En las zonas más experimentales y recientes del audiovisual independiente hecho en Cuba se han sistematizado indagaciones simbólicas —donde prevalece la metáfora como principal recurso discursivo— acerca del fracaso del proyecto sociopolítico cubano.
Las creaciones de autores como Marcel Beltrán (Casa de la noche, 2016), Alejandro Alonso (El proyecto, 2017) y Alán González (El hormiguero, 2017) se separan de los enfoques casuísticos y con urgentes aires de denuncia expositiva-periodística del audiovisual alternativo nacional. Desde el cine ensayo —las dos primeras— y la ficción —la tercera—, urden enfoques ontológicos donde las fronteras genéricas entre la ficción y el documental tienden a diluirse.
Cual acto de justicia poética, mientras más versan tales obras sobre la distopía endogámica y agorafóbica, el enquistamiento del modelo histórico oficial, el pesimismo, la frustración y el agotamiento del canon social cubano, más lozanamente refundadoras, auténticas y sólidas se revelan como nuevas poéticas audiovisuales cubanas.
El uso de película de 16 mm para registrar y reelaborar las imágenes originales y de archivo empleadas por Beltrán en Casa de la noche, habla de una mirada autoral extrañada, alienada, exhausta, que repasa una esfera de sentidos, códigos e íconos ya muy ajados; a punto de disolverse en una nada sin sonido ni furia, sobresaturada de indiferencia e inercia.
Este significativo y saludable detour en la obra de un realizador comúnmente apegado a convenciones tan “correctas” como acomodaticias, implica una ruptura formal y estructural no menos brusca por lo cerebral y equilibrado del relato, alegórico a la vez que cuestionador. Y Beltrán no es tan cuestionador del estado de cosas en la Isla, como sí interrogador de “su” percepción sobre los constructos simbólicos oficiales cubanos, erosionados bajo el peso de la redundancia (¿cíclica?), el hieratismo beligerante y, sobre todo, el desfase con una realidad cuyo torrente ha sajado nuevos (dis)cursos para fluir y moverse, no importa hacia dónde.
El realizador agrede la textura del celuloide y la nitidez de muchas de las imágenes. Sobreimprime planos y sobresatura escalas cromáticas hasta lograr una deformación casi abstracta de las formas y movimientos, que devienen fantasmagorías y pesadillas febriles de una nación-delirio, de una nación-Fata Morgana, de una nación-queloide, de una nación-disolvencia. Complementado todo por la voz del padre del autor, en un guiño tarkovskiano; solo que aquí el espejo está astillado y sangra espeso azogue.
Dada la confluencia en el relato de dos recursos habituales del discurso artístico-crítico no libelista cubano: el baile popular —como avatar de la alienación catártica— y la ruina arquitectónica —preeminentemente habanera—, Casa de la noche pudiera verse también cual súmmum de una postura sociopolítica participativa de buena porción del séptimo arte nacional.
Pero también puede asumirse como una deconstrucción aguda del agotamiento de ese mismo discurso crítico, generador de un diálogo de sorderas, vistas gordas, castigos, censuras, permisividades, tolerancias, intolerancias, marginalizaciones, réplicas, algunas retractaciones, migraciones, radicalizaciones, par de escándalos y tánganas. Circunstancia que ya se extiende varias décadas.
El statu quo envejece junto a sus críticos, quienes se contentan la mayoría de las veces con ripostar y deconstruir proposiciones y estructuras. A veces superestructuras. Así les han enseñado sus padres y antagonistas. Son las mismas armas en manos de un bando diferente.
Luego del autorreconocimiento de su autor, de su lugar en medio de tales dinámicas y, sobre todo, del riesgo de convertirse en actor de una pantomima onanista, Casa de la noche propone un distanciamiento, una renuncia, un exterminio de las viejas maneras y códigos. Una quebradura de la circularidad, un sabotaje definitivo al flujo infinito de la angustiosa cinta de Moebius en que se desliza el grueso de los sistemas y propuestas estético-discursivas, junto a Cuba toda.
