Los teatros en Cuba: 1776-1959 (I)

Las dos primeras edificaciones que se levantaron en Cuba siguiendo los parámetros de un teatro público, fueron el Coliseo (1776) y el Tacón (1838), y ambos quedarían en la retina de más de un escritor, quienes los inmortalizaron en sus obras literarias; entre ellos, María de las Mercedes de Santa Cruz y Montalvo (1789-1852), conocida como la Condesa de Merlin, y reconocida por algunos autores como la iniciadora de la literatura cubana escrita por mujeres. En su obra Viaje a La Habana (1844), la escritora nos permite conocer la isla durante la primera mitad del siglo XIX, y así describe los dos primeros teatros que tuvo La Habana: 

La Habana posee dos teatros, el de la Alameda, situado en medio de la ciudad a orillas del mar, y otro extramuros que lleva el nombre de Tacón, por haber sido edificado durante el gobierno de este general. El primero, más antiguo y más pequeño, es sin embargo más favorable a la música; el segundo, casi tan grande como el de la grande ópera de París, es el que tienen ahora las compañías italianas, si bien durante la ausencia de estas representan en él las compañías de declamación. Este teatro es rico y elegante a la vez; está pintado de blanco y oro; el telón y las decoraciones ofrecen un brillante punto de vista, a pesar de no estar muy bien observadas las reglas de la perspectiva. El patio está poblado de magníficos sillones, lo mismo que los palcos, en cuya delantera hay una ligera reja dorada que deja penetrar la vista de los curiosos hasta los pequeños pies de las espectadoras. El palco del gobernador es más grande, y está mejor adornado que el del rey en otras partes. Solo los primeros teatros de las grandes capitales de Europa pueden igualar al de la Habana en la belleza de las decoraciones, en el lujo del alumbrado, y en la elegancia de los espectadores, que llevan todos guante amarillo y pantalón blanco. En Londres o en París se tomaría este teatro por un inmenso salón de grande tono[1].

Para hacerse una idea de la cantidad de espectáculos que cada día estaban a disposición del público en La Habana, en tiempos de calma o de conflictos políticos y económicos, basta con acceder a cualquiera de las muchas publicaciones que circulaban en la época; por ejemplo, si tomamos el periódico dominical Antón Perulero (24 nov. 1861), podemos encontrar que se anuncia el drama Redención en el teatro de Tacón; el comienzo de las funciones del «magnífico circo de Chiarini»; y «el concierto de Gottschalk en el teatro de Variedades, […] (en el que tomarían) parte […] los violinistas (José) Vander Gutch [sic] y López, y el pianista Ruiz». O si tomamos el diario El País (23 may. 1894), podemos leer en él, en su primera plana, que a las ocho de la noche en el Albisu se presentaba la compañía de zarzuela con el dúo de La africana; a las nueve, con La cruz blanca; y, a las diez, con Los descamisados. También, para el mismo teatro, se anunciaba el estreno de las zarzuelas La tragedia del mesón y El traje misterioso. Y que, en el Gran Teatro de Tacón, la Compañía Dramática Española haría la «séptima representación de la aplaudida y graciosísima comedia en cuatro actos Villa-Tula».

Esto se puede leer en la primera plana de El País, pero, al final, en la última página, bajo la columna «Espectáculos», se repiten las noticias del Tacón y el Albisu, y se agrega que, en el «teatro Payret, la Compañía de Variedades Norteamericana, tiene función diaria y variada, a las 8»; y que en el café del teatro Tacón se presentaría el «Fonógrafo de Edison; con un repertorio inmenso y variado, con funciones por tandas en las noches de 7 a 11».

Este vertiginoso acontecer se produjo en escenarios, tertulias familiares, conservatorios, academias de música, salones de baile, tiendas de música y asociaciones de todo tipo; sin embargo, los teatros, por sus infraestructuras empresariales, pudieron montar innumerables espectáculos de primer cartel, comparables a los presentados en los más importantes teatros del mundo, algo que tendría consecuencias contundentes en la conformación de la cultura cubana y en la consolidación de estratos sociales capaces de crear y consumir los productos de la industria del espectáculo, incluida la música que acompañó siempre a la escena, fundamentalmente a la ópera, el género más demandante, en el que confluyen todas las artes y que exige, para su realización, profesionales solventes en múltiples disciplinas.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


El teatro fue la gran escuela y el soporte cultural para lo que vendría después y que ocuparía todos los espacios mediáticos del siglo XX: el cine, la radio y la televisión, medios que tomaron todo de la tradición teatral cubana. La actividad en la escena, al menos durante las primeras tres décadas del siglo XX, fue tan intensa, que hubo épocas en las que ocho teatros ofrecían funciones todas las noches, presentando distintos géneros teatrales y no hubo en todo el Caribe, insular o continental, una ciudad que pudiera competir con La Habana. La capital de la Mayor de las Antillas era entonces la tierra prometida, y en ella el teatro fue uno de los crisoles en los que se sintetizaron algunas de las músicas que llegaron a Cuba, y que, a través de un largo proceso de creación, se fueron convirtiendo en los géneros de la música cubana.

