Meme Solís o la felicidad

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Le pusieron delante a ese muchacho, aún un adolescente, a Olga Guillot, quien andaba por Santa Clara y necesitaba un pianista que pudiera cubrir su repertorio para un concierto en dicha ciudad.

La función iba a ser en el teatro Cloris, y Bobby Collazo, el destinado a acompañar a la Reina del Bolero, no llegaba aún. Lo cierto es que cuando se sentó al piano aquel joven de Mayajigua, la diva se quedó pasmada, porque aquellas manos se sabían todas sus canciones, y evidentemente José Manuel Solís, que así se llamaba el nuevo talento, tenía el don raro del pianista acompañante.

No solo cantó ella con ese muchacho aquella noche, sino que, al llegar Bobby para la función del siguiente día, la Guillot apostó por tener a aquel niño junto a ella en el escenario. Le aconsejó que se fuera a La Habana, que saliera de aquel pueblo donde sus virtudes ya empezaban a ser demasiado evidentes.

La sorpresa de aquella noche se convirtió en un reclamo que otras cantantes hicieron al pasar por Santa Clara, y la capital era, sin dudas, el próximo episodio de esa historia.

En La Habana tuvo la suerte de dar con Fernando Albuerne, con Elena Burke, con un mundo de bohemia y farándula en el que se fue abriendo paso. Doris de la Torre, Felipe Dulzaides, Las D´Aida, se cruzó con ellos y con muchos más, mientras iba creciendo su fama de pianista versátil, listo para tocar durante horas los temas del momento.

Con Moraima Secada crea una primera variante de lo que luego, tras la retirada de la cantante, se conocerá simplemente como Los Meme. Y eso es un capítulo aparte, un momento de inusitado brillo que no solo puede reconocerse como el conjunto de su tipo más popular de los años 60 en Cuba, sino como un hito en la memoria de nuestra cultura musical.

La unión de Héctor Téllez, Miguel Ángel Piña, la ex modelo Farah María y el propio Meme Solís (como ya se le conocía) devino una especie de revolución en sí misma. La afinación, el trabajo melódico, el acoplamiento de voces, y el timbre indudablemente moderno, afín en su plenitud a los aires de la nueva época, le dieron a Los Meme un grado de aceptación en lo que todo ello influía, pero también era un factor notable en sus apariciones el cuidado en la presentación ante el público, el vestuario, el movimiento en escena de sus integrantes, amén del afán de estar llevando al auditorio algo verdaderamente novedoso, bajo los influjos de la balada romántica, de las armonías de Michel Legrand o la canción italiana que dominaba entonces el orbe.




Los éxitos llegaron uno tras otro. En 1964 Meme Solís compone Otro amanecer, y tras eso vino la versión de El torrente o de Sans toi, amén de La orquídea, Y como sea, Mía la felicidad, Días de lluvia, y tantas que cantaron no solo ellos, sino además una buena parte de las estrellas de aquel instante.

Ya la Guillot no estaba en Cuba, tampoco Celia Cruz, pero en la voz de Elena, Rosita Fornés y otras cantantes, las composiciones de Meme se oían aquí y allá. Eran tan populares que llegaron a molestar a algunos jerarcas de la cultura de aquel período. Eran demasiado modernas, no cantaban sobre la zafra ni la Campaña de Alfabetización, arrastraban a una muchedumbre de jóvenes que por encima de todo eso también querían disfrutar de la vida y sus años más intensos.

Todavía, en Santa Clara, se les recuerda cuando iban a presentarse al teatro La Caridad o al cabaret Venecia. Aunque el eco de esos encuentros con un auditorio abarrotado pareciera haberse desvanecido cuando las aguas turbias subieron de nivel.

En 1969 las tensiones ya eran demasiado evidentes, y Meme Solís anuncia su decisión de renunciar a la dirección del cuarteto y de marcharse de Cuba. De inmediato, fue puesto en el index de los desertores, y sus composiciones y su nombre quedaron tachados en las listas de lo permisible.

Imagino que de cualquier modo el conjunto, de haber sobrevivido a todo eso, no hubiese podido ir más allá de las normas dictadas en 1971, tras la clausura del I Congreso de Educación y Cultura, que atacó las “modas, costumbres y extravagancias” que justamente eran las de esas muchedumbres que aplaudían a Los Meme en el Amadeo Roldán, en otros teatros y cabarets de la Isla donde solo anunciarlos aseguraba una noche de triunfos y delirio.

