Tiradera de esencia y conciencia (Pauta I)

Este no es ni pretende ser un texto académico; quizás sea todo lo contrario. Sin embargo, está dirigido principalmente a los núcleos academicistas de nuestro país. Tampoco es una crítica o auscultación a temas de arte; pero apunta en gran medida a grupitos amantes del artistaje. Mucho menos quiere dibujar con palabras y bambalinas la belleza o lo poético; mas es una lectura que recomendaría mucho a los poetas, aun cuando, según no pocos, a este texto se le tiene negado el derecho de existir. 

Soy un indecente —dicen quienes no me toleran— porque marco a tempo de clave cubana y, en sarta, recojo dosis de perreo y chancleta, manana solariega y acento de consortes. Además, porque me nutro de siluetas no pautadas en pentagramas, sino en la identidad, en el matiz, en el carisma de mi pueblo, en su esencia, en su jerga. Camino arrollando Cayo Hueso, Los Sitios, El Canal, Jesús María o cualquier rincón donde coja pista, ya que soy, entre otras cosas, consecuencia del reparto. 

Es pincha compleja teorizar sobre quién soy y qué es el reparto, determinar cuál es su importancia dentro del entramado cultural cubano, cómo se revelan sus cualidades estéticas, por dónde avanza su diégesis, en qué líneas se sustenta, cómo se magnifica. Sin embargo, es indispensable amasar esa bola conceptual, darle forma, para así conocer sus fallas y aportes a nuestra estructura social y definir, ya con menor sentido de abstracción, un fenómeno que se asoma imprescindible para la juventud, y la no juventud, cubana. 

Si hacemos retrospectiva e intentamos encontrar el protozoo repartero, quizás nuestro análisis se vuelva demasiado extenso y cansino. Por eso, en cuestiones esenciales (estéticas y discursivas) enmarcaremos ese surgimiento, vamos a llamarlo cuasi puro, a inicios de la segunda década de este siglo. Así, lo que podemos concebir como reparto, nace en el umbral de cambios estructurales y simbólicos en lo político-económico-cultural dentro de Cuba. 

El reparto nace en el umbral de cambios estructurales y simbólicos en lo político-económico-cultural dentro de Cuba.

Pocos años antes Raúl Castro asumía la presidencia del país. A su vez, Abel Prieto —de los principales enemigos de la cultura popular— dejaría su puesto de ministro de Cultura, después de quince años, para ocupar el cargo de Asesor del Presidente —aunque lo retomaría luego de las destituciones de Rafael Bernal Alemany (2012-2014) y Julián González Toledo (2014-2016), hasta, en 2018, cederlo a Alpidio Alonso.

Al mismo tiempo, existió una apertura en lo económico influida principalmente por el acercamiento entre el gobierno cubano y el estadounidense. Esto dio pie a un nuevo auge del cuentapropismo, los bares particulares y diferentes espacios y plataformas de promoción, así como a la mercantilización inmediata de los productos musicales —suceso que se magnificó con fenómenos como “el paquete semanal” y el acceso a Internet por datos móviles—, y a la jerarquización —explícita y tremenda— de tendencias sonoras sobre otras. 

Esto último, como consecuencia de intereses del poder político y su policía artística, así como por fuerza e influencia de las oligarquías culturales (familias prestigiosas, personas con capital a disposición, inversores importantes, principalmente extranjeros) a las que esa apertura otorgó mayor poder de acción. 

De esta forma, la clase popular, la más empobrecida, así como sus potenciales creadores, ávidos de nuevas sonoridades y estilos más consustanciales a su idiosincrasia, reestructuraron en gran medida los modos convencionales del cubatón y otros géneros parecidos, logrando la coexistencia dentro de una propuesta artística —sin afeites funcionales— de las fórmulas sonoras más aclamadas y los rasgos esenciales de este sector social.

