Las parafilias y fetiches sexuales son una sublimación del cuerpo como canal, instrumento y plataforma sensorial definitiva. Son un circus maximus donde las sensaciones táctiles, olfativas, visuales, auditivas y gustativas entran en colisión; sometiendo a la razón con todos sus entramados morales. La carne autónoma, los placeres reinantes, el gusto dominante. Son como el brindis, concebido para que todos los sentidos participen democráticamente. Pero también estas tendencias devienen sublimaciones de la imaginación, de la creatividad, de la (auto)reconstrucción del ser humano como acto de libertad respecto a los instintos o funciones básicas de su organismo.
Como la propia inspiración creativa, el amor o el gusto por un helado determinado, las parafilias son mayormente inexplicables. Emanan de rincones mentales o genéticos recónditos, misteriosos. Son axiomáticas, terribles, inevitables, irrenunciables, incurables. Solo son reprimibles, ocultables y disimulables tras las máscaras sociales asexuadas, adaptadas a las reglas del pudor, la vergüenza y la culpa judeocristiana. Y su represión cobra altos precios; así como también su distensión.
En la siguiente lista se agrupan diez abordajes fílmicos no pornográficos —algunos extremos y “escandalosos”— a este dominio de los sentidos y las sensaciones, de lo cerebral sin restricciones, de la libertad abrumadora y complicada, de la amoralidad y hasta de las comunes nociones binarias del bien y del mal.
1. Harold and Maude (Hal Ashby, 1971)
La intolerancia hacia la atracción erógena por una persona anciana, etiquetada como gerontofilia, está básicamente cimentada en la mezcla de miedo y desprecio que las sociedades contemporáneas sienten por las edades últimas de los seres humanos. Y a la vez, por el culto a la juventud y a la lozanía física como máxima expresión de esta. En ella se singularizan negativamente las relaciones amatorias y sexuales entre personas con grandes diferencias de edad, agrupadas en el más abarcador grupo de las cronofilias, donde se inscriben la gerontofilia y su contraparte: la efebofilia.
Ambas “filias” —que despiertan grandes aversiones basadas en convenciones sociales sectarias proclives al maridaje de lo similar con lo similar y reacias a aceptar los vínculos entre lo diferente— son mixturadas por el guionista Colin Higgins y el director Hal Ashby en la historia del púber Harold (Bud Cort) y la anciana flapper Maude (Ruth Gordon), para construir una de las historias de amor más atípicas y recordables del cine.
Una tercera filia se agrega a la fórmula: la tanatofilia o atracción por la muerte, sus atributos, circunstancias, y en caso extremo, por su consumación suicida. Harold, de alta cuna, se rebela contra su encartonado contexto —representado por Ashby desde una nada disimulada perspectiva caricaturesca y grotesca, pletórica de fantoches estereotipados y de paródica exageración— desde la constante simulación de suicidios sangrientos y mórbidos, una empecinada asistencia a exequias de desconocidos y la fetichización de la objetualidad funeraria tal como los autos fúnebres.
Son los años posteriores a Mayo del 68, de la lóbrega presidencia de Richard Nixon, de la Guerra de Vietnam, de la decadencia de la segunda belle époque que fueron los 60 y su eclosión hippie, con su trascendentalismo pacifista, psicodélico y su fe en el mejoramiento humano. Alrededor de Harold se despliega un baile de las vanidades yuppies, que apunta a un retorno a los conservadores años 50, una danza de las apariencias, las sonrisas falsas y los “deber ser” moralistas. No hay comunas hippies a dónde escabullirse, solo fantasear con el escape definitivo, la muerte y cómo los modos de esta enervan a las personas circundantes: madre, párroco, psicólogo, tío militar. Harold representa a la generación pesimista que sucedió a la optimista juventud de los 60.
Maude es una anciana de casi 80 años en quien parecen resonar aún frescos los ecos de los “felices 20”. Está pletórica de joie de vivre, de sentido de la aventura, de la rebelión desde la autenticidad. Roba autos aleatorios, rescata árboles de la ciudad para plantarlos en los bosques, pinta, toca música, modela desnuda para escultores. Se burla de la autoridad eclesial y policial. Busca a Harold y lo seduce con su radicalismo basado en la vida, en la belleza de esta. El entendimiento de ambos trasciende las taxonomías “fílicas”. Ella ama a Harold, no al efebo que es. Él ama a Maude, no a sus arrugas. Todo deriva en la clásica máxima de que “el amor no tiene edad”, hipócritamente enarbolada por los devotos del kitsch, a la vez que es rechazada con verdadero asco.