Además de los teatros, como ya he mencionado, hubo muchas otras asociaciones que propiciaron ese cuantioso consumo de los productos de la música utilizados en las diversiones públicas; entre otras, la Sociedad Filarmónica de Santa Cecilia, fundada en 1816, que auspiciaría durante las primeras décadas del siglo XIX la presentación de óperas y conciertos, y la impresión del «primer periódico musical dedicado a la enseñanza práctica y teórica de la música» en Cuba (Lapique 2008, 95), y el Liceo Artístico y Literario, una sociedad de recreo fundada en 1844, con establecimiento en la calle Mercaderes, «consagrada al fomento de las letras y las bellas artes», donde los artistas podían utilizar sus salones sin costo alguno para dar a conocer sus talentos y facultades, y que, en 1857, había alcanzado tanto poder económico que compró el Gran Teatro de Tacón (Pezuela 1863, 175-176). Este tipo de institución se replicó por todo el país y sirvió de sostén a escritores y artistas durante el siglo XIX y buena parte del XX.

Según Zoila Lapique, «sería muy extenso detallar las numerosas funciones musicales y teatrales que la prensa reseña en los primeros lustros del siglo XIX», y, según podremos ver más adelante, también durante la primera mitad del siglo XX. Así que anotaré lo mínimo imprescindible para documentar mi tesis acerca de la importancia de La Habana como escaparate de la industria de la música cubana; y de la cultura cubana, como sostén de esa industria. Por lo que en este acápite enfocaré mi investigación en los teatros como espacios en los que se sintetizaron y acrisolaron hábitos de escucha, conductas sociales, gustos estéticos e ideas de nación y nacionalidad. Una intención que se fue consolidando durante las primeras décadas del siglo XX en las mentes de la naciente intelectualidad cubana.

La revista Bohemia, por ejemplo, que comenzaba a acompañar a los cubanos en esa conformación de una cultura moderna y cubana, publicó en sus páginas las ideas de algunos de los más influyentes pensadores de la época, pero, además, sus columnistas tenían una sólida cultura y con sus artículos formaron parte de ese constructo. Entre ellos, y a propósito del papel del teatro en la sociedad, E. Carrasquillo Mallarino publicó una nota que elogiaba la creación en La Habana de la Sociedad de Fomento del Teatro y a propósito dice:

(Bohemia, 14 may. 1910). La idea de cultivar toda manifestación de inteligencia y toda semilla de orden decididamente saludable al organismo social -tan primerizo y desorientado en nuestros jóvenes pueblos- es una fuerza por cuya eficiencia están obligados a colaborar los que han logrado en la suerte de la cultura un puesto, por pequeño que sea.
El desenvolvimiento de la escena es la manifestación palmaria del pensar de un pueblo; y un pueblo que aprende a pensar, que sabe pensar, es un pueblo preparado a seguir las corrientes que lo salven y coloquen en el rol de las colectividades bien establecidas y que posee el secreto cada día más complicado de la vida moderna.
El teatro, cuya primera virtud ha de ser la suprema virtud de la enseñanza y en cuyas manifestaciones se refleja y reproduce el alma nacional, debe considerarse entre nosotros como una gran necesidad que habrá de divorciarnos de prejuicios morbosos y de costumbres suicidas, mostrando a los hombres del mañana los caminos ciertos de las ideas amplias.
Hacer teatro en nuestras sociedades obscuras es hacer luz; y hacer luz es la más generosa de las realizaciones del progreso.

La sociedad no tuvo un final feliz, pero esos choques, fracasos y triunfos iban conformando un complejo tejido social en el que por encima de todo se iban imponiendo las libertades del público para elegir entre uno u otro espectáculo, teniendo un acompañante a veces implacable en la prensa.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


Según el columnista de «Actualidades», de Bohemia (26 jun. 1912), los teatros, aunque todos estaban abiertos, «para las personas de alguna cultura permanecían cerrados», y así lo explica:

En Payret, por ejemplo, una compañía tal cual (que) está hoy organizada no es compañía de verso ni de zarzuela. Se nos ofrecen algunas comedias que bien merecen ser vistas y saboreadas, como «Puebla de las mujeres», «Malvaloca» y alguna otra, pero la compañía es tan floja que resta concurrencia: ésta no debe conformarse con la bondad de una obra: ha de desear una interpretación buena, o discreta por lo menos.

