«Un souvenir más en el parque jurásico del socialismo»

Las cuentas claras y el chocolate a la española

No conozco a María E. Rodríguez. No la conozco de nada. No soy habanera. No me he exiliado en Francia. Lesbiana sí soy; pero como es de todos conocido las tuercas cubanas no nos unimos en partidos. No por ahora. 

Sin embargo, a pesar de lo mínimo que nos acerca, quiero aquí tomarme el más atrevido de los riesgos: quiero explicarla. Sí, porque las reacciones tipo troll 2.0 que ha desatado su crónica merecen sororidad y quizá hasta una breve revisita al concepto de diglosia, aplicado a los cubanos. 

Sí, eso, diglosia: cuando convienes en que se trata de la misma comunidad; pero hablamos dos dialectos distintos. O quizá no es diglosia sino una misma lengua física ya partida en dos: bífida. 

Insultan a María. He leído de todo. De “amargada” a “masculladora de estiércol”. De todo. Y chico, mira, a mí la muchacha me ha parecido lo contrario: es doctora y traductora de la Unión Europea (buena pincha); tiene novia joven que va con ella a los conciertos hasta después de haberla querido persuadir (¿amargada?), y lo mejor: practica la mala política de la honestidad. Y eso, lo garantizo, sí que la deja a una la mar de satisfecha. Casi tanto como la novia. En fin, de todo le dicen. Pero a lo mío.

Creo que los trolls de María se han desatado por dos razones específicas: nos llama (a los cubanos de cierta generación que vamos a gozar a los conciertos de los paisanos) gordos y desmemoriados. Pero, a ver: ¡estamos gordos y desmemoriados! ¡Y no pasa nada! Somos sobrevivientes. Sobrevivientes de todo. De lo que dice María y de mucho más. Circunstancia en la que comer deviene el mejor remedio al exceso de memoria. Cincuenta libras después, tengo derecho a mi argumento, cré-an-me. 

En donde explico qué son los textos de no ficción, los tropos y la proyección

Bueno, la cosa de disolver la diglosia o lengua bífida que subyacen en el origen de este gran malentendido comenzaría por definir tantito qué es, en términos de literatura, un texto de “no ficción”. Voy a Wikipedia para que salga rápido y sin metatranca:

“La no ficción es un determinado tipo de contenido escrito (a veces, en forma de historia) cuyo creador, de buena fe, asume la responsabilidad de la verdad o la precisión de los eventos, las personas o la información presentada. La no ficción puede presentarse objetiva o subjetivamente”. 

¿Ya?

Entonces, a María le asistía el derecho narratológico de la subjetividad. Vernos gordos y descomprometidos como tropos de nuestro propio dolor, acaso suyo. Pido aquí (y se lo pido a María también) que levante la mano quien no haya sentido la anestésica “nada emocional” en situaciones límite. Ese día en que te ibas de Cuba, esta vez para siempre. Ese momento en que abrazaste a tu madre o tu abuelo sin saber si los volverías a ver y tú así, como témpano, sintiendo nada, llorando nada. 

Creo, desde mi función traduccional, que es de esa anestesia que llevamos puesta por años de la que habla María. Una parálisis que la subyugó con silencio para sí, con canto para los demás, una vez que estuvo al centro del “teatro del absurdo”. 

Ese teatro que no es precisamente la sala en la que se presentó Varela en Madrid, sino la cotidianidad con que nos terminamos identificando los migrantes: eternos desasosegados, cuerpos solos o cuerpos estrictamente apegados al cuerpo de nuestros amantes. 

Anestesia que facilita reinvención. Anestesia que te deja cantar en el coro o callar en el coro. Anestesia de tomar la foto cuando desde el otro lado alguien te dice: “dale, suelta la cámara, ven ya a la fiesta”. Y tú no, tú con la cámara. 