2. Flores y serpientes (Masaru Konuma, 1974)
La historia de Flores y serpientes —basada en la novela homónima del autor japonés Oniroku Dan— es básicamente un relato sobre la realización, el autodescubrimiento y la búsqueda de la felicidad. Pero a través del más recio tutelaje purificador del dolor, de la tortura física y la humillación; un camino a la santidad a través de la mortificación —práctica sacra, pero muy cercana al más puro masoquismo.
Makoto Katagiri (Yasunori Ishizu) y Shizuko Tôyama (Naomi Tan, gran e incuestionable diva del sadomasoquismo fílmico japonés) son dos seres en conflicto con sus sexualidades por diversas razones. Makoto, por haber visto cuando niño a su madre Miyo (Hiroko Fuji) teniendo sexo con un militar estadounidense negro y cargar con la culpa —falsa— de haberlo ultimado de un disparo. Shizuko, por ser una mujer proveniente de una pacata familia de alta sociedad, que desde un recato excesivo hace ascos de su marido Senzô (Nagatoshi Sakamoto), casi anciano pero pletórico de deseos sexuales y sadomasoquistas.
Senzô es el jefe del impotente Makoto, cuya madre regenta en su madurez una productora independiente de películas BDSM con gran presencia del Shibari —variante muy estilizada japonesa del bondage— y le pide que “dome” a su esposa para plegarla a sus deseos. A partir de este punto, Makoto rapta a Shizuko y comienza un minucioso proceso de quebradura de la integridad moral de la mujer.
Mas este proceso de “domesticación” y sumisión definitiva de la voluntad de la mujer provoca un efecto contrario de empoderamiento de ella sobre sus deseos, placeres y el propio reconocimiento de sí misma, transitando de ser dominada a ser dominadora plena. El relato de cordajes desplegado sobre su cuerpo sometido al shibari cataliza en Shizuko la vincilagnia —excitación sexual suscitada por ser atado—y la merintofilia —excitación sexual suscitada por estar atado—. Los azotes la introducirán al mundo de la rabdofilia —erotización por flagelación.
A la vez, Makoto hallará en la mujer un objeto de amor y realización sexual que lo hará transitar de dominador a dominado y obediente. Los roles se invierten en el crisol del dolor y de la maceración del cuerpo de la mujer, que igualmente transita de exoesqueleto represor del deseo, a mullido y pródigo dispositivo de placer sensorial.
Shizuko se trasciende al trocar el dolor en placer, al descubrir la tortura como fuente de goce. Trasciende sus condicionamientos sociales, familiares, tradicionales, sus miedos inculcados, sus ascos programados, sus tabúes condicionados. Descubre la debilidad de los hombres que pretendieron descoyuntar su integridad. Se alza sobre Makoto y Senzô como una deidad que exige sus obediencias respectivas. ¿Fábula sado-feminista? ¿Fantasía masculina BDSM? ¿Ambas?
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3. Nekromantik (Jörg Buttgereit, 1987)
La alemana Nekromantik es una película maldita, concebida para serlo en pleno desde una voluntad extrema, desafiante, molesta, avasalladora y provocativa. Muy poderosa para ser epatante. Muy demoledora para ganar alguna simpatía. Muy absoluta para negociaciones perceptivas. Explícita y exhibicionista hasta frisar los mismos límites del surrealismo. Esta historia de personas que se excitan sexualmente con cadáveres putrefactos y trozos de cuerpos humanos, que gozan sus fermentaciones y hedores, no concede nada, solo exige, impone y hace huir a la mayoría. Se vuelve la leyenda sorda que es, la curiosidad subterránea que no deja de ganar espectadores.
Los gerontófilos hallan placer en la carne erosionada, pero aun latiente, viva, desesperada más que nunca por seguir viviendo. Pero el necrófilo Robert Schmadtke (Daktari Lorenz) ama la carne vencida, derrotada, en su estado último, en su etapa de la desintegración y disolución definitiva en el mundo.