El cinematógrafo impera. Y el género cubano, de lo más anodino que darse pueda, impera también pero no inspira el menor interés. Ahora, a primeros de junio, nada más que al Nacional pasa la compañía de Regino López, lo cual quiere decir que el teatro cubano (¡) dominará por completo la situación. ¡Lástima que ocasión tan buena no sea aprovechada para probar que puede hacerse teatro cubano! Dejemos que pasen los meses de calor y entonces veremos qué se nos anuncia.

En esta crónica es posible conocer el estado, al menos temporal, de la actividad teatral en los meses del verano de 1912; pero, además, conocer cómo se iban expresando los conceptos de «teatro cubano» y la inclusión de Regino López como uno de sus cultores. Estos son datos para tener en cuenta, porque pudieran indicar la confrontación de ideas que, entre la escena, el público, la prensa y el mercado se estaban produciendo desde entonces y que, en la década del 50, desembocó en un movimiento teatral cubano de gran valor nacional con una estética universal.

En ese mismo año de 1912, la Gaceta Teatral abrió un certamen «para proclamar la actriz más artista» de las que actuaban por entonces en Cuba, y según el escrutinio final del jurado, emitido el 24 de marzo, los resultados fueron los siguientes: Prudencia Grifell, 12.037; Esperanza Iris, 11.889; Josefina Peral, 8974; María Luisa Labal, 7231; Esther Adalberto, 7287; Virginia Fábregas, 6592; Graziella Pareto, 7724; Regina Vicarino, 6418; Enriqueta Sierra, 2259; Enriqueta Fabregat, 1914; Lolita Vargas, 1823; Luisa Obregón, 681; Carmen Rangel, 588; y Esperanza Real, 341 (Bohemia, 24 mar. 1912, 143).

Esta lista de las más populares del año da una idea del vertiginoso mercado del entretenimiento y de la calidad de las cantantes y actrices que conformaban el gusto de los cubanos en las primeras décadas del siglo XX, y es, también, un dato que indica la existencia de una industria que era capaz de sostener orquestas, escenografías, vestuarios, luces, publicidad, crítica y toda la parafernalia que se necesitaba para que las estrellas del teatro brillaran y se convirtieran en parte de la armazón cultural de la sociedad cubana.

En 1914, un grupo de actores, actrices y escritores organizaron una temporada durante la que llevaron a la escena una serie de doce obras de teatro de autores cubanos en el vaudeville del Politeama, pero estas no incluían, por supuesto, ninguna de las que desde 1890 habían pasado por el Alhambra, teatro al que por su importancia dedicaré un acápite más adelante.

El grupo estuvo organizado por un comité gestor que integraron Lucilo de la Peña, Salvador Salazar y Gustavo Sánchez Galarraga, quienes se propusieron «hacer ambiente al teatro nacional» y llevaron a la escena habanera; entre otras, Errores del corazón, de Gertrudis Gómez de Avellaneda; Cuando el amor muere, de Antonio Ramos; La vida falsa, de Gustavo Sánchez Galarraga; Amor con amor se paga, de José Martí; y La otra, de Salvador Salazar (Bohemia, 11 ene. 1914, 19). En mi opinión este teatro planteaba una estética muy distinta a la que habían llevado al Villanueva y al Alhambra los autores cubanos, utilizando lo más culto del teatro creado por cubanos y se mantenía «muy apartada de la vulgaridad» (Bohemia, 11 ene. 1914, 19).

