A veces me enfado con el cine. Intento no hacerlo, pero hay algunas cosas que son imperdonables.
No voy a entrar en lo caro que se ha vuelto ir al cine. Tampoco me referiré —aunque bien que me gustaría— a ese cuantioso número de personas que trabajan en él como en el jardín de su casa. No diré nada de estas cosas, porque la razón me alcanza para ver que no es culpa suya. Pero la rabia me obliga a buscar un culpable, a culparle a él.
Al cine no le perdono que haya llegado tan tarde. No puedo absolverlo de su juventud.
Al igual que la literatura, la escultura o la pintura tienen sus iconos, a los cuales les rezamos, el cine fue dado a luz en un momento diferente. No nos va mucho eso de rezar ahora, ni en el arte ni fuera. Esto no es siempre un acierto, pues alguna de las obras que nos ha brindado el séptimo arte bien merecerían una posición genuflexa de nuestra parte.
De la misma manera que se nos enseña desde niños la épica de magnas creaciones como el David, de Miguel Ángel, o el Quijote,de Cervantes, con el cine no ocurre esto. Habiendo nacido en la época que más acelerada se percibe a sí misma, muchas de sus imágenes han pasado ante nuestros ojos con una velocidad que no nos ha dejado mirar dos veces. Es por esto, me digo, que aún desconocemos sus iconos.
Entre muchas de esas cintas que esperan a ser desenterradas para ver la luz está Arrebato, película española dirigida por Iván Zulueta y estrenada en 1980.
Intentar explicar brevemente de qué trata la película sería intentar explicar brevemente de qué trata el cine. Pero hagamos un esfuerzo.
El filme sigue la vida de José Sirgado, un director de cine profundamente frustrado con la profesión y atrapado en el pasado de una relación amorosa que nunca fue a ninguna parte. Al borde del suicidio y con una progresiva adicción a la heroína, conoce a Pedro, un excéntrico ermitaño obsesionado con encontrar la esencia del cine. A raíz de este encuentro, José irá dando un sentido a su vida, pero esta, a la vez, se acercará a su fin.
Así recitado tampoco parece gran cosa. Pero tras las líneas de sus diálogos y los destellos de sus fotogramas, encontramos el mesiánico verbo de una religión.
Casi nunca nos referimos a una película de culto como a una película a la que haya que rezarle, pero aquí estamos ante un cine que es confesional. Sin embargo, su confesionalidad es doble. Más allá del sentido piadoso, su director, Iván Zulueta, uno de los más injustos olvidados del cine español, desnudó su alma al extremo para confesar sobre la que fue la profesión y la pasión de su vida.
Desde aquel 28 de diciembre de 1895, fecha en que los hermanos Lumière proyectaron, por primera vez en la historia, una película ante un público, muchos han teorizado sobre el cine. Esa noche, en el Salon Indien du Grand Café, en el centro de París, los Lumière enseñaron un cortometraje de 50 segundos de duración donde se veía un tren entrando en una estación. El público, que desconfiaba de ese misterioso artefacto que luego bautizaríamos como pantalla, aterrado, comenzó a gritar y algunos hasta corrieron a abandonar la proyección, pensando que el tren se les venía encima.
Fue entre esos gritos de terror, que verdaderos mesías, hipnotizados y erotizados por las fotografías en movimiento, comenzaron a preguntarse el por qué. ¿Cuál era la diferencia específica de este nuevo arte? ¿Qué era lo que hacía a las imágenes cine?
En su tratado Sobre la poética Aristóteles intenta explorar cuál es el principio natural de la tragedia griega, o lo que es lo mismo: de la literatura. El filósofo llega a la conclusión de que el arte —entendido como técnica— de la literatura es un “arte de los espejos”, un arte de la imitación.
Nacía así y para siempre la contradicción entre realidad y arte, la inmortal dilogía entre vida e imitación de la vida.
Pero surgía algo igual de eterno. Un largo mito que nunca se iría: el “mito del hacedor”.
Cuando leemos los poemas de Rimbaud o de Verlaine nos hacemos a la idea de que la poesía va acompañada de vagar de noche por las vacías calles de París, borracho de ginebra. De la misma manera, leyendo a Hemingway o a Faulkner uno se imagina que lo que uno escriba en la mañana dependerá del whisky que se escoja para emborracharse. Tenemos ante nosotros el mito del escritor.