Nekromantik es la historia del deseo incontrolable, inevitable, impostergable, adictivo hasta la autodestrucción, hasta la autoinmolación en pos del placer definitivo. Eros y Tánatos al rojo vivo, simbolizados en la casi insoportable secuencia de sexo en trío entre Schmadtke, su novia Betty (Beatrice M.) y un cadáver casi momificado, derruido, cuyo pene ausente debe ser sustituido por un tubo de hierro. Sublimados en el climático autoapuñalamiento de Robert, que troca la necrofilia por el masoquismo extremo, consiguiendo eyacular ríos de esperma que a cada golpe de cuchillo se mezcla con sangre, hasta predominar esta última. Duélale a quien le duela, esta es una de las metáforas fílmicas más poderosas y terribles del maridaje entre las pulsiones de vida y muerte, de la difuminación de los límites entre placer y dolor.
En la referida secuencia del threesome con el cadáver, la música parece conferir un halo melodramático, “romántico”, erógeno, a las operaciones sexuales desplegadas ante cámara, cuando realmente se torna la antítesis de sí misma; así como la propia escena pulveriza las disímiles recreaciones erógenas y “bellas” del cine mainstream y pornográfico En franco desafío a todo lo kitschque existe y pueda existir en el mundo.
4. Crash (David Cronenberg, 1996)
Crash, basada en la novela homónima del distopista inglés J. G. Ballard, revela uno de los pliegues más ocultos de las relaciones erógenas que el ser humano puede llegar a establecer con el ineluctable sentido de la autodestrucción, que se desliza por cada hendidura de la civilización occidental moderna, anclada en paradigmas eminentemente tecnologicistas.
Los protagonistas, cuyo “líder” o “profeta” Vaughan (Elias Koteas) vaticina revelaciones inmediatas para la Humanidad —sumando a la mixtura el elemento místico que completa el trimurti moderno humano-tecnológico-religioso— fetichizan, proyectan y expanden en vehículos sus pulsiones de vida y muerte. Coinciden todos en la práctica de la sinforofilia, excitación sexual por organizar, presenciar o imaginar un desastre o accidente automovilístico, a los que llegan a considerar obras de arte en su belleza apocalíptica, en su dual sacrificio donde humanos y máquinas colapsan en completa sincronía, mezclándose la sangre y el aceite en iguales proporciones.
Vaughan presenta un cuerpo cubierto de cicatrices que sugieren mortificaciones religiosas en pos de la iluminación buscada a fuerza de dolor y choques. Junto a uno de sus acólitos, Seagrave (Peter McNeill), escenifica accidentes célebres como el de James Dean o Jane Mansfield. Los fierros retorcidos en estos rituales sinforófilos han trazado sobre su torso y rostro un evangelio masoquista ininteligible, como sustitutos modernos del clásico cilicio cristiano. Solo que Vaughan no busca combatir las tentaciones mundanas que lo aparten del camino de la santidad impoluta, sino sumergirse cada vez más profundo en el mundo de los deseos, el dolor, la velocidad y las catástrofes, hasta hacerse uno con el Todo automotor.
La escogencia de la propia muerte es también una ruptura con los instintos naturales heredados y compartidos con todos los seres orgánicos. Alcanzarla envuelto en la armadura automovilística sería la máxima proclamación de la autonomía humana sobre la naturaleza, la sublimación de su dominio sobre el mundo. Convertir la muerte en placer es arribar a la cruz voluntariamente, sin reclamar al Padre. Morir en un automóvil es el deleitoso sacrificio del creador devorado por su creatura.
Enlace: https://m4uhd.tv/watch-movie-crash-1996-2837.html
5. Fetiches (Nick Broomfield, 1996)
Las relaciones humanas y las lógicas civilizatorias pueden analizarse desde las relaciones de poder, distinguiéndose un muy matizado pero bien demarcado binarismo entre dominadores y sumisos, fuertes y débiles, abusadores y abusados, que ha calado en las esencias de grupos humanos de muy diversa índole: racial, de género, nacional, política, cultural, los cuales terminan autorreconociéndose respectivamente como unos u otros. Mas estos statu quo, aunque muchos resultan atávicos, no son inamovibles, y cada sujeto o grupo poderoso siempre tenderá hacia el apocamiento, tanto como cada sujeto o grupo recesivo tenderá al empoderamiento, obedeciendo a un balance dialéctico universal.
Estas lógicas macrosociales y mesurables en escalas históricas pueden observarse a escala micro en las “condiciones de laboratorio” de las casas de dominación sadomasoquista como Pandora’s Box (La caja de Pandora), en Manhattan, New York, retratada —e inmortalizada— en el documental Fetiches, por el realizador británico Nick Broomfield.
