Once Upon a Time in Hollywood (Quentin Tarantino, 2019) es una de esas películas que albergan tras de sí una mente de pecado. Como un molesto zumbido de mosquito o una punzante jaqueca, algo se cuece en lo más íntimo de su realizador.
Retrotrayéndonos al Hollywood de hace 50 años, Tarantino viene en realidad a hablarnos del Hollywood de hoy y de mañana.
La historia gira alrededor de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un exitoso actor televisivo, y su doble Cliff Booth (Brad Pitt). Dalton, activo principalmente en series de acción y westerns durante las décadas de 1950 y 1960, decide dar el salto a la gran pantalla. Pero tras varios filmes similares en los que siempre interpreta al héroe que carga contra villanos en la máxima otredad, el público comienza a demandar algo distinto. Su carrera se asoma a las profundidades del abismo. En un momento de transformaciones clave en la historia de los Estados Unidos, Rick, al igual que toda la industria de Hollywood, han de afrontar el reto: renovarse o morir.
No se engañe el lector a la hora de pararse a pensar en la naturaleza cíclica del destino o en las circularidades de la historia. La fidelidad con la que 1969 retrata a 2019, más que la de una circunferencia perfectamente trazada, es la de un espejo.
Especialmente reflectante es la huella personal que deja Tarantino a lo largo de toda la cinta. Detrás de los diálogos de los personajes se encuentran los desasosiegos que atormentan a su creador. En la retaguardia de la luz que ilumina a sus miradas podemos alcanzar a ver las inseguridades que inundan el guion.
Tarantino duda.
Fue una estrella.
Fue un hit.
El joven Quentin se catapultó a la fama de manera meteórica. Prácticamente nadie se dio cuenta de cómo había ocurrido.
Reservoir Dogs a la una. Pulp Fiction a las dos. ¡Zas! Oscar al mejor guion original a las tres. Treinta años y ya era ese Mick Jagger que nunca había tenido el cine.
Tony Scott, Oliver Stone, Harvey Keitel y demás pesos pesados se morían por trabajar con él. Sus guiones se vendían como churros. La fiebre “tarantinil” era tan intensa que la Miramax enloqueció y le otorgó el Santo Grial del director de cine: el control absoluto sobre el corte final de sus películas.
Era la entrada de una nueva generación a Hollywood. Esta había recogido los frutos caídos de la anterior.
Los padres fílmicos del joven Taran eran claros. Se había criado viendo las películas de acción de Burt Reynolds. Le obsesionaban enfermizamente los spaghetti western de Sergio Leone. Frecuentaba, además, locales de cine porno.
Era el hijo pródigo de la hegemonía social de liberación sexual y contracultural que había surgido después del movimiento hippie en EEUU.
Tarantino creció para ser de aquellos que en un anuncio de una mujer escotada, sosteniendo una chorreante jarra de cerveza, vería un símbolo de liberación del espíritu humano frente a las oscuras garras de la censura.
Pero el luminoso aura del violento anti-establishment que lo acompañaba se fue apagando. Con el tiempo sus fans empezaron a entender que a través de un sentimiento de rebeldía anti-Hollywood, se había acabado integrando en este como ningún otro.
Comenzó a vivir de las rentas, a alimentarse de la leyenda de lo que una vez fue. Se dejó barriga.
Le perdonamos películas como Death Proof o The Hateful Eight sin saber muy bien por qué. Supongo que porque es Tarantino.
Aprendimos que íbamos al cine a ver una película normal, ya como cualquier otra, pero que como era de Tarantino tendría mucha violencia explícita y eso siempre es entretenido. El graciosete este seguro cogería un evento histórico y le daría un toque suyo, como que a Hitler le reviente la cara a balazos un soldado judío-americano de una brigada especial cazanazis.
En el fondo nos reímos y la pasamos muy bien. Mentiría si dijera lo contrario. Pero el hechizo llevaba ya mucho tiempo roto.
Ya no era la estrella de rock, ni el director rompedor al que todos llamaban. Pero aún se mantenía a flote. Todavía su apellido movía a alguien.
Esto estaba a punto de cambiar.
Una nueva ola estaba por hacer temblar los cimientos y las conciencias de Hollywood.
El movimiento MeToo arrasó con una clase intelectual y sociológica que se venía gestando desde la década de 1970. Esta intelectualidad, que se había puesto del lado de Polanski y Clinton en sus casos de abusos y que alababa la meyeriana cultura del sexploitation como un acto de libre conciencia, había sido empujada a un terreno moral distinto para que el que no estaba preparada.