Todo este bagaje adquirido desde el siglo XIX en los escenarios más disímiles propició que, quienes iniciaron la radio (1922) y la televisión (1950), durante la primera mitad del siglo XX en Cuba, lo hicieran con tanta solidez que sus obras, aún hoy, cuando el siglo XXI deshoja a toda velocidad los almanaques, acaparan con tozudez el favor del público de habla hispana alrededor del mundo, incluso, a pesar de que muchas de esas obras hayan sido proscritas de todos los medios en la isla por la dictadura castrista durante los últimos sesenta y dos años. Entre otras, vale mencionar programas radiales de humor «astracanado» como La tremenda corte (1942-1961), de Cástor Vispo (1907-¿1973?) que salió al aire en la RHC-Cadena Azul, el 7 de enero de 1942; la melodramática radio novela El derecho de nacer (1948), de Felix Benjamín Caignet (1892-1976) -que fuera llevada al cine (1952) y a la televisión (1981) en México-, y las innumerables tele y radio y novelas «rosa» con la firma de Delia Fiallo (1924), entre ellas la multi versionada Esmeralda.[2]


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


Decenas de teatros y cinematógrafos ofrecían al público habanero funciones diarias. Tomando al azar el DM, el 3 de abril de 1930, se puede leer en la página 8, en la columna «Cartel del Día«, el anuncio de las funciones que para esa fecha se presentarían en cuatro teatros: Nacional, Martí, Comedia y Alhambra, y una veintena de cinematógrafos: Campoamor, Regina, Neptuno, Norma, Lira, Lindbergh, Rivolo, Trianón, Fausto, Imperio, Verdún, Cuba, Riviera, Wilson, Encanto, Inglaterra, Lara, Olimpic, Universal, y Strand.

A partir del 30 de diciembre 1949, La Habana tuvo el teatro más grande del mundo:Blanquita, que abrió sus puertas al público con la revista musical De París a Nueva York, producida por Lou Walters, la que, según Francisco Ichaso, resultó «un espectáculo variado, frívolo, alegre y a tono con la euforia de los días de comienzo del año».

El teatro tenía capacidad para seis mil personas sentadas en lujosas y cómodas butacas, con un escenario capaz de albergar «los más complejos y grandiosos espectáculos» (DM, 3 ene. 1950).

Según el artículo de Jorge Quintana publicado en la revista Bohemia (1 ene. 1950), el teatro Blanquita fue construido en el reparto Miramar a instancias del senador de la República, Alfredo Hornedo y Suárez, quien invirtió dos millones setecientos mil pesos en su construcción. El coliseo ocupaba un área de cinco mil metros cuadrados -95 de fondo por 63 de frente-, y contaba con un escenario de proporciones únicas en Cuba y uno de los mayores del mundo, preparado para presentar todo género de espectáculos: ópera, revista, teatro popular o clásico, patines sobre hielo, y cine.

Debo anotar, también, que en algunos cines se combinaban, aún en la década del 50, el cinematógrafo con los espectáculos de música y variedades; entre ellos, según el anuncio del DM (2 ene. 1953), ese día se presentaría en Radiocentro un gran show con los payasos españoles, muy famosos en la isla, Gaby, Fofó y Miliki; el conjunto vocal de Orlando de la Rosa; y el imitador de cantantes Víctor Antonio. El 1 de noviembre de 1956, según el mismo diario, se presentaban los excéntricos musicales Tex-Mex; el tenor mexicano René Cabel; y el pianista y cantante Bola de Nieve; y, en ambas fechas, completaban el elenco el conjunto de baile Radiocentro, bajo la dirección de Alberto Alonso, y la orquesta de Adolfo Guzmán, con escenografía de Luis Márquez.

En el cine-teatro América también fueron frecuentes las funciones combinadas, en las que se incluían películas y espectáculos de música y variedades. Según un anuncio del DM (4 ene. 1953), junto a las películas El gran pecador, con Gregory Peck y Ava Gardner; y Quién dijo miedo, con Janet Leigh y Carleton Carpenter, se presentaba el Show América con el cuarteto Llópiz Dulzaides, el acróbata Agramonte, Mari Rosa y el Gitano, y la orquesta Cosmopolita.

El día 1 de enero de 1958, el DM anunciaba, en la página 14-A, funciones en nueve salas teatrales, en las que, por las obras, los autores y el elenco que en ellas se presentaron, se pueden apreciar los cambios que se produjeron en la creación teatral a finales de la década del 50 del siglo XX. Y, en otro resumen,  publicado por G. Barral en la revista Bohemia, el 28 de diciembre, se puede tener una idea del ímpetu con el que se movió el mercado del arte y el entretenimiento en la capital cubana durante todo ese año, a pesar del clima de subversión y guerra civil en el que había vivido la isla.

A continuación, mencionaré algunos sucesos que se produjeron en teatros habaneros, los que en mi opinión dejaron una huella indeleble en la cultura cubana. No es mi intención hacer un estudio exhaustivo de cada uno de ellos, porque, además de que existen profundos y contundentes estudios del teatro en Cuba, solo voy a documentar mínimamente lo que sucedió en esos espacios culturales y apuntar cómo lo sucedido allí constituyó un vehículo para que el público adquiriera los hábitos visuales y de escucha que incidieron en la conformación de los gustos con los que el cubano valoró los productos de la MPPC.