Este y su camarógrafo logran filmar parte de las rutinas laborales de las dominatrices o mistresses lideradas por Mistress Raven, una veterana leyenda de la dominación que ha abandonado la escena activa para regentar la próspera casa, frecuentada mayormente por hombres “de éxito” en los mundos mercantiles de todo tipo, quienes pagan pingües cifras de tres ceros por sesión para ser “dominados”, humillados, golpeados, torturados y sojuzgados por mujeres de muchas habilidades y caracteres enérgicos. Todos estos poderosos habituales parecen requerir con frecuencia dosis de apocamiento, pusilanimidad, vergüenza y subordinación. Otros, partidarios de los fetiches sociopolíticos, buscan reafirmar sobre sus espaldas el peso de la discriminación racial —hombres de piel negra recrean condiciones de esclavitud— o religiosa —descendientes de judíos buscan ser avasallados por dominatrices vestidas a la usanza nazi.
Broomfield entrevista a los hombres sometidos, y a varias mujeres también, filma varias de las pintorescas sesiones hasta donde se le permite —incluso divide la película en ocho capítulos que agrupan los fetiches por clases—, pero se concentra en indagar las motivaciones, lógicas, rutinas y perspectivas del grupo de dominatrices de Mistress Raven, develando a los seres humanos tras los personajes forrados de cuero y los performances autoritarios. Los resultados no serían diferentes si estas operaciones documentales se aplicaran a artistas de circo, o actores de cine y teatro, o drags queens, o cualquier otro tipo de performers, incluyendo prostitutas/os. Son mujeres comunes y corrientes dedicadas a hacer sus trabajos lo mejor posible, capaces de tener relaciones “normales” con otros hombres y mujeres fuera de las habitaciones tematizadas de Pandora’s Box. Quien busque personajes seductoramente perversos y retorcidos se llevará un fiasco gigantesco.
6. Los conspiradores del placer (Jan Švankmajer, 1996)
En Los conspiradores del placer el gran checo Švankmajer se desmarca de las molduras realistas y posibles de la representación fílmica de las parafilias y fetiches sexuales para indagar en la esencia fantasiosa de estas, en su plena pertenencia al reino onírico, surreal, supranatural.
Ninguna fantasía —sexual o no— puede ejecutarse en su totalidad. En su escenificación en el plano real, bien no pueden reproducirse las condiciones contextuales exactas, bien no pueden replicarse los sujetos participantes. Bien no pueden concretarse hasta el final los sucesos y actos. Siempre quedará patente la naturaleza ficticia de la representación.
Como surrealista cabal, Švankmajer articula una diégesis localizada en el umbral difuso de la semivigilia, de la intoxicación con sustancias alucinógenas o del propio orgasmo: justo cuando el sentido de la realidad se licúa y el mundo con todas sus leyes físicas férreas se desdibuja. Para sus seis personajes protagónicos propone parafilias —casi todas— inauditas, aún sin precedentes registrados, a través de cuyas ejecuciones meticulosas, tal vez ritualísticas e iniciáticas, estas personas quiebran las barreras de la realidad para sumergirse y realizarse en el mundo de los deseos.
El tímido hombre joven de tendencias gerontófilas que busca apuntalar su empoderamiento masculino sobre su añosa vecina, a partir de un ritual totémico donde se transfigura en un poderoso gallo que descarga, hasta la muerte, toda su furia sádica sobre una muñeca diseñada a imagen y semejanza de la mujer. La vecina se atavía de omnipotente dominatriz para someter a un muñeco, esta vez similar al joven, a todo tipo de azotainas, vejaciones, sumisiones, hasta ahogarlo. El vendedor de revistas obsesionado con una locutora, que construye un elaborado robot hecatónquiro que corporeiza el busto que aparece en su televisor. El policía, esposo de la locutora, sensible al agridulce tacto simultáneo del metal agresivo de clavos, la aspereza de las lijas y de la suave pelusa de las pieles, combinados todos en instrumentos bizarros que desliza por todo su cuerpo. La mujer empleada postal que alcanza el éxtasis nirvánico una vez que introduce en sus cavidades nasales y auditivas una cantidad imposible de bolitas de pan; las cuales a su vez serán el alimento de los peces adorados por la locutora, que alcanza el orgasmo cuando estos animales muerden los dedos de sus pies.