El germen de todo esto, las centenares de denuncias por acoso sexual a Harvey Weinstein, salpicaba directamente a Tarantino, puesto que Weinstein había sido su productor durante décadas. Entre las damnificadas estaban la antigua estrella del director, Uma Thurman, al igual que su expareja, Mira Sorvino.
Tarantino fue acusado de silencio cómplice y él mismo reconoció haber podido hacer más para evitar unas conductas que acabaron por evidenciarse habituales en un Hollywood maldito.
Se disculpa, pero ya es tarde.
La mujer en tetas del anuncio de cerveza había dejado de ser un acto de rebeldía contra el código Hays y se convertía en el viejo acto de opresión de ser mirada a los pechos antes que como a una igual.
Los puentes de Tarantino con su público se habían roto, especialmente con los más jóvenes.
El mundo en el que los fans de Michael Jackson reclamaban la inocencia del acusado a las afueras del juzgado había quedado definitivamente atrás.
Pero el tormento de una mente de pecado no significa, ¡ay!, ser un pecador.
Lejos de un sentimiento de redención, Tarantino intenta en Once Upon a Time in Hollywood, más bien, explicar lo que ha sido de él.
En un acto de simbiosis, como el que hiciera Fellini con Mastroianni en Otto e mezzo, el realizador se funde con DiCaprio en el personaje de Rick Dalton y a partir de ahí duda.
Confiesa que desconoce ya cuál es su público. Nos hace saber que está al tanto de que está muy lejos de ser lo que era. Admite que ya no sabe qué es el cine para él. Pero también exclama: “¡Me da igual! ¡Yo he vivido mi vida!”.
El grito de Tarantino es en favor de la existencia y en él no hay cabida para el arrepentimiento. Sabe que sus padres no fueron perfectos y ni siquiera los mejores, pero jamás podrá dejar de ser su hijo.
Tal vez nos mienta, pero en la película vemos a una vieja estrella intentando estar en paz consigo misma a medida que se acercan los años del ocaso. Tenemos ante nosotros a alguien consciente de que su tiempo ha pasado y que lo asume con deportividad.
La vetusta masculinidad caduca se resquebraja. El malestar en la cultura se hace inequívoco y Tarantino obviamente se sabe más en el pasado que en el futuro.
Una juventud, o incluso una feminidad, vendrá y será constructiva. Tendrá obras ante las cuales poderse sentir orgullosas e intentarán, ya sea un poco, comprender de buena fe lo positivo que intentaron hacer aquellos que las precedieron. Entenderán la impotencia y la tristeza del que se va para no volver a ser nunca su mejor yo.
No obstante, hay también un cierto aire de presunción con respecto a la experiencia que le han dado sus años para llevarle a donde finalmente está. Se considera privilegiado por poder disfrutar con la conciencia tranquila finalmente de los placeres más inmediatos y banales de la vida. La guadaña ya no dista tanto como antes.
En esa madurez de hombre cincuentón con barriga en el sofá viendo la televisión parece encontrar el verdadero sentido de la autenticidad. Aceptando quién es, puede por fin alejarse del ascético vértigo de la juventud y de su hipocresía a la hora de analizar el mundo y a la gente sin predicar con el ejemplo.
Le gustan sus comidas de mierda, la dulzura de la propiedad privada y del amor privado y, sobre todo, que no lo jodan.
“La televisión americana es mucho mejor que esas metatrancas polacas, sobre todo con un porro en mano”, puede decir sin culpa.
Es en esa comodidad de su casa donde descubre que solamente para los jóvenes la sangre puede ser un amargo vino y la carne una insípida hostia.
Me decía un muy estimado amigo en una borrachera que “la justicia es un delirio de la materia”. No sé si pretendía tener o no razón, pero lo que está claro es que a medida que la tensión de la carne se relaja hasta hacer a esta flácida, se relajan también las exigencias que hace el sujeto al objeto.
En una cálida tarde de agosto sobre el ligero y apenas perceptible vello de unas liberadas sílfides sopla la brisa de un septiembre anunciado, pero aún distante. Las suavidades se vuelven porosas.
Sorprendente es como esa tensión de la piel en el roce, esos labios mordisqueados y esa mirada de deseo pueden esconder en sí el germen del polvo de los sepulcros de una eternidad de vacíos y resentimientos condensados en un grano púbero.
Menos sorprendente es ya que la inmortalidad de la luz de invierno en verano resulte de la tensión de unas ganas de follar. Es sabido que las profundidades del abismo miran en ambas direcciones.
Tráiler
‘Arrebato’: El cine como droga
Toda la clase artística e intelectual española comenzó a encomiar el amor libre, el sexo y las drogas como elementos liberadores de la imaginación en la mente del hombre. Iván Zulueta, director de Arrebato (1980), fue uno de los primeros en desengañarse.