Mencionaré, en orden cronológico, solo nueve de los teatros que nacieron desde finales del siglo xviii hasta el siglo XX y estos serán los siguientes: Coliseo-Principal (1775-1846), Diorama (1827-1846), Gran Teatro de Tacón–Nacional (1838-1859), El Circo Habanero-Villanueva (1847-1869), Albisu (1870-1918), Payret (1877-1958), Irijoa-Martí (1884-1958), Alhambra (1890-1935) y Auditorium (1929-1961). Es imprescindible anotar aquí, que los teatros Tacón, Payret, Martí y Auditorium mantuvieron sus puertas abiertas hasta muchos años después de 1959, cuando sus legítimos dueños fueron expoliados de sus propiedades por el entonces llamado «Gobierno revolucionario». Es imprescindible, también, mencionar que ahora, mientras escribo (2021), de aquellos coliseos solo se mantienen con programación regular, el Martí y el Gran Teatro, y que, en la capital cubana, no se ha construido ningún teatro después de 1950, cuando se estrenó el Blanquita, uno de los más grandes, cómodos y funcionales del mundo en su tiempo.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


El Coliseo (1775-1792) / Principal (1803-1846)

«En 1774, la isla de Cuba contaba con una población de 96.430 habitantes blancos y 75.180 pardos, de los cuales 44.633 eran esclavos. Ocho años antes, un tal Gelabert había fomentado un primer cafetal, no lejos de La Habana» (Carpentier 1961, 54), así que, cuando «un gobernador ilustrado, Felipe Fondesviela y Ondeano (Marqués de la Torre), invitó a los principales comerciantes de la Habana para que aportasen dinero a fin de construir el primer teatro de la capital» (Orozco 2005, 274), la ciudad había dejado de ser solo un lugar de tránsito, «un mero descanso de navegantes» y la burguesía criolla se había enriquecido produciendo azúcar, tabaco, maderas y minerales y «necesitaba diversiones públicas a ejemplo de la práctica introducida en todas las poblaciones bien arregladas» (Carpentier 1961, 54-57).

Fueron años en los que Cuba, a consecuencia de la degollina que, en nombre de la «libertad», guio Toussaint L’Ouverture en Haití, emergió como la primera productora de azúcar del mundo. Los campos de caña y las fábricas haitianas quedaron en la ruina de por vida, y los hacendados cubanos aprovecharon al máximo los altos precios que, a consecuencia de esto, llegó a tener el azúcar. Se multiplicó la producción en Cuba y la riqueza de la burguesía cubana llegó a ser suficiente como para pagar entretenimientos muy caros.

Así, La Habana disfrutó de muchas de las diversiones públicas que las poblaciones mejor arregladas del orbe solían tener. Tuvo su primer teatro desde el 20 de enero de 1776,[3] El Coliseo, que fuera renombrado Principal, en 1792. Construido al final de la Alameda, llevó a su escenario tal cantidad de obras, que la ciudad se convirtió en una de las «plazas más importantes de la actividad teatral, rivalizando con México, Lima y Buenos Aires» (Orozco 2005, 274). Cada año se presentaban allí las obras «del género operático francés y compañías españolas que hacían el llamado teatro del Siglo de Oro» (Ídem).

El 12 de octubre de 1775, subió al escenario del teatro Coliseo la ópera Dido abandonada, de Metastasio, «que según la autorizada voz de Jorge Antonio González, es la primera ópera cantada en Cuba hasta que se pueda demostrar lo contrario» (Lapique 2008, 48), «el 29 de octubre de 1791 se estrenó la zarzuela El alcalde de Mairena, de don Joseph Fallótico, primera obra de su género representada en Cuba» (Lapique 2008, 49), y el 8 de septiembre de 1807, se estrenó el drama heroico Apolo y América, con letra de Manuel de Zequeira y Arango, y música de autor desconocido, siendo esta la «primera ópera compuesta en Cuba hasta que se demuestre lo contrario» (Lapique 2008, 95).

El Coliseo tuvo una intensa, pero corta vida, a poco más de una década de su apertura «estaba en estado ruinoso y hubo que esperar a 1803 a que, una vez reparado, volviera a abrir con el nombre de El Principal». En cuanto a ópera se refiere, el Diario de La Habana anunció los días 30 de diciembre de 1810, 13 de enero de 1811, 30 de noviembre del mismo año y 25 de diciembre de 1819, la presentación en El Principal, de la ópera en dos actos La travesura, que fuera estrenada en los caños del peral de Madrid, el año de 1803, según lo dio a conocer el Diario de Madrid, del 30 de enero de 1803.

