De ‘Cómo conocí al sembrador de árboles’

Él despierta más temprano que de costumbre. El sonido de la lluvia, el agua leve sobre los muros negros: ha llovido toda la noche en Barcelona. No uno de esos aguaceros de las Antillas a los que estaba acostumbrado, sino la lluvia de siempre acá en Europa, sin deseos, como si también la lluvia se hubiera cansado de caer, como si sintiera el peso de tanta historia, tantas cruzadas, tantos campos de exterminio, tanta trivialidad disfrazada de épica, tanta fatiga. Como se siente agotado del encierro a que lo obliga la lluvia, él sale de casa antes de que amanezca, con la única alegría de un café amargo, un pan duro (sin sal, pan de payés) y la esperanza de lograr el disfrute de la llovizna que las bombillas de la ciudad convierten en gotas naranja. Comprende que le gusta el sobresalto húmedo, tranquilo, de la ciudad entumecida. Los que no duermen, abandonan dormidos los bares o se van dormidos a los trabajos lejanos, bajo paraguas negros. Deduce que el único verdaderamente despierto es él. Mientras camina por la Rambla del Raval, sin prisa, cubierto únicamente por un impermeable que trajo de La Habana, se le ocurre que sería bueno ver el amanecer lluvioso en las galerías difíciles de la plaza Real. Toma, pues, la calle Hospital y pasa la iglesia de San Agustín con el fin de bajar hacia la calle de Sant Pau. Es ahí, en la calle del Arco de San Agustín, que tropieza, casi literalmente, con un joven acostado en la calle. Completamente desnudo, recostado a medias contra la pared, vuelto sobre sí mismo, abrazándose, como si tuviera frío. Pálida en exceso, la piel brilla con fulgores blancos. A él le cuesta deducir que ese joven está muerto. Al final, lo convencen la inmovilidad definitiva, la herida profunda del cuello que, bien mirada, resulta mortal por necesidad; tiene además otras tres heridas visibles, bajo la tetilla izquierda. La lluvia ha limpiado la sangre. La que aún queda, en cantidad sorprendentemente reducida, ha trazado una pequeña mancha sobre las piedras del suelo, un dibujo negro que el temporal se encarga de diluir. La gravedad de un cadáver desnudo junto a las piedras oscuras de una iglesia, la lluvia de la madrugada y la blancura de la piel, hacen que el cuerpo resplandezca de manera que cualquier persona impresionable, un poco sentimental, podría tomar por milagroso. Porque, además, es un hombre joven y hermoso, como se puede suponer, puesto que todos los jóvenes son hermosos. A primera vista él diría que el muchacho ni siquiera llega a los treinta. Tiene rasgos del norte de Europa. Parece alto y fuerte, como si se hubiera dedicado a pescar salmón. Los ojos aún abiertos muestran un azul antiguo y asombrado. Él también supone que quizá haya sido un homeless. Lo deduce por el pelo amarillo sucio, los pies callosos en cuyas plantas se advierte una mugre dura, resistente a la lluvia. Además, una rápida e incómoda mirada obliga a pensar en un deportista que hubiera recorrido un interminable camino de fracasos. Hay algo sano y al mismo tiempo malogrado en el cuerpo. Provoca admiración, piedad, desasosiego, deleite, deseos de llorar. Una búsqueda no demasiado exhaustiva informa asimismo de brazos y muslos acribillados a pinchazos. Le parece sospechoso, sin embargo, que junto a él no se encuentre ningún saco, bolsa o carro de mercado, algo que se diría consustancial a los vagabundos. No ve la ropa que debía de haber vestido en el momento del ataque. Tampoco el cuchillo con el que lo han apuñalado en el cuello y en el pecho. Nada hay en lo que, sin percatarse de las connotaciones, llama “la escena del crimen” que acceda a presumir un nombre, la razón de haber llegado hasta ahí. Nada permite descifrar la tragedia o la simple historia de este cuerpo muerto —luminoso bajo la lluvia. 


* Tomado de Abilio Estévez. Cómo conocí al sembrador de árboles (Tusquets, Barcelona, 2022).





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