Pero hay también un gran mito del cineasta. Hay un cine sobre qué significa hacer cine.
Para Zulueta, tal y como plasma en Arrebato, la búsqueda de la esencia cinematográfica, del síndrome de Stendhal en el séptimo arte, es una búsqueda de la pausa.
En un mundo acelerado donde los creadores se pliegan a los deseos de los productores y de la producción en sí misma, ir tras el “arrebato” es ir tras el ritmo. Consiste en encontrar el punto de fuga que permita salir de todo y no volver a bailar jamás ningún ritmo más que el propio.
El ritmo planteado en la filmografía zuluetiana no es ni lento ni rápido, al igual que no es ni estático ni móvil. Es sencillamente armónico.
“¿Cuánto tiempo serías capaz de quedarte mirando los cromos de tu infancia?”.
“Mañanas que son años y siglos enteros, colgado en plena pausa. ¡Arrebatado!”.
La cinta, al igual que toda la carrera de su autor, recoge el sueño húmedo borgiano y matemático de la búsqueda del continuo. Ese anhelo por ser capaz de ver no solo el cine, sino la vida, como una sucesión de imágenes individuales, parándonos a pensar y a reflexionar a la vez que vemos cada una.
El arrebato por el cine, sugiere, nos lleva también al arrebato por la realidad. La aspiración de llegar a un nivel cognoscitivo tan superior de la imagen en movimiento nos lleva hasta la frónesis aristotélica. Siguiendo el correcto camino de la virtud, afirmaba el griego en sus escritos, se nos haría cada vez más fácil alcanzar un estado en el cual el ser humano sería capaz de darse cuenta de absolutamente todo. Nunca más tendría que dejarse llevar por la inercia del movimiento de la sinrazón.
¿Pero no podríamos estarnos engañando?
Estos resbaladizos caminos del demonio podrían llevarnos a afirmar que el cine está por encima de la realidad.
Tras casi cuatro décadas de dictadura franquista en España, los principios morales nacional-católicos que esta fomentaba estaban siendo puestos en cuestión. El contacto con el turismo, la televisión extranjera y la propia oposición a la dictadura habían empujado a la juventud española del momento al “extremo” opuesto. Tras la muerte de Franco comenzaba el destape.
Siendo esto así, toda la clase artística e intelectual española, a la vez que mundial, comenzó a encomiar el amor libre, el sexo y las drogas como elementos liberadores de la imaginación en la mente del hombre. Iván Zulueta fue uno de los primeros en desengañarse.
Profundamente enganchado a la heroína, la droga en auge a finales de los 70, su modo de vida tan dependiente lo llevó a un virtual colapso creativo. Prueba de esto es que Arrebato sería su última película. Moriría en 2009 encerrado en su casa, olvidado por todos, tras años frecuentando clínicas de rehabilitación de metadona.
Negándose a repetir el mito del director de cine, el mensaje de Zulueta clama al cielo por un equilibrio entre arte y realidad.
En Arrebato, la cámara de video se modela como un vampiro que pincha y absorbe la sangre infectada de unos teólogos del cine con delirios de grandeza. Estos gozan en su tóxico éxtasis, mientras la vida a su alrededor se resquebraja en insatisfacciones.
Bien sabido es que gran parte de las cosas que se hacen por convicciones muy altas se deben también a miedos muy altos. Los aristotélicos caminos del demonio llevaban al sacro cuelgue de una aguja clavada al brazo. Un ciego podrá ser antes conductor de ferrocarril que cineasta.
La culpa no es del arte, sino de la realidad.
La culpa no es del cine, sino nuestra.
‘Cold War’: El erotismo (anti)comunista
Con Cold War (2018), de Paweł Pawlikowski, estamos ante un cine que va mucho más allá de fronteras: un cine cuya nacionalidad son los sistemas. Sus imágenes versan sobre el recuerdo de un fantasma. Al oír su nombre, las miradas de sobrecogimiento y solidaridad entre un croata y un coreano cruzan la habitación.
* Edgar Pozo es autor del blog Homo Movens.