Visto desde otra perspectiva, Švankmajer presenta el momento culminante del placer como un instante de absoluta e ilimitada posibilidad, como un punto sin tiempo ni dimensiones. Inconmensurable, innominable. Donde todos los saberes y lógicas se anulan y todos los sentidos físicos dejan de percibir el entorno, o bien sus informaciones no son asimiladas. Es un momento cósmicamente surreal, tanto como el sueño. El placer como mundo íntimo, como sublimación creativa. El placer como otra forma de arte, en tanto ambos son sublimaciones del yo. O el arte como una forma del placer. El placer como inspiración, como catalizador de ideas performativas, escultóricas, instalativas.
Casi todos los personajes trabajan con celo de orfebre en los accesorios, maquinarias, procesos, disfraces y coreografías que les ayudarán a cumplir sus deseos. Ellos mismos son tanto artistas como públicos de sus actos. Emisor y receptor fusionados en un solo sujeto.
7.- Happiness (Todd Solondz, 1998)
Como sucede con casi toda la filmografía del irredento e irreverente indie Todd Solondz, Happiness es una película sobre la infelicidad, la frustración, la inconformidad y el fracaso. Fantasmas terribles que se ocultan tras las bambalinas de la clase media estadounidense, ícono y vitrina primaria para demostrar la fluida funcionalidad de la sociedad. No solo el sueño de la razón engendra monstruos, muchas veces emanan peores criaturas de la serena vigilia puritana. Happiness representa a la familia blanca, heteropatriarcal y próspera, con todos sus patrones de conducta y reglas morales, como una bomba programada cuya explosión es cuestión de tiempo. La felicidad como la simple máscara de seres innatamente infelices.
Tras las sonrisas, las calmas rutinas familiares solo alteradas por las travesuras inocentes de los hijos y el éxito profesional, se pueden adivinar sombras y represiones insoportables. Tras esas va Solondz con cada título, protagonizado por seres del “interior” mullido de la sociedad, de ese “centro” respecto al cual se trazan los márgenes para dictar la relegación de los no convenientes, de los que no cumplen las reglas de la mascarada pública. Mientras que son aceptados quienes ahogan impulsos como la pedofilia del psicólogo Dylan Maplewood (Dylan Baker), padre de tres y amante esposo; o la frustración sexual devenida erotofonofilia —excitación sexual por la realización de llamadas telefónicas casi siempre anónimas, utilizando lenguaje erótico y obsceno— del oficinista Allen (Phillip Seymour Hoffman). Al primero se le desmorona la familia y la profesión; al segundo se le desmorona la capacidad de amar y ser amado.
Aunque es un ser inherentemente marginal dados sus gustos prohibidos e inevitables por las carnes infantiles de niños, Maplewood pacta con las normas sociales. Se “normaliza”, se disfraza de “cualquiera”, de “vecino de al lado”. Es un ser funcional, capaz de amar, capaz de comprender a su hijo adolescente Billy (Rufus Read), conflictuado por la madurez sexual que no le llega en la forma de una eyaculación. Al final de la película, Billy será el único personaje en alcanzar la felicidad esquiva. Quizás por desear poco, por no pretender, por encontrarse cara a cara con su yo sexual.
Siempre corriendo por el borde bien afilado de la cuchilla, Solondz no (re)presenta al psicólogo desde una perspectiva envilecedora y explícitamente parcializada respecto a su grave parafilia/perversión. Mantiene su sardónico naturalismo, bajo el que se oculta un extrañamiento rayano en lo cruel. No hay énfasis visuales o sonoros que singularicen los conflictos y dilemas de cada personaje. Tampoco hay piedad con ellos ni con los espectadores que buscan luces donde solo reinan las sombras pesimistas.
8. De monstruos y hombres (Alekséi Balabánov, 1998)
Lo erótico, con su miríada de variantes “normales”, parafílicas y perversas, siempre ha tenido un espacio seguro, aunque muchas veces clandestino y solapado, en los sistemas de representación visual como la pintura, la escultura, los relieves y frescos. Con la llegada de la Modernidad industrial, las artes eminentemente “mecánicas” como el grabado, la fotografía y el cinematógrafo —todos en sus edades bien tempranas, en los meros albores— buscaron reproducir cuerpos desnudos, en gran medida femeninos, ya en posiciones provocativas, ya en explícitas escenas sexuales, ya en variadas prácticas lúbricas de corte parafílico, hasta los extremos de la pedofilia.