Al delirio sobrevino, pues, la pesadilla. Y prueba de que contra Meme Solís había algo más que simple recelo, fue la larga espera a la que tuvo que someterse a partir de ese 1969 hasta que en 1987 logra salir del país, según se cuenta por mediación del presidente de España en aquel momento, Felipe González.

En ese tiempo tan amargo, Meme tuvo que trabajar en una fábrica de cartón corrugado (no tener un oficio podía conducir a la cárcel), y luego como director de espectáculos en el balneario de Santa María del Mar. Algunas de sus más fieles intérpretes y amigas no dejaron de visitarlo, pero lo cierto es que la saña con la cual se le enfrentó tuvo un efecto innegable en contra de su fama. Algún día, espero, se sabrá quién lo odiaba tanto.

La salida de Cuba fue, por suerte, el inicio de otra etapa, literalmente en su caso: otro amanecer.

El paso por España, luego por Miami y New York, se multiplicó en nuevos shows, nuevas canciones, nuevas grabaciones, un nuevo cuarteto, y el respeto inmenso que su nombre provoca entre quienes saben más de dos cosas sobre la música de su país.

Reinventarse ha sido uno de los talentos de Meme Solís, aunque ello no equivale a que haya perdido su esencia de compositor de baladas y canciones que entran rápidamente a la memoria, que consiguen que sus letras se adhieran a un recuerdo que hemos compartido, o incluso presentido, y que ya no nos abandona jamás.

En su obra se entrecruzan demasiados nombres de valía, y en un amplio recorrido su música nos devuelve a los perfiles más notables con los que trabajó, y es a través de ellas y ellos que llegamos siempre de regreso a su nombre.

Cuando se presentó en La Habana el libro en el que Ramón Fajardo recogió las memorias de María de los Ángeles Santana (“Yo seré la tentación”, ed. Plaza Mayor), en el Amadeo Roldán, la Fornés entonó Sin un reproche. Y aquel público cantaba a coro el estribillo de una canción que luego ya no he podido olvidar.

En la casa de Sigfredo Ariel, oíamos a Los Meme como quien repite un saludo, para desdicha del vecino que a fuerza de tanto oír aquellos temas, llegó casi a detestarlos. Cuando pude conocerlo, en una noche memorable del Hoy como Ayer, donde cantó junto a su querida Malena Burke, recordé esa pequeña epifanía del Amadeo.

Y me doy cuenta de que la canción perdura en mi memoria, casi más nítida que el recuerdo del pobre teatro que sigue esperando por una nueva resurrección, en esa Habana a la que Meme Solís no ha regresado nunca.

El pasado 23 de septiembre cumplió años ese villareño que no sé si ofenda cuando le regalo el epíteto de “leyenda viviente de nuestra música”. Un coterráneo que me hace sentir orgullo de venir de la misma patria chica, y de tener como defensa a la música cubana, como una acompañante puntual en las horas buenas y malas.

Aquí estoy, en México, celebrando la vida de aquel muchacho alto y rubio, que deslumbró a la Guillot en el mismo cine de nuestra Santa Clara, aunque ya no se llame del mismo modo.

Pasan nombres y detalles, pasan mareas y resacas, las cosas perduran porque algunas son algo más que anécdotas, y poseen misterio propio. Me ahorro el detalle de la edad que celebró Meme Solís porque él, como sus canciones, no la tienen: ageless, como se dice en inglés, ha sobrevivido tantos fogueos.

Alguna vez dije que él era, a su modo, nuestro Burt Bacharach, por su don para la melodía efectiva, su capacidad para regalarnos canciones que aúnan ligereza y encanto, pero lo cierto es que él es dueño de un mundo propio.

Desde ese mundo de amor, placeres sencillos y detalles deslumbrantes al que él nos invitó y en el que seguimos escuchándolo y cantándolo, le digo nuevamente: felicidades.

O, más bien, me atrevo a cantarle esa palabra, porque de cierta manera, es eso, felicidad, lo que él ha sabido regalarnos.







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Norge Espinosa

Si las fuerzas le hubiesen acompañado, aún estaría regalando estrofas de aquel costumbrismo que él salvó de ser una moda superada.