El 6 de enero, también del año 1811, se anunció la ópera El califa de Bagdad, una ópera cómica en un acto atribuida a María Rosa Gálvez, que se había estrenado en el Teatro Nacional de la Ópera Cómica de París, el 16 de septiembre de 1800.[4]

En el teatro, también, se iban sintetizando las estéticas y costumbres criollas con las peninsulares, como se puede deducir del título de algunas de las piezas que se anunciaban; entre ellas, «la graciosa y siempre aplaudida tonadilla» Los majos del rumbo y el «precioso capricho […] Los cuatro negritos» (Diario de La Habana, 28 ene. 1838). 

A partir de 1830 aproximadamente comienza una época de gran florecimiento teatral en La Habana, y muchas de las obras compuestas por entonces se inscriben en la modalidad de la comedia de costumbres, entre las que encontramos Los portales del gobierno (1834), de Miguel G. Orihuela (1802-1834), Una volante, de Juan A. Cobo, o Yo no me caso, de Francisco Gavino. Otras siguen la línea del sainete, pero esta línea tendrá su mayor desarrollo en las décadas posteriores. En esta época fue muy importante la rebelión romántica cubana, donde se ubican los tres mejores autores del período, Milanés, La Avellaneda y Luaces, que fueron los responsables de elevar la escena por encima de los sainetes de Covarrubias. En 1838 Jacinto Milanés estrena El conde Alarcos[5] (Pérez 2010, 11).

Como apunta Magdalena Pérez Asencio en el párrafo anterior, en época tan temprana como la tercera década del siglo XIX ya había en Cuba intelectuales[6] de profundos conocimientos estéticos, capaces de influir con sus obras y sus acciones en el público. Es, en esta década del 1830 al 1840, cuando aparecen, primero en Matanzas y después en La Habana, las tertulias de Domingo del Monte, que tanto influirían en la vida cultural cubana, y de las cuales nacería en el siglo XX, la «Sociedad de Conferencias que influyó notablemente en la orientación de nuestra cultura» (Pascual 1964, 59).


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


Desde finales del año 1845, La Habana volvió a tener sus corridas en la plaza de toros en Regla, su año cómico en el Tacón y su ópera italiana en el Principal. Según la noticia del Diario de La Habana que insertó el DM, el día 17 de diciembre, la nueva compañía lírica debutó el día 20 con Montecchi e capuleti, de Bellini; y en enero y febrero de 1846, continuó con las óperas Lucia de Lammermoor y El belisario, de Donizetti; y Los puritanos, de Bellini, con las que se hicieron veinticuatro funciones de abono y una función extraordinaria, a beneficio de la joven cantante Concepción Cirártegui,[7] la que se verificó el 21 de febrero.[8] En medio de esta temporada, el elenco del Liceo, como lo había hecho en octubre del año anterior, interpretó la ópera Norma, de Bellini, el día 3 de febrero de 1846, según lo anunció el DM ese mismo día, siendo interpretada el día 10 por la compañía de ópera italiana (DM, 10 feb. 1846). Así de exitosa era esta ópera entonces entre el público de La Habana.

El día 18 de abril de 1846, el Liceo volvió a presentar una ópera en el Principal, esta vez Ana Bolena, de Gaetano Donizetti, la que solo pudo repetirse en la noche del 26, a causa de las obras que el Real Cuerpo de Ingenieros emprendería en el interior del teatro (DM, 21 abr. 1846). 

El Principal, que llegó a compararse «con los mejores teatros europeos, no sobrevivió» (Pérez 2010, 29) a la tormenta que azotó la capital cubana el 10 de octubre de 1846, una de las más terribles que sufriera la ciudad por entonces (Expósito 2020), y, aunque hubo ciertos amagos por reconstruirlo, nunca se llevaron a cabo los proyectos que esporádicamente anunciaba la prensa[9] y nunca más volvió a existir en la Alameda de Paula un teatro de ópera.


Teatro Diorama (1828-1846)

En 1827, La Habana tenía «Universidad, colegios de S. Carlos y de S. Francisco de Sales, Jardín Botánico, Gabinete anatómico, Academia de dibujo y pintura, 78 escuelas de ambos secsos [sic], y una de náutica» y tres teatros,[10] con una población de 94.023 habitantes.