La primera sesión de fotos eróticas que aparece en De monstruos y hombres sucede en un oscuro sótano abovedado de los inicios del siglo xx ruso, antes de 1917. El fotógrafo —luego devenido cineasta— Putilov (Vadim Prokhorov), a las órdenes del gélido villano Johann (Sergei Makovetsky) y su grotesco miñón Viktor Ivanovich (Viktor Sukhorukov), registra varias estampas de spanking (azote en los glúteos), práctica del BDSM muy popular que derivara luego en toda una tendencia subcultural denominada Spanko.
Antes de que Betty Page y otras pin-ups girls consolidaran la iconicidad más contemporánea de esta práctica, contaron con sus mujeres azotadas mayormente por ancianas u hombres, como figuras de autoridad parental, encarnaciones del superior punitivo. Rebelión, deconstrucción y resignificación erógena de una práctica asociada al poder, originalmente correctiva de conductas “torcidas”, dentro de las cuales siempre se han inscrito los lances sexuales.
De monstruos… está filmada con una estética sepia y espacios urbanos recios con cierta tendencia al expresionismo, remitiendo con poco disimulo al estilo del cine de las dos primeras décadas del siglo xx. Los registros histriónicos escogidos para sus personajes priorizan la expresividad gestual y facial por encima de la palabra oralizada, siendo construidos, además, con baja disimulada tendencia a la estereotipación maniquea y de fuerte sino clasista. Así, Johann, Viktor y el joven «galán» fallido que es Putilov se abocan a la caricatura: el primero es un ente cerebral, parco, de excesivo hieratismo, con explosiones de violenta psicopatía; el segundo, un “Igor” clásico de repulsivos rasgos físicos, con ciertas posibles referencias al asesino de M (Fritz Lang, 1931), con quien comparte su preferencia perversa por los niños. Putilov es un petimetre larguirucho de vodevil cuyo ridículo servilismo es enfatizado por el chillón traje a cuadros que siempre viste.
Estos villanos, en complicidad con las sirvientas de las dos familias burguesas a las que destruyen con sus maquinaciones, pueden asumirse mucho mejor como materializaciones de los deseos reprimidos por las “virtuosas” víctimas como la joven Lisa Radloff (Dinara Drukarova), quien termina estelarizando primigenias películas de spanking; la invidente Catalina Kirilovna Stasov (Anzhelika Nevolina), quien se excita cuando Viktor la desnuda y la muestra en público; y los siameses Kolia y Tolia (Alesa Deux y Genghis Tsydendambaev), estos últimos modelos de estampas pedófilas, explotados como fenómenos cantarines y alcoholizados.
9. Año bisiesto (Michael Rowe, 2010)
Año bisiesto es una película sobre la infelicidad y el vacío. Su protagonista, Laura (Mónica del Carmen) habita una burbuja de soledad y rutina, sobre cuyas paredes invisibles pero inexpugnables rebota la vida con todos sus sucesos, posibilidades, opciones. Es, además, una película agorafóbica. Transcurre casi en su totalidad dentro del apartamento de la joven mujer, en posible guiño a clásicos precedentes como Días sin huella (Billy Wilder, 1945) o Repulsión (Roman Polanski, 1965), cuyos personajes habitan espacios igualmente implosivos, asfixiantes últimos reductos.
Las acciones de Laura fuera de este espacio carecen de relevancia para el relato y para ella. De sus escapadas a la realidad externa se trae ocasionales amantes que, en vez de satisfacerla en sus sesiones de sexo, parecen vaciarla aún más. Cada hombre parece refrendarle su soledad y aumentarla, a la vez que impermeabiliza más el apartamento al influjo de la existencia. Lo mismo que las familias de diferentes edades a las que observa desde su ventana, con episodios voyeristas.
Laura conoce a Arturo (Gustavo Sánchez Parra) como al resto. Se lo trae a su cama como a los otros. Parece ser otra reafirmación pasajera de sus nadas. Solo que Arturo, con sus violentas inclinaciones parafílicas hacia el sadismo, la astenolagnia —atracción por la humildad, la humillación o la debilidad sexual de la pareja— y la asfixiofilia —excitación lúbrica por asfixiar a la pareja durante el coito, o verla asfixiándose—, consigue sacudirle un tanto la apatía y el tedio que recubren secretos núcleos de dolor sordo.