Un vórtice de hormigueantes planos conclusivos, donde se presencia la caída de ídolos falsos y verdaderos —cual mordisco de Saturno—, cierra las puertas de esta amarga morada nocturnal, bajo cuyas vigas esta obra invita a devanarse la cabeza en pos de una reformulación del sistema de categorías expresivas, políticas, sociales y nacionales. Luego de todo, justo en ese después que siempre existirá tras el desastre, queda en las papilas un acre sabor a honestidad nihilista y a melancolía postapocalíptica.
Con un importante recorrido internacional —incluido el Premio FIPRESCI del DOK Leipzig 2017—, El proyecto, de Alejandro Alonso, podría verse como una casi metafísica reformulación del propio concepto de “proyecto”, entendido comúnmente como algo inacabado, bocetado, embrionario, insinuado. Todo lo contrario. Aquí el término se refiere mucho más a una “proyección” en el tiempo, a un viaje constante desde el pasado hacia un futuro que nunca será presente. A riesgo de negar el movimiento como constante de la existencia, que la percepción humana enmascara bajo la autocomplacencia de lo presente: una noción tan exclusivamente emanada de nuestro controlado universo simbólico como son la línea o el horizonte. La concientización plena de existir en una dimensión perennemente mutable solo puede llegar acompañada de la locura o el acceso instantáneo al Nirvana (algo que bien puede ser lo mismo).
El presente termina siendo poco más que una escaramuza perceptual para no reconocer lo ineluctable de nuestra condición nómada. La inmutabilidad no es una certeza, ni un asidero o posibilidad, sino una aberración imposible en un universo donde el movimiento es la única posibilidad, la ley primera y última. Es el verdadero perpetuum mobile que nos contiene y rige. Así, pasado y futuro vienen a resultar las únicas constantes auténticas: el primero engloba todos los acontecimientos sucedidos, afianzados en un nicho histórico, y el segundo es cierto en lo ignoto e impredecible de su eterna naturaleza promisoria. El futuro como estado larvario del pasado, en un sentido que relativiza cualquier direccionalidad evolucionista, o cualquier otro paradigma racionalista como el arriba y el abajo, el delante y el atrás. El destino de todo lo que será es haber sido; quedar atrás. Es convertirse en un suceso, en un fenómeno sucedido.
El futuro del después es convertirse en el antes. Así como se convierte en un pasado cada vez más nebuloso el “proyecto” de obra atesorado y soñado por el sujeto lírico que protagoniza y narra la película. Proyecto incompleto por desconocidas circunstancias que truncaron su rodaje; incompleto por los eones que han transcurrido y por las trampas de la memoria.
En el momento diegético de la cinta ya es un puzle en plena descomposición, como se aprecia sobre todo en las secuencias animadas donde se desmigaja en una lenta explosión que recuerda ciertas secuencias de Antonioni, la maqueta digital del edificio-personaje —auténtico coprotagonista—: una antigua y estereotipada ESBEC (Escuela Secundaria Básica en el Campo) o IPUEC (Instituto Preuniversitario en el Campo) cubanos, ya da lo mismo.
Es una escuela sin alumnos ni profesores. Fue encarnación arquitectónica de un proyecto de futuro y, por ende, la materialización de una certeza futura. Cuando fue filmado por el protagonista era también algo seguro como ente pasado, carente ya de sus propósitos como incubadora de un porvenir utópico. Transmutada en pasado, es un exoesqueleto decadente donde sobreviven un centenar de náufragos rodeados por naranjales igualmente mortecinos, bajo el asedio del virus Citrus tristeza. Es un no-futuro. Un desecho imposible, un coágulo arrebujado al borde del movimiento.