El Diorama se construyó en 1827, se inauguró el 8 de julio 1828 (Robreño 1985, 99), y se convirtió en teatro en 1830 (Torre 1857, 171), y, si bien es cierto que tiene una historia en la que faltan piezas y muchas de las que hay no encajan bien, lo que aparentemente sí se documenta es que aquel lugar se construyó a instancias del pintor francés radicado en La Habana, Jean Bautista Vermay (1784-1833), quien llegó a la isla con la aureola de haber sido alumno de Jacques-Louis David (1784-1825) en París, y, según algunos autores, haber sido recomendado por Goya al obispo de La Habana, Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa (1756-1832) (Calcagno 1878, 680-681).

Vermay, quien por entonces ya era director de la escuela de pintura de San Alejandro, según lo afirma Antonio Rodríguez, citado por Osvaldo Paneque, mandó a construir el edificio para instalar sus dioramas y los de sus discípulos. El lugar se estrenó «con un acto que resultó brillante tanto por las obras como por lo escogido de la concurrencia que lo presenció» y como la música no podía faltar en ningún evento respetable, hubo al final «un baile dado por los alumnos del Instituto, el cual fue causa de otros de Pascuas, que se siguieron celebrando en el local en diversos domingos» (Paneque 2018, 7).

Cuando años más tarde, el edificio fue convertido en teatro, pasaron por su escenario «compañías dramáticas de lengua inglesa y sirvió también para representaciones exitosas de Francisco Covarrubias (1774-1850)» (Robreño 1985, 99), quien, al decir de Alejo Carpentier, fuera el padre del teatro bufo cubano. También se vieron en el Diorama veladas musicales presentadas por Antonio Raffelin (1796-1882), quien fundó y dirigió allí la Academia Filarmónica de Cristina.

Según nos dice José Ortiz Nuevo, El Diario de La Habana de fecha 7 de junio de 1830 anunciaba la presentación en el Diorama de «La cautiva amazona, en la que el chistosísimo papel del negrito Candonga (estaría) a cargo de don Manuel García, (quien cantaría) acompañándose con el tiple la canción conocida como Ea mamá ea» (Ortiz Nuevo 2002, 232).

El 31 de julio de 1834, el mismo medio decía que:

Doña María Rubio y Don Andrés del Castillo cantarán la divertida tonadilla a dúo nombrada La Maja pobre y el Majo enamorado, la que concluye con el gracioso baile El Zorongo que será desempeñado por los mismos cantadores (Ídem, 234).


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


El 20 de agosto del mismo año, se anunció que se ejecutaría «el interesante drama en cinco actos titulado La gitana y el bandido o el huérfano escocés», en la que «Don Andrés del Castillo (cantaría) enseguida unas boleras agitanadas a la guitarra; y (concluiría) con La petenera de Veracruz, acompañándose con la orquesta» (Ídem) y el 26 de diciembre se dio a conocer la presentación de:

[…] un capricho nuevo que tiene por título El negrito vendedor o el aguardiente de caña, en que Don Andrés del Castillo (cantaría) a toda orquesta […] (y) (concluiría) la función con una pieza divertida nominada La casa de vecindad en la que Don Andrés del Castillo (desempeñaría) el papel de un ciego cantando a guitarra un bolero, cuyo estribillo (sería) «Café molido, sí señor» (Ídem).

El mismo medio publicó un anuncio el 17 de enero de 1835 que llama la atención, porque conjuga palabras de ambas orillas, al igual que la antes mencionada La petenera de Veracruz: «Doña Joaquina y Doña Antonia Pautret, Don Tiburcio López y Don Antonio Castañeda, bailarán las preciosas boleras de tango» (Ídem, 235), y así resalta Ortiz Nuevo esta unión de terminologías:

Al balcón del tiempo recobrado comparecen […] nombres y obras o secuencias de arte que señalan hitos: Boleras y tangos, o la pública reunión de lo andaluz y lo cubano así de juntos, en un baile que, por su título, tendría claros elementos de mestizaje, de aproximación y juego, cuando en Cuba tango no era todavía género artístico sino «reunión de negros bozales para bailar al son de los tambores y otros instrumentos».[11]

Otro tanto ocurre con otras secuencias más, como la Petenera de Veracruz, saltando del continente mismo a la orilla de las islas, con orquesta, guitarra y canto; o la constancia en definir y mencionar usos a lo gitano, advirtiendo un modo, incluso una técnica de canto y también de fiesta acompañada de guitarras y del jaleo…, cuando en Andalucía jaleo, aunque no lo reconociesen ni lo supiesen las academias, era palabra equivalente a la cubana tango, en el sentido de reunión gozosa, con baile y cante de por medio, y aguardiente y ron y tambores y palmas y guitarras y tiples y güiros y voces y miserias y sueños, borracheras, chozas, júbilo, compás, el ritmo y la armonía exaltando los sentíos con grande algazara, y con los pies batiendo la tierra madre, sacudiéndola (Ídem, 235).

