Indagaciones sobre un profeta perdido



El pasado 11 de octubre murió Ian Watkins; un nombre que le dice poco a cualquiera y probablemente sea lo mejor. 

Fue el vocalista de la banda galesa de Rock alternativo Lostprophets. Con el tiempo resultó ser un sex offender. Acabó preso. Ahora mismo es un cadáver. 

El nombre del grupo puede traducirse como profetas perdidos. Lo de perdidos lo llevan muy bien hace doce años. Ian echó a perder cualquier posibilidad de futuro para la banda y para él mismo, cuando fue condenado a 29 años de prisión por pedofilia. 

Los otros miembros del grupo quedaron dispersos entre Estados Unidos y su natal Gales, ajenos (y uno diría que temerosos) a la idea de reintegrarse bajo otro vocalista. 

El perfil oscuro de los crímenes de Watkins es fuego que quema. El tipo usó a las madres de dos de sus víctimas como cómplices.

La BBC no esconde un desdén visceral: Paedophile singer Ian Watkins dies in prison attack as two men arrested. CNN luce más diplomática, cuando profiere que Former Lostprophets singer and convicted child sex offender killed in UK prison attack, media reports say.

Ocurrió en el centro penitenciario HMP Wakefield, de Yorkshire, conocido como Monster Mansion, por ser el último destino de otra docena de psicópatas locales. Dos reclusos parecen haber complotado un ajusticiamiento algo tardío, si se considera que el cantante llevaba cumpliendo condena por más de una década. Lo apuñalaron y lo degollaron. No era la primera vez que lo atacaban.

La foto de preso del finado impresiona. Nada que ver con el muchacho freaky (casi afeminado) que yo recordaba en mi adolescencia, cuando cursaba el décimo grado en un preuniversitario de Güira de Melena. 

Descubrí mucha música nueva en esos tres años: Good Charlotte en casa de una noviecita que me duró poco. Luego, me hice hardcore fan de Avenged Sevenfold

Cierto fin de semana, husmeando en la computadora, di con la portada del disco Start something. Un plano aéreo mostraba un muchacho, en apariencia cabreado, mirando al suelo, parado en medio de una avenida. A sus espaldas, una monstruosidad de downtown

La imagen daba frío. Daban ganas de estar ahí con él. De preguntarle qué hacía ahí y pedirle un cigarrillo. De andar esa ciudad gélida buscando parques llenos de skaters





Hice doble clic en la pista Last train home y ya no hubo vuelta atrás. La canción tenía una pegada nostálgica que incomodaba en cualquier presente, como gritando que no hay segundas oportunidades en nada. Que el último tren a casa siempre se pierde. 

Era una canción dolorosa, pero un hit instantáneo también. Terminaron gustándome otras canciones. Goodbye tonight sigue siendo la predilecta.





Pienso en los padres del difunto. Imagino a dos personas que llevan una vida discreta, llena de terapias y estrategias para lidiar con ese lado de su realidad. Visualizo una casa que pagaron los royalties de hits que ya nadie quiere (o no debe) escuchar. 

Veo a dos ancianos rezando para que un lacayo de Netflix no toque a la puerta ofreciendo dinero, a cambio de licencias para la trigésima miniserie morbosa de un famoso defenestrado por escándalos sexuales. 

Corroboro más tarde que la música de Lostprophets sigue existiendo en plataformas como Youtube o Spotify

¿Qué recomendaría Roland Barthes con la muerte de semejante autor? ¿Se debe escuchar la voz melódica de un hombre cuya contraseña del ordenador resultó ser IFUKIDZ?

Le doy otro vistazo a la portada del disco y me sigue gustando. Batallo con la idea de escuchar Last train home y Goodbye tonight de nuevo, sin sentirme culpable por ello. 

Qué contradicción tonta.