El montaje de la película plantea precisamente la contraposición entre las imágenes pasadas, rebosantes de entusiasmo futuro, y las imágenes del verdadero destino de tanto frenesí utópico. La fotoanimación, marcada por soluciones tipográficas que homenajean la obra de Nicolás Guillén Landrián, fotografías de prensa optimista y planos de reluciente pragmatismo técnico, testimonian el hervor donde tomó forma el edificio. Así como en La obra del siglo (Carlos M. Quintela, 2015), que remonta semejantes senderos discursivos —y refiere otro proyecto utópico frustrado: la Central Electronuclear de Juraguá—, se emplean añosos videos reporteriles que registran épocas igualmente genésicas.
Asimismo, las imágenes que El proyecto y La obra… registran en tiempos de triste conclusión y decadencia, hieden a contemplativa distopía, a limbo donde los habitantes varados en la escuela esperan la nada.
Fantasmas son ya desde la perspectiva del narrador de Alonso, que por momentos recuerda al melancólico protagonista de La Jetée (Chris Marker, 1962). Está embozado en un futuro inidentificable, y hasta su voz es soslayada, pues se expresa mediante subtítulos mudos, más cercanos, por su función, a los añejos intertítulos de las cintas silentes. Se desdibuja su naturaleza cultural a favor de una identidad proteica. A la vez, se lubrica el diálogo con todos los públicos posibles, para cuyos idiomas siempre podrá adaptarse el idioma de los subtítulos, (re)construyendo a este protagonista a la imagen y semejanza de los espectadores. O todo lo contrario: huirán despavoridos ante tan descomunal reto a la imaginación, ante tanta ausencia de cómoda certeza, ante tanta niebla.
En su esfera diegética, el protagonista parece retorcerse, agonizar ante la corrupción de la (su) memoria marcada por la fragmentación y la dispersión de imágenes tomadas en tiempos remotos, cuya proyección incompleta puede implicar la perversión de esencias originales, o el reacomodamiento de sus signos en sentidos muy diferentes. Pero la simple criba de la mirada de quien filma ya pervierte lo filmado: jerarquiza, oblitera, niega, subraya, altera, reduce, deforma.
Alonso aprovecha así, con El proyecto, para plantear uno de los grandes dilemas del creador audiovisual: la responsabilidad representacional con lo filmado; con su inevitable instrumentación y manipulación.
Mutilados siempre quedan los fragmentos de vida filmados. La fatalidad de lo fuera de campo. Solo permanece la certeza íntima de la consecuencia, la honestidad y el talento del realizador que con cada obra declara un mea culpa creativo y sincero en su dimensión cerebral.
El —a primera vista— sencillo argumento de El hormiguero, de Alán González, recoge un episodio de la cotidianidad de la joven “estudiante” (estatus casi deducido, apenas sugerido por el autor) que encarna discreta y sólidamente Grisell Monzón. Es asediada por la violencia omnipresente, o mejor, está inmersa, al borde de la misma asfixia, en un estado de violencia populista, marginal, practicada por seres que odian al prójimo como a sí mismos. Compartidas estas actitudes, incluso, por su propia pareja sentimental (Carlos Peña), quien aparece adaptado al entorno mediante la asunción de la naturaleza agresiva de sus propios “enemigos” o, sencillamente, desde la liberación de impulsos violentos prexistentes.
En este mundo distópico de salvajes viles, la joven protagonista se presenta en una dualidad víctima/resistencia, que vadea cualquier victimización para dialogar mejor con la descolocación camusiana (El extranjero), pasternaksiana (Dr. Zhivago) y desnoísta (Memorias del subdesarrollo). Los respectivos irredentos —verdaderos rebeldes con otras armas— Mersault, Yuri Andreyévich y Sergio circundan a la muchacha pensada por el también guionista Alán; martillean en su sorda reticencia a unir su voz a las obscenidades que desde su omnipresencia componen una verdadera banda sonora para El hormiguero.
Motivado posiblemente por el impacto visual de El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), pero sin adentrarse en el reto perceptivo que es este ejercicio fílmico —restructurador radical del espectador en la jerarquía narratológica—, el foco de Javier Pérez se centra (casi todo el tiempo) en la protagonista.
