Celia Cruz, cien años de cubanidad

Yo viviré, allí estaré,
Mientras pase una comparsa con mi rumba, cantaré.
Seré siempre lo que fui, con mi azúcar para ti:
¡Yo viviré, yo viviré!
Celia Cruz.





El 21 de octubre, llegó el día en que Celia Cruz cumple 100 años y la comunidad latina, sobre todo la cubana, se encuentra eufórica. 

El mundo de la música habla hoy por la Reina de la Salsa. Incluso en los sitios más alejados del calor tropical, se escucha la voz de la Guarachera del Mundo por radio y televisión. 

En los Estados Unidos (donde vivió la mayor parte del tiempo) desde el año 2024 su rostro es la efigie de una moneda conmemorativa de 25 centavos de dólar. En apenas unas semanas, el quarter se había convertido en un souvenir para todos los que comprenden que el centenario de Úrsula Hilaria Celia Caridad Cruz Alfonso es una fecha de fiesta y orgullo para todos los amantes de la música y cultura cubanas.

En el onomástico, la eternidad misma celebra la grandeza de quien, desde la profundidad del corazón cubano, volcó el alma de un pueblo entero en cada nota, en cada grito de alegría y resistencia. Celia no fue una simple cantante: fue un huracán de energía y esperanza que arrasó con fronteras y silencios, un símbolo de la vibrante e indestructible esencia latina. 





Su voz es la memoria sonora de un tiempo convulso y de una identidad que se rehízo a partir de la adversidad. Un ciclón de libertad nacido en la Isla, pero abrazado por el mundo. Es, a decir de muchos, la historia mejor cantada de la cubanidad.

No se trata solo de las sonoridades que tejió, ni siquiera del “¡Azúcar!” que estallaba como un himno de vida y dulzura en medio de la oscuridad: fue la encarnación de la alegría insurgente, la voz que personifica la fuerza cultural de Cuba y sus diásporas, la que transformó la música en un acto de transcendencia y revolución interior. 

Su legado no se mide solo con discos vendidos o premios obtenidos, sino con la herencia imperecedera que dejó en el imaginario colectivo. Es un canto a la resistencia y al orgullo cubano y latino.





En el año 2004, apenas uno después de su muerte, el 16 de julio de 2003, se publicó su biografía, salida a la luz gracias a horas de entrevistas con la periodista mexicana Ana María Reymundo. 

En Celia, mi vida, la cantante comienza aclarando que, aunque preferiría una película, decidió un libro “para que nadie nunca pueda decir lo que yo pienso de mi propia vida. Nunca”. 

Así fue ella toda su vida, un ejemplo de persona consecuente. Por eso pidió, de no poder regresar a Cuba, que fuera velada en Miami, en la representativa Torre de la Libertad donde, decía, “tantos cubanos pasaron por sus puertas”.

Cuando Celia cruzaba el escenario, no solo desplegaba su talento, sino que invocaba el espíritu de un pueblo exiliado, desplazado, pero nunca derrotado, que resuena en cada rincón del continente y más allá. 





Su voz rompió cadenas invisibles, abriendo caminos donde el ritmo y la palabra se hicieron verbo de libertad. Fue también una mujer adelantada a su tiempo, una figura que desafió los moldes de género y raza, consolidándose como una reina indiscutible no solo por la corona simbólica, sino por su poder de arrastre y su capacidad única para unir generaciones. 

Tal vez sean Bemba coloráQuimbaraLa vida es un carnaval o La negra tiene tumbao las piezas más reconocidas de Doña Celia. Sin embargo, de su voz salieron boleros como Te busco Dile que por mí no tema, o himnos como Por si acaso no regreso y La Cuba mía, sin duda la canción más desgarradora que se puede cantar en un exilio de más de cuarenta años. Esta última, nombra también un documentalrealizado junto a Emilio Aragón, Miliki, donde Celia cuenta la historia de la música popular cubana durante las décadas del 40 y 50 del siglo XX. 





El impacto de Celia Cruz sobre la música es un fenómeno cultural que trasciende las categorías artísticas: redefinió géneros, fusionó estilos y abrió puertas para que la música latina fuera reconocida globalmente.

Quizás, más allá de todo, su mayor triunfo radica en haber puesto en el centro de la escena la identidad cubana, el misterio y la riqueza de su espíritu, ese que, a pesar de las pérdidas y la diáspora, nunca dejó de bailar ni de cantar. 

Su legado es un puente que une el pasado con el presente, la tradición con la modernidad, y un faro que sigue iluminando las voces que se atreven a soñar con la autenticidad y la libertad. Como dijo el obispo Josú Iriondo en la homilía funeraria de Celia: “su azúcar quedó derretida en el café de su pueblo”.

La Isla la recibió solo una vez después de su salida el 15 de julio de 1960. En 1990 realizó un concierto en la Base Naval de Guantánamo y, en algún momento, pidió recoger un poco de la tierra del otro lado de la verja, que divide la base con el pueblo de Caimanera, y echarla en una bolsa. 

Es esa la bolsa que trece años después fue introducida en su ataúd. La nostalgia de la Reina de la Salsa por Cuba es inmedible. Nunca perdió la esperanza de volver a La Habana que la vio nacer y que le regaló tantos aplausos. 





Celia llegó a expresar que su vida era un regalo de Dios, con la excepción de su adorada Cuba. Nunca perdonó que el gobierno de la Isla, con arrogancia y crudeza, le negara el derecho a volver. Ese castigo, por lo demás, no fue solo para ella, pues privó a todo un pueblo de una artista excepcional.

Celia Cruz fue y es un símbolo de vida, de resistencia cantada y coreada con furia y amor. Celebrarla es celebrar la fuerza del ser latino, de una cultura que no se rinde, que canta y renace eternamente, que encuentra en la música no solo un refugio, sino el motor primero para seguir viviendo con pasión desbordada. 

En sus notas vibran los siglos y las historias de un pueblo que, gracias a ella, aprendió a gritar con orgullo su nombre. Sus colaboraciones fueron reconocidas como ejemplos de integración. Desde El Rey, a dueto con Vicente Fernández; hasta una versión de Guantanamera junto a Luciano Pavarotti y Pau Donés; fue capaz de entregarse completa.





Hoy, cuando la voz de la muchachita negra que quiso ser maestra y cantaba por placer en las tardes, o para que sus hermanos se durmieran, se escucha más alto que nunca en digno homenaje a su centenario, no puede terminarse este texto sin mencionar que la inexistencia en Cuba de un espacio con su nombre es un atentado al arte nacional. 

No es una insensatez decir que la historia cultural del país está y estará incompleta mientras se ignore el talante de una mujer que le puso voz y razón de ser a la clave. 

Por eso, por su fortaleza, por su ejemplo y espíritu, Cuba y el mundo la felicita. Y el amor de su público y la permanencia de su arte son el mejor regalo en este dulce siglo junto a Celia Cruz.