Esa sala de conciertos en la que se presentó Carlos Varela (y que María recreó para quienes no fuimos, desde su gran autoridad de narradora de no ficciones) debió ser un gran paliativo a la soledad de la migración, a la eterna duda de “qué coño hago yo aquí en vez de estar cambiando el horror de mi país”. PARA TODOS. Y debió de haber gente llorando. Mucha. Sin embargo, lo que mejor vio la cronista es cómo cantaban, y les reprochó, porque se reprochaba a sí misma. 

No conozco a María, repito, y no sé si es flaca; pero apuesto a que no pesa lo mismo que cuando se largó con aquella francesa de su historia. Cuando dice “gordos y mejor vestidos”, la imagino mirándose al espejo e intuyo que no se queda fuera; que solo apela a una estrategia discursiva atiborrada de tropos y a un artilugio defensivo que en sicología llaman “proyección”: te llamo gordo porque la gorda soy yo. Cré-an-me. 

Quizá soy especialmente generosa o tonta; pero veo la bofetada que sin dudas suelta la escritora como una bofetada que, de paso, se está dando ella a sí misma.

El asunto de la lengua de Carlos Varela

Varela fue un dios para María cuando cantaba en el 1994 “Como los peces”. Varela era un dios para muchos de nosotros cuando cantaba “Jalisco Park” y “Memorias”; es decir, mucho antes del disco que en Madrid celebraba sus veinticinco años. Ya sé que vine a hablar, a explicar, a María; pero no puedo hacerlo sin explicarme a mí. Seré breve.

Yo era esta niña de provincia que se metió en 1990 a hacer radio con apenas trece años. Y allí conoció a gente que le pasaron las cintas rotas (literal) de Carlos Varela. Y las pegué y las escuché, enloqueciendo a mi madre. Temas que ya nadie recuerda: “India”, “Apenas abro los ojos”, y la que más me voló la cabeza: “Ahora que los mapas están cambiando de color”. 

Ese tipo estaba loco. Mi madre me pedía que bajara el volumen a la grabadora que me compró en aquellas tiendas usureras en donde le dieron unos papeles por el único anillo de oro de mi abuela y dos cadenitas: una de ella y otra mía. Las cadenitas tenían una estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre. Pero me disgrego. El asunto es que dimos nuestro oro para que yo escuchara a Carlos Varela. La Virgen por Varela. 

Las cosas que se hacen por un dios.

Y sí, así nos cogió el 94. Y ese mar del que habla María y que yo también miraba, cuando por desesperación entendí que para irme de aquel lugar (léase país), como el amiguito de Varela en Jalisco Park, debía primero irme de la provincia y pasar cinco años en una residencia estudiantil de la capital. 

Una residencia apestosa desde donde vagaba cada mañana hasta Zapata y G, para aprender de tropos y gramáticas. Con hambre. Presa y vencida ante la densidad del tiempo. Pero, eso sí: mirando al mar por donde se tiraban a la deriva hombres y mujeres. Como los peces. 

Creo que ya me amargué. ¡Como María!

Y es que su texto me conmovió porque yo también padecí, en aquella Habana en la que Carlos Varela era un héroe, “la humillación ante el dinero”. Salíamos con hambre de la facultad y cruzábamos 23 y luego Línea y en la esquina de Calzada, antes de llegar a la peste, nos esperaban los deliciosos olores que salían del Hotel Presidente.  

Salíamos de F y 3ra, caminábamos por el Malecón hasta 12 (para visitar a otra amiga de provincia) y teníamos que tragarnos los olores del Meliá Cohíba. Y quiero insistir en una idea: teníamos hambre. Mucha. Y Carlos Varela cantaba: “la política no cabe en la azucarera”.

La humillación vivía en el conocimiento. En ese saber que todo aquello que olíamos estaba destinado a los extranjeros y sus putas (a veces nuestras compañeras de la residencia estudiantil). Para María y para mí: el hambre y Carlos Varela. Pero Varela era un puto dios. 