El resto de los elementos involucrados en la trama adquieren categoría escenográfica, contextual, no solo las verbalizaciones del odio, la intolerancia y la riposta social. Su esposo, y la pareja antagónica (Maribel García Garzón y Reynier Morales) también se integran a ese fondo monocorde en su algarabía, plano en su monótona y desindividualizadora dictadura de un proletariado frustrado, obnubilado por la miseria donde sobrevive, sajado por el desprecio al otro, resentido por su fatalista igualdad en la miseria, mediocre.
Sobre este plano escenario de fondo, se recorta con suficiente volumen la triste heroína de esta historia. Su voz cauta, tímida, pero posiblemente resaltada durante la posproducción de sonido, resuena con más fuerza que la cortina de sonidos y furias que desciende como lluvia ácida (“¡¡¡¡¿¿¿¿Dónde está Teresa????!!!!”). Distanciada hasta el extrañamiento, buscando protección constante en la misantropía. Resistida a pensar(se). Transita en el maremágnum sin zambullirse. Por momentos sutilmente buñueliana…, del Buñuel de Los olvidados (1950) y Viridiana (1961). Distópica antes que pornomisérica. No confundir. Pues la joven se revuelca en las marismas nunca verdaderamente influidas por las luces de la utopía.
La Monzón contrasta, desde su intenso comedimiento, con una García Garzón muy orgánica en su exceso vocinglero, divisada por momentos como la némesis de la historia, cual especular Salomón Negro de la protagonista. No poco zumo también se le puede sacar a esta pieza desde los estudios de género, pues de notar resulta el inmediato posicionamiento en el conflicto desatado en el plano-secuencia inicial entre dos hombres, dos maridos que, bajo la ley de la jungla, deben ser secundados por sus esposas, leonas cazadoras. El personaje de Maribel, si dubitaciones, rápidamente escoge su rival en la protagonista, proyecta y comparte la pipa de la guerra.
Visto ya desde un angular sociopolítico, El hormiguero propone un vuelco perceptivo a la versión proletaria —divergente, pero tan moderna como sus creadores coloniales— del mito del “buen salvaje”, que el Socialismo y el Comunismo han asumido para enaltecer la nobleza de los pobres, sojuzgados por los “intrínsecamente viles” aristócratas y burgueses. Deviene sin tardanza el apotegma marxista: “el hombre piensa como vive”; un verdadero cuchillo de doble hoja. Como sea, siempre asoma Bukowski su oreja peluda para recordarnos con sus versos: “cuidado con el hombre mediocre”.
La perspectiva filoproletaria tiende a confundir los derechos ciudadanos con la también adaptada doctrina del “Destino Manifiesto”, o sea: los estratos más humildes de la ciudadanía serían los merecedores últimos del poder, envestidos del utópico ejercicio de la “dictadura del proletariado”. Corolario este del credo comunista clásico, fin de la Historia, y no más que otra adaptación de un postulado previo: esta vez la Jerusalén Celestial bíblica, donde el Reino de los Cielos descenderá sobre la humanidad. (No olvidar el peso cultural judeocristiano en los ideólogos y teóricos del materialismo científico y el comunismo. En vez de negar tajantemente el misticismo heredado, terminaron reformulándolo en su sistema de utopías humanistas y economicistas).
Urdido con la argamasa lúcida de la distopía, El hormiguero es el breve grano de maíz donde cabe toda la violencia del mundo, donde se ataruga toda la mediocridad del mundo. Es la verdad que no queremos que el espejo nos muestre, libre también de la estetización harapienta que resulta la pornomiseria al uso.
Los podridos maderámenes del solar donde transcurren parte de las acciones alcanzan las dimensiones de un útero podrido, un territorio libre de “hombres nuevos”, solo capaz de engendrar apocalípticos morlocks cegados por la violencia, listos para depredar a cualquier eloiconsciente que aún deambule por derredor. Ya no hay que viajar al 802.701 D.C. en la máquina temporal de H.G. Wells para presenciar tal espectáculo, solo andar los minutos de nuestro angosto presente junto a la protagonista de El hormiguero.