Las personas del entramado creativo que gozan de posiciones privilegiadas abogan por una uniformización y depuración cultural.

Pero, en Cuba, “las autoridades culturales” y la mayoría de las personas involucradas en el entramado creativo que gozan de posiciones privilegiadas abogan por una uniformización y depuración cultural, al más clásico estilo colonial; de ahí sus afanes de conveniencia. Su principal divisa es distinguir y señalar, rastrillar y guataquear el surco cultural cubano para sembrar su “alta cultura”, excluyente y meritocrática, semilla de la centralización, la marginación creativa, el clasismo extremo y la censura. 

Pero la cultura cubana va de la mano con los procesos sociopolíticos y de producción que sentencian nuestra sociedad; por tanto, inequívocamente, será consustancial a la realidad del medio en que se desarrolla. La música cubana se debe a las necesidades de nuestra estructura de país —y a lo que nos hace tal—, no a los designios de una minoría, ni a sus concepciones de uniformidad calada y estática. 

Anotaría Leo Brouwer que “la música es un renglón de la cultura que enriquece el complejo político-social de un pueblo, se identifica con este y lo representa. No concibo la cultura como producto enajenado del hombre y por tanto de la sociedad que lo engendró, sino como una representación más de su poder creador. El músico es un obrero en el sentido específico o semántico de la palabra”.[1]

Asimismo, los momentos de crisis, cambios generacionales y hermetismos políticos funcionan como apertura a determinantes estéticas que representarán en mayor o menor medida el reflejo de una realidad contextual en base a la creación. Por tanto, los postulados creativos de la Cuba contemporánea son resignificaciones de paradigmas históricos y afrentas a los patrones enquistados en los diferentes círculos de poder. 

Una nueva clase élite sustentada en jerarquías de militancia política, privilegios militares y meritocracia academicista.

De tal modo, el reparto, de manera general, es simplemente una consecuencia más del orden estructural cubano, establecido desde la verticalidad existente entre las funciones internas de su dinámica social y sus poderes hegemónicos. 

Al tiempo que responde a las características esenciales de un ethos popular que toma de su contexto e influencias externas, toda vez es germen característico de la urbanidad habanera principalmente, representativa en gran medida de elementos de otras regiones de América. Así vemos al reparto como un fenómeno musical imprescindible a la hora de analizar los diferentes procesos culturales y contraculturales que radican hoy en la órbita citadina cubana luego de su extensión por todo el territorio nacional. 

Allende el impacto sustancial del reparto en la población cubana y de cierto modo envestirse su relator/constructor en un quid pro quo interesantísimo, la casta de alcurnia que nos dirige, así como gran parte de la que se le opone, promueve un orden clasista en cuanto a las formas en que se asume, o según ellos se debería asumir, la cultura nacional, y definir qué nos llevará a construir un mejor país y qué no. 

En tanto, bajo un sinfín de posicionamientos antagónicos a la realidad cultural que imponen estas facciones, el reparto es presentado como sujeto deslegitimado a la hora de analizar las aspiraciones políticas y sociales del futuro. La enunciación de terminologías en que subdividen las estructuras del arte y la creación determina la necesidad de señalamiento y brecha conceptual que esa élite promueve. 

Todo lo que no estuviera en sintonía con la llamada moral socialista era repudiado y vilipendiado.

El reparto, estandarizado como música ligera, entretenimiento, música vulgar, barriobajera, indecente y demás términos peyorativos imaginables, es, al igual que otras tantas muestras del hacer popular, una plaza estigmatizada y perseguida con el fin de ponerle coto a su proliferación y consolidación. 

No es secreto el orden occidentalizado y eurocéntrico que persiguen las mencionadas élites. Por tanto, un fenómeno cultural producto de una población principalmente racializada, no letrada, empobrecida y subalternizada en toda su extensión, significa para ellos un lastre, un mal que debe ser extirpado para lograr consolidar su proyecto de nación desarrollista, sobre todo blanca, clase media, letrada y por lo demás, excluyente y clasista. 