El Diorama tuvo tal trascendencia en su época que la calle Industria, sobre la que daba el frente del teatro, se le llegó a conocer como Industria del Diorama (Pezuela 1863, 80-83). Pero en 1845, el teatro no pasaba por su mejor momento, por lo que fue reanimado por los empresarios de la compañía dramática del Gran Teatro de Tacón y así lo publicó la siguiente nota:

Bailes de máscaras en el Diorama. (DM, 28 ene. 1845). Este coliseo, concurrido extraordinariamente en años anteriores y que hace algún tiempo yacía en profundo olvido, hoy vuelve a recobrar su antigua animación a impulso de los Sres. actuales empresarios de la compañía dramática del Gran Teatro de Tacón.

Los bailes en el Diorama se reanudaron con toda elegancia el 1 de febrero de 1846 (DM, 1 feb. 1846), pero en octubre de ese año, la edificación no pudo soportar los embates del ciclón, que también arrasó con El Principal, y, finalmente, fue demolido. Existió, no muy lejos de allí, a finales de los 40 y principios de los 50, un restaurante del mismo nombre que alcanzó gran popularidad por su buena cocina y los elegantes bailes que se realizaron en sus salones (DM, 11 oct. 1854).

Años después, sobre las ruinas del Diorama, se construyó el teatro Capitolio, que se inauguró el 20 de octubre de 1921. Eran los años en los que el cine pujaba por hacerse un espacio, por lo que allí se estrenaron muchísimas películas, con las que se dieron a conocer en Cuba, las estrellas del naciente séptimo arte. El teatro tenía capacidad para dos mil personas y el costo total del edificio fue de trescientos mil pesos (Bohemia, 23 oct. 1921), años después, fue conocido como Campoamor, conservando en su fachada los dos nombres, hasta que el abandono permitió su derrumbe total en la primera década del siglo XXI.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz






Notas:
[1]  Merlin, Condesa de. 1844. Viaje a la Habana. La Habana: Sociedad literaria y tipográfica, 29.
[2]  En la década del 80 del siglo xx, la emisora estadounidense Radio Martí que se captaba en Cuba, transmitió una versión de la radio novela Esmeralda, la que —a pesar de estar prohibidas tanto la radionovela como la emisora—, se convirtió en todo un éxito de público entre los cubanos.
[3]  Rine Leal aporta la fecha de 1775 en La selva oscura.
[4]  Cfr.: Gálvez, María Rosa. 1801. «El Califa de Bagdad». En Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
[5]  Estrenada en el teatro Principal. Cfr.: Revista de Cuba. Tomo xi. 1882, 532.
[6]  Por supuesto que por entonces también eran conocidos muchos otros intelectuales criollos; entre ellos, científicos y humanistas como Don Tomás Romay (1764-1849), Francisco de Arango y Parreño (1785-1837), Félix Varela (1788-1853), José Antonio Saco (1797-1879) y José de la Luz y Caballero (1800-1862).
[7]  Según José Antonio Gonzáles fue Cirártegui la primera cubana que cantó ópera profesionalmente. Cfr.: Revista de Música 1 (1960) s. 14-147.
[8]  Cfr.: DM, 1, 7, 17, 26 ene., feb. 4, 8, 10, 15, 21 1846.
[9]  Cfr.: DM, 25 dic. 1846, 6 nov. 1847, 30 dic. 1847, 18 oct. 1849.
[10]Cuadro estadístico de la siempre fiel isla de Cuba correspondiente al año de 1827… Habana: Oficina de las viudas de Arazoza, impresoras del Gobierno y Capitanía general de S. M. 1829, 46. 
[11]  Pichardo, Esteban. 1836.: Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas: Matanzas.





comprender-el-medioambiente-la-unica-biosfera-que-tenemos

Comprender el medioambiente: la única biosfera que tenemos

Por Vaclav Smil

Llevamos milenios transformando el medioambiente a escalas cada vez mayores y con una intensidad creciente, y hemos obtenido muchos beneficios de estos cambios. Pero, inevitablemente, la biosfera ha sufrido.