Las mortificaciones y vejaciones que le provoca Arturo en sus sesiones de dominación sucedidas de plácidos momentos de dulce intimidad familiar, van despertando en Laura una vocación masoquista que transita desde la práctica de la urolagnia u ondinismo —excitación por ser orinada o ingerir orina—, la asfixiofilia, la crematofilia —erotización por ser quemada o pensar en quemarse—, hasta desembocar en los predios extremos de la tanatofilia; con la muerte como clímax absoluto al final del sendero en que se interna, con la asistencia oportuna de Arturo.
El dolor físico y el moral se convierten en canales para catartizar penas sugeridas, levemente insinuadas con mínimos elementos que invitan a la especulación, que provocan el completamiento de la vida de Laura, afectada por la ausencia de un padre muerto, cuyo rol ha sido tan definitorio como ambiguo para ella. Se intuye una elusiva posibilidad de incesto. Arturo quizás viene a sustituir al padre como figura masculina dominante y abusiva, a la vez que tierna y solícita, despertando así a la mujer del aturdimiento en que se halla. Detonando recuerdos, deseos, contradicciones.
10. Molina’s Rebecca (Jorge Molina, 2016)
El cortometraje cubano Molina’s Rebecca se vuelve una fábula contemporánea sobre la consecución de la felicidad a través de la quebradura de barreras autoimpuestas, a través de la catarsis, el arrebato y el disfrute carnal. Entre los personajes protagónicos se articula un triángulo parafílico de armónica reciprocidad lúbrica, donde el matrimonio maduro de Abelardo (Roberto Perdomo) y Josefa (Beatriz Viñas) descubren y explayan su gusto por la mixoscopía o escoptolagnia —excitación erógena por observar abiertamente a otras personas realizando el acto sexual, que se diferencia del voyerismo en que estas últimas se saben miradas— y la joven Rebecca (Dana Estévez), sobrina de Abelardo, se sumerge en los placeres de la martimaclia o excitación por ser observado por otros durante el coito.
Esta simbiosis lúbrica resulta en una eficaz y armónica receta, lubricante del acto carnal en personas largo tiempo abandonadas a sus monótonas frustraciones. En una atmósfera libre de prejuicios, las alternativas estimulantes de la libido abundan a mares en su legitimidad. Se adereza todo con unas permisivas dosis de ligero y tangente incesto “visual”.
El director cubano hurga con esta película en las intimidades compartidas, o mejor, en la necesidad de compartir la intimidad y resemantizar así su convencional naturaleza binaria, sin llegar necesariamente a la multitudinaria interacción de la orgía o a las fiestas swingers.
Inspirado en el relato El invernadero, de Guy de Maupassant, Rebecca sorprende dentro de la filmografía de Molina por su esmerado apego a la narrativa aristotélica, urdida con una pureza casi de laboratorio, lo cual pudiera verse a su vez como homenaje metódico a la propia escritura del francés, y a contemporáneos como Chéjov, cuyo tono satírico-picaresco viene a concomitar más con el resultado final.
Resulta igualmente peregrina la inusitada conclusión fausta de Rebecca, ya que es lo más cercano a “felices para siempre” que ha estado el realizador en toda su filmografía; claro que en una cuerda plenamente sintonizada con los Cuentos Inmorales(1974), de Walerian Borowczyk, además de las adaptaciones de Pasolini de Boccaccio (El Decamerón, 1971) y Chaucer (Los cuentos de Canterbury, 1972), con una pizca leve —pero suficiente— de la lascivia de Tinto Brass. Y no hablo solo de la especiada anécdota, sino sobre todo por la joie de vivre que impera en la mayoría de estas obras, donde el coito pleno y su órbita o aura psico-socio-erógena se revelan como actitud poco menos/poco más que libertaria y como modo expedito de alcanzar la realización personal.
© Imagen de portada: Fotograma de Molina’s Rebecca.
10 películas con escenas de sexo real
Antonio Enrique González Rojas
Las películas que buscan naturalizar los intercambios sexuales explícitos entre actores son poco difundidas, relegadas a circuitos especiales, encasilladas en nichos de culto o experimentales, o simplemente prohibidas. Como sucede con varias de las cintas recogidas en la lista que ofrezco a continuación.