Para tales grupos, la marginalidad a la que están sometidos los sectores antes descritos no es consustancial al futuro político del país, mientras obvian la importancia de estas mayorías y su cultura para el desarrollo de nuestra nación. 

Enunciaría Alberto Enio Faya que en el período republicano:

las diversas expresiones nacidas dentro de las clases más pobres eran reconocidas como representativas de nuestra cultura cuando resultaban ser asimiladas, moldeadas y manipuladas de acuerdo con los intereses de las clases dominantes. Muy diversos espacios teatrales y públicos, como conciertos en parques y centros culturales en manos de la burguesía colonizada, así como los medios masivos en poder casi absoluto de esa clase, contribuyeron a definir a escala nacional qué era y qué no era esencialmente lo cubano, qué era lo realmente “culto” y qué era indicativo de buen gusto. Los centros de enseñanza de la música (conservatorios públicos y privados) no escaparon al dominio y una atención privilegiada a la formación musical dentro de los cánones europeos que tuvo su origen en siglos anteriores, e incluso generalizada en Estados Unidos y en toda Latinoamérica, se hizo no solo imprescindible sino la norma.[2]

Es tarea titánica encontrar algo más clasista y desfasado que un programa cuyo nombre es ‘De la Gran Escena’.

Las problemáticas que Faya comenta, aunque relatadas antes del triunfo de la Revolución y en el discurrir del texto devenidas, de forma ingenua u oportunista, apología del nuevo proceso, resultaron también constantes después de 1959. Al punto que la estructura clasista que delimitó y usurpó el concepto de “cultura cubana” obró en base a la reafirmación de sus pretensiones, creando una nueva clase élite sustentada en jerarquías de militancia política, privilegios militares y meritocracia academicista. 

Así, desde el mismo 1959 se fueron dejando claras las posturas de la Revolución respecto a la cultura, quedando suficientemente dichas en 1961 luego de las “Palabras a los intelectuales” y en 1971, luego delPrimer Congreso Nacional de Educación y Cultura. 

No es menos cierto que posterior a enero de 1959 los sectores populares gozaron de cierto empoderamiento en el orden social y económico, así como accesibilidad a la educación, la salud y demás derechos. Sin embargo, a la vez, fueron casi obligados a desentenderse de sus rasgos identitarios, sus características esenciales y sus fórmulas comunicativas y creativas. Tanto que se criminalizaron prácticas religiosas, se moralizaron expresiones de la jerga popular, y fueron preteridos y vulgarizados géneros musicales, bailes y costumbres. 

Todo lo que no estuviera en sintonía con la llamada moral socialista era repudiado y vilipendiado. Más cercana en el tiempo, la campaña contra la “vulgaridad” en la música y un sinfín de cápsulas televisivas donde estigmatizan implícitamente el concepto de cubanidad son otra evidencia del término de exclusión por el que apostó y apuesta la casta dirigente de la Isla. 

Un canon de exclusión asido a una élite hegemónica, descreída de la clase popular, pero sobre todo mediocre, ineficiente y ridícula.

Además, el descreimiento de la subalternidad de las clases populares, evidenciada en su empobrecimiento, racialización y precariedad socioeconómica, normaliza las desigualdades en tanto le resta voz para reivindicar su posición social. Entonces, me pregunto: ¿en una Revolución de/por/para los humildes —léase los marginados, los empobrecidos, los subalternos— pueden existir campañas mediáticas en medios oficiales contra la “vulgaridad”? 