Uno que sí se tragó la lengua y bien. Uno que del contén del barrio pasó, suave, certero y mudo, a las enormes y constantes fiestas de la jet set habanera (hay fotos en Facebook, se reúnen casi todos los fines de semana, comen rico y manejan carros de principios del siglo XXI, ¿darán botella?). Un dios que en los noventa desapareció y, como detalla María, ya no volvió más:

“A los mandados, a grabaciones de otros discos, a las fiestas, a los conciertos, al Ministerio de Cultura, a casa de Silvio, a casa de Pablito Milanés, a El Tocororo, a La Cecilia, a los restaurantes de moda… solía ir otro Carlos Varela. Ya no era el mismo”. 

¡Iba a la casa de Silvio y Pablito, por Dios!

Carlos se tragó su lengua porque dejó de dar “patadas a la cara del gobierno”; porque sus próximas canciones no le hablaron a nadie como nos hablaron a nosotros en aquellos años (perdona, pero mucho de dioses y héroes hay en nosotros también); porque pasó de la cinta rota e ilegal que sonara en aquellas grabadoras para sacrificar vírgenes patronas a llenar el teatro “Carlos Marx”. 

Y, finalmente, porque aprendió el sutil arte de, sin patear, acomodarse como un souvenir más en el parque jurásico del socialismo. Un souvenir para todos: los desesperados que quedaron dentro, los nostálgicos que metimos el portazo y nos marchamos a engordar fuera. 

Pero ¿saben qué? No pasa nada, todo el mundo engorda como puede. Pido tarjeta amarilla para Carlos. 

Ella está viva gracias a un disco como aquel… O de cuando cierras un negocio para siempre.

“Quizás yo estaba viva gracias a un disco como aquel”. Leer esa frase en la vapuleada crónica de María E. Rodríguez y no comprender a los trolls, van de la mano. Asusta la falta de entrenamiento para capturar lo rotundo de la entrelínea. 

La cronista ha viajado desde su actual Estrasburgo hasta Madrid, ha gastado en avión, hotel y entradas por partida doble. Y lo peor: ha tenido que invertir energías no medibles en divisa para persuadir a una reticente novia que, anticipando lo que pasaría en el concierto, mejor se quedaba en casa. Como lesbiana de larga carrera les advierto: es agotador. Cré-an-me.

¿Y por qué? O mejor: ¿para qué? 

Si mi desconocida fuera esa amargada y resentida que por veinticuatro horas se configuró y desconfiguró en las redes sociales con la celeridad (frivolidad) propia de aquellas, ¿a qué vendría este esfuerzo mayor? ¿Solo para escribir su crónica? 

No lo sé, no tengo que saberlo. Pero lo siguiente sí puedo asegurarlo: María debía despedirse. Cerrar para siempre el negocio emocional de su anestesia. Mirar de frente a su dios y contarle bajito (mientras los demás gritaban) que si bien un día le había salvado la vida, al siguiente la había dejado sola. 

Hablarle justo de esa orfandad a la que, sin su música de patear tiranos, la había condenado. Ponerlo al día. Recorrer esos malditos veinticinco años en los que sus versos y acordes pasaron de ser banda sonora en la habitación donde se acostara con la francesa-visa schengen-bye bye Havana al silencio absoluto. 

No hay nada peor que el silencio para el migrante que un día tuvo música. 

El público de la sala de conciertos madrileña, ese que ahora clama redención y justicia porque ni tan gordos, ni tan cincuentones, ni tan olvidadizos (mejor vestidos sí), debe entender. Debe hacer un alto y conceder también a María su tarjeta amarilla. 

Por una vez descansar, la lengua bífida y entender que solo fueron parte del paisaje. Un grupo de extras en la escena en que una muchacha desconocida dice adiós a sus dioses y tiranos. Ritual exorcista que da comienzo, por fin, a una nueva vida. 




Carlos Valera

Carlos Varela y el jolgorio poscomunista

María E. Rodríguez

Carlos Varela vino a Madrid a festejar los 25 años de su disco Como los peces. La felicidad que se respiró allí solo puede compararse con la solvencia y la desmemoria. Carlos Varela es nuestro Alzheimer Nacional.