morante, publicada por entregas en la extinta revista Cómicos. Sus intensas calidades visuales y narrativas se alejaban del canon cientificista soviético para remontar el subgénero de la space opera desafiante y de refinada urdimbre, como la saga de Dune, de Frank Herbert. Sobra decir que la historieta cubana ganó también uno de sus mejores exponentes, en espera aún de su redescubrimiento por las generaciones más jóvenes.
Miembro de una cofradía de contados (y casi secretos) admiradores de esta icónica historieta, Rafael Ramírez procedió, treinta años después, a su apropiación audiovisual desde una perspectiva dialogante con American Splendor —por la disolución de las fronteras genéricas clásicas y de los ya reaccionarios prejuicios acerca de la adscripción documentalística a una “verdad” absoluta, y la fidelidad ficcional a una “fabulación” pura— y con la autoclasificada “fantasía de ciencia ficción” The Wild Blue Yonder (Werner Herzog, 2005), que desarrolla una épica galáctica a partir del redimensionamiento y recontextualización de las documentaciones de hechos y sujetos “reales”, combinadas con puestas en escena puramente fictivas.
A diferencia de Herzog, Ramírez asume el rodaje de todo el metraje, y los personajes (incluido el propio Morante) parecen autointerpretarse a la manera más clásica del documental observacional. Desde esta unívoca estética de planos secuencias largos, pausados, pletóricos de cotidianidad minimal, el realizador pone en crisis total este método, y hasta el propio sentido más amplio de la realidad. Extraña lo filmado mediante el establecimiento rotundo del punto de vista de un narrador fictivo, que conduce en primera persona toda esta historia, tal como la narración constante del extraterrestre de Herzog resemantiza las imágenes originales en The Wild…
Ramírez insufla el miedo, la sospecha y la anomalía en un paraje aparentemente común en todos sus acontecimientos, individuos y cosas. Sienta con mínimos, y a la vez óptimos recursos, toda una propuesta digna de cualquier teoría conspirativa-paranoide al uso. En este caso, totalmente articulada, mixturada, diluida hasta el más bello delirio con el universo concebido por Morante para los avatares galácticos de Alona, “señora del atardecer y los azahares”, en eterna búsqueda —cual Penélope proactiva— de su esposo Calac, y en pugna con archienemigos poderosísimos como los Cambiantes.
Al final, esta Alona del siglo XXI funciona como melancólico epílogo de la historia gráfica de los ochenta, cuya última viñeta publicada cierra con un misterioso “¿fin?”. Alona, de buscadora, deviene buscada. De autor, Morante deviene personaje de su propia imaginería. La normalidad misma resulta escenario donde se juegan las suertes de esta dimensión de la existencia. La memoria, el testimonio y el legado se alzan como garantes inexpugnables de la inmortalidad. Épica y minimalismo tienen un romance.
10.- La muerte de Stalin (Armando Iannucci, 2018)
La novela gráfica francesa La mort de Staline (2016), escrita por Fabien Nury y dibujada por Thierry Robin, y su versión homónima fílmica, coproducida entre Francia y Gran Bretaña dos años después, proponen una suerte de “cine político de enredos” con negrísimos tonos satíricos, y casi el mismo atropellamiento de sucesos y circunstancias inherente al subgénero de la screwball comedy. No faltan un par de buenos golpes y porrazos, y hay hasta unos pelotones de la terrible NKVD estalinista —dirigida por Lavrenti Beria (Simon Russell Beale)— que actúan con la conciencia grupal de los Keystone Kops de Mack Sennett.
Evitando toda solemnidad —que no el terror de las batidas nocturnas de la policía secreta de Beria, con sus miles de arrestados y luego ejecutados—, Iannuci invita a mirar la arquitectura del poder —en este caso, la cúpula de chambelanes que decidían la suerte de la URSS en sus frecuentes cenas con Stalin— desde su arista más ridícula. Lo cual no implica ennoblecimiento o mitigación de sus horrores y desmanes, sino un distanciamiento analítico que ayuda a reacomodar y reformular las perspectivas.
El ángulo satírico, regulado en algún lugar entre Mel Brooks y los hermanos Coen, permite vislumbrar la banalidad y la vacuidad que subyace en el núcleo de todo poder: mientras más totalitario resulta este, mayor es el porciento de nada que acumula. Hasta que solo queda un caparazón hueco que, al morir, deja escapar las altas presiones contenidas en su seno yermo y tóxico.
Desde un relativo rigor historiográfico, la película resume en escasos días sucesos y procesos acaecidos durante los meses posteriores al deceso del dictador soviético, para ilustrar la tensión caótica arremolinada alrededor de su cadáver. Un cadáver orinado, con el cráneo aserrado y los sesos expuestos en el granero de la dacha imperial, en torno al cual yacen los ministros más allegados (Beria, Gueorgui Malenkov, Nikita Jrushchov, Anastás Mikoyan, Lázar Kaganóvich, Nicolai Bulganin…), como comensales renuentes a probar el repelente plato que se les ofrece, aunque muy deseosos de conservar los privilegios. Pero la carne muerta de Stalin viene, inevitablemente, con el poder.
Una vez depuesto el zar comunista, el azoro y su espectro —como sucede con el “síndrome del miembro fantasma”, las naciones soviéticas deben haber sentido por largo tiempo la tenaza estalinista en sus cuellos— prolongan un tanto su amalgamante poder. Pero pronto pasa a convertirse, para los herederos, en pretexto, sofisma y, finalmente, gran culpable.
La muerte de Stalin destraba en la URSS el mecanismo del reloj histórico, que hasta ese momento vivía en un pliegue alterno de la realidad. En medio de aturdidas conspiraciones y miedos, sus acólitos lo perciben y pasan a actuar según sus respectivas consecuencias, armando alianzas y purgando enemigos en el camino. El ajedrez soviético comienza una partida de puros gambitos, enroques y sacrificios.
10 películas para radiografiar los totalitarismos
Antonio Enrique González Rojas
El cine ha servido tanto para enaltecer como para diseccionar los totalitarismos y sus correspondientes líderes. Aquí se lista una muestra para nada canónica de películas sobre el tópico. Una muestra que no busca dictar, sino, en el mejor de los casos, provocar desacuerdos.