Es una incoherencia inefable. ¡Y para qué hablar del orden clasista y dogmático que persigue, presto al adoctrinamiento! Tenemos que aguantar cómo, de modo infame, los que más censuran y segregan —por mencionar: Abel Prieto, Luis Morlote, Alpidio Alonso, Omar Valiño y compañía— saturan espacios en TV con su retórica, galimatías y cantaleta, supuestamente teorizando sobre colonización cultural, siempre desde sus privilegios de hombre blanco, “intelectual”, gerontocrático y adicto a llenar currículos con helio, balbuceando y descalificando lo que, según ellos, no recoge los valores de nuestra tradición cultural. 

Aquí se impone aclararles que el imperio, contra el que en teoría luchan, que no es ni remotamente al que combate un antimperialista, no es culpable del orden clasista, heteropatriarcal y blancocéntrico de la cultura hegemónica cubana, como tampoco es culpable de las censuras, despojos y atropellos contra el género urbano, ni es culpable del nepotismo y la meritocracia que ahoga el marco institucionalista nacional. 

Pero qué podemos esperar de una estructura donde se aplaude, se legitima y se da espacios a la farsa ilustrada que abunda en su ecosistema, donde es tarea titánica encontrar algo más clasista y desfasado que un programa cuyo nombre es De la Gran Escena o algo más reductor e ingenuo que un Noticiero Cultural. 

Deberán pasar 62 000 milenios para que en Cuba se olvide todo el desprecio popular que recibió aquel intento de guaguancó.

Para qué hablar de otros espacios como las novelas, teleplays y teleseries donde es deporte prejuiciar, estereotipar y estandarizar; o programas aberrantes como Con Filo y La pupila asombrada, donde el guion solo tiene un objetivo: manipular. 

Esto, sin profundizar en el trabajo de instituciones como la EGREM, Bis Music, las empresas musicales, o la UNEAC y la AHS. Sobre esta última, vale destacar que en sus sedes habaneras, dígase el Pabellón Cuba y La Madriguera, durante los tres años que trabajé en dicha institución (2019-2022) —tal vez esto aún se mantenga— estuvo estrictamente prohibido amenizar los espacios con reparto y algunas variantes del cubatón. Tampoco estaban permitidos el regueón ni el trap puertorriqueño; situación propiciada sobre todo por su presidencia y artistas privilegiados.

Así, vemos cómo las instituciones y los creadores en que se escuda el poder político a la hora de dar un discurso triunfalista en base a la supuesta salud de la cultura nacional, y por ende del arte y la música, responden a este canon de exclusión antes descrito, asido a una élite hegemónica, descreída de la clase popular, pero sobre todo mediocre, ineficiente y ridícula. 

O en su defecto, nos encontramos con que presentan panfleteros, quienes, a través de la música popular bailable, el rap y algunas variantes del cubatón, intentan expandir la narrativa oficialista. Esto, por supuesto, no es certero ni conveniente; ejemplos de sus fracasos y chealdades sobran. Deberán pasar sesenta y dos mil milenios para que en Cuba se olvide todo el desprecio popular que recibió aquel intento de guaguancó, de cuyo nombre no quiero acordarme, que desafinaron Raúl Torres y compañía. 

Atendiendo a todo lo expuesto hasta el momento, queda claro que el reparto es la voz, sujeta en el tiempo, de muchos círculos de personas racializadas, marginalizadas, excluidas. Es la reivindicación cubana de quienes se le piraron de talla al colonialismo/mercantilismo y su propuesta de blanqueamiento eurocentrista e ilustrado, mientras los desafía con sus mismas fórmulas. Es una variante empoderada, artística y hermosa de cómo reaccionar ante la invisibilización que le intentan imponer, desde múltiples esferas, a una verdad popular. 


© Imagen de portada: Alexandra Escartin.




Notas:
[1] Leo Brouwer: La música, lo cubano y la innovación, Letras Cubanas, 2004, p. 28.
[2] Alberto Enio Faya Montano: “Cuba: música y Revolución. Aproximaciones”, Luis Suárez Salazar (coord.): La Revolución cubana. Algunas miradas críticas y descolonizadas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